Capítulo VI

RECONSTRUCCIÓN DE NADA

Formábamos un círculo pequeño, como he señalado, para reconstruir el partido. He aquí su anécdota.

Cuando la ruptura acordé con Brotons y Balmón que nos veríamos para pasarles el dinero del piso y que ellos me dieran un contacto con el Socorro Rojo, organización encargada de la ayuda a los perseguidos políticos de izquierda, sin discriminación de siglas. También me pasarían su propaganda, y yo a ellos mis alegatos y críticas. Ya dije que nos habíamos separado con ciertos modales, debidos, creo, al esfuerzo de integridad de Balmón, y que demostraron ser pura comedia.

Nadie del PCE(r) se dejó caer por las citas convenidas. Semanas más tarde, por conducto diferente, obtuve un Bandera Roja donde Pérez satisfacía la curiosidad de sus lectores acerca de mi caso. El artículo era un largo insulto hilvanado en un largo infundio. Una diatriba culminada en inequívocas amenazas si persistía en defenderme, y rematada con un llamamiento al partido para estar alerta contra el feroz contrarrevolucionario en que había degenerado mi persona. Lo leí hirviendo de rabia, tanto por el arrogante descaro con que me tergiversaba como por la posición equívoca en que pretendía colocarme, paso indudable a medidas más drásticas.

En mi respuesta arremetía contra él, rebatiéndole prolijamente. La hice llegar al partido, pero no publicaron una línea. Hice copias a papel carbón. Una chica de la ODEA se prestó a enseñarlas en su medio y a los tres días la expulsaron sin apelación, acusada de… faltar demasiado a las reuniones. Pronto el partido se felicitó sin rebozo de haber cortado los hilos por los que yo pudiera transmitir mi defensa. Yo confiaba en que, haciendo circular el escrito en sus filas, más de un militante se plantearía algún problema. Pero sólo se planteaban el de evitar el aburrimiento de mis disquisiciones ¡tan superadas!

Contacté a dos periodistas para que me entrevistaran si los pecerres iban a más en sus cuentos. De no ocurrir esto último, prefería esquivar una publicidad perjudicial a la causa «antifascista».

La polémica, o lo que de polémica había en la reyerta, me acució a investigar varios temas: la cuestión nacional, la lucha armada, la concepción del partido. Buscaba poner de relieve las adulteraciones teóricas y políticas del PCE(r) y su deslizamiento al celebérrimo pantano oportunista. Tarea no difícil, pues la arbitrariedad del partido se agravaba a marchas forzadas, o eso me parecía. En el II Congreso adoptaron la bandera tricolor de Pérez, rechazada en el pleno del comité central, y se volvieron republicanos (eso sí, de la República Popular, no de una cualquiera), estilo FRAP. Remedando a éste, ensartaron una ristra de siglas de organizaciones de masas, populares y antifascistas, ¡el Frente de Resistencia en esbozo! Enseguida descubrieron las bondades del Gobierno posmaoísta chino, al que jaleaban con donaire: «El aplastamiento de la Banda de los Cuatro es un gran triunfo del partido, el proletariado y el pueblo chino», titulaba Gaceta Roja. Aún se deslumbrarían en mayor medida, pasando unos meses, con los prodigios de Bréshnief. En pocas palabras, ¡la más repugnante traición a todo lo hecho y dicho durante diez años! ¡Un oportunismo descarado, cínico y vil! ¡Renegados!

La contienda con mis ex camaradas me contentaba, si es que se concibe una alegría mezclada de exasperación. Me hacía sentir vivo, al revés que la ímproba y enésima reconstrucción partidista. Poner en la picota la demagogia ajena resulta más hacedero que abrir caminos en la acción propia.

Logré congregar un núcleo diminuto, que se ocuparía en emular a Sísifo. Hoy leo los documentos elaborados al efecto y me dan risa y lástima. ¡Qué empaque! ¡qué firmeza!: «Aunque la degeneración y el oportunismo del grupo arenista (Arenas: Pérez) está ya suficientemente claro para nosotros, y por lo demás ellos mismos se han encargado de confirmarlo en los más pequeños detalles… No formamos todavía un grupo homogéneo y decidido… La magnitud de la tarea y los escasos medios con que las emprendemos podría desalentarnos, si pensásemos como los burgueses…».

Pusimos al equipo una consigna por nombre: «Adelante por la reconstrucción del Partido Comunista».

Trazábamos planes para introducirnos en asociaciones vecinales, en escuelas autónomas de adultos; aquí y allá preparábamos charlas sobre el imperialismo, el fascismo. Hasta montamos una especie de agencia irregular con el propósito de insertar en la prensa artículos denunciando el ingreso de España en la OTAN, que preveíamos como un punto clave del programa oligárquico. No colocamos un solo artículo. Redactamos y difundimos un informe acerca de la OTAN y el Pacto de Varsovia, mostrándolos como los peores peligros de guerra; sacamos pegatinas, escritas a mano o con imprentilla. Pegamos carteles en el metro madrileño.

También establecimos relaciones con grupos de la izquierda radical: el PCE(i), UPC (Línea proletaria) o PGP, nacionalistas gallegos, con «La chispa», escisión del PCE(m-l), etc. Todos aspiraban a revitalizar el movimiento marxista-leninista. Viajé a Barcelona para discutir, con el célebre Miguel, dirigente máximo del PCE(i), partido que por entonces agitaba y se agitaba en apoyo al Frente Polisario. Conmovía dialogar con aquel hombre en el umbral de la vejez, con incontables años a sus espaldas pugnando por objetivos a cada paso más vaporosos. Debía de vivir habitualmente en Argelia, y charlando vi justificadas nuevamente mis prevenciones hacia las ideas germinadas en el exilio. Cierto que las que criábamos en el interior… Miguel había conocido a Pérez cuando éste militó en el PCE(i), antes de meterse en la OMLE, y me habló muy mal de él, como se acostumbra cuando hay por medio lejanas riñas políticas. El PCE(i) nos ayudó una temporada, tirándonos propaganda, y no tengo el menor motivo para guardarle inquina, sino al contrario. Sin embargo, su política nos daba la impresión de flotar en el limbo.

Me encontré asimismo con Méndez Ferrín, uno de los protagonistas del nacionalismo gallego de izquierdas y antiguo profesor mío, de literatura, en el Instituto Santa Irene, de Vigo. Por esas fechas considerábamos la posibilidad de centrar la labor en una nacionalidad, consecuentes con análisis leninistas que encaraban la lucha nacional como palanca para descuartizar el «Estado imperialista español». Algo había, no obstante, en aquellas tesis, que nos frenaba para actuar resueltamente en consecuencia. Ese algo, lo descubriríamos mucho después, consistía en el mismo cimiento leninista de la teoría de las nacionalidades, el cual, analizado, probó ser de arena[89].

A finales de ese año, 1977, se endureció súbitamente la pelea con los colegas del PCE(r). Fue a raíz de que la policía detuviera en Benidorm a su comité central. Un revés tan brutal no lo había sufrido ni el PCE(m-l). ¡Con lo que satirizábamos, en tiempos, sus caídas masivas! Aun así, los pecerristas consiguieron mantenerse precariamente a flote, prueba de la correosidad adquirida en la larga lucha. Les ayudó la salida de la cárcel de Delgado de Codes, por la amnistía; y a los pocos meses también salió la mitad de los jefes arrestados, por no ser sus actos punibles, al parecer, en la maldita seudodemocracia fascista. ¡Qué hubiera sido de ellos si de verdad hubiera fascismo! Tenían el ejemplo argentino para meditar, aunque no lo hicieron. Según ellos, las sempiternas masas defendían a su vanguardia, bloqueando el criminal brazo del Gobierno reaccionario. Por muy extraño que suene, bastantes se lo creían de pe a pa, y no dudaron en lanzar la consigna de huelga general por la liberación de sus presos, y no una sino varias veces. Abandonarían el método en algún momento, juzgando más político, o menos decepcionante, seguir tiroteando a los guardias.

Pues bien, en diciembre del 77, Bandera Roja publicó la nota siguiente:

AUNQUE EN BALDE, VERDÚ INTENTA COMPLETAR LA LABOR DE LA POLICÍA. «Después de la detención por la policía del Comité Central del Partido, se han intensificado los intentos de Verdú para tratar de arrastrar tras sí a alguna gente. Parece como si, eliminado momentáneamente el obstáculo que suponía para sus planes la firme y resuelta dirección que ejercía sobre el partido el Comité Central, y la plena adhesión de todos los militantes hacia sus dirigentes, este elemento, que ya había probado fortuna a raíz de su expulsión del partido y obtenido la respuesta que merecía, creyese llegado el momento de consumar sus planes contrarrevolucionarios con algunos elementos que, como él, abandonaron nuestras filas, incapaces de continuar la lucha revolucionaria. Ha creado un círculo en torno suyo, que utiliza para golpear en las filas antifascistas, intentando disgregarlas e introducir sus retrógradas ideas de pequeño burgués frustrado. Hasta nosotros han llegado sus escritos babeantes de rabia y despecho y plagados de calumnias contra los dirigentes del partido, y en especial contra nuestro Secretario General. Verdú, que debe encontrarse muy sorprendido al comprobar que tanto los militantes del Partido como los amigos y otros antifascistas no son tan borregos como él pensaba y saben muy bien lo que quieren y por qué luchan, está demostrando con sus actos que, tal como le denominaba el camarada Arenas en su artículo, no es más que un pobre diablo, resabiado y rabioso; rabioso contra el partido y sus militantes, y contra el movimiento de resistencia en general, que le han dado la espalda y le escupen en la cara.

»No podemos considerar una casualidad el hecho de que la nueva ofensiva de Verdú se produzca inmediatamente después de la caída del Comité Central. Sabemos que la policía, en los interrogatorios a los detenidos, de los que no pudo obtener ningún dato para proseguir la caza de militantes del Partido, alardeaba de que, con la detención del Comité Central, ellos podrían dar ya por concluido su trabajo, puesto que, según sus palabras textuales, ‘ahora llegarán las escisiones y el Partido se disgregará’. Pues bien, Verdú ha debido de pensar de la misma manera y se ha erigido en instrumento de la policía política con la demencial pretensión de acabar lo que aquélla comenzó, e incluso se ha permitido decir con el mayor cinismo que algún camarada podría secundar sus planes. Verdú está jugando con fuego y debería darse cuenta de que llegará a quemarse si prosigue por ese camino una vez que ha comprobado lo infructuoso de sus intenciones.

»Desgraciadamente, nosotros tenemos poca confianza de que a Verdú le reste un poco de lucidez para que haga caso de nuestro consejo; no obstante, nuestro deber es advertirle.

»Puede que haya quien piense que exageramos al denunciar de esta forma las actividades de Verdú, objetivamente complementarias de las de la policía. También habrá quien le resulte difícil aceptar que una persona que estuvo tanto tiempo ligada al Partido, y ocupó dentro de él puestos de responsabilidad, pueda llegar a esos extremos. Nosotros, por el contrario, pensamos que nos quedamos cortos al denunciar a Verdú. Verdú no es un caso único ni excepcional; la historia del movimiento obrero y revolucionario mundial está plagado de ejemplos de aberraciones de éstas. Verdú, al igual que Trotski, Bujarin, Lin Piao, Liu Shaochi, aunque con menor categoría, es un producto de la lucha de clases, el prototipo del intelectual pequeño-burgués para quien no existe más partido que él mismo; en el fondo de sus posiciones no hay más que desprecio por los obreros y desmesurado complejo de superioridad; para gentes como estos elementos, los conocimientos no provienen de la práctica social, sino que, creen, les ha sido legada a ellos exclusivamente la inteligencia, y se vuelven rabiosos sobre los que osan poner en duda esas cosas y desenmascaran su verdadera naturaleza.

»¡Matad a los perros rabiosos! Así encabezaban varios intelectuales y antifascistas de la URSS un manifiesto en contra de Trotski y sus amigos, que habían llegado en sus actividades contrarrevolucionarias al asesinato de varios dirigentes bolcheviques y a la colaboración abierta con los nazis.

»Que Verdú no se llame a engaño, ni el Partido ha sido destruido por la policía política ni él va a conseguir lo que aquéllos no lograron. Que los camaradas y organizaciones, así como todos los antifascistas estén alertas; ni la reacción ni sus agentes, en este caso Verdú, descansan un momento para acabar con las fuerzas sanas de la revolución. Pero todos ellos van a encontrar también la horma de su zapato».

Una auténtica exageración, ¿verdad? La nota inspiró a algún amigo un repentino despego por mi persona. Hecho comprensible, por lo demás. El escrito, al margen de las apreciaciones psicológicas que sugiere, respira ganas de causar daño anímico, y a ser posible físico. En cuanto a mí, por mucho aborrecimiento que cobrara a sus autores, ¿cómo tachar de un plumazo los años de penas y alegrías compartidas? En efecto, hacía daño, como lo hacía el chismorreo ponzoñoso contra mí, hasta en la cárcel, donde el amigo Ponte ilustraba a los presos que querían escucharle: «¿Pío Moa? ¡Un cabrón con pintas! ¡Un burgués! ¡Bah!, la policía lo tiene controlado. No le interesa detenerle. El propio Bilielniño[90] me lo dijo en un interrogatorio: ‘a ése lo tenemos controlado por unos familiares suyos que viven en Conde Valle de Suchil’. Así me lo dijo». Delgado llegó a comentar: «Verdú es un viejo zorro. Siempre ha sido un zorro».

De mi estado de ánimo y de las ideas que me seguían inspirando, si la palabra inspiración viene a cuento, da fe la réplica, en forma de carta a un pecerrista, que hice llegar a mis detractores:

«… Que un partido tan potente y con el gran apoyo que dice disfrutar entre el pueblo se vea obligado a lanzar semejantes contraataques a mis ofensivas es un verdadero honor para quien, como es mi caso, se halla en situación muy difícil y, según BR, aislado y rechazado por todos».

Pero ¿en qué han consistido las ofensivas de este ‘pobre diablo’ que quitan el sueño a los burócratas de ese poderoso aparato? Tú lo sabes muy bien: en unos pocos escritos, copiados a papel carbón por carecer de otros medios. En ellos se analizan los errores y el burocratismo de Arenas y su séquito, a la vez que se rebaten los embustes que ese señor se ha permitido soltar. A BR, en cambio, los escritos le parecen ‘babeantes de rabia y despecho, y plagados de calumnias’. Claro que los redactores de BR no se molestan en informar a sus lectores sobre el contenido de esas babeantes calumnias ni entran en el fondo del asunto. A decir verdad, nunca lo han hecho y se ve que no quieren renunciar a una tradición desinformativa que, si no es muy gloriosa ni honrada, en cambio, debe resultarles conveniente a los burócratas…

»No obstante, como sucede con muchas falsedades, las de BR tienen una base real, pues es cierto que he hecho llegar algunas de las escasas copias de las críticas a algunos de los escasos contactos que conservé con militantes del grupo arenista. Si esa reducida difusión ha asustado tanto a los líderes de dicho grupo, habrá que preguntarse qué les ocurrirá cuando les lleguen en más cantidad y por más sitios, que es lo que inevitablemente sucederá, a menos que la represión fascista logre impedirlo…

También es un embuste, y tú lo sabes muy bien, eso de la ‘ofensiva aprovechando la caída del CC’. La difusión de los escritos se inició antes, continuó durante, y seguirá después de la caída del CC, aunque esos señores que aseguren que van a traer la democracia lo intenten impedir, figurándose que les resultará fácil aplastar, mediante el chantaje y la provocación, a revolucionarios sin apenas medios de defensa hoy por hoy…

»No puede pillarte de improviso este desahogo furioso contra un comunista al que quisieran ver aislado, impotente y hundido en el despecho. Ya en el escrito de agosto ponía al descubierto la intención de Arenas: ‘Si Verdú no se resigna y mantiene sus posiciones y nos critica, diremos que está haciendo una labor de zapa con arreglo a un vasto plan y con las espaldas protegidas por la reacción’. Arenas se contradice una vez más: ¿por qué ha de temer tanto y poner en alerta a todo el mundo por la labor de un individuo aislado?

»Y como la experiencia me ha hecho desconfiado, me pregunto a qué viene tanto hablar a diestro y siniestro de que si ‘el círculo de Verdú’ está apoyando objetivamente la labor policial. Eso suena muy familiar, ¿verdad? ¿No decían lo mismo los domesticados contra el PCE(r) hace muy poco? Se ve que los arenistas aprenden pronto… en la escuela del oportunismo. Pero, por más que pienso, me es imposible atribuir esas especulaciones sólo al infantil chantaje de presentarme como agente de la reacción si no me callo, ni tampoco a la fiebre del escritor de BR.

»No, BR no se digna informar sobre las posiciones políticas… pero, en cambio, se sale con detalles que sólo pueden interesar a la policía: alusiones al supuesto círculo, la desmedida importancia concedida a las ofensivas, la implicación evidente de que Verdú estaría en España, al alcance de la represión, etc. El truco es viejo. También a Comorera se lo aisló y amenazó de muerte, y finalmente, bajo pretexto de denunciarlo ante los obreros catalanes, denunciaron sus movimientos a la policía. ¡Cuidado, señores burócratas! Enseñan ustedes mucho el plumero y ya no estamos en la época de Comorera, cuando era muy fácil para sus congéneres montar en silencio cualquier provocación…

»En resumidas cuentas: Arenas y séquito imaginaron que con aislarme, impedirme asistir al congreso y volcar unas cuantas carretadas de basura personal sobre mí, se habían librado de la crítica a sus engañifas… Y he aquí que la lucha ideológica les resurge multiplicada. En consecuencia, adoptan aire de matones y advierten que Verdú ‘está jugando con fuego’, y que ‘llegará a quemarse’ si sigue con sus ‘intentos’. Y concluyen, con pasable estilo Chicago: ‘nuestro deber es advertirle’, mientras airean la consigna ‘matad a los perros rabiosos’ para que no haya equívoco alguno.

»La conclusión es muy simple: el PCE(r) es hoy un grupo radicalizado pequeño-burgués que aún puede cumplir un cierto papel progresista, a condición de que las alucinaciones de sus dirigentes no terminen haciendo de él una simple banda de provocadores…».

Comprendo que el léxico y el estilo de la defensa dará una impresión parecida a la del ataque, esto es, de cagar fuera de la pota, como se decía gráficamente en la mili. Pero el lector ha de hacer un esfuerzo por imaginarse la complicada situación.

Mi única ventaja de la caída del comité central consistía en que la policía perdería su mayor interés por mí, pues tenía a su alcance todo lo que yo pudiera contarle sobre el partido. Y nuestra penúltima reconstrucción del partido apenas le inquietaría, inmersa como se hallaba en la persecución de ETA. Pero, sea como fuere, no iba a desdeñar la insidiosa información que el BR le servía en bandeja.

La furia de su arremetida hace pensar que los pecerristas creían enfrentarse a un círculo bien estructurado y amenazador. En realidad, pocos motivos de alarma tenían.

No progresábamos. Con la óptica leninista tradicional, demostrábamos que tal o cual partido comunista se divorciaba de la sana doctrina. Y cada cuestión aparentemente resuelta de ese modo nos remitía a otras más inasibles. La incertidumbre iba en aumento. No se nos pasaba por la cabeza poner en tela de juicio los principios marxistas y leninistas, si bien nos desconcertaba constatar la universalidad de las llamadas degeneraciones burguesas. O la variedad excesiva de políticas divergentes u opuestas, nacidas, sin embargo, de una misma concepción básica, tan pronto se la fecundaba con dosis de dialéctica.

Antes de un año el equipo reconstructor de autenticidades se resquebrajaba sin remedio. A las reuniones internas llegó a no asistir casi nadie. ¡Interminables esperas al anochecer, soportando el frío y el mal tiempo, observando la expresión de los viandantes a la salida del metro Moncloa, o en una esquina de la plaza de Olavide, o qué sé yo! Aguardando a los compañeros que ¿se habrían retrasado?, ¿se habrían confundido creyendo que habíamos quedado media hora, una hora más tarde? Tenía la certeza de lo contrario, pero seguía a la espera, daba un paseo y volvía, con precauciones monótonas. Me acercaba a la cita de seguridad, a menudo también fallida, con la íntima convicción de que si nadie se presentaba sería por cualquier pretexto insignificante, no por problemas de clandestinidad. ¿Por qué persistía? Probablemente por ahuyentar la soledad, por sentir el calor de un rescoldo de camaradería, de amistad.

A la par que el núcleo, se desintegraban las convicciones. La estéril agitación se compensaba con el estudio y con el sarcasmo, la burla constante de uno mismo y de los demás, que salvaban, si no de una especie de pesar o depresión sorda, sí de crisis violentas o de esa sensación de vacío frecuente en los más gravemente quemados de la militancia, bastantes de ellos reclutas para la droga.

Me obstinaba, cada vez más mecánicamente. Las charlas, las discusiones, reiteraban tediosamente el disco perpetuo: consolidar el núcleo, necesidad de la lucha armada, los provocadores del PCE(r), el centralismo democrático. Insistir, cuando el círculo conseguía reunirse, en los proyectos incumplidos. «Es que la gente pasa de estos rollos, no te das una idea. La política les deja indiferentes, están hartos». «Hay que empeñarse, no todo el mundo pasa. Los problemas sociales siguen ahí, y empeoran por mucho que se imaginen pasar de ellos. Antes o después la gente despertará». No encontraba réplica a mis argumentos, pero cada día me convencían menos. Si preparábamos charlas con gente «de las masas», normalmente nadie acudía. Y entonces me sorprendía a mí mismo exhalando un suspiro de alivio. Me mareaba la cantilena de mis tesis irrebatibles.

Observé un fenómeno curioso: personas conocedoras de la clandestinidad, con su carga de privaciones y puritanismos, rompían con el espíritu de antaño y trataban de mostrar lo bien que se lo pasaban, adaptándose con sospechosa desinhibición a la corriente pasotilla. Por el contrario, algunos que en el pasado rehusaron la actividad antifranquista, mitificaban ésta y parecían sentirse culpables, o deseosos de hacer lo que en hora más oportuna habían eludido.

Se oían extrañas ideas: «El marxismo debería generar una tecnología social para evitar las revoluciones. ¿No es la ciencia que explica la ley de las revoluciones en la historia? Por lo tanto, debería servir para evitar esos estallidos espontáneos y salvajes, transformar su energía en evolución controlada. De otro modo, es como descubrir la causa de las inundaciones y emplear ese conocimiento para provocar más inundaciones en lugar de para encauzar las aguas. ¿Tal cosa sólo será posible con el poder obrero? ¡Qué va! ¡Si quien ha hecho esos descubrimientos históricos es la burguesía! Marx y Engels, ¿qué tenían de proletarios? Además, la ciencia ha de tener un valor, sin importar si la desarrolla un burgués o un obrero…».

En estos años, 77 y 78, se multiplicaron las escisiones de partidos y los colectivos liliputienses[91]. Los motivos de las escisiones se repetían sistemáticamente: burocratismo, sectarismo, dogmatismo, los tres malismos de rigor. La trayectoria de dichos colectivos era perfectamente predecible: saltaban a la palestra con empuje, establecían lazos con grupos de su estilo, sacaban octavillas, un documento teórico, y en ocasiones una revista. A las no muchas semanas entraban en declive, hasta desaparecer o quedar como tertulia de amigos que de tarde en tarde resucitaba las siglas en ocasión de campañas políticas.

No entendían los escindidos algunos hechos evidentes: si los veteranos partidos maoístas se tenían en pie, aunque tambaleándose, era gracias y no a pesar de su sectarismo, dogmatismo y burocratismo. Sin ellos, y sin la mecánica creada en años anteriores, se disolverían como un azucarillo en café caliente. Gracias a que proscribían la crítica interna y se aterraban espasmódicamente a dogmas añejos, a que no aceptaban unirse a clanes afines, a no ser absorbiéndolos, gracias a todo ello se conservaban, mínimos pero apiñados, reducidos a sectas cerriles, pero capaces de hacerse notar en la agitación, de entrar en liza de cuando en cuando.

¿En qué iban a apoyarse, si no?

Navegaban a la deriva. Sus carencias, otrora enmascaradas por la oposición activa al franquismo, se hacían patentes. Y no sólo los maoístas, sino otras corrientes de la izquierda, padecían de la misma flojera. Bien fuera por ironía o por un sincero y desesperado intento de arrostrar la crisis ideológica, nació un plantel de revistas teóricas, fomentadas por grandes, pequeños y medianos partidos y por intelectuales autónomos. Jamás el afán de teorizar había florecido tanto. Y, sin embargo, nadie salía del atasco.

Carrillo abandonaba el leninismo. ¿Y cuándo fue leninista Carrillo?, inquirían, retóricos, los maos. ¡Qué suerte que por fin se destape, el muy bribón! Ahora le abandonarán los afiliados honestos, los que permanecían en el PCE por confiar en el leninismo oficialmente profesado.

Pero las bases honradas seguían a Carrillo, o si desertaban no era por la cuestión leninista. En cuanto al PSOE, no pensaba confundirse con el PCE. Si éste se definía escuetamente marxista, los socialistas avanzarían (o retrocederían, según se mire) más aún: arrumbarían el marxismo, cosa que, como le explicaron sus colegas alemanes, se hacía imprescindible para gobernar en Occidente. Pero en lo íntimo del partido se alzaron aguerridas huestes resueltas a impedir tamaño renuncio. ¿Sería gratuito sospechar que la mayoría de los férvidos marxistas del PSOE tenían sólo vagas nociones de lo que defendían? No, no sería gratuito. El marxismo aguantó, mejor o peor, el primer asalto. Al segundo, la polémica se enconó. Intelectuales de pro levantaron sus voces autorizadas frente a la maquinación abandonista de Felipe González. Hasta los más devotos amigos de dichos intelectuales reconocían que sus intervenciones no rayaban a excesiva altura, por decirlo suave. Y es que, según parece, olvidaron a Tierno, única autoridad española en materia marxista, como él mismo confesó.

El enredo inspiraba comentarios, acres o dolidos, en torno a la legendaria nulidad intelectual del marxismo español. Sorprende, no obstante, que los partidos más pobres de Europa en teoría hayan sido los más ricos en práctica: el PCE y el PSOE fueron los únicos que se aproximaron a algo parecido a una revolución en Occidente. ¿Paradoja o justo lo contrario?

Con menos autoridad acaso que Tierno, Felipe teorizó que «Marx dijo cosas interesantes, pero también se hartó de soltar tonterías». Aportaba así su granito de arena al marxismo creador, el que debe dejar de ser marxismo para crear. Crear no se ha descubierto todavía qué.

Aportaba asimismo Carrillo, en el tema del Estado, concretamente. Tema peliagudo, enmarañado por la burguesía, había recalcado Lenin. Carrillo opina que el de Octubre dejó entornada la cancela a la innovación en materia de Estado, aunque omite, cucamente, que Lenin, punto y seguido de su cita sobre la complejidad del asunto, se larga una exposición muy precisa de él, desde una perspectiva marxista. Muy precisa. Si bien, desgraciadamente, nada compleja, sino, al revés, sencilla. Hasta simplona, si no es falta de respeto. Pero ante la contradicción, ¿por qué no podría Carrillo probar fortuna con una visión propia? La cual, sí, resultó enrevesada, y por ello más consecuentemente leninista que la del propio Lenin.

¿Y los maoístas? ¡jamás habían visto todo más diáfano! El PSOE y el PCE acabarían de irse a pique, al renegar del marxismo y del leninismo. ¡Ni siquiera mantenían ya la ficción del entronque con sus orígenes! Los oligarcas les obligaban a destaparse porque hoy día, hundidos en la senilidad galopante del imperialismo avanzado, invocar a Marx y a Lenin, aun haciéndolo de mentirijillas, suponía un riesgo, suponía jugar con fuego, rodeados como estaban de estopa revolucionaria. Los maos lo habían profetizado en los 60: el resbalamiento por la pendiente de la conciliación con la burguesía terminaba en ese lodazal de oportunismo y traición donde chapoteaban revisionistas y socialdemócratas. ¡Magnífico, magnífico! Así dejaban el terreno despejado a los revolucionarios.

Sí, un marxismo mísero en pensamientos propios. El mismo Menéndez Pelayo se lamentó en sus tiempos de idéntica tara en los heterodoxos hispanos. Pues los marxistas solían reivindicar a los heterodoxos como precursores suyos. Y, a propósito, en la heterodoxia vieron la clave (de lo que fuera) un buen manojo de intelectuales peritos en marxismo. Se pusieron a heterodoxar de lo lindo, aun cuando les pasaba lo que a los creativos: no les cundía.

Luego de mil sobrevuelos por el erial, muchos optaron por aterrizar en el campo de la utopía, menos comprometido. Lo de la utopía tenía sus ventajas, pues cada uno era muy libre de figurársela a su antojo, mientras se respetaran las formas y nadie se pusiese terco pidiendo concreciones. El invento prometía. Bien, muy bien. Descubrieron que la rémora del marxismo consistía probablemente en haber arrinconado la veta utópica. ¿Qué daba de sí el marxismo sin su veta utópica? El stalinismo, seguro.

Y el marxismo, siendo válido, no lo es en bloque, descubrían casi todos. Cosa nada extraña ni heterodoxa, con perdón, a despecho de los dogmáticos. Múltiples facetas de la teoría debían hallarse por fuerza trasnochadas, proviniendo como provenían del siglo pasado. No hay de qué escandalizarse. La ciencia es dialéctica, avanza, se transforma, y el marxismo, como ciencia, y hasta nos atreveríamos a decir, ciencia del cambio, del cambio social, no se autoexcluye —bien al contrario— de esa ley. Es más, la acata con deleite, incluso con jolgorio, por ser la que le permitió socavar ideas y sistemas sociales caducos… ¡Venga, tío, al grano, ya está bien de enrollarse! Vale; el marxismo permanece entonces como, un decir, como un excelente método de análisis de la realidad…

A condición, naturalmente, de tomar con pinzas los resultados del análisis, que en manos inexpertas poseen una endiablada propensión a convertirse en stalinismo. ¿Y por qué no admitir determinados desfases del marxismo respecto a cuestiones de actualidad? En Marx era detectable, pongamos por caso, un no sé qué de machismo, lo que implica una dificultad, Que sí, que marxismo y feminismo no se compenetran por completo, rediez. ¿Y con el ecologismo? ¿Se compenetran marxismo y ecologismo? Porque la obsesión de Marx por el desarrollo de las fuerzas productivas, vamos, que se puede interpretar de mil maneras. En clave de utopía o en clave de alienación. Y aun así… ¿Quién debía ceder a quién, en caso de conflicto, el marxismo al ecologismo o al feminismo, o viceversa? Se teorizaba sin respiro para compenetrar, acoplar, descubrir fallas. Y, realmente, daba igual.

Aseguran los enterados que a España todo llega tarde[92]. ¿Iba a ser una excepción la teoría? Ni mucho menos. ¡Con el franquismo, con la herencia del franquismo! ¡Por no hablar de la Inquisición y su correspondiente herencia! De no ser por la Inquisición y el franquismo, la teoría marxista española se elevaría a…, ¿adónde se elevaría? Pero ¿no se habían forjado los heterodoxos y sus descendientes en combate acerbo en lúcida rebeldía contra franquismo e inquisiciones?

Allende el Pirineo el teorizar en marxista se configuraba de tiempo atrás como una honorable actividad académica. Una pléyade de pensadores en multitud de países razonaban, discrepaban, historiaban, polemizaban. «Fulano no tiene en cuenta que ya Marx…». «Perengano interpreta equivocadamente, porque Marx, en su obra…». «Zutano cae en un dogmatismo peligroso, porque Marx…». Libros y más libros. Artículos y más artículos. Revistas y más revistas. Retorno a Marx saltando por encima de Mao, Stalin, Lenin. Un salto conveniente tal vez, pero excesivamente largo.

Todos concordaban en la necesidad de renovar el marxismo. Aseveraban unos que es factible extirpar de él, sin perjudicar su esencia, tal tesis hasta recientemente tenida —no por todos— como indispensable. La ley del descenso de la tasa de ganancia, sin ir más lejos. O incluso la teoría del valor. ¿La teoría del valor? Aclarémonos, diríase que económicamente no carbura demasiado, pero filosóficamente da mucho de sí. ¿Y por qué pasó Marx de la filosofía a la economía en busca de fundamentación científica a sus ideas? ¡Bah, bah! Recordemos que Marx no entendía muchos conceptos comunes de la misma forma que el común de los economistas y científicos. El trabajo, ¿qué entendía Marx por trabajo? ¡Cosa muy diferente que los economistas burgueses! ¡La realización del individuo humano, no la penosa tarea en que lo convierte el sistema capitalista! Ergo trabajo, propiamente hablando, no existe en el capitalismo. Ni trabajadores, si a eso vamos. Lo que explota el burgués será, entonces… Dejémoslo. ¡La alienación, ahí está lo decisivo! Con el concepto de alienación recuperaremos la iniciativa, desplegaremos la contraofensiva teórica, preludio de asaltos más contundentes. Y alejemos las pretensiones de excesivo cientifismo en Marx. Su cientifismo, según y cómo, sin que esta limitación devalúe en absoluto su doctrina. Al contrario, permite la expansión de su contenido utópico. Y además, dialécticos siempre, mecánicos nunca.

¡Ah! ¿Vale la dialéctica? Hombre… ¿Es científico el marxismo? Bueno, tiene aspectos científicos y aspectos filosóficos. Incluso la noción de ciencia… Habría que ver qué entendía Marx por ciencia.

Los aspirantes a aclararse corrían el riesgo de consumir la vida entera en leer las consideraciones y contraconsideraciones de los expertos, que aumentaban de año en año. Y probablemente no se aclararían. Peor: ¿dónde quedaba la revolución, si la teoría debe alumbrarla, y la teoría es tan enorme y agotadora? A los revolucionarios les habían sucedido los eruditos en Marx y políticos «razonables». El marxismo ya no era la teoría de la revolución sino la teoría de los teóricos. El proletariado iba siendo desplazado en cuanto sujeto revolucionario. Para tirarse de los pelos. Alfonso Guerra recriminaba a las estrellas, como él las llamaba, del intelecto, a Colletti, Balibar: ustedes ligan automática e inconscientemente sus pensamientos a sus cátedras universitarias. ¿No es al movimiento popular al que debieran ligarlos? Muy agudo. Porque, sinceramente, ¿servirá esa profusión de teorías para impulsar la revolución, o al menos la evolución, el cambio social? Ni de broma. Unos ejercicios mentales muy interesantes —¡absorbentes!—, pero ¿adónde conducían?, ¿al socialismo? A ver, ¿qué entendemos por capitalismo, para empezar? Espinoso problema, do los haya. Si dudamos de la solvencia de la ley del valor, la misma noción de capitalismo se nos escurre por las meninges. Y si no dudamos, ¡a ser consecuentes!, ¡a explicar el orden interno y el desarrollo del sistema con el valor-trabajo en la mano! O con el precio de producción, si usted se las avía para equiparar ambos conceptos. Y el socialismo, ¿cómo se puede seguir identificando tan groseramente socialismo y planificación central? Jorge Semprún, marxista a pesar de los pesares, sabe que la planificación no emancipa al hombre: sólo hace falta echar un vistazo a la URSS para hacerse cargo. Él, por si sus ojos no llegan a contemplar la liberación general, se anticipa en lo que le concierne, y describe ufano los banquetes que se atiza con la «buena sociedad». ¡Que revienten los gaznápiros burócratas, puritanos reprimidos y represores!

Para embarullar el barullo vinieron de Francia unos nuevos filósofos con la no muy nueva novedad de que marxismo y stalinismo no eran tan extraños entre sí como se empeñaban en sostener muchos. Y los marxistas creativos les rebatían, indignados: «pretenden enjuiciar el marxismo, ¡y no citan a Marx más allá de un par de veces! ¡Con citas extraídas por las buenas de obras medio insignificantes! ¿Hay derecho? ¿Hay seriedad?». Intelectuales italianos reconocían paladinamente que, en efecto, la crisis del marxismo tiene parentesco con el asunto de Stalin. Según otros, la Revolución de Octubre, el leninismo y el stalinismo respondían a movimientos e ideologías campesinas. Para revolución proletaria, ¡la que los teóricos no organizarían jamás!

Una mañana, tomando café en el café Kühper, junto a la glorieta de Bilbao, llegué, tardíamente, a esta conclusión: la cuestión central del marxismo no puede ser más que el stalinismo. Si algo tiene de científico el marxismo es su subordinación al criterio de la práctica. Y la práctica marxista, más allá de cualquier condicionamiento especulativo, consiste en el stalinismo, insuperado e insuperable, salvo matices o intentonas frustradas, en los países del socialismo real. Insuperado en Occidente por bibliotecas enteras de lucubraciones que no anuncian revolución alguna. Considerar el stalinismo como la práctica del marxismo es sin duda una hipótesis, pero no una más, sino la única desde la que es posible ahondar.

Ni la controversia chino-soviética ni los discursos jruschofianos ni los tochos occidentales han resuelto la cuestión. Ni siquiera la han planteado consecuentemente. Al contrario, la han rehuido por sistema.

En un episodio del mito de Edipo, éste ha de enfrentarse a la esfinge que asola Tebas, y responder al enigma que aquélla le propone. El enigma se refiere al propio Edipo, a su ser y su destino. El marxismo, llevado de su afán liberador, tiene que pasar, le guste o no, por la senda en que se agazapa la esfinge staliniana con su enigma. Como para Edipo, para el marxismo es negocio de vida o muerte responder con justeza. De ello depende que venza a la esfinge y acabe con la crisis permanente por ella simbolizada, o que se despeñe, se pierda en el proverbial basurero de la historia, adonde con tanta asiduidad envían los comunistas a sus contrarios.

Comprendí el sinsentido de la reconstrucción de inciertos partidos proletarios auténticos. Era la crisis del marxismo el problema que había que considerar, al menos para quienes tanto tiempo se han proclamado marxistas. Pero ésa es ya otra historia.

Mirando hacia atrás, comencé a sentir la enorme futilidad, la estupidez incluso, de lo hecho. Se reconoce de mejor grado el mismo crimen que la estupidez. O lo que tiene un acto de criminal que lo que tiene de estúpido. Se busca la salvación por otras vías: ¿no habíamos avanzado seguros, concentrados, duros, como una proa que corta las olas? ¿No teníamos derecho a compararnos con lo que habían hecho o dejado de hacer tantos otros? Aun si nos hundíamos, si me hundía, ¿no había gloria en ello, algo de gloria? ¿Y el sufrimiento asumido, la sangre fría ante los peligros, la entrega personal, hasta el heroísmo? ¿Y la habilidad en la lucha, en la organización, en la discusión ideológica? ¿Y… qué? «Si nos tratasen como merecemos, ¿quién se libraría de ser azotado?». ¿Y quién dispensará lo merecido? Había tendido a descargar la culpa en los ex camaradas, para salvar la propia estima y el descanso en la certeza omnipotente del marxismo-leninismo. No me sentía obligado a pedir perdón a nadie. Pero la irritabilidad constante y boba que me llenaba era sólo el mal disfraz de la desolación.

En verano del 79 me tomé con mi compañera unas vacaciones, las primeras en diez años. Caminamos por aquí y por allá, percatándome de cuánto había perdido de vista eso que llaman el país real.

20-7-81