LAS FUENTES IDEOLÓGICAS DE LA OMLE
Deben considerarse padres ideológicos de la OMLE a la polémica chino-soviética de los primeros 60 y al mayo del 68. ¿Qué no se habrá escrito de ambos? Aun así, les dedicaremos unas líneas.
La polémica chino-soviética desembocó, nadie lo ignora, en la escisión del movimiento comunista internacional. Éste había logrado hasta poco después de la muerte de Stalin mantener un considerable monolitismo teórico y práctico. Los métodos, no estrictamente científicos, del stalinismo, y la aplastante supremacía soviética sobre los restantes partidos y países hermanos, habían retenido eficazmente ocultos los antagonismos.
Con el informe de Jrúschof al XX Congreso del PCUS y el afianzamiento del régimen maoísta en China, la fachada de unidad se resquebrajó. El informe de Jrúschof pintaba a Stalin como un asesino, asolador de pueblos y déspota absoluto en las esferas del partido y el estado, donde las libertades habían sido barridas. Los datos y testimonios que Jrúschof esgrimía eran de peso y corroboraban muchos otros cargos contra el régimen, despachados hasta la fecha en los medios comunistas como «bazofia burguesa».
Y, sin embargo, concluía Jrúschof, bajo aquella tiranía alucinante se construyó el socialismo, la sociedad más justa, más libre y más productiva de la Tierra.
Ni la más refinada dialéctica lograba conciliar semejante contradicción. Pero no por eso desmayaron políticos e intelectuales partidistas o partidarios. Es preciso admitir que el PCUS y sus partidos seguidores dieron pruebas, en el trance, de un aguante heroico frente a las exigencias de la razón. Los políticos se dedicaron a ensalzar la fabulosa lección de democracia ofrecida por el partido soviético, fortalecido y ennoblecido en el fuego de la autocrítica científica, leninista. Y, tras ensalzar tamañas virtudes, centraron sus esfuerzos en aplicar las nuevas directrices. Había mucho que hacer y no valía la pena perder tiempo en retóricas.
Los intelectuales que dentro y fuera de los partidos comunistas tantas loas habían cantado a Stalin se sentían desairados. Menos pragmáticos que los políticos, mentaban solemnes la tragedia del stalinismo, y muy especialmente la suya propia, la de intelectuales esclarecedores de los pueblos, sorprendidos en su buena fe. Buscaban arreglos a tan arduo conflicto: que si el stalinismo venía a constituir un tumor —si bien no muy maligno, y, por tanto, curable—; que si lo adecuado era aprender la lección, para evitar recaídas —prácticamente imposibles, merced al XX Congreso—. Pero al final seguía desafiante la cuestión: ¿es compatible entonces el socialismo con una extrema tiranía sobre las masas?
Se excusaban muchos por sus viejas alabanzas a Stalin, causadas por no estar al tanto de ciertos hechos lamentables (o crímenes monstruosos, que diríamos de haberlos cometido «el fascismo»). O sea, quizás estuvieran al corriente, pues eran bastante públicos, pero no habían querido hacer el juego al imperialismo y a sus secuaces trotskistas dando pábulo a las difamaciones. Con todo, ¡pelillos a la mar! El gran culpable estaba denunciado; nadie se gloriaría ya de stalinista. Quedaba incólume el socialismo. Fuera gaitas.
Claro está que esas actitudes, aun siendo valerosas, no parecían completamente sinceras, ni siempre duraban. Sartre, loco de entusiasmo, se había dejado conducir del ronzal por la URSS a la muerte de Stalin —cuando rugía en las altas esferas la pelea por el poder, de la cual el pueblo soviético no sólo estaba marginado, sino ni siquiera informado— y volvió para, con seguro acento, enterar a los trabajadores occidentales de que no existía sociedad más libre que la URSS. Con su mal reconocida perspicacia, empezó a soltar amarras a raíz de la invasión de Hungría. Más tarde concluyó que los partidos comunistas eran imbéciles por naturaleza. ¡Hazañas del intelecto!
Sin embargo, otros muchos salieron con bien del terrible dilema. Si su dialéctica no lo resolvía, al menos servía para rehuirlo. Pues ¿no habían rectificado, tras la autocrítica, todos los partidos?
¿No iba la URSS camino de adelantar a Estados Unidos, como probaba el Sputnik y cien logros de su ciencia y economía? ¿No era eso lo que, en definitiva, contaba? ¿Para qué entonces atormentarse y dejar a las masas ideológicamente huérfanas, a merced de la reacción antisoviética? Aliviadas sus impresionables conciencias, la legión de intelectuales orgánicos y progresistas tornaron a la batalla cotidiana por un mundo mejor. Los años todo lo cicatrizan, y relegarían la espinosa «cuestión de Stalin» a la esfera de la historia académica, menos comprometedora.
Acaso estas inteligentes posturas fueran una huida hacia adelante. De cualquier modo, no satisfacían a muchas personas de alma combativa, que esperaban de los ideólogos un sistema más consistente de alegatos y justificaciones para la acción. Gente como la que fundó la OMLE. Más coherentes parecían a ésta las teorías china y albanesa. Pekín y Tirana habían acogido con calor el informe de Jrúschof, pero luego lo pensaron mejor y se enzarzaron en una agria controversia con Moscú.
Los comunistas chinos y albaneses rechazaban por calumniosos los cargos hechos a Stalin. En cambio acusaban al supuesto calumniador de abandonar el leninismo, intentar someter el movimiento revolucionario mundial a los intereses de superpotencia de la URSS y predicar a los pueblos la mansedumbre ante los desmanes imperialistas. En contraste, exaltaban la violencia revolucionaria para arrostrar la violencia del capital, enristrando las tesis más clásicas de Marx y Lenin al respecto. ¿Y la eventualidad de guerra atómica? Los reaccionarios no se atreverían a lanzarla y, si se volvieran tan dementes como para hacerlo, ni aun así detendrían la marcha de la humanidad hacia el comunismo. De hecho, la única forma de impedir la guerra generalizada era precisamente el revolucionarismo consecuente. La conciliación, por contra, daría alas a la innata agresividad imperialista.
Palabras tales queríamos oír muchos. Ellas silueteaban con precisión al enemigo y proveían una perspectiva clara para convertir el descontento en combate organizado.
Quedaba lo de Stalin. También para ello se disponía de explicación racional: ¿no se veía obligado el mismo Jrúschof a reconocer que bajo el mando de Stalin se había construido la nueva sociedad? Una sociedad acechada por mil enemigos, abiertos o encubiertos. Stalin los había vapuleado sin compasión, porque se decidía la vida o muerte del régimen socialista. ¿Cómo hablar de crímenes en esa situación? ¡Era el colmo del cinismo! Lástima que enemigos encubiertos, gentuza como Jrúschof, no hubieran sido detectados y aniquilados oportunamente.
Un esquema lógico. A condición de no indagar más lejos.
Albania declaró tabú la cuestión de Stalin. Seguir escarbando en ella marcaba al agente enemigo, porfiado en sembrar la confusión y la mentira, para hacer vacilar la confianza revolucionaria. Y como a enemigos debería tratarse a los espíritus perturbadores.
Los chinos, sutilmente, advirtieron que solventar un problema tan complejo requería mucho tiempo: lo que quedaba de siglo, más o menos. Además, tampoco urgía hacerlo. Cualesquiera errores tal vez cometidos por Stalin estaban en trance de ser superados en el curso de la lucha contra los renegados soviéticos. Y de repente un sector del partido, capitaneado por Mao, lanzó una magna ofensiva contra el Jrúschof chino, Liu Shao-chi, y sus secuaces. La Gran Revolución Cultural Proletaria se puso en marcha. En China no iba a repetirse, desde luego, la vergonzosa traición triunfante en la URSS.
La Revolución Cultural mejoraba al stalinismo en una consoladora faceta: encomendaba a las amplias masas, en medio de la mayor democracia directa jamás conocida, la crítica a los revisionistas y reaccionarios. Si míseros enanos habían accedido al poder, se debía a un error de Stalin, quien organizó las purgas exclusivamente dentro del partido, sin apenas intervención popular. Por eso las amplias masas, no fogueadas en la lucha ideológica, habían caído en la trampa jruschofiana, dejándose embaucar por su demagogia. Pero en China sería el propio pueblo quien tomase en mano la defensa de sus intereses, aprendiendo a distinguir lo verdadero de lo falso y frustrando los intentos revisionistas. Tal vez los renegados venciesen aún en China, pero su éxito sería en todo caso efímero.
Muchos jóvenes rebeldes europeos encontraron en los argumentos chinos y albaneses, y en la Revolución Cultural, el pan espiritual que anhelaban. Alegres de sacudirse trabas y contradicciones, pusieron manos a la obra de montar nuevos partidos «auténticamente marxista-leninistas», a ejemplo de los luchadores del Tercer Mundo (China respaldaba esas experiencias, y las ideas de Mao atraían especialmente a los movimientos de «liberación nacional»).
Como en previas ocasiones históricas, el marxismo salía reforzado de una dura crisis. Tomaba el relevo un nuevo movimiento comunista, templado en la lucha sin cuartel contra los traidores. Corto sería el respiro obtenido por la burguesía internacional gracias a los jruchofianos. No dejaban de inquietar vagamente ciertos extremos, como el chocante culto idolátrico a Mao, la ascensión y caída indescifrables de jefes de la Revolución Cultural, que un día eran semidioses y al siguiente viles espías. O el mismo lenguaje, casi supersticioso. Atribuíamos todo ello a la idiosincrasia oriental o lo tomábamos por defectos pasajeros, de escasa monta al lado de los éxitos gigantescos.
En China habían parado los pies a los imitadores de Jrúschof y habían desarrollado el leninismo con nuevas tesis de valor universal: el «pensamiento Mao Tse-tung». A eso debíamos atender.
Otros sucesos alentaban a los revolucionarios europeos. En Vietnam se justificaba la audacia maoísta: un pequeño pueblo, guiado por un genuino partido comunista, asestaba golpes demoledores a un poderosísimo imperio. Los vietnamitas no optaban por Pekín ni por Moscú, pero comprendíamos bien su reserva, inmersos como estaban en una guerra tan desigual. Pero en los hechos hacían tabla rasa del pacifismo que pretendía imponerles Breshnef, sucesor de Jrúschof tras una conjura palaciega.
Y luego en Checoslovaquia quedaría en evidencia el farisaico pacifismo del Kremlin. A los maoístas les repelía Dubcek, pero condenaban la invasión, corroboradora de sus tesis: se empezaba por calumniar a Stalin; se seguía con la degeneración burguesa del glorioso partido de la URSS; y se terminaba en el imperialismo y el fascismo descarados.
Sin embargo, mediaban cinco años entre la ruptura del movimiento comunista internacional y 1969, y en ese lapso los jóvenes m-1 europeos sólo habían conseguido salir de las peleas dentro y fuera de los partidos pro soviéticos para caer inmediatamente en las trifulcas entre ellos mismos. Sus grandiosas concepciones estratégicas, deslumbrantemente científicas, topaban con escollos insospechados a la hora de la práctica. Y, lejos de fundarse movimientos unificados, pululaba una multitud de enfoques diversos sobre idénticos asuntos ¡y desde idénticos principios ideológicos! En contraste, el neocapitalismo vivía sus horas felices, mientras el revisionismo, cuyo aislamiento y quiebra estaban sentenciados desde hacía tiempo, se bandeaba mal por bien; en todo caso mucho mejor que los maos.
Pero en el 68 todo cambió. O eso parecía.
Las manifestaciones estudiantiles, que casi rutinariamente se sucedían en diversos países, ocasionando al capital leves molestias, tomaron auge inopinadamente en París. De forma todavía más impensada, ocurrió en Francia un verdadero sismo social: millones de trabajadores fueron a la huelga, ocuparon fábricas y locales y rehusaron deponer su actitud a trueque de mejoras salariales. En muchos lugares se instaló la discusión permanente de valores, ideas y comportamientos habituales. Aquí y allá cundía una relativa fraternidad entre obreros y estudiantes. La policía fue recibida con barricadas, cantazos y cócteles molotof.
¿Qué pasaba? Teorizando sobre la marcha, los peritos en revoluciones decidieron que los estudiantes habían actuado como detonante de la explosión popular. Demostraron, con argumentos enjundiosos y frases técnicas, que el neocapitalismo no impedía movimientos como aquél. Aclamaban la unidad obrero-estudiantil, y le pronosticaban risueño porvenir. A partir de ahí, la unanimidad fallaba. Unos deploraban la falta de organización capaz de aprovechar el ímpetu de la movilización, mientras otros dictaminaban que gracias justamente a tal carencia orgánica había sucedido la maravilla. Se especuló de lo lindo, y más cuando la convulsión hubo cesado.
No obstante, de bautizar la evidencia a explicarla media un abismo. Y un abismo más hondo si cabe, hasta convertir detonadores y alianzas en instrumentos manejables y repetibles. El detonador no volvió a funcionar; y jamás se supo qué programas u objetivos buscarían las alianzas de clase y capa social. Unos espabilados ponderaban las bondades de la ausencia de programa, pues así el movimiento evitaba el peligro de verse integrado por la burguesía mediante el juego de las concesiones y los representantes. Claro que eso era hacer de la necesidad virtud, y atribuirse solapadamente la representatividad de los sucesos. Pues el mayo francés fue en todo instante tan independiente, y en realidad ajeno a los antiprogramistas como a cualquier tendencia.
Según vino, el mayo se marchó, sin permiso de nadie. Los izquierdistas y anarquistas, que por unas semanas se habían sentido vanguardias, protagonistas, sectores específicos o como prefirieran titularse, reaccionaron con furia contra los burócratas del Partido Comunista Francés, culpándole de haber aguado la verbena. Esas acusaciones tenían un evidente aire de pataleo y frivolidad. Siendo el PCF, como reiteraban, un ente reformista y contrarrevolucionario, ¿cabía esperar de él otra cosa? Al PCF le había sorprendido como al resto la fuerte sacudida, pero supo colocarse con mediana presteza a la altura de las circunstancias. Es decir, desempeñó a conciencia su papel conciliador. En contraste, sus detractores, que se arrogaban el derecho a la revolución y se atribuían clarividencia histórico-política sin par, no habían ido mucho más allá de cantar consignas a grito pelado en las reyertas. Su rabia tenía mucho de pueril. Ellos sí se habían mostrado muy, pero que muy por debajo de lo que, en sus teorías, exigía el movimiento. Pero sus propias deficiencias no les turbaban en absoluto, teniendo a mano un culpable (que, naturalmente, tampoco se turbaba lo más mínimo).
Quedó empero a los izquierdistas la gloria de las célebres pintadas en los muros parisinos: «Bajo los adoquines está la playa», «Sed realistas, pedid lo imposible». En suma, «No renunciéis a nada»: «ni a los refrescos de naranja ni a los de limón», contestaron los comerciantes anunciando sus productos con no menos imaginación que poder, y sin dolerles prendas instruirse bajo tan elevado cuanto rebelde magisterio.
De manera que la ola se retiró a mediados de junio, sin excesiva cortesía hacia los teóricos. Vanguardias y no vanguardias se vieron de pronto en seco, varadas en la arena, ateridas y como traspuestas. No, no había sido un sueño; luego estas cosas existían, no estaban sólo en los libros de historia. El destino les depararía acaso nuevas experiencias excitantes. Incluso, con ayuda de avanzadas doctrinas sociales, llegarían a organizarse consciente y deliberadamente más mayos sesentayocheros. Y entonces, ¡ay del viejo mundo! Pocos vanguardistas y antivanguardistas, programistas y antiprogramistas se recataban de proclamar que aquello sólo había sido un comienzo, que para el año siguiente o dentro de pocos más vendría lo bueno: desenmascarado hasta los tuétanos el PCF, ¿quién detendría la revolución, quién desviaría sus objetivos? No existía, por desgracia, acuerdo en torno a cuáles fueran los objetivos del mayo, pues cada facción los identificaba con los suyos propios. Pero eso eran sin duda pequeñeces. Con la inmensa experiencia acumulada en las pasadas semanas (hay semanas que valen años, señaló Lenin), a ver quién frenaría la próxima vez a los izquierdistas y anarquistas, fundidos con el pueblo. O, cuando menos, ¡a ver quién impediría pintar frases tan graciosas como las recientes!
Como el movimiento nadie lo encabezó, ni lo inspiró, ni lo previó o acertó a darle salida, resulta de todo punto normal que se lo atribuyan las más dispares corrientes de pensamiento y acción, en concordancia con su modestia. Ecologistas, trotskistas, feministas, neoanarquistas, neoderechistas, nuevos filósofos, revisionistas, marcusianos, sexo-revolucionarios y muchos más se apropian del mayo, lo invocan como sus manes tutelares, punto de partida o camino de Damasco. ¿Y quién les regateará su común e inalienable derecho a hacerlo? No hay cretino que no incluya el mayo francés en su ridiculum vitae, ha dicho algún bromista, vaya usted a saber si con un poco de verdad.
Ahora no está de moda incluir a los maoístas entre los herederos legítimos del mayo. Pero bien cierto es que dieron el callo en las barricadas mucho más que la mayoría de cuantos hoy exhiben como propia la floreal genealogía. También, sin duda, a su lado se batían los trotskistas (agentes del imperialismo), anarquistas y reformistas varios (pequeño-burgueses reaccionarios, lacayos del capital), etc. Y éstos, a su vez, se mezclaban con los burócratas y represores stalinistas, con los alienados pro chinos.
Aunque tienda a olvidarse, los maoístas salieron del mayo mejor parados que nadie. De resultas nacieron o renacieron grupos que, durante casi tres años, atizaron las llamas de la lucha, desencadenando contra el capital campañas indiscutiblemente malignas, como cuando se dedicaron a echar mierda en los casinos franceses. El PCF llegó a inquietarse ante el activismo de estos «aventureros», y sufrió una derrota peligrosa: el entierro de un «provocador izquierdista» asesinado al repartir propaganda, entierro que arrastró una fuerte manifestación de masas. La cause du peuple, órgano marxista-leninista apadrinado publicitariamente por Sartre, se convirtió en escándalo nacional, y uno de los jefes del grupo, llamado Geismar, refugiado en la clandestinidad, fue sañudamente perseguido por las fuerzas represivas, en un espectáculo tan «gratificante» para la víctima como para los verdugos, y que hizo verter ríos de tinta a sesudos observadores.
El mayo francés tuvo repercusiones en España, una de ellas lo que pudiéramos llamar área del lenguaje. Los folletos izquierdistas que pasaban la frontera, escritos generalmente en espançais, venían «reclamándose del marxismo» o de lo que fuera, con mucha «gratificación». Y aquí pronto empezaron los muchachos de la prensa a reclamar de esto o de aquello, mientras unos u otros «contestaban» a diestro y siniestro. Pues bien, la OMLE poseía títulos para reclamarse como la que más del mayo del 68. Sus primeros militantes pelearon en las barricadas parisinas, contestaron a la policía, contestaron a la reacción, contestaron las maniobras revisionistas, y, en suma, dieron pruebas de la destacada combatividad que a la hora de las tortas ha distinguido siempre a la colonia española de izquierda en Francia.
En el curso de estos combates, como señalaba Eizaguirre, los futuros omlianos se percataron del confusionismo reinante en los colectivos autoproclamados m-l. Allí constataron sin tapujos la triste realidad y la urgencia de remediarla. Las condiciones para el resurgir eran buenas: se expandía por doquier la efervescencia social, el imperialismo fracasaba, el revisionismo entraba en agonía, los pueblos se levantaban. La Revolución Cultural destellaba, alumbrando el camino.