DIVORCIO LABORIOSO
Llevaríamos cerca de dos meses en Alicante cuando desde la cárcel consiguieron hacemos llegar los informes sobre el naufragio de la Operación Cromo. El cuadro venía a ser éste:
La policía debió de averiguar que el Grapo hurtaba documentaciones y matrículas de vehículos similares a los que «expropiaba». Así, éstos no eran fichados como robados y salvaban fácilmente los controles. Descubierto el hecho, la ventaja se transformaba en trampa. Varios coches serian identificados: cayó un miembro del comando. En su casa tendieron los agentes una celada en la que atraparon a uno más del Grapo, escapando otro por los pelos. Un día o dos más tarde, por la mañana temprano, detenían a Cerdán tras detectar su automóvil. La policía le ocupó un número de teléfono y llaves. El teléfono correspondía a la partida de Barcelona, a la cual se disponía a llamar Cerdán, y ocasionó el apresamiento de aquélla en pleno. Precisamente los de Barcelona acababan de tener una escaramuza en el metro, mientras difundían propaganda, y habían matado a un policía que trató de identificarlos, huyendo herido uno del Grapo.
Las llaves pertenecían al piso donde estaba retenido Villaescusa y el llavero tenía grabado el nombre de la urbanización. Con ese dato, los sabuesos encontraron el local. Abrieron la puerta, abalanzándose sobre Abelardo Collazo, quien no daba crédito a sus ojos. Le redujeron sin darle tiempo a reaccionar.
Les faltaba por descubrir el paradero de Oriol. Cerdán les condujo a un piso recién abandonado, haciéndoles creer que el prisionero habría sido trasladado quién sabe adónde, al no haber dado él, Cerdán, señales de vida. Entonces se aplicaron a machacar a Collazo, quien con la moral por los suelos, y lleno de sospechas por la forma como se produjo su caída, afirmó no saber nada y que, si alguien estaba al tanto, tenía que ser Cerdán. Volvieron los de Conesa a la carga con este último, quien resolvió echar a rodar la operación, llegando con sus capto-res a un acuerdo por el que éstos cesaban de atormentarles. Acompañó a sus enemigos hasta el edificio y les indicó el piso donde se encerraba a Oriol. Rehusó subir. Entonces la policía llamó al timbre y la mujer de Hierro abrió. Se actuaba con la mayor naturalidad, y parece que esperaban un encargo. Irrumpieron en tromba los policías, derribando a la mujer y capturando al desarmado Gil Arauxo.
El sistema de prevención consistía en mantener con los presos a un guardián sin armas, en una habitación interior, y a otro con un arma a mano en la habitación contigua. Las semanas de convivencia habían deteriorado la rigidez del método. De hecho la mujer de Hierro, por ejemplo, sólo cumplía funciones domésticas. Se llevaba al hijo pequeño de ella y creo que al de Gil, un niño y una niña, para reforzar ante el vecindario la impresión de normalidad. Los secuestrados jugaban al mus con sus custodios.
Al día siguiente de la caída, Cerdán ordenó a Gil, que resistía bravamente la brutalidad de sus interrogadores, entregar los depósitos de armas cuyos escondrijos conociera.
Tuvo que ser una mañana de pesadilla para los del comando, sometidos a una lluvia de golpes y presiones y recelando entre sí. A partir de la confesión de Cerdán, los trataron mejor durante las semanas que todavía permanecieron en las dependencias de la Puerta del Sol, mientras la gente de Conesa redondeaba sus gestiones. Así informaba Cerdán, aunque en una carta destinada a la opinión pública aseguraba que todo ese período habían continuado las torturas. No aclaraba cuál pudiera ser la finalidad de las mismas.
La lectura de estos informes nos cayó como una patada en el rostro. Estaban presentes Carmen y Montse, quienes, con Brotons, guardaban un silencio opresivo. Yo sólo acertaba a repetir tontamente: «¿Es posible?!». Pérez, ceñudo, pretendió que él sabía que algo así tuvo que haber ocurrido, que lo había adivinado por la expresión de Cerdán en la foto de prensa. Acto seguido atribuyó a Collazo la culpa principal, por haber destruido la coartada de Cerdán. Nadie estaba de acuerdo. Las cartas de prisión reflejaban un decaimiento profundo, debilidad en los responsables, fractura de la confianza mutua.
Varios presos coincidían en señalar que se esperaban el derrumbe de la operación, a causa de las improvisaciones y errores continuos. Y de un segundo factor que, sin ser explícitamente mencionado, sobrenadaba las explicaciones: la intensa impopularidad del jefe del Grapo. Hierro se explayó en una conversación que con él mantuve: «Nosotros decíamos que Fernando (Cerdán) era un enchufado de Pedro (Pérez), ¿entiendes lo que te quiero decir? Si no, mira, Alfonso (Collazo) valía más. Fernando se daba unos aires de carallo, y una vez llamó cobarde a Alfonso, ¿tú crees que hay derecho? A él lo llamábamos ‘El nene’… Decía que si le pescaban se pegaba un tiro. Eso es de locos. Yo, desde luego, no me voy a matar. Si me agarran, pues a aguantar, a poner el lomo, ¿entiendes lo que te quiero decir?».
Me vinieron a la mente unas palabras de Cerdán, cuando estaba en París: «La cosa es muy simple. Hay que estar dispuesto a dar la vida por la clase obrera». ¿Qué clase obrera? Escribía ahora a la comisión política que había cedido «al verme abandonado por los camaradas», y se lamentaba de no haberse ganado el aprecio de éstos. Muy obcecado estaba. Dije a Hierro, con despecho: «Fernando tiene actitudes de señorito». Gil Arauxo, el que mejor se comportó frente a la policía, ponderaba, con imparcialidad, las acciones de envergadura realizadas bajo la jefatura de Fernando.
La cantidad de piezas de orden político y psicológico revueltas en la catástrofe hacía imposible analizarlas con calma en aquel momento. De nuevo reaccionó Pérez el primero. Preguntó quién había leído las cartas al margen de la comisión política y, al enterarse de que las habían mirado por lo menos en el Socorro Rojo y en el comité de Madrid, mandó que no se repitiera el hecho y que nadie las comentara. «Se trata de héroes populares, y así debía seguir siendo». Los papeles no se darían a conocer ni siquiera al resto del comité central. Sólo se le facilitaría una reseña bien matizada y aliñada. Me llamó la atención su benevolencia para con Cerdán. Pérez, siempre inflexible en no tolerar la menor indiscreción ante la bofia. De no soltar prenda. Cuando a él le tocó ser arrestado, al caer el comité central en Benidorm, en octubre, admitiría que «di mi asentimiento a lo que ya conocían» sobre el último congreso del partido, aunque se negara a responder a «preguntas que comprometiesen a mis camaradas», en un interrogatorio iniciado por los polizontes «tras balbucir algunas palabras que traslucían su enorme complejo de inferioridad ante la presencia de un comunista»[82]. No dudo que sea verdad. Lo malo es que la policía conocía para entonces prácticamente todo sobre el partido.
Los informes de la cárcel y otros sucesos me enredaban en una maraña de confusiones y cabreos sin diana. Se reforzaba mi obsesión por la urgencia de perfeccionar los métodos orgánicos y sacar lecciones exhaustivas, si queríamos salir del atolladero. En el congreso que preveíamos habría de ocupar ancho espacio el análisis pormenorizado de la Cromo, análisis demandado por mí en la primera reunión sostenida tras su hundimiento. Pero cualquier cabo suelto que tirase arrastraba consigo una madeja embrolladísima.
Cuando me sustituyó Balmón se agravaron los antagonismos. Pérez no se había inmiscuido en mi tarea, pero ahora asesoraba a Salmón muy de cerca, e incluso preparó lo más sustancial del informe de organización que éste debía presentar al pleno del comité central, de donde saldría la convocatoria oficial para el II Congreso del PCE(r).
Dicho informe levantó mi desaprobación más resuelta. Me parecía un amasijo de vaciedades retóricas, hojarasca bajo la cual se escamoteaba el análisis de la situación y sus perspectivas: «Se ha demostrado la justeza de nuestra línea», o «la oportunidad de nuestras medidas», si bien «hay que hacer más», «aplicar consecuentemente la línea de apoyarse en las masas para resolver los problemas», «agarrar firmemente todas las fuerzas organizadas», lo cual «no siempre se hace, con lo que en cuanto hay luchas se olvida una cita y tiende a embarullarse todo». No «montar tinglados que no responden a la realidad, olvidándose de nuestra línea general de avance», «establecer una justa división del trabajo». Se insistía en que «a pesar de que los golpes son duros, éstos son incomparablemente desproporcionados con las victorias que hemos obtenido sobre el fascismo y sus lacayos». Y un tedioso etcétera de exhortaciones a hacer bien las cosas y no hacerlas mal. El informe no contenía ni asomo de un balance concreto de las realizaciones, los fallos y los planes. Aquello arruinaría el trabajo reorganizativo anterior, y ahí no pensaba transigir más.
Vista mi oposición, Pérez adoptó de labios afuera una postura razonable: «Lo mejor será que redactes una crítica al informe y la leas en el pleno». Los cuatro estuvimos conformes. Elaboré a marchas forzadas un escrito, pues quedaban muy pocos días.
El pleno se celebró el 1 de mayo de ese año, 1977, en un piso de Valdeacederas, Madrid.
Al abrirse las sesiones, el secretario general anunció su propósito de leer un documento que no estaba en el orden del día. Él, tan callado —y tan activo— las jornadas previas. En un folleto titulado «Breve historia de un pequeño conflicto», escrito cuando aún hervía de indignación por estos incidentes, relaté como sigue el episodio:
«Pero volvamos a la reunión del comité central… Como todo un eminente estratega que ha demostrado ser, el secretario llegó allí en plan de ofensiva por sorpresa. La sorpresa consistía en un furibundo ataque contra mí, elaborado a su exclusivo arbitrio, sin acuerdo ni información previa a la comisión política. Con él pretendía liquidar por anticipado todo efecto del escrito sobre organización que yo presentaba.
»El mismo secretario reconocía en un artículo, meses más tarde, y al parecer sin sentir mucho sonrojo, que los camaradas, al empezar el pleno, se mostraron un tanto desconcertados cuando adelantándome a las críticas de Verdú[83] puse en conocimiento de todos las numerosas tentativas que Verdú había realizado para hacerse con una responsabilidad clave en la dirección del partido’. Y no era para menos de desconcertarse, si tenemos en cuenta que mi presencia en la dirección, y en un puesto clave como es el de propaganda, se debía, no a misteriosas tentativas, sino a haber sido elegido en el I Congreso. Pero, en realidad, lo que podemos llamar ofensiva por sorpresa iba más allá: trazaba mi historial como el de un horripilante oportunista que había intentado mil y una oscuras maniobras, consistente la última en la nunca vista osadía de aparecer ante el pleno con una crítica que habría intentado enseñar previamente a otros camaradas. La crítica, por cierto, aún no la había visto nadie, excepto el propio secretario y yo.
»Por descontado, el peligroso personaje descrito en los papeles del secretario había estado saboteando permanentemente al partido, como demostraba hasta la saciedad su labor en organización después de la caída de febrero; había paralizado a todos los militantes, impuesto un brutal disciplinarismo y coartado toda iniciativa a los desdichados que caían bajo su férula. ¡Ah!, pero también era cierto que el perspicaz secretario había advertido en todo momento mis manejos y ocultas intenciones, si bien, con altruismo en verdad abnegado, había realizado no pocos intentos de ‘salvarme’. Y todo así, por la misma vía. Quizás advirtiendo el efecto que causaban sus palabras, terminó su ofensiva con unas frasecillas conciliadoras.
»El buen secretario no creyó oportuno explicar cómo un trepador sin escrúpulos se había encargado en los momentos más difíciles precisamente de la tarea (la reorganización) más complicada, y con numerosos cabos sueltos que seguían a merced de la policía, ni por qué se había opuesto a salir al extranjero, donde sin duda estaría más cómodo, ni cómo era que con tanto desbarajuste como se me achacaba nos hallásemos reunidos, sólo dos meses y medio después de las caídas, con un comité central en gran parte renovado y ampliado, que convocaba además un segundo congreso. Nadie puede extrañarse de que los camaradas mostrasen desconcierto.
»Vistas en perspectiva, estas estrafalarias invenciones tienen muchos ribetes de comicidad. Pero en aquellos instantes el buen humor no era precisamente la tónica dominante…
»Repliqué con dureza al desleal culebrón, y se entabló una interminable disputa sobre todo lo habido y por haber. El acusador, con previsión meritoria, había preparado antes a algunos elementos para que apoyaran su ofensiva; se nombró a sí mismo moderador del debate, estimuló con cálido aliento a los que me atacaban, ponderando cuán provechoso resultaba sacar a la luz los trapos sucios, y condenó severamente a los que ‘nos hacen perder tiempo’ apoyando de una u otra forma mis posiciones. Pero tan brillantes maniobras tácticas no se desarrollaron tan sobre ruedas como su autor quizá había esperado. Al calor de las intervenciones fueron saliendo más quejas y descontento de lo que placía al buen líder, quien finalmente optó por dar luz verde a la lectura de los polémicos escritos…
»Con todo, el intento de transformar la crítica en un proceso al crítico había fracasado. Del informe del secretario general, si tenía alguna base creíble, sólo hubiera podido salir mi destitución y la apertura de una investigación. Y si los cargos no resultaban verosímiles, pero sí al menos abrían margen a la duda, lo que se imponía era cuando menos la investigación. Precisamente fui el único en hacer una propuesta en tal sentido, propuesta que nadie se molestó en secundar, ni siquiera el propio acusador. Buena prueba de lo mucho que él se creía sus diatribas. Ninguna medida pudo ser adoptada contra el pernicioso oportunista por fin desenmascarado.
»Al no seguirse esa línea de acción, lo lógico hubiera sido que el comité central, si realmente tenía algo de órgano dirigente, se plantease a su vez el sentido de las calumnias vertidas por el fallido denunciante, lo que tampoco hizo nadie. Podía haberlo hecho yo mismo, pero ni se me ocurrió. El ser atacado virulentamente como enemigo por alguien a quien hasta entonces, y aun hasta algo después, no consideraba yo tal, sólo me permitió reaccionar a la defensiva, bien que ésta resultara eficaz. La pelea terminó en tablas, con el secretario ensayando una hipócrita cordialidad hacia mí».
El relato anterior suena algo amargado, y no expresa la sensación angustiosa que sufre cualquiera al contemplar cómo el medio al que se había adaptado durante años amenazaba transformarse en radicalmente hostil, y más al formarlo una tribu que se consideraba en pie de guerra. Si la sorpresa o el desánimo hubieran llegado a privar en mí sobre la indignación y la seguridad en mi causa, no sé cómo habría concluido el aprieto.
Pérez planteó como cuestión extrema, que afectaba a la supervivencia del partido, la aprobación de su informe de organización. Hierro fue el único que aprobó abiertamente mi punto de vista, aunque más tarde se desdijera. Esta postura de la casi totalidad de los concurrentes me llenó de pasmo y decepción. La elemental evidencia de los hechos rebatía los ataques, por demás incoherentes e inconsecuentes, lanzados contra mí. No deseaba comprender que tal conducta no constituía novedad en el partido. Por supuesto, en otros casos no había sido yo la víctima, sino el cómplice de la injusticia.
Aquella escena alucinante era sólo el primer desprendimiento del alud que me caería encima.
El empeño de Pérez en velar los datos de la Operación Cromo lo desbaratamos entre Hierro y yo, sacando igualmente a la superficie la responsabilidad de Cerdán, que aquél trataba de encubrir.
Un nuevo suceso redobló mi malestar en el pleno. El secretario había confeccionado para el «movimiento de resistencia» una bandera que semejaba un cromo: la tricolor republicana adornada en el centro con una vistosa estrella roja de cinco puntas. El símbolo negaba cuanto veníamos sosteniendo hasta la fecha y desmentía nuestros sarcasmos para con el republicanismo del PCE(m-l). Se pasaba de rosca, y el comité central la miraba con reticencia. Pérez encomió el republicanismo de extensas masas de españoles (como también pretendía el FRAP), susceptibles de enrolarse en el frente futuro. Verdaderamente, ¿en qué nos diferenciábamos de las cien sectas que se figuraban dirigir la revolución con sin par destreza, arrastrando al matadero a la pequeña burguesía y capas no proletarias inconscientes, a base de explotar sus sentimientos y agravios?
Bueno, nos diferenciábamos en la acción armada. Ésta, rechazando el examen de la experiencia, marchaba por un derrotero lisa y llanamente provocador. «Es la guerra», se defendían. «Pero ¿en qué fase de la guerra estamos, y cómo enlazamos los golpes y las movilizaciones?», replicaba yo, en balde, bobalicón como ellos.
Durante las sesiones me preguntaba, encadenado a los tradicionales tópicos, si no se habría producido una degeneración como en los partidos revisionistas. Por primera vez pensé con plena claridad en romper decididamente con el PCE(r). No obstante, sentía apego por él, y no quería desertar escapando.
Vueltos a Alicante, Pérez, Balmón y Brotons exigían que retirase mi crítica, puesto que la mayoría aplastante había votado a favor de su informe. No cedí. «Vamos, hombre, el centralismo democrático permite a cada cual retener su opinión, aunque en la acción acate la de la mayoría. En poco tiempo sabremos quién tiene razón». Notaba que ellos empujaban el conflicto a la ruptura, a fin de impedir cualquier voz discrepante en el Congreso. Pero querían salvar la cara: decidí no darles esa oportunidad. Si iban hasta el final, debían quedar como lo que demostraban ser: unos sinvergüenzas. No intenté la menor maniobra con los pocos hilos del partido todavía en mis manos, en parte por no darles pie a acusaciones de indisciplina, pero más aún porque la experiencia del pleno me había dejado pensativo respecto al grupo.
Del pleno salí con mis atribuciones intactas, pero en Alicante los colegas se apresuraron a suspenderme de ellas, por su cuenta y riesgo. Me dio igual, porque esperaba el congreso, y así dispondría de más tiempo libre para reconsiderar la situación.
Con todo, seguíamos oficialmente unidos, y charlábamos con frecuencia informalmente. Planeamos la fuga de los detenidos en Carabanchel. Desde la prisión, Delgado nos pasó detalles sobre unos conductos subterráneos, parcialmente explorados, aprovechables para construir desde fuera una galería. Se hicieron pruebas, pero se demostró impracticable. Propuse alquilar un sótano o bajo en un barrio no lejano y cavar desde allí un túnel en dos o tres meses. La idea fue rechazada porque exigiría mucho tiempo y aparato. Al final no se abordaba ningún proyecto. Delgado nos espoleaba, criticando las indecisiones y descoordinación, y Pérez le replicó en una carta haciendo valer enérgicamente su autoridad. Se proyectó entonces una fuga espectacular: Hierro tenía una vaga noción de conducir helicópteros y se apoderaría de uno, al mando de la partida del Grapo, en una base de Getafe o por ahí. El helicóptero se dirigiría a la cárcel a una hora en que los presos salieran a los patios y soltaría una amplia red para que los nuestros se colgaran de ella. A los centinelas se les tendría a raya disparándoseles desde el exterior, y la aeronave se alejaría velozmente, con el racimo de hombres agarrado a la red.
Lo malo es que bastaría una bala bien apuntada para que la maniobra acabase en catástrofe total. Amén del peligro de que los huidos tropezaran con cables, etc. Tras muchas vueltas se abandonó la idea, porque las habilidades de Hierro en materia helicopteril daban qué pensar y robar el artilugio ofrecía serias dificultades.
Adoptamos por último una modificación de mi plan: se cavaría un túnel, pero desde un punto próximo, el cementerio de Carabanchel. Cuando se alcanzaran los cimientos del muro carcelario se harían estallar potentes cargas de goma dos para abrir un boquete por donde saldrían los presos. Y, en efecto, unos grapenses abrieron un sepulcro y se dedicaron a excavar en horas nocturnas. Diseminaban la tierra por las tumbas cercanas. En dos o tres noches llegaron al muro del cementerio, tomándolo por el de la prisión. A poco no paran ellos mismos entre rejas, pues el sepulturero reparó en la tierra escarbada y avisó a la policía, afortunadamente cuando los vampiros estaban ausentes. La prensa comentó el extrañísimo y algo macabro suceso, que no dejaba de tener bastante gracia.
Para estas fechas, nuestras relaciones en Alicante se acercaban a la ruptura.
Fue entrado junio, días después de masivas movilizaciones en Euskadi, donde perdieron la vida seis personas. Estábamos reunidos el secretario y tres o cuatro militantes más, esperando al responsable organizativo (Balmón), de vuelta de un viaje. Dejaré hablar nuevamente a mi un tanto airada Breve historia:
«El organizador trajo malas noticias. Sobre lo de Euskadi, ningún comité del partido había movido un dedo, con la reconfortante excepción del de Bilbao. ‘¿Qué ha hecho?’, ‘Tirar octavillas’, ‘¿Cuantas?’, unas ciento cincuenta’.
»A ello se añadía otro desbarajuste: la comisión organizativa se había aislado repentinamente de los comités locales, debido a fallos técnicos. Estos descuelgues no eran nada nuevo, aunque no solían revestir las proporciones del actual. Desde la ‘Cromo’ no se habían repetido.
»Me puse a explicar a Balmón la forma en que meses atrás teníamos proyectado robustecer el enlace de los grupos locales con el centro. Pero el secretario, que había quedado caviloso, reaccionó de pronto y se levantó de la silla, gesticulando acalorado. Sabía quién era el culpable de lo sucedido: ¡Luis! (es decir, yo). ¡Claro como el agua! La sorpresa de los demás ante el feliz hallazgo no fue inferior a la mía. El sagaz descubridor argumentó así: un enfollonamiento en los contactos como el que se había producido superaba a todos los del pasado, por lo que sólo podía ser consecuencia de mi labor durante los dos meses y pico de reorganización. Otro tanto cabía decir de la parálisis ante las movilizaciones vascas.
»A esas alturas sólo me fue posible reaccionar con tono de burla (después lo utilizaron, acusándome de falta de seriedad), recordándoles la situación tal y como se presentaba y las críticas hechas por mí a su informe del pleno y a sus métodos.
»Más y más excitado, Pérez clamó casi a gritos que mi cinismo resultaba increíble y que tenían que haberme expulsado hacía tiempo. Al fin exponía su intención secreta bien a la vista de todos. Se volvió con rabia a Balmón: ‘¿Tiene Luis la culpa, sí o no? ¿Está claro o no?’. El interpelado miraba con apuro de acá para allá. ‘Hombre, no sé, hay que considerar también que él lleva tiempo fuera de la comisión y que, como ha habido que cambiar a varios de los que estaban con él, pues la comisión ahora tiene poca experiencia y algunos se han embarullado en los contactos…’. Sus divagaciones quedaron cortadas con un fulminante ‘¡Eso es no decir nada! ¡Exijo una respuesta concluyente!’. Respuesta que el fulminado siguió incapaz de dar. Penosa escena, sin duda. Y, sin embargo, Balmón era persona honesta, valerosa e inteligente, cualidades frecuentes en los sindicalistas[84]. Pero le faltaba entereza de carácter, por lo que sus virtudes se transformaban en una trampa para él mismo, obligándole a caminar por una senda que presentía errada, con íntima desazón, en nombre de la solidaridad, la unidad del partido y demás. Por aquellos tiempos hacía ejercicios espirituales para convencerse de que yo, en realidad, lo que buscaba era abandonar la lucha armada. En ocasiones se le escapaba el reconocimiento de que varias de las medidas adoptadas por mí en organización resultaban correctas, pero el secretario general le llamaba enseguida al orden por semejantes fluctuaciones. ¡Lo que cumplía era emprender una campaña de rectificación y dejarse de dar una de cal y otra de arena!
»El descubridor de culpables, rehuyendo las miradas, cambió de frente y se dirigió a la puerta: ‘¡No vuelvo a poner los pies en esta casa!’, gritó[85]. Los circunstantes salieron detrás. En la grabadora, en la habitación contigua, sonaba una bonita cancioncilla rusa, Suliko’, tantas veces escuchada esos meses. La apagué, algo mustio».
A los dos días vinieron a verme como correveidiles Balmón y Brotons. Traían un conciso escrito para informar a los camaradas de que se me separaba del partido. Se aducía que «en la última reunión del pleno, Verdú (o sea, yo) hizo una crítica de los métodos de dirección del partido, crítica que fue rebatida con argumentos políticos e ideológicos. Recientemente la práctica ha venido a confirmar una vez más que la dirección del partido tiene toda la razón. Pero este camarada se obstina en sus posiciones absurdas, se niega a mantener una discusión seria y de principios y pretende enredarnos en discusiones de tipo personal, sin ningún planteamiento ni objetivo claro». La desfachatez del buen secretario pulverizaba por anticipado cualquier intento de razonar.
El papel refuta sus embustes ulteriores: ni sombra de alusión al «abandono de la lucha armada»; ni una palabra sobre las retorcidas acusaciones de arribismo y sabotaje lanzadas en el pleno; ni un cargo por indisciplina o maniobrerismo. Ni una propuesta de abrir una investigación. Sólo la separación, ya decidida, en vísperas (¡casualmente!) del congreso y sin consulta con el resto de la dirección. Se me ponía «en observación hasta que cambiara de actitud», es decir, hasta que dijera amén. La «práctica» que les reafirmaba era el desastre organizativo recién narrado, achacado a mi gestión de casi dos meses antes.
Exclamé: «Bueno, yo creo que hay que terminar con este asunto». A Brotons se le iluminó el semblante: «¿Quieres decir que te consideras fuera del partido?». ¡El muy jeta!, pensé para mí. Quieren empujarme al borde del precipicio, pero que yo dé el salto «voluntariamente», para presentarme al congreso como desertor. «De ninguna manera. Quiero decir que hay que clarificarlo a fondo. Yo sigo a disposición del partido». Su rostro recuperó la adustez. Los tres estábamos sombríos. «Ya te entregaré el documento que preparo», dije.
Volvieron poco antes del congreso. Me advirtieron que no asistiría a él y que debía quedarme en Alicante mientras durase. Muy bien, no iba a patalear. Al día siguiente les pasé el documento, donde exponía en tono moderado mis críticas. Afectaban, además de a los métodos, a su enfoque de la lucha armada y de la cuestión nacional, sobre los cuales venía lucubrando intensamente las últimas semanas.
Pasado el congreso, retornó la pareja de recaderos. Nos sentamos, muy nerviosos. Brotons ponía gesto duro; Balmón y yo fingíamos menos. Balmón, seguramente porque no las tenía todas consigo. El espectáculo del congreso debió de mezclar el alegre triunfalismo con lances poco reconfortantes. Yo, porque rompía una trayectoria, un empeño al que había sacrificado ocho años de mi juventud. La seguridad altanera exhibida por ellos me hacía dudar todavía. ¿Y si tuvieran razón en el fondo, y yo no acababa de verlo? Pero al razonar comprendía que la mayor falsedad estaba de su parte.
—Hemos discutido tu caso en el congreso. Tu documento lo han hojeado los camaradas… bueno, casi todos. Se ha comprendido muy bien tu posición. De todas formas, si quieres escribirnos algo para el Bandera, lo publicaremos… —aseguraba Balmón.
—Por tu bien y por el del partido, consideramos que lo mejor es que emigres al extranjero. Sabes muchas cosas y si te cogen aquí no tenemos la certeza de que no hables. Nosotros estamos dispuestos a facilitarte la salida —concretaba Brotons…
¿Debía fiarme? ¿No me asesinarían sin más en el paso de la frontera? Deseché el pensamiento. Por raro que suene dados ciertos precedentes, se me hacía imposible que los ya ex camaradas intentasen nada contra mí. Al revés que yo a ellos, no podían acusarme de ninguna bellaquería interna. Y aún hablábamos el mismo lenguaje.
—No, no pienso salir de España. No me retiro de la lucha, así que aquí continúo. Además os tengo que pasar cuatrocientas mil pesetas de la casa refugio que compré en Madrid. —Cada miembro de la comisión política había comprado un piso, sólo de él conocido, para caso de urgencia. Ese dinero nunca lo recuperé, y los del partido no se pasaron a cobrarlo.
—De todas maneras lo mejor es que no aparezcas por Madrid. Nosotros no pensamos poner allí los pies. Deben andamos buscando como locos.
Meses después casi me di de frente con Balmón en la madrileña glorieta de Quevedo. Como habían incumplido sus promesas de publicar mi réplica y en las relaciones se había borrado cualquier nota de respeto, le volví ostensiblemente la espalda.
La ruptura, quitando los lastimosos manejos referidos, fue hasta apacible.
Al marchar de Alicante con mi compañera coincidimos cerca de la estación de autobuses con Carmen y Montse. Traían expresión solemne y determinada. «Los camaradas se han cargado a dos guardias civiles en Barcelona». ¿Cómo era eso? ¡Un poco tarde para venganza por los muertos del País Vasco! «No tiene nada que ver. Ha sido por un tiroteo en una armería de Barcelona, en la que hirieron a un camarada. Así aprenderán a andarse con cuidado. Sí, los camaradas se han portado de puta madre. Han cogido una metralleta y una pistola…». Y habían largado una ráfaga contra la casa de los guardias. Podían haber matado a cualquiera, a niños.
La reivindicación del atentado lo presentaba como represalia por un encuentro de los grapenses con la policía cuando los primeros intentaban asaltar una armería: «No ha sido un enfrentamiento, sino una encerrona», acusaba el comunicado, lo cual venía a demostrar la falsedad de las libertades y la escalada represiva. La botaratada sí que escalaba cimas de sandez fuera de lo común, y ya es decir. Por primera vez sentí alivio de verme al margen del partido.
Poco después topé en Madrid con una militante de la ODEA, quien me contó la versión despachada por los dirigentes sobre mi expulsión: yo habría amenazado al principio con echar a rodar el congreso a causa de mis «problemas particulares», para a continuación negarme pura y simplemente a asistir a él. Sazonaban la historia con abundante chismorreo, venenoso y personalista. Lo tradicional, y no exclusivamente en el PCE(r).
Resentí enormemente los manejos, así como las públicas provocaciones posteriores, de que fui víctima. Y, sin embargo, ¿no debiera estarles inmensamente agradecido? Con sus actos, mil veces más significativos que infinitas teorizaciones, ellos disiparon mis dudas sobre la validez de nuestro experimento político. Ellos me colocaron, mal de mi grado, en la tesitura de apartarme de él, empujándome a aplicar a nuestra doctrina una facción del espíritu crítico que derrochábamos con el «fascismo».
Porque he de confesar que, si no fuera por esas intrigas, tan sucias y tan limpiadoras, me hubiera hundido muchísimo más en la pesadilla. Básicamente no discrepaba yo de ellos: sólo en los métodos. Pérez pretendía que criticar los métodos equivalía a destruir los fundamentos de la línea, lo cual, por desgracia, distaba de ser verdad en mi caso. Oscuramente quería él decir que al poner en cuestión el funcionamiento del partido quedaba en entredicho la capacidad dirigente del propio Pérez. Mejor que lo creyera así, puesto que ello le movió a actuar como lo hizo.
A los fines propuestos, mis iniciativas tenían probablemente más racionalidad y habrían resultado más efectivas que las suyas. Tardaría en comprender que, de todas formas, el desenlace sería idéntico, acaso más calamitoso por la presumible mayor eficacia previa. Creo también que obré con más honradez. Pero se trataba asimismo de una honradez mezquina y parcial, incapaz de desbordar el delirante autoengaño común, el que arrastraba a Balmón a extraviarse más y más, pese a su hombría de bien.
No, sin el auxilio involuntario, que sería yo el último en menospreciar, de mis enemigos camaradas, sin ese amargo y contradictorio auxilio no habría yo encontrado la salida del laberinto.
O la vía que llevaba a la salida, pues ¡aún iba a obstinarme dos años, con un mínimo grupo, en reconstruir el partido!