Este libro de Pío Moa no es una historia sistemática, profesional, del GRAPO, sino el testimonio personal de uno de sus principales militantes. Se integra en la serie La oposición al régimen de Franco (en la que ya ha aparecido el libro sobre la Democracia Cristiana de Donato Barba), porque esa serie se ha concebido de esta forma: para dar cabida a relatos históricos convencionales y a testimonios como este libro.
La narración de Pío Moa —que es autobiográfica— está escrita con el propósito de no entrar en juicios. A mí, personalmente —y a muchos como a mí—, me consta que el autor no piensa hoy como pensaba entonces. Pero ha tenido la ecuanimidad —en cierto modo, consigo mismo— de no entrar en confesiones de culpa, tampoco en justificaciones, y se ha limitado a dejar una página para la historia.
Eso hace la obra especialmente instructiva y útil. Pone al descubierto varias cosas importantes. Una es cómo un grupo minúsculo puede remover las entrañas de todo un Estado si es capaz de romper las reglas de juego y situarse al margen de la ley. En este sentido, las páginas de Pío Moa muestran, tácitamente, la vulnerabilidad del Estado de derecho; cosa, por lo demás, que ha quedado clara, en proporciones gigantescas, con los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York, pero que sucedían antes y han seguido ocurriendo. Porque no tienen solución. O no tienen —mejor— más solución que la que se dirime en el alma humana. Hace años —en la época del intervencionismo y, en España, de dictadura— nos parecía mal que, en el siglo XIX, remitiera Donoso Cortés a la caridad la solución de los problemas sociales relativos a la justicia; nos parecía, por eso, paternalista; los pobres —alegábamos— no tienen que pedir, ni mucho menos que esperar; tienen que exigir y tomar lo que es suyo. Hoy, agonizante el Welfare State y respaldados y asegurados por las leyes los derechos humanos, resulta que el propio marco de libertades que hemos creado se vuelve contra nosotros si alguien rompe la baraja. Y la rompen muchos. El cuadro de libertades sólo es sostenible del todo si hay buena voluntad (o caridad, como decía Donoso).
Otra cosa que pone de relieve este libro, de forma sorprendente, es que sus protagonistas —los «grapo— no tenían conciencia de ser precisamente una minoría, sino que estaban convencidos de que eran unos meros adelantados de lo que la sociedad demandaba con prisas. Creían que los españoles estaban esperando a que alguien hiciera la revolución, para, en el momento en que eso sucediera, echarse a la calle, en masa, y secundar la rebelión. Es sorprendente. Y la mayor —y más trágica— miopía que pueda imaginarse. El único sentido político del GRAPO era, en último término, ése: no eran delincuentes sin más, sino mesiánicos soñadores de que representaban la voluntad de la mayoría; simple mecha de la bomba que creían estaba latente en el tejido social español. Sólo que, como no era así, no hubo nunca revolución —afortunadamente— y la historia del GRAPO fue la de una violencia inútil para sus fines, además de dañina.
José Andrés-Gallego