Capítulo V

CRISIS EN LA CRISIS

Me encontré una vez más en Madrid. Excluido ahora de la «gran familia» que representaba el partido para sus afiliados. Objeto de un vivo interés policíaco, que se multiplicaría tan pronto trascendiese la novedad de mi expulsión. Aislado, escaso de dinero, sin recurso posible a amigos o familiares, salvo afrontando un grave riesgo de pagarlo caro. Una situación no del todo envidiable, como el lector comprenderá sin mucho esfuerzo[86].

En dos meses me asenté con un margen de estabilidad. El dinero voló, pero mi compañera se colocó de asistenta, fregando suelos. Restablecidas unas frágiles relaciones con antiguas amistades, recibimos ayuda, pude dar alguna clase particular, y en conjunto nos alcanzaba para ir tirando, con estricta sobriedad. Alquilamos una habitación interior, oscura y pequeña, ocupada en sus tres cuartos por una cama unipersonal y una mesa plegable cuyo tablero cubría, al extenderse, parte del lecho. Las paredes se decoraban con vistosas grietas; en la misma calle se derrumbó por esos días un edificio.

Compartían la vivienda unos estudiantes árabes, excelentes muchachos, con novias españolas[87]. Nos llevábamos bien y no parecía haber moros en la costa, valga la broma. Pero una mañana oí desde mi alcoba una voz lejanamente familiar. Alarmado, me deslicé por el pasillo y atisbé por la puerta de la sala: repantigado en una butaca y charlando animadamente estaba de visita alguien que me conocía: diez años atrás habíamos trabajado juntos, recogiendo lúpulo en un campo para estudiantes en el sur de Inglaterra. Luego nos habíamos tratado en Madrid en varias ocasiones. Me reconocería al instante. Maravillado por el maldito azar, me fui retirando de puntillas. ¿Y si a Siad le diera por presentarnos? No sabía qué hacer. Nadie que me conociera debía descubrir mi madriguera, si deseaba yo seguir libre. Para colmo el visitante, un madrileño de ideas harto conservadoras, ¿cómo reaccionaría? Por suerte, nadie en el piso presentaba a sus amistades, a menos que coincidiéramos. No estábamos para mudarnos de nuevo, por el tiempo, el dinero y los peligros, y, por tanto, resolví quedarme y poner el máximo cuidado en evitar encuentros que preveía nada recomendables para mi tranquilidad. En los seis meses que permanecimos en la casa, conseguí salir ileso de unas visitas demasiado frecuentes.

Me ausentaba poco de la habitación, donde me pasaba las horas diurnas tecleando, alimentando la miopía con el esfuerzo constante de leer con mala luz; o rumiando planes y cabreos.

Tenía motivos para cabrearme. Y andarme con ojo. La policía comunicó a varios periodistas que yo me había entregado y me hallaba bajo custodia, huyendo del PCE(r). La finalidad del bulo no tenía secreto: presentarme como confidente, proporcionar a los del partido una coartada para lanzarse contra mí, para lo que les bastaría pequeña incitación. Y acorralarme, forzándome a buscar protección. No obstante, la especie se contradecía, pues ¿desde cuándo denunciaba la policía a sus chivatos? Un periodista hizo ver a los demás la inconsistencia de la «noticia» y, ayudados quizás por un reflejo de compañerismo, ninguno le dio pábulo. Sólo los inevitables «16» soltarían meses después insinuaciones de esa laya, a las que daba crédito, en carta a El socialista, un viejo amigo de breves andanzas por Roma y Florencia. Decididamente, el mundo es un pañuelo.

Estas cosas me hicieron percibir aún más agudamente el acoso a que estaba expuesto. ¡Un chivato! Con esa etiqueta a cualquiera le sería lícito matarme. Un testigo vital del misterioso asunto Oriol, callado para siempre, titularían los periódicos. ¿Quién lo habría eliminado? ¿Sus ex camaradas? ¿La policía? ¿Policías paralelas? Misterio. Uno de tantos misterios como encerraba el Grapo misterioso. Y, de todas maneras, un cadáver más en esta historia cuajada de cadáveres y de absurdos, ¿qué importaría?

Cualquier anochecer caminaba a casa, especulando: ¿y si me saliera al paso un fulano con una pistola? ¿Conseguiría golpearle en los testículos o en los ojos, o desviarle el arma a tiempo? Me tensaba y casi amagaba el gesto. En las películas funciona, pero en realidad caían tipos mucho más avezados, expertos en lucha como debían serlo bastantes pasmas. Porque quien se acerca a uno y dispara a quemarropa tiene siempre las de ganar. La única esperanza es que se le encasquille el arma. Me veía desangrándome, rabiando de impotencia. Mi agresividad crispada aumentaba por la impresión de estar siendo objeto de juego para algunos.

Lograba rechazar sin excesiva dificultad las fantasías morbosas. Dormía como un tronco —¡la sal de la vida!— revolviéndome sobre mí mismo en la angosta cama, derrengado por las jornadas en tirante flema.

Ante todo, pues, conservar la calma. Hacer vida normal, lo más normal posible, confundirse con la gente. Eso es fácil en Madrid. Me dejé barba hasta que me di cuenta de que llamaba un poco la atención: no me crecía muy regular. Cuidarse de no ser seguido. Cada vez salía más, para ir a citas o para evadirme de la autorreclusión de los primeros meses. Dar vueltas antes de entrar en casa y al marchar al punto de reunión. Recordar a los otros que hicieran lo mismo. ¿Les sonaba raro el teléfono? ¿Notaban vigilancia cerca de su vivienda? En el metro es sencillo despistar o cerciorarse de si hay seguimiento: ¿se hacía? Pasear anticipadamente por el lugar de cita. Esperar a cruzar retirado del semáforo, no reparase en mí algún conocido desde un coche; mirar lejos al andar por la calle, para avistar un eventual rostro conocido antes de serlo uno. Tenía a mi favor una baza excelente: a no ser por una foto y una descripción fabulosa, ningún policía sabía de mí. Excepto aquel con quien trabajé en el diario Pueblo en el verano del 70. A duras penas nos tropezaríamos en el metro o en las zonas no muy residenciales que yo frecuentaba. Por medio de los escasos contactos procuré correr el bulo de que me había fugado a Argelia o Francia, hipótesis creíbles.

Casi ningún conocido me delataría, y seguramente muchos me ayudarían, pero ¡quién sabe! Andaba cada idiota por ahí suelto. Como aquel a quien recurrí para un pequeño favor y luego comentaba, me enteré, que había venido acojonado, el insigne gilipollas, por temor a ser víctima de una «provocación». O el progrichorras que se hacía el interesante parloteando con suficiencia de la Cromo: «al final nos reímos mucho». Tendrían que desahogarse, luego de dos meses de tembleque. Y lo mismo daba con pecerristas, en el Rastro, por ejemplo, que cotillearían que me movía por la ciudad con sospechosa holgura.

Incluso a los bienintencionados conviene eludirlos, o tantearlos con prevención. Uno termina encontrándose a la gente más inverosímil: un condiscípulo de los días del instituto, en Vigo. Dos compañeras de la Escuela de Periodismo. Casualidades cuyo riesgo derivaba de las habladurías a que dieran lugar.

Entraba en un establecimiento, en un vagón de metro. Lo primero, pasar revista con la mirada al personal. Tarea compulsiva y vana, pues mi memoria para las fisonomías, igual que para los nombres, tiende a lamentable. Con frecuencia me ponían alerta caras perfectamente extrañas y, en cambio, me pasaba inadvertida la más familiar. Me metía en una cervecería, miraba ceñuda e intensamente a los presentes, y no descubría al compañero que me aguardaba bebiéndose una caña. El perfecto espía.

En tales circunstancias se puede reaccionar obsesionándose, o cogiendo pánico, o incluso disfrutando del papel de proscrito, aunque lo último divierte más, normalmente, cuando no va en serio. Un enterado oficioso contó que me beneficiaba la amnistía, lo que desgraciadamente no era el caso. Mas por entonces me resultaba indiferente. Mis propósitos no encajaban en las previsiones legales.

Me abrumaba una sensación de crisis ideológica y personal. Sensación envolvente y pegajosa, que mantenía a raya mientras pugnaba por crear un círculo activista, mientras buscaba y rebuscaba, analizaba y reconsideraba lo hecho y por hacer, sin arribar a ningún puerto.

Repasaba a Stalin, Mao, Lenin, daba vueltas a la cuestión nacional, la lucha armada, el imperialismo. Leía memorias: las de un guerrillero español, luego carrillista, en la URSS; las de Castro Delgado, renegado del PCE por excelencia; las de Tagüeña, Cordón, el relato de Zugazagoitía acerca de la guerra. Las de Manstein o Guderian, poco servibles a mi obsesión; las de Skorzeny o Beguin; el folleto de los Baader Meinhof sobre su estrategia. Los trajes nuevos del presidente Mao, libro clarificador; los papeles de la controversia chino-soviética; Carrillo, su Eurocomunismo y Estado. La crisis del movimiento comunista, interesante exposición y razonamiento de Claudín…

Estaba de muy malhumor. Me irritaba pasear siempre en guardia por la ciudad, me cabreaba la prensa, en la que únicamente era capaz de descubrir los disparates. O la televisión, me felicitaba de no sufrirla más que en bares. Me fastidiaban los muchachos que fumaban con descaro en los transportes públicos, las pintas gamberroides de los niñatos fachas, punks, rocks, acracios… ese ambiente de chabacanería jactanciosa tan extendido entonces. La asfixiante omnipresencia policial, sus sirenas. Sucesos insignificantes me encolerizaban. O me producían una risa algo histérica, pero saludable al cabo: una señora cerraba en el descansillo la contraventana: «no vaya a ser que pase alguien y se rompa un cuerno», murmuró como para sí, muy seria. Subí tronchándome de risa ahogada.

Las cabinas telefónicas, causa de cabreos diarios. No valía tomarlo con humor. Andaba de Lavapiés a Embajadores, rodeando por Atocha, más de un kilómetro en zona céntrica, sin encontrar un teléfono en condiciones. Me tropezaba con dos ciudadanos, currantes, que peregrinaban en dirección contraria, desde la Puerta de Toledo, con idéntica frustración a cuestas. Nos contábamos las penas, variábamos de rumbo. Uno de ellos se quejaba:

—Si es que no puede ser, hombre. El otro día veo a unos mangantes rompiendo un teléfono para sacarle la pasta. «Así se jode el capital», me sueltan los mierdas. Así nos jodemos todos, eso es lo que pasa.

¡Un obrero mal concienciado, vive Dios!

Poco antes me hubiera alegrado aquel y otros vandalismos, pues sembraban el follón, el descontento. Y por lo demás, ¿no eran fruto de la propia sociedad, del sistema capitalista explotador y represor? Habíamos enunciado en el partido la tesis de que el desmadre social crecería hasta desbordar el aparato del Estado y éste terminaría dejando por imposibles sectores enteros de las ciudades y el campo. Allí nos haríamos los amos, impulsando un poder popular que era el nuestro.

No sólo el partido pensaba así, y muchos que no lo pensaban obraban como si lo pensasen.

—¡Cómo llegas tan tarde, mujer! Con la de gamberros que pululan por la noche. Está uno en vilo.

—¡Tampoco es para tanto!

Según otros no convenía exagerar, pues eran los fascistas quienes fomentaban el alarmismo para sacar tajada de la delincuencia, achacándosela a la democracia. También se argüía que el alarmismo procedía de la UCD, a fin de meternos más bofia.

Escuché la siguiente propuesta:

—Pues sí, debemos asumir la delincuencia. Asumir que te roben el coche o, si no, no lo tengas. La sociedad es la culpable, esta sociedad represiva… Yo tengo muy claro que es la propia sociedad la que provoca la delincuencia, el paro…

O este razonamiento:

—Es lógico, después de los años de represión franquista, la gente se desmanda. Como antes no podías mover un dedo sin que la policía se echase encima.

—Déjate de gaitas, que yo no nací esta mañana. A este paso habrá más pasma y más presos que nunca.

Los lanzados lucubraban:

—La delincuencia social es un modo de rebeldía contra el fascismo, contra el autoritarismo. Subvierte el orden constituido, de privilegios, patriarcal y burgués. Una rebeldía espontánea y sin manipular. Hay que dejarse de hipocresías, de esos distingos entre políticos y comunes o sociales, ese clasismo de mierda. En todo caso habría que concienciar…

¿A nadie habrán allanado tales discurrimientos el camino a las rejas? No debes hablar como los derechistas, tío, como los bienpensantes. La causa de la delincuencia está en el paro, y el paro lo ocasiona el sistema. No cambiemos las cosas. Nosotros nos limitamos a constatar lo que existe, que no lo hemos creado nosotros.

El paro. Y también la demagogia proporcionaba la disculpa, la moral por así decir. Nadie olvidaba condenar el paro, y el paro se reía de condenas. Ni en la derecha ni en la izquierda se vislumbraba la menor idea para eliminarlo. La menor idea convincente, porque ideas, hablando en general, abundaban.

Los sindicatos y partidos suscribían los pactos de la Moncloa: ¿un mal menor? Como izquierdistas, denunciábamos el chanchullo. De sobra sabíamos que la única salida era la revolución. ¿Qué revolución? ¡Ah…! Empezaba a ser incómodo gritar con tanta alegría «socialismo», «comunismo», «poder proletario», etc. Y no porque se prohibiera gritarlo, pues nadie lo prohibía. Las divagaciones acerca de la delincuencia testimoniaban de un atolladero teórico más vasto.

Se teorizaba sin tregua. ¿Qué elementos corroerían, socavarían, harían estallar el sistema de marras? ¿Qué fuerzas sociales inasimilables para el capital sustituirían a la integrada clase obrera? Pues los marginados. No tenía vuelta de hoja. Marginado es, por definición, el no integrado. Los marginados sociales, sexuales, laborales… las cuentas salían muy abultadas. ¡Prácticamente todo el mundo sufría marginaciones! Sin contar a quienes se marginaban por propia voluntad, aunque dentro de un orden, los cuales eran precisamente los más teorizantes, los que aspiraban a organizar y dirigir a las legiones marginadas. Surgían veleidades y rivalidades: cada facción pretendía erigirse en cabeza y eje del torrente emancipador. Y discriminaciones. A muchas feministas les parecía de perlas eso de incorporar a la lucha a las víctimas cautivas de la sociedad… excluyendo, eso sí, a los violadores, que bueno está lo bueno y hasta ahí podría llegar el cachondeo.

Quien no predicaba en nombre del pueblo y la emancipación, es que no entendía nada.

Por la calle se veían cuadrillas de chavales embruteciéndose a conciencia, porro va, porro viene. En el PCE(r) siempre habíamos condenado la droga, ¡instrumento de la oligarquía para corromper e idiotizar a la juventud! Pero no era la oligarquía la que más amparaba, ideológicamente al menos, el «nuevo fenómeno juvenil».

—Es un hecho, tío, es un hecho. Está ahí, tío. Ahí, sí. La gente tiene que evadirse, ¡sigue habiendo tanta represión! Y hasta resulta una vía de conocimiento.

A cantidad de ciudadanos les había dado por el conocimiento, ignorábase exactamente de qué.

—Por no hablar de las drogas legales, las no penalizadas. El vino, la televisión, la aspirina, etc.

—Y no digamos el pincho de tortilla, que cuenta con verdaderos adictos. ¿Por haber una droga debemos promover más?

—¡Coño, la juventud va por ahí! No podemos permitimos el lujo de desligarnos de las masas, macho. Hay que denunciar la hipocresía social.

Los líderes de las juventudes de los diversos partidos opinaban en revistas: «hoy la juventud le da al porro», venían a coincidir todos, con aire desenvuelto y como muy liberado.

Agrupaciones emergentes del franquismo, dispuestas a liberar a quien fuese, percibían cómo la juventud les daba de lado por la vía rápida. La venta de folletos, libros y periódicos de los partidos descendió en picado tras un notable auge inicial. Observaba a veces en las bocas del metro cómo voceaban los militantes «la prensa obrera», «el periódico proletario», «contra el pacto social», «por eso y aquello». Al año de las elecciones sus panfletos y octavillas se deshacían en el polvo, pisoteados por la indiferencia. Se convocaban manifestaciones unitarias para los jóvenes, pero los jóvenes no acudían.

Y puesto que la montaña no iba a Mahoma, los partidos partieron en pos de la juventud. Era una fascinación. Se volvían lúdicos, rockeros, marchosos, lo que hiciera falta. Y aburrían hasta a ellos mismos. Un primero de mayo desfila una escuálida comitiva de jóvenes partidistas. Cantan, patéticamente, «La juventud / aquí está / quién hablaba / de pasar», y añaden, haciendo un gestito amanerado: «Viva la vida alegre y divertida».

A derecha e izquierda se invocaba la «imaginación» y grandezas semejantes, útiles para mantener el pico abierto cuando se acaba la cuerda. La imaginación parecía emanar del porro, a juzgar por la ruindad de la primera y por el interés de numerosas asociaciones en legalizar el segundo.

Cundía el «pasotismo». Eximios intelectuales, forjados en indómita resistencia antifranquista, publicaban sus hondas reflexiones en la prensa avanzada. Comparaban la generación pasota con la suya, más politizada, más elevada en cuanto a los ideales, aunque, ¡por supuesto!, capaz de comprender las tendencias de la juventud de hoy. ¡La juventud! Tendencias muy normales porque, claro, aquella vida tan sacrificada, tan en feroz y continuo combate al borde del abismo, frente al implacable régimen del finado general, carecía de sentido en la actualidad. Fue hermoso, sí, mientras duró. Ahora estaba de más. Un porrito que otro, controladamente —como una copichuela de coñac, tío—, pues viene muy bien. Comprendamos a los muchachos. Nosotros, que todavía lo somos en buena medida. Y en espíritu, siempre. Porque treinta, cuarenta años… Además, ¡que no, hombre, que de puritanismos ni hablar! ¡No vamos a reprimirnos, hostia! Se trata de amar la vida, no vayamos a confundirnos con las ideologías de la muerte, represivas, fascistas… La oposición, el movimiento obrero, para qué negarlo, no ha escapado, no, al puritanismo. Tiene una veta, una veta represora, en fin, herencia o contagio, sin duda, de la ideología dominante… Viva la orgia y el desenfreno, ¿eh, doña Virtudes? Hombre, tampoco es eso; aunque no te diría yo… Es preciso liquidar la hipocresía social, qué demonios[88].

Y dale que te pego con la hipocresía social.

Pues no sé de qué te quejas. Al menos ya pasó la temporada de los luchadores, que todavía fue peor. Terrible.

Hubo una temporada de luchadores. Unos salían de las catacumbas, reales o soñadas, y otros se apuntaban. Un colegio de Bachillerato unificado polivalente paraba las clases. «El colegio San Mamerto en lucha. Exigimos la autogestión». O lo que fuera. Y ¡venga!, luchadores por un tubo. El primer país del mundo en luchadores. A cuatro o cinco per capita.

—El personal creía que la palabra de los partidos y antipartidos iba a misa. Con sus consignas tan bonitas, lo de cambiar la vida, y esto y lo otro… Menos mal que la ETA y el Grapo siguen arreando leña.

—¿El Grapo? ¿Y qué busca el Grapo? ¿Y con qué se come el socialismo de ETA? Honradamente, no tengo ni idea. ¿Has leído el libro de Letamendía sobre la historia de Euskadi?

¿Es posible largar algo más flojo? Antes de leerlo, coño, pensaba que tenía más seriedad.

—Por lo menos no son progres.

Bajo el franquismo los militantes de los partidos llamaban progres a cierto tipo de simpatizantes de ideas muy radicales, pero remisos a mojarse el culo. Los considerábamos aprovechables, aunque bocazas. Los progres admiraban ambiguamente a los partidos comunistas, y simultáneamente acechaban ávidos los últimos gritos ideológicos venidos de Estados Unidos, Londres o París.

El posfranquismo asistía a la expansión arrolladora de lo progre. Sus adalides tomaban la batuta, los luchadores sorbían desencanto. A la defensa del socialismo sucedió la adhesión al libertarismo. Pocos dejaron de proclamarse ácratas viscerales o asimilados. Y contraculturales, festivos, herejes, subversivos de valores, transgresores de normas, rebeldes, creativos e imaginativos. Cañoneaban la moral judeocristiana por babor, la sociedad falocrática por estribor y embestían al todo con el espolón de proa. Retornaba el mayo francés. De la única forma que podía retornar, es decir, así. Como música de fondo, un soniquete persistente y monótono: «tío, marsha, no te enrolles, demasié, qué demasiao, tío, qué comecocos, passo, mogollón, más marsha…».

—Nos comen el terreno, tío.

—Y la moral, y la moral. Ya los vejetes no pintamos nada. En cuanto abrimos la boca nos llaman stalinistas, o retrógrados. O castrantes, ¿tú te figuras? Carrozas, lo más benévolo.

—¡En qué terminará esto, Lenin santo! Esto es la jarana, la amalgama y la mojama, que dijo quien lo entendía.

—Digamos la bambolla, la farfolla y la fanfarria, no nos confundan. Pues bueno.

—¡La guerra civil! ¡Vamos a una guerra civil perdida de antemano!

—Ni guerra ni leches. ¡Si todocristo se queja de que el personal no está concienciado, de que no reacciona, no combate por lo que todo-cristo piensa que tiene que combatir aunque nadie se ponga de acuerdo sobre ello! Y digo yo que ahí está la suerte, porque si la gente fuera a hacer caso a estos cantamañanas, entonces sí estaríamos perdidos.

—Pues será así, pero no le veo la salida por ningún lado.

—Más vale pájaro en mano, macho, que peor sería volver al franquismo por un poco de alboroto.

—Qué carrozas nos estamos volviendo. ¡La edad…!

—La experiencia, di la experiencia.

Superficialmente, el movimiento maoísta daba impresión de parálisis. Mirando con más cuidado, de naufragio. Sus restos flotaban al garete entre las olas suaves del reformismo. El PCE(m-l), decano de los partidos pro chinos, conceptuaba insultante el calificativo «maoísta». Arropado en la autoridad albanesa, echaba pestes no sólo de Deng Siaoping y su teoría de «los tres mundos», sino del mismísimo Mao Tse-tung. Albania rompía estruendosamente su eterna e indestructible hermandad con China. Enver Hoxha publicaba sus diarios políticos, demostrando que nunca se había hurtado a su perspicacia el carácter pequeño-burgués del maoísmo ¡Quien lo hubiera dicho!

¡Con tanto juramento de amistad y fraternidad, de camadería marxista-leninista! No hacía apenas tiempo que poner en duda la solidez de los lazos chino-albanos hubiera acarreado excomuniones. Sólo los imperialistas y sus provocadores a sueldo o lacayos osarían meter cizaña al respecto. Y ahora…

Mientras pedía su legalización, el PCE(m-l) disolvió discretamente el FRAP, sustituyéndolo por la Convención Republicana de los Pueblos de España, y desplegó una intensa agitación de masas en torno al 14 de abril, aniversario de la proclamación de la II República. El día señalado brillaron las masas por su ausencia en Cuatro Caminos, lugar de la convocatoria; no así en la prensa del partido. Unos cientos de jóvenes de diversas tendencias hostigaban y eran hostigados por la fuerza pública. Otra enjundiosa tarea de este partido consistió en ajustar cuentas a una serie de elementos escindidos. Tampoco tragaban los dirigentes pecemelistas a los pecerristas, a quienes vituperaban con fogosidad, recibiendo a su vez idéntico tratamiento.

Más potentes en cuanto a las masas, la ORT y el PTE rompieron con las CCOO a las primeras de cambio. Tenían sus razones, pues al integrarse en ellas, en la era franquista, perseguían principalmente sustituir la influencia revisionista por la suya propia. Objetivo que debiera estar felizmente cumplido a la altura de 1977. Por su parte la dirección del PCE no estaba dispuesta a aceptar en CCOO una pluralidad de influencias, a su modo de ver improcedente. De modo que ORT y PTE se dieron el bote, como vulgarmente se dice, enarbolando el estandarte de la unidad proletaria. Sus seguidores sumaron menos de los pensados, si bien tampoco eran cuatro gatos. En breve plazo, y asimismo vitoreando la unidad, se escindieron los escindidos: cada partido se quedó con su sindicato.

Como nadie ignora, PTE y ORT llegaron posteriormente a la fusión —no así sus ramas sindicales respectivas— y esa fusión resultó la antesala de una común y perfecta bancarrota. Las elecciones sucesivas no alentaban la esperanza de hacerse con el poder rápidamente. Y como habían aceptado dichas elecciones, se privaban de la coartada del PCE(r) y similares, que condenaban los comicios por «fascistas», evitando así someterse a sus mayorías y minorías. Tanto el PTE como la ORT sustentaban principios iguales y secundaban, hecho esencial, a los enterradores de la Revolución Cultural en China. Y menos mal si no se pasaban a los rusos con armas y bagajes, como hacían diversas sectas.

No faltaban los marxistas-leninistas que se progrizaban a paso ligero. Percatábanse de súbito de los «fenómenos nuevos», y por supuesto «revolucionarios», que despertaban en el mundo occidental. Nuevas luchas, nuevas formas de lucha, nuevos objetivos, nuevos radicalismos: ¡urgía asociarse a la nueva corriente! Y no por mero oportunismo, o por simple miedo a perder el tren, sino en primer lugar porque era preciso aportar a esas tendencias inmaduras una cohesión teórica y doctrinal que, unificándolas, las volviera más efectivamente revolucionarias. Así superarían ciertos tintes retrógrados o pintorescos esos movimientos. ¡Infelices maoístas, o marxistas consecuentes! No entendían que nadie puede aportar lo que no tiene. No querían ver cómo su castillo de ideas se desmoronaba a pedazos. Corrían ensoñados detrás de las novedades como quien persigue una mariposa por un campo de ruinas, dando traspiés entre los restos semienterrados de las añejas alianzas, tácticas, estrategias, violencias, cuestiones de Stalin.

Otra inversión de valores. Antaño los progres giraban alrededor de los partidos, los cuales explotaban, displicentes, su mala conciencia. Ahora los partidos más puros y duros saltaban en pos de los progres, enviándoles ora sonrisas seductoras, ora zarpazos, que sus frívolos objetos, aleves y fugaces, esquivaban como sin prestar atención ¡Qué se hizo de los enérgicos papeles hegemónicos! Como el más airoso saltarín de la nueva línea destacó el MCE (que borró de sus siglas, al igual que haría el PTE al fusionarse con la ORT, la infausta «E» de España: es sabido que no existe España, sino sólo un Estado Español, de oprobiosa memoria y presencia. ¡La ciencia histórica izquierdista!).

Y por fin quedábamos el sector fiel a los orígenes, a la Revolución Cultural, a las correctas posiciones chino-albanas de la Gran Controversia de los años 60. Mas no acertábamos a sacar provecho de tan correcto equipamiento ideológico. La ruina nos deprimía, los progres nos fastidiaban. Comprendíamos que, más bien que avanzadilla del futuro, los progres eran un producto de descomposición social y política. De nuestra descomposición, en parte. Los poníamos a caldo, con severidad.

—Escupen veneno y llaman a eso luchar. Sueltan cursilerías y las bautizan utopías. ¡Esa ñoñez tontaina y caprichosa!

—No marchan nuestros negocios más boyantes, bien lo sabe el cielo.

—La historia de los maoístas no irá muy lejos, pero es una historia, ¿no crees? Eso, en cambio, no es más que una histeria. Una moda. Estilo a las de Althusser, Marcuse y aquellos sacamuelas tan reverenciados, cada cual en su temporada.

—¡Qué manera de hablar! Se oponen al capital, son de izquierda. ¡Son aliados!

—¿Habremos confundido todo, de arriba abajo? Pero óyelos hablar de sus emancipaciones, de sus revoluciones, estrategias… ¡La alianza obrero-campesina relevada por la alianza progre-macarra! La parlanchinería. Yo no veo más, por mucho que chillen.

—La revuelta contra Zeus se ha quedado en «maní» lúdica y festiva. Y autorizada. La locura titánica en pataleta de tíos neuras.

—¡Qué frases! ¡Ah, qué frases!