Epílogo

VEINTE AÑOS DESPUÉS

Una vez expulsado del PCE(r) me costó casi cuatro años abandonar definitivamente la aventura. Como he indicado, fracasó felizmente el grupo «Adelante, por la reconstrucción, etc.», pero después de unirnos a otro desgajamiento partidista formamos un segundo, «Colectivo comunismo», el cual, no menos felizmente, se redujo enseguida a tres personas: los hermanos Francisco y Luis Miguel Úbeda Tornero, muchachos esforzados y trabajadores, y yo mismo. Pese a nuestro patético aislamiento, hacíamos una intensa agitación y llenábamos el metro de pintadas, «pegatinas» y octavillas. En una de estas acciones, vinieron unos vigilantes del metro a darnos caza, en Cuatro Caminos, y me detuvieron, entregándome a la policía. Yo tenía DNI falso, de la época del PCE(r), y, aunque sabía «mi» nombre, había olvidado otros datos, como el nombre de «mis» padres, de modo que cuando me preguntasen quedaría clara la falsedad, e inevitablemente me detendrían, en lugar de imponerme una simple multa. Pero un policía iba en el coche examinando el bien falsificado carné, y, atisbando yo disimuladamente, pude aprenderme aquellos nombres. En comisaría contesté correctamente y di una dirección falsa. Supongo que allí irían a cobrar la multa. Al salir recriminé a los guardas del metro su conducta; uno de ellos parecía simpatizar conmigo y fuimos a tomar unas cañas. Meses después lo encontré, bajando con mi compañera al metro de Lavapiés, y me saludó, y ella me dijo: «¿Por qué te ha saludado?». Entonces le expliqué el percance. No lo había hecho en su momento por no alarmarla, pues ella ya había abandonado, sensatamente, aquellas peripecias.

La tarea principal del «colectivo» fue sacar una revista, Contracorriente, nombre mucho más adecuado de lo que hubiéramos querido. Durante dos años sacó 19 números en una multicopista manual, comprada con alguna ayuda de Eliseo Bayo, que nos apoyó en eso. En la revista reexaminamos críticamente aspectos del marxismo-leninismo, desde la cuestión de las nacionalidades a la teoría china de «los tres mundos», llegando a vislumbrar cuán equivocados habíamos estado. En particular estudié la teoría marxista del descenso de la tasa de ganancia, publicada recientemente en el libro La sociedad homosexual, y otros ensayos. Contra lo antes señalado, fue este estudio y no el de «la cuestión de Stalin» el que me llevó a romper definitivamente con el marxismo. Espero que mi crítica de dicha teoría sea todo lo correcta y demoledora que a mí me pareció, pues, de resultar falsa, me vería obligado a volver al marxismo y al partido proletario. Tiemblo sólo de pensarlo.

Por los primeros años 80 un sector de la ETA y otros grupos que habían practicado el terrorismo se acogieron a las medidas de «reinserción social», y yo hablé con José María Bandrés, el abogado a cargo del asunto. Se trataba, en realidad, de una especie de amnistía tardía, considerando, quizá, que el terrorismo había tenido alguna justificación bajo el régimen anterior y que la democracia debía demostrar, por un período, cierta generosidad o comprensión ante los últimos coletazos de la violencia, también por la conveniencia de terminar con ella por la vía menos traumática. La medida resultó buena con unos, pero mala con otros, pues muchos terroristas siguieron adelante.

En cuanto a mí, mientras seguí con aquellas ideas, no se me pasaba por la cabeza buscar la reinserción, pero, al abandonarlas, hablé con una abogada, Pilar Jiménez de Parga, y a través de ella con Bandrés, y éste me incluyó en el lote. Sin embargo, las gestiones iban lentas, y mi padre hizo otras, que finalmente dieron lugar a un juicio por así decir benévolo. En realidad, la acusación era la de haber redactado los comunicados de la Operación Cromo, a la cual afectaba la amnistía, excepto en sus últimas semanas, y la defensa argumentó en esa dirección. Fui condenado a un año, transformado en dos condicionales, sin entrar en la cárcel y debiéndome presentar en la Audiencia cada cierto tiempo. Y de esta forma gris y vulgar terminó, en lo que a mí respecta, una historia comenzada en 1969, cuando ingresé en el PCE, con 21 años, mientras en París tomaba forma la OMLE. No quisieron los dioses dar la victoria a nuestra causa. Quizá llegábamos demasiado tarde. La época de expansión del comunismo en Europa había terminado 24 años antes, aunque en el 68 pareció cobrar nuevo impulso. En África y Asia continuaba, pero, en realidad, sólo se acercaba a su fracaso total.

Dejo aquí de lado el porqué de todo ello, tema inagotable. Sólo puede decirse que el ser humano está siempre en peligro, y que la casualidad desempeña en todo un papel muy relevante, si bien incontrolable por su propia naturaleza. Por ejemplo, estaba clara mi inclinación hacia aquellas aventuras pero sin la extraña y difícil coincidencia en un piso con los primeros llegados de París a extender la OMLE, muy difícilmente habría entrado yo en contacto con ella, grupo minúsculo perdido en una ciudad de tres millones y pico de habitantes. Es parte del elemento misterioso de la vida.

Desde que salió este libro, a finales de 1982, no volví a leerlo, y al repasarlo ahora para la nueva edición me llevo algunas sorpresas: sucesos olvidados, recuerdos entonces omitidos y que ahora habría incluido en el relato, opiniones y juicios hoy para mí insostenibles. Como habrá observado el lector, soy algo duro de mollera y tardo bastante en darme cuenta de algunas evidencias.

Leo la frase de Delgado de Codes sobre nuestra juventud «robada» por el franquismo y me viene a la cabeza el comentario de un amigo al leer este libro: «¡Qué mal lo pasarías!». Pero yo nunca tuve esa impresión y, para ser sincero, había en todo aquello algo muy estimulante —no sé si para todos nosotros—: era la sensación del peligro, la camaradería, la lucha contra un enemigo enormemente superior y convenientemente malvado, contra el cual estaban de sobra los escrúpulos. En general me adaptaba bien a la clandestinidad y casi nunca sentía el deseo de una vida ordenada y tranquila. Ese espíritu aliviaba la capa de plomo extendida sobre nuestras vidas por las exigencias del doctrinarismo marxista, aunque, por supuesto, yo era de los que más utilizaba la «lengua de madera» ideológica e insistía en los pesados embrollos, como queda claro en este libro. Porque sin ellos no se justificaban la acción y el esfuerzo. Las vidas aventureras que se dejan llevar sin más por los vientos del mundo siempre me han dado una mezcla de envidia y desazón, por la impresión final de agitación vacua. Nosotros, en cambio, al actuar contra las normas sociales y corriendo sin pesar los riesgos correspondientes, lo hacíamos no por un tonto afán «pequeño-burgués» de emociones, sino pensando en objetivos de envergadura, de trascendencia histórica, vamos. Si mal no recuerdo, en las memorias de Krúpskaia, la mujer de Lenin, alguien pregunta cómo será el socialismo, y alguien contesta: «Un terrible aburrimiento». Por lo tanto, nosotros éramos unos privilegiados: ¡había que aprovechar mientras la vida no se volvía insoportablemente planificada por la autoridad del «partido proletario» en el poder! De manera más o menos consciente, algunos intuíamos un futuro algo triste en la feliz sociedad prevista.

Sospecho que Delgado no comparaba nuestra juventud sólo con otra supuestamente feliz bajo el socialismo, sino con la europea occidental de entonces. Pero yo la conocía algo mejor que él y no me daban envidia aquellas masas chillonas del «sexo, drogas y rock», hechizadas por la publicidad, con una rebeldía a medias comercializada, a medias alucinada por recetas intelectuales parecidas a las nuestras, pero más gratuitas, o por seudomisticismos tan pueriles como el hippismo. En comparación, nosotros parecíamos tener una verdadera causa y luchar con verdadera ilusión y peligro[93].

La cruz de esa moneda era un fanatismo denso, inasequible a cualquier razonamiento y resistente a casi cualquier choque con la realidad. Tenía algo de droga y, como decía con gracia Antonio López Campillo, buen conocedor, también por experiencia propia, de estas historias, nos introducíamos dosis y hasta sobredosis de marxismo-leninismo «en vena». Pese a las pretensiones de lucha armada, no hay en ese fanatismo nada parecido a la moral del soldado. El fanático cree en su derecho a asesinar a los adversarios y en el carácter automáticamente criminal de los contragolpes de éstos. De ahí el tinte oscuro y siniestro de sus acciones, incluso cuando hay en ellas algo del heroísmo de la entrega por un ideal.

En fin, eso de la juventud robada, o de la generación silenciosa, o silenciada, o echada a perder de algún modo, me suena a excusa algo ruin, disimulo de inepcias propias bajo el disfraz del victimismo, una de las demagogias más torpes y despreciables, muy apropiada para nacionalistas periféricos. Me vienen a la mente ciertos comentarios en El País a la muerte de Sartre, llorando por la poca difusión del pensamiento sartriano en España, a causa del franquismo. Parecían decir: Perdonen que seamos tan pobrecillos, ¡es que no nos dejaron leer a Sartre!, que, por otra parte, sí se podía leer. Una vez discutí con un nacionalista catalán empeñado en parlotear de los inmensos males y la opresión franquista en Cataluña, de la guerra contra Cataluña, y cosas por el estilo. Hombre, si la cosa era tan tremenda, ¿cómo es que los nacionalistas catalanes apenas hicisteis nada digno de mención contra Franco? ¿Tan poco apreciabais a Cataluña, o tanto miedo teníais, o era que no había tanta opresión?. Serían las tres cosas, supongo. Quienes más defendieron reivindicaciones catalanistas no fueron los nacionalistas, sino los obreros, muchos de ellos venidos de otras regiones. En realidad, en Cataluña, como en el resto del país, la gran mayoría de la población se acopló muy bien al franquismo y las inquietudes de lucha o de resistencia afectaron sólo a minorías muy pequeñas. Éstas fracasaron incluso entre los cientos de miles de emigrantes a Alemania, Francia, etc., supuestamente resentidos contra el régimen, y en cuyo medio podían moverse aquéllos a sus anchas, sin el inconveniente de la clandestinidad. En realidad, la inmensa mayoría de los antifranquistas lo son de después de Franco. Sólo entonces empezaron a ver los males que antes no notaban o no encontraban tan dañinos como para hacer algo serio en contra.

Tardé tiempo, como de costumbre, en entender la extraña estabilidad de un régimen tan atípico en la Europa posterior a la guerra mundial, sometido primero al bloqueo y luego a la hostilidad del entorno, y que, a pesar de ello y de los intentos de los comunistas y otros, empeñadísimos y a veces abnegados, se mantuvo tanto tiempo, sin demasiada oposición interna. Ya intuía la causa de ello en 1981, pero fue al investigar sobre la república y la guerra cuando percibí cómo el franquismo nació de la quiebra total de un experimento histórico, la II República, combinación de recetas jacobinas y revolución social. Cuando Mola, Franco y otros se sublevaron en julio del 36, el experimento ya había fracasado, llevándose por delante la legalidad republicana. La guerra simplemente ratificó la derrota completa de aquella opción, y la manera como se planteó la lucha excluía, simplemente, la salida liberal, tanto por un lado como por el otro.

El recuerdo de aquel fracaso, bien enraizado en la mentalidad colectiva, combinado con el empeño de la oposición en invocar como alternativa aquel desastre o salidas revolucionarias más o menos disfrazadas, explican el asentimiento popular a una dictadura que, salvada la dureza de los primeros años, resultó luego muy llevadera para la mayoría.

En el libro digo que la oposición defendía la causa de la libertad, aunque no estuvo a la altura de ella. Eso tampoco lo sostendría hoy. ¿Qué libertad defendíamos nosotros? ¿Qué libertad defendía la ETA? En cuanto al PCE, la verdadera y casi única oposición significativa al franquismo durante decenios, sólo difería de nosotros en una cosa: en que ya había experimentado el fracaso del terrorismo en los años 40, y por ello, sólo por ello, proponía una vía más indirecta hacia la dictadura proletaria, hablando a troche y moche de libertades y democracia, a fin de ganar aliados y salir del aislamiento. Pero ¿pueden ser creíbles esas consignas en boca de un partido que siempre había sido un simple agente exterior de Stalin y de sus sucesores? Cierto que en la tardía fecha de 1968, cuando la invasión de Checoslovaquia, mostró una relativa independencia, pero seguía siendo un partido doctrinalmente marxista-leninista, que nunca rompió con la URSS, que justificaba el muro de Berlín y mantenía relaciones privilegiadas con regímenes tan siniestros como el de Ceaucescu o el de Kim Il-sung. Su griterío por las libertades tenía el mismo valor que si lo entonaran los nazis. Con esa táctica logró algunos éxitos, especialmente en Cataluña, pero ni de lejos los suficientes. Sobre el carácter del PCE sólo se podrían engañar quienes quisieran engañarse, no muchos, como se vio al final.

La oposición, y no sólo la activa —mayoritariamente comunista—, sentía profunda simpatía por los regímenes totalitarios de izquierda, con la Cuba de Castro como estrella, y cabe sospechar que si detestaba el franquismo no era, realmente, por aversión a la dictadura, sino por anhelo de una tiranía mucho más completa y férrea. La historia de la lucha antifranquista está muy por escribir, y no podría escribirse, desde luego, sin tener en cuenta este fundamental rasgo de ella. No, la oposición, en general, distaba muchísimo de representar la libertad. Y frente a sus ambigüedades, al recuerdo de la república y el Frente Popular asociado a ella, el régimen de Franco representaba, en la mente de la mayoría, la paz, la seguridad, y, desde principios de los años 60, una prosperidad nunca antes conocida, con uno de los índices de desarrollo más elevados del mundo. España dejó atrás el hambre y el analfabetismo, llegó a ser el tercer país en expectativa de vida, por encima de casi todos los europeos, cuando en los años 30 estaba en el extremo contrario, y la sociedad se mantenía bastante inmune a la droga y otras plagas, tan en auge en el resto del continente. Era quizá el país europeo con menos presos, y aunque los había políticos, éstos no pasaban de unos cuantos centenares, de acuerdo con la escasa oposición. Contra estos éxitos y otros parejos, la propaganda opositora poco podía hacer. Máxime cuando el franquismo, si bien proscribía las libertades políticas, dejaba, como ha señalado el filósofo Julián Marías, una gran libertad personal; y también cultural, a despecho de una censura más pintoresca que otra cosa. Muy distinto, todo ello, de regímenes como los tan respetados por los antifranquistas.

Lógicamente, también debo desdecirme de mi interpretación de las acciones del 1 de octubre del 75, cuatro asesinatos en respuesta a las últimas ejecuciones del franquismo. Quizá, como señalé, el PCE(r) salvó entonces el honor de la oposición, en el sentido de que hizo lo que otros implicaban. Pero de ningún modo acercó las libertades, como tampoco lo hizo el resto de la oposición, salvo de manera secundaria. Esto puede chocar sólo a quien acepte sin crítica las versiones hoy en boga sobre nuestro pasado reciente. Muchos atribuyen aún la democracia al movimiento antifranquista, por la simple razón de que éste se llenaba la boca con la consigna de las libertades. Pero sería en verdad sorprendente que unos grupos pequeños, malavenidos y totalitarios los más activos de ellos, hubieran traído la democracia a España. Y no la han traído, en efecto. La democracia fue impulsada desde el franquismo (un rey designado por Franco en contra de toda la oposición e incluso de un sector monárquico, un ex jefe del partido franquista, Suárez, un político e intelectual del régimen, Torcuato Fernández Miranda), con el acuerdo del grueso de la clase política del régimen, representada en las Cortes, y del Ejército, cuyas ocasionales muestras de descontento han sido desorbitadas por una historiografía poco seria.

El franquismo quería una reforma y la oposición una ruptura. El primero deseaba llegar a la democracia sin vacío legal y político, «de las leyes a las leyes», y la oposición pretendía la derrota, aunque fuera simbólica, del régimen. La primera opción aseguraba la estabilidad de la difícil maniobra, y la segunda, por la propia debilidad e incoherencia de sus promotores, constituía un salto en el vacío, similar al de la llegada de la II República y prometedor, como aquél, de serias convulsiones.

Todo ello quedaría muy de manifiesto durante la Operación Cromo y el referéndum del 15 de diciembre de 1976. El referéndum resumía la alternativa franquista, y la Operación Cromo el intento de dinamitarla. En cuanto a la oposición domesticada, llegaba al momento ya un tanto desganada, tras el fracaso de una huelga general que debía culminar un año de agitación muy intensa y rupturista. La consigna de boicot al referéndum no fue seguida por casi nadie y la población votó por una evolución «de las leyes a las leyes». Y se entiende: la gente había vivido el franquismo y lo tenía muy fresco en la memoria, conocía sus beneficios y sus limitaciones, no como ahora, cuando se ha impuesto —también desde la derecha— una pintura perfectamente irreal de aquellos años.

En realidad, el problema principal de la transición fue el de la violencia. El franquismo no desconfiaba del PSOE (de hecho le ayudó en los últimos años), ni de casi ningún otro partido, pero los reflejos anticomunistas seguían a flor de piel. ¿Había cambiado realmente el PCE, al menos en cuanto a la renuncia a la violencia, o seguía siendo el lobo disfrazado de cordero? La Operación Cromo sirvió, irónicamente, para clarificar el asunto. De inmediato el PCE y los demás izquierdistas se desmarcaron rotundamente de nosotros y de nuestra táctica, llegando incluso a acusamos de estar manipulados por la reacción o de ser directamente «fascistas disfrazados»[94].

¿Por qué nos acusaban así? Básicamente por su debilidad. Si el régimen se alarmaba, considerando nuestras acciones como la auténtica expresión de lobo comunista bajo la piel de la moderación (la táctica leninista siempre combinó los métodos legales y los ilegales, los pacíficos y los violentos), podía dar marcha atrás, sin que pudiera hacer mucho por impedirlo la oposición. Y, tal como ésta nos acusaba de «manipulados por la extrema derecha», grupos del régimen sospechaban que estábamos a las órdenes de Romero Marín, un líder del PCE formado militarmente en la URSS. Por lo tanto, el PCE debió ofrecer a toda costa la garantía de su pacifismo real. Y consiguió hacerlo, finalmente, por aquellas fechas, con ocasión de la matanza de abogados comunistas o procomunistas por un grupo ultraderechista, en un local de la calle Atocha. La reacción del PCE al crimen fue masiva, pero perfectamente autocontenida.

Solventado el problema, la actitud de los ex franquistas fue reconocidamente generosa —a veces hasta frívola— hacia los partidos de la izquierda y los nacionalistas, con la esperanza de soldar de una vez por todas la reconciliación nacional. El resultado, principalmente con relación a los nacionalistas, no siempre ha sido bueno, desde luego.

Pero si, como dije antes, resultaría extraño que la democracia viniera de una oposición como la descrita, ¿no suena aún más increíble que haya venido de una dictadura? Sólo en apariencia. El franquismo nació como reacción ante un peligro revolucionario contra el cual nada podían hacer las fórmulas liberales, por otra parte, sumidas en profunda crisis europea e incluso mundial. En el régimen resultante convivían dos tendencias básicas. Una se presentaba no sólo como una reacción anticomunista y, en menor medida, antiliberal, sino como un sistema positivo, una «democracia orgánica», en alguna medida asimilable al fascismo, mucho menos al nazismo. La otra tendencia, real aunque poco explícita, consideraba la dictadura un fenómeno transitorio motivado por la situación excepcional de los años 30. La primera opción perdió toda capacidad de proyección exterior o como modelo imitable en un entorno europeo sumamente hostil, después de la II Guerra Mundial. Además, su fundamentación teórica permaneció endeble. Con el paso de los años fue cobrando fuerza la segunda tendencia, manifiesta en las maniobras «aperturistas», y claramente hegemónica a principios de los 70. Esa hegemonía quedó de relieve con motivo del asesinato de Carrero Blanco: entonces los sectores más duros tuvieron la oportunidad de hacer un escarmiento en la oposición y reasentar el sistema, pero prevaleció enseguida la tendencia aperturista. Pocos soñaban ya con institucionalizar la «democracia orgánica».

Y, así, el discurso justificativo de la autodisolución de las Cortes franquistas consideraba a Franco «una figura irrepetible», personificación de una etapa histórica singular, no iniciador de un sistema político perdurable. El mismo Franco, siempre muy pragmático, parece haber pensado lo mismo, en alguna medida, como ha indicado en varias ocasiones el rey Juan Carlos. Según el enviado de Nixon, Vernon Walters, en 1970, el dictador le habría comentado: «España irá lejos por el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga, qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España (…) porque voy a dejar algo que no encontré al asumir el gobierno de este país: la clase media española. Diga a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español. No habrá otra guerra civil». Esta concepción, impuesta progresivamente en el régimen, permitió su democratización final.

A mi juicio, esta interpretación de las cosas terminará imponiéndose por su evidencia, a despecho de versiones difundidas masivamente por el antifranquismo, tan potente… después de muerto Franco. La historiografía deberá reconocer finalmente que aquel régimen, con todas sus faltas e incluso crímenes, salvó ciertamente a España de la revolución, y luego de la guerra mundial, y desarrolló el país y la sociedad desde casi todos los puntos de vista. Es más, me atrevo a decir que lo que tiene de estable la democracia actual se lo debe a la herencia franquista, y lo que tiene de inestable (terrorismo, chantaje separatista, oleada de corrupción mejor o peor superada, degradación del poder judicial, formación de verdaderos cacicatos en distintas comunidades, semidestrucción de la democracia en el País Vasco, etc.) mantiene claramente el sello del antifranquismo, el cual ha evolucionado harto menos de lo deseable.

Revisada así la historia, los hechos narrados en este libro adquieren sin duda un sentido sumamente sombrío, considerados políticamente. Son posibles, sin embargo, otros enfoques, aparte del político.