ENTREACTO ALICANTINO
Como este relato toma por eje las cuestiones políticas e internas de la organización, y procuro ceñirme a ellos, relego la descripción de los sentimientos que bañaban, por así decir, nuestros actos. Defecto leve, porque los sentimientos son universales, y el lector los presentirá en cada episodio.
Así, por ejemplo, el miedo y la angustia eran invitados permanentes en nuestra casa. No les dábamos rango de argumento, y no nos dominaban en general, aunque las quiebras anímicas en determinados trances, como en la Operación Cromo, sean sumamente reveladoras. El miedo, el espanto ante la eventual detención, tortura[81] o muerte sólo agobiaba cuando la posibilidad se hacía inmediata. Más y más persistentemente nos pesaba, creo yo, lo que expresaba aquel personaje del Rey Lear: «Nunca he sido valiente cuando no he podido serlo con honra». El valor exige un mínimo de seguridad en la justicia de la causa defendida, y, cuando la seguridad se adquiere al precio de dolorosas mutilaciones en la moral y la razón, el valor se sumerge en la ambigüedad. Valor y cobardía, honra y deshonra se mezclaban, inseparables, en cada acto. Demasiado a menudo el valor, desnaturalizado, lo empleábamos contra nosotros mismos, contra la conciencia que clamaba desesperada y a la que era preciso acallar con raciocinios, somníferos de indignación por la maldad fascista, injurias de cobardía a uno mismo. He conocido personas a quienes la cárcel aliviaba, literalmente. Allí asumían sin complicaciones el papel de víctimas y mitigaban el desgarramiento, más moral que nervioso, asociado a su activismo.
Evito extenderme en otros sentimientos y actitudes. Hoy las historietas sexuales y amorosas constituyen el núcleo de una vasta producción literaria, periodística y testimonial, de calidad y sinceridad discutibles. Lo íntimo pierde su valor al ostentarse públicamente. Sólo la poesía o la divulgación psicoterapéutica logran el efecto de huir de lo ramplón. Pero ambas quedan fuera de mis alcances.
Un riesgo al soslayar los sentimientos es que se cree una impresión falsa de los conflictos. Nadie, fuera del drama francés, se comporta linealmente, y ciertamente la narración de los pleitos con mis camaradas podría borrar la realidad de un respeto y cariño mutuos, robustecidos en Alicante por la percepción aguda de los peligros y empresas comunes. Ocultos como en una guarida procurábamos, y no sólo por motivos utilitarios, que las discrepancias no se tornasen demoledoras. Incluso cuando el acuerdo se hizo imposible, la ruptura no estalló en medio de odios abiertos. Los odios existían, pero se compensaban con afectos más nobles. ¿O quizá es un espejismo, y a ellos les contenía exclusivamente la resistencia pasiva, pero frontal, que les opuse? Sea como fuere, sólo cuando nos hubimos perdido de vista rompieron ellos todo freno. Aun siendo proclive al rencor, conservé una ligeramente mayor ecuanimidad. La amistad y el compañerismo de años no se rompen fácilmente en pedazos.
La etapa de Alicante me llega nublada a la memoria como una vivencia extraña, en cierto modo mágica. Tiempo después su recuerdo me hería con una afilada añoranza, con una melancolía mareante por falta de objeto claro. Sentía haber perdido algo crucial y no acertaba a saber qué. Con esfuerzo me obligaba a apartar de la mente las imágenes indecisas que hurgaban en la llaga de la infelicidad presente. Aquellos estados de ánimo, imposibles de evocar aquí, me turbaban, como digo, aún al cabo de años.
El Levante adquiere un encanto especial cuando los turistas escasean. Las playas, a poco que uno se alejara de la ciudad, estaban desiertas, quitando un pescador solitario o un corrillo de jubilados jugando a la petanca. Caminábamos entonces por la ribera del más luminoso y espiritual de los mares, escuchando las olas que murmuraban entre arenas y peñas las antiguas leyendas. Sentados contemplábamos la vastedad azul, queriendo captar el arcano del divino mar de Teseo y de Odiseo. El mar de catalanes, genoveses, venecianos, del Islam y la Cristiandad, el de turcos y españoles… El mar de Roma y Cartago, cuya guerra determinó el destino de Occidente. Sin esa guerra, si su resultado hubiera sido distinto, no conoceríamos la historia hoy dada por inamovible. ¿No estremece la evidencia que exhibe y el misterio que implica el aserto? ¿Qué habría sido de la necesidad con que se nos presentan nuestras lenguas, culturas, trayectorias? ¿Tanto habrá dependido del pensamiento estratégico de un romano «Africano»? Si él fue hijo de su tiempo, de su pueblo, de su clase, los tiempos, naciones y clases posteriores han sido asimismo hijos suyos. ¡Enigmas que desafían el anatema de «acientíficos» con que los descartan los marxistas perragorderos!
El mar, como el cielo estrellado, juega malas pasadas a la teoría, a poco que bajemos la férrea guardia revolucionaria. Frente a él no se sabe ni qué preguntar, y sólo nos queda, modestamente, intentar sentir. El gris ratoncillo teórico se esconde, avergonzado, por las raíces del árbol verde de la vida y concluye: «Puesto que tenemos dientes, roamos. Es cuanto podemos hacer».
Nos portábamos bien: eludíamos los temas intratables. Todo estaba claro, la materia, el movimiento; y nosotros, a nuestros afanes.
Pero no sé si es que el paisaje, o la singular situación, nos acuciaba. Por hablar, hablábamos hasta de Aquiles. Sí, Aquiles: «Yo le daba mil vueltas en la cabeza a lo que significaría eso del talón de Aquiles, hasta que me di cuenta de que se refería, naturalmente, al punto débil del artificio religioso. Porque Aquiles parecía una especie de dios todopoderoso, hasta que alguien le acierta en el punto flaco y lo destruye por entero. La Ilíada y esas leyendas debieron elaborarse en un período en que la religión de los mitos se derrumba». Un materialismo ejemplar. «Aquiles no era un dios, y además la leyenda data, vamos, de los orígenes mismos de la cultura griega, y de su religión». «¿Y qué tiene que ver? Los detalles no importan. No puede haber sido de otra forma, porque si no…».
Hicimos dos o tres excursiones en el trenecillo costero, que consigue identificarse con el paisaje, sin desentonar de la serenidad de éste. A Altea, a Ifach. Pérez pescaba: se había aficionado al arte, y disfrutaba tranquilo. Padecía de cálculos en el riñón, que ocasionalmente le producían fuertes dolores, soportados con estoicismo. No le convenía moverse mucho. Paseábamos relajados. Con el perenne desasosiego anclado en el trasfondo, sin alborotar.
Habíamos alquilado unas viviendas muy baratas, por estar fuera de temporada, en la Albufereta, bello lugar vulnerado por bloques de apartamentos y hoteles grandones, a un paso de Alicante. Montse y Pérez se instalaron en San Juan, más lejos de la ciudad. Allí no me acercaba porque años antes (nueve, ¡media vida!) trabajé durante un verano en la bolera de un hotel. El peligro de un mal encuentro era remoto, pero pudiendo esquivarlo…
Después de comer dábamos una vuelta al calor suave del mediodía primaveral, por detrás de las edificaciones de la Albufereta. Las ranas croaban en los canalillos. Cruzábamos los rieles del tren, nos metíamos por entre los pinos, algarrobos, eucaliptos diseminados, paseábamos perezosamente sobre viejas tierras de labor abandonadas, cuyos surcos endurecidos se percibían bajo los matorrales. Sentados en algún tronco seco, derribado, escuchábamos a las cigarras y saltamontes. Bromeábamos, aludíamos por encima a la política, a las novedades. Desandábamos hacia la costa, a tomar café. Cuando el agua dejó de estar fría, nos bañábamos en la playa.
Al atardecer solíamos citarnos en la ciudad, adonde íbamos a poner conferencias a las comisiones de propaganda, organización y armada. Conversábamos, siempre someramente, sobre el trabajo. Intuíamos que ahondar sería dañino. Las actividades de los partidos que preparaban las elecciones del 15 de junio, sus pintadas, carteles, nos inspiraban comentarios sarcásticos.
Hojear la prensa en una taberna cualquiera, tomar unas cervezas, dar vueltas, oír música, esas cosas simples, cotidianas, que todo el mundo hace; el sosiego de lo normal y trillado, la pequeña maravilla de lo vulgar y corriente, lo apreciaban los corazones indebidamente inquietos.
Brotons leía intensamente temas militares. Le pasé a Pérez Estrategia de aproximación indirecta, de L. Hart; me la devolvió enseguida: «Es una gran tontería. No vas a atacar al enemigo cuando te espera en una buena posición. ¿Será cuanto saben los teóricos burgueses?». Sun Tsu les parecía excelente, supongo que sobre todo porque lo cita Mao. También discutíamos las rebuscadas y quizá necias exposiciones de Debray en torno a la guerrilla en Iberoamérica. Pérez afirmaba que en la disputa de los castristas con Douglas Bravo, el jefe guerrillero venezolano, éste llevaba la razón: la revolución cubana tenía que haberse sacrificado, desplegándose por el continente, aun a costa de perder Cuba. La isla resultaba una nación excesivamente pequeña y cercana a Estados Unidos para pensar en construir en ella socialismo alguno. Al renunciar a la revolución en América, Castro se condenaba forzosamente a echarse en brazos del imperialismo ruso. Lucubrábamos largo y tendido, a ratos, aunque superficialmente. Estudiábamos particularmente, buscando conclusiones generales.
Los acontecimientos de la China después de Mao, donde los maoístas habían sido barridos, nos corroían subconscientemente: ¿cómo interpretar los hechos? Hacíamos como que estábamos a la expectativa, como que «de todos modos» las cosas, los principios, seguirían diáfanos. Eludíamos pensar al respecto, vagamente aprensivos.
Las mujeres acudían asiduamente a la biblioteca municipal de Alicante, a descubrir autores progresistas del pasado, a quienes invocar en la propaganda. También hacían viajes con misiones del partido y se ocupaban en los preparativos del congreso próximo. De cuando en cuando surgían las discusiones, al quejarse por falta de ayuda en las faenas de la casa.
—¡Joder!, no querréis que nos metamos en la cocina. Yo ya te ayudo si estás agobiada, o aunque no lo estés, pero sistemáticamente, no. No, porque no es mi inclinación, ni estoy acostumbrado, ni me apetece acostumbrarme…
—¡El colmo del machismo! Y si no hago yo lo de casa, ¿quién lo hace?
—Oye, mira, yo prefiero vivir un poco guarro a perder un montón de tiempo en la casa. Si es que sois poco prácticas. No hace falta gastar tanto tiempo como gastáis.
—¡Claro! ¡Como él no se molesta, lo ve muy sencillo! Si siempre es igual. Mucho hablar de igualdad y liberación, y a la hora de la verdad… Yo no se cómo aguantamos. ¡Se considerarán unos calzonazos si se ponen a currar en la casa!
—¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Claro que defendemos la liberación de la mujer, ¿pero voy a meterme yo en la cocina para que tú salgas? Con el desarrollo económico, y la socialización de la producción, los comedores colectivos y demás es como se solucionaría el problema, y no con que nosotros nos metamos a hacer esas cosas. Vosotras habéis sido educadas para eso y nosotros no, ¡qué le vamos a hacer! ¡Tampoco es nada tan terrible, coño!
—Es increíble lo que hay que oír. Las consignas hay que demostrarlas en la práctica. Mucho hablar de la esclavitud del hogar, de que la mujer tiene que movilizarse y conquistar la igualdad codo con codo… Y mira, mira en qué queda la historia. El machismo no os lo quita ni Dios, ¿eh?
—Y dale. ¿Acaso vosotras no estáis en el partido como cualquier militante más y se os considera igual? No pasa nada porque hagáis más que nosotros en la casa. Vosotras estáis emancipadas, comprendéis que la relación actual entre el hombre y la mujer no es justa. Pero la solución no es que nosotros nos pongamos el delantal por sistema.
Los mutuos sermones, medio en serio medio en broma, nunca concluían en un compromiso satisfactorio.
Pérez se enfrascó pronto en la redacción del Informe Político para el II Congreso, que le absorbía largas horas. Por mi parte me puse a escribir la apología propagandística de la Operación Cromo, en espera de la ocasión para entrar en su examen a fondo.
Cuando propuse sacar dicho informe propagandístico, el resto de la comisión lo vio superfluo: «La acción del Grapo ha quedado muy clara para la gente. No hay por qué decir nada más». Mi contacto con los camaradas de las localidades me hacía notar que sí vendría bien, porque la gente estaba bastante a oscuras sobre los secuestros. De modo que puse manos a la obra. Al leer el esbozo, Brotons y Pérez se animaron, y el último sugirió incorporarle anécdotas para hacerlo más ameno. Esta aportación suya le hizo creerse con derecho, posteriormente, a reclamar una participación en la elaboración, o al menos a negar mi exclusiva autoría del folleto. Sinceramente, no me importaría cederle los derechos morales de autor, pues no me embriaga el orgullo por la obra, aun siendo la historia más fiable publicada sobre el asunto. Pero las cosas son como son.
Permanecimos en Alicante cuatro meses, de febrero a junio del 77. La insólita calma en que vivíamos amortiguaba el efecto de los roces, y hasta de golpes tan destructivos como las noticias del desenlace de la Cromo. Pese a ello, a los dos meses de aceptable armonía, las relaciones en el círculo se atirantaban. Advertía que Brotons y Balmón hablaban con Pérez, haciéndome el vacío, y formulaban opiniones de las que no me daban cuenta. Imperceptiblemente al comienzo, y descaradamente luego, las reticencias cargaban de electricidad el ambiente.