LOS SECUESTROS DE ORIOL Y VILLAESCUSA
Los llamados por nosotros «oportunistas de izquierda» estaban pasando por una curiosa experiencia. En las negociaciones políticas del posfranquismo, parecían llevarse el gato al agua gentes a las que ellos acusaban de lacayos del capital, como el PCE y el PSOE, o que, como en el caso del último y de los nacionalistas vascos o catalanes, prácticamente no habían luchado contra la dictadura. ¡Por no hablar de la UCD, formada por los franquistas de ayer mismo! Ellos, en cambio, los luchadores y agitadores incansables, quedaban relegados a los últimos puestos (y, lo más amargo, confirmados después en las elecciones). Muchos se sentían utilizados, como si hubieran estado luchando aquellos años en calidad de destacamentos de choque a beneficio de los burgueses y políticos reaccionarios… Les aquejaba la enfermedad característica, decía Marx, de los pequeños burgueses, cuyos móviles subjetivos e ilusiones no concuerdan con el papel real que la historia les fuerza a desempeñar. ¡Triste decepción! Pero ¿a quién culpar? Ya lo habíamos dicho nosotros. Aquellos izquierdistas hubieron de inclinar la cerviz.
Sólo que varios «destacamentos de choque» no estábamos dispuestos a conformarnos. No transigiríamos con una democracia que no fuese «auténtica», esto es, «proletaria» o, en otras palabras, dominada por nuestro clan. No habíamos peleado con tanto denuedo para la mediocre salida que entreveíamos. Éramos pocos, pero duros de pelar. De nada les valdría a los fascistas, burgueses y domesticados su farsa electoral. ¡El combate proseguía!, como cantaban en el mayo sesentayochero.
Nuestra actividad se centró en el referéndum convocado por Suárez para respaldar su política de transición «de las leyes a las leyes», la política de reforma aprobada por las Cortes de Franco, en contraposición a la «ruptura» exigida por la oposición domesticada[70]. Los fascistas, meditábamos aquellos meses postreros del 76, maquinan un engaño monstruoso contra el pueblo. Y para colmo de la forma más insultante: proponiéndole decidir ¡si quería o no las libertades! ¡Y en un referéndum sin libertades previas, para redondear la afrenta! Hasta el lector más frío reconocerá que nuestras almas atrabiliarias tenían por qué sublevarse. Pase que la Platajunta se hiciera con las palancas de mando, mediante la ruptura pactada o despactada —aunque, honestamente, la ruptura no colaba por nuestras tragaderas, la dorasen o la endulzasen; mas, en fin, teórica, muy teóricamente, pase—. Ahora bien, ¡ni siquiera eso! ¿Entraba en lo tolerable que el propio régimen tomara la iniciativa, empleando sólo en concepto de tropa auxiliar a los domesticados, a quienes suministraba legalina con cuentagotas?
Aunque, ¡por supuesto! —¿no lo profetizábamos desde siempre?—, sitiada, frustrada en su intento de contener a las masas, aquella oposición de pandereta no podía ser dejada a su aire por los oligarcas, pues el radicalismo de las masas la desbordaría. ¡Evidente! Aquí no consentirían los burgueses el desmadre de Portugal abrileño. ¡No eran bobos los fascistas! ¡Aprendían de la experiencia! Ellos y los socialfascistas estaban condenados a arrejuntarse a la vista de la multitud, por así decir, a fin de conjurar el espectro revolucionario. Los socialfascistas como concubinas, si no como palanganeros, o como portacencerros, visto lo que daban de sí.
Bien, pero… si los campos contendientes estaban tan delimitados —pueblo y vanguardia a un lado, fascistas y lacayos al otro—, si no quedaba bando intermedio para amortiguar el inminente conflicto sin concesiones, ¿por qué no crecía el partido?… ¡Bah! Menudencias. No nos fortalecíamos porque la gente aún no nos conocía bastante, porque la gente, si bien estaba desengañada de comisiones y platajuntas, no por ello pensaba seguir al primero que le hablase de revolución, tan ansiada por la inmensa mayoría. No, el pueblo procedía con tiento: «¿Que esos tíos dicen que lo que hay que hacer es tal y cual? Muy bien, veamos primero qué hacen ellos, no nos vayan a defraudar como los jefes de Comisiones Obreras». Así mismo, debemos comprender a la gente, que no se fía de palabras bonitas, pues no en vano ha sufrido mil desengaños. Y la situación tiene que madurar. Madura a pasos agigantados, cierto, y si no, mira las huelgas… ¿La amnistía? La gente quiere la amnistía, naturalmente, pero se da cuenta de que con esos métodos de manifestaciones legalistas y toleradas no se consigue nada. Por eso apenas se molesta en movilizarse. Además, ¿movilizarse bajo la batuta de los oportunistas? ¡Su tufo ahuyenta a los obreros! ¡Literalmente! ¡Como si no tuvieran experiencia de ellos! No, claro como el agua. Agotados los recursos del fascismo, agotada su seudodemocratización, la única vía era la de las armas. La lucha armada haría ver al proletariado dónde se hallaba su partido. Abriría la brecha a la insurrección liberadora, a la guerra popular… Conviene no olvidar los métodos organizativos. Conviene mejorarlos, elevarlos al nivel… ¡Nuestra ligazón con las masas! Hombre, sí, pero no hemos cometido nunca errores de peso en ese aspecto. La práctica nos enseñará. Tenemos la línea justa, está archidemostrado. Lo demás vendrá por sí solo, ¡por añadidura!
Una cosa está clarísima: las masas, en adelante, sólo seguirán a quienes demuestren consecuencia con sus objetivos revolucionarios. Y la única forma de avanzar hacia ellos es la lucha armada. Así de sencillo. Así de difícil. Tenemos una experiencia, nos hemos preparado bastante a fondo: debemos echarles abajo el referéndum, no contentarnos con llamar al boicot, a la manera de los domesticados. Efectivamente lo que el pueblo exige ahora son hechos. Sobran los papelitos y los llamamientos. No, no, sobrar no sobran, pero deben acompañarse de acciones. Está claro…
Convengamos en que la oposición rupto-reformo-domesticada tenía a su vez poderosos motivos para resentirse. Que quienes habían gobernado en un régimen sin libertades se convirtieran de la noche a la mañana en protagonistas de la transformación democrática, es que era el acabóse de la caradura, para subirse por las paredes, ¿quién se extrañaría? Lógico que desperdigaran panfletos, pintasen los muros, clamasen a los cuatro vientos: «¡Guarda tu voto para la democracia! ¡Sin libertad no votes!». ¡Alabado sea Dios! Tantos años hablando de democracia, y ahora pedís al pueblo que no vote, cuando se deciden las libertades. ¿O teméis un voto mayoritario en contra? No, desde luego. ¡Desde luego! ¿O un falseamiento de las cuentas por parte del Gobierno, para presentar una mayoría favorable a la continuidad franquista tal cual? ¡Hombre, esa calaña es capaz de…! Pero seamos sinceros, no, tampoco eso va a suceder. Si arman un referéndum es porque aceptan las libertades. De sobra se ve cómo el conjunto del régimen ha apostado por la reforma. Mirad el suicidio de las Cortes franquistas: ¡sacrifican sus privilegios de cuatro décadas! ¿No constituye una ofrenda sublime en pro de la democracia? Sigan ustedes su ejemplo, sean generosos ¡Vamos, no me venga con historias! El referéndum equivale a legitimar al franquismo, a santificarlo como un período necesario en la historia… Y a algo más, ¿verdad? Habrá que admitir que el franquismo ha evolucionado, se ha transformado desde su origen. ¡Eso, ni hablar! El franquismo es el símbolo de lo rígido, inamovible e inmovilista. Si algo ha cambiado se ha debido ¡siempre y en todo caso! a la presión popular, a la oposición que lo ha forzado… ¿Y cómo, en su rigidez, se ha movido a empellones sin romperse en pedazos? ¿Durante cuarenta años? ¡Salta a la vista, de ningún modo ha evolucionado por propio impulso! ¡Quién va a creerse que la dictadura haya realizado voluntariamente, amablemente, el menor acto progresivo! ¡Si era la viva encarnación del reaccionarismo! ¡Una reliquia horrorosa de la época fascista, de Hitler y Mussolini! De acuerdo, explíqueme ahora cómo emprenden esta transformación sin siquiera tener que legalizarles a muchos de ustedes. Aunque, a lo mejor, la mayoría aplastante obedece sus consignas y hace el vacío al referéndum. Con todo lo que usted me cuenta, nada tendría de extraño. ¿O sí?
El lío era mayúsculo para todos. Pero todos los partidos blasonaban de claridad y penetración en sus diagnósticos.
Por una vez coincidíamos, si bien por motivos distintos, con la mayoría de la oposición, y no ya sólo con pequeños grupos de extrema izquierda.
Desde el verano nos movíamos frenéticamente, y nuestros carteles, pegatas, hojas volantes y pintadas fueron vistas, con absoluta seguridad, por cientos de miles, quizá por millones de personas, pues se prodigaron en Madrid, Barcelona, Sevilla, Bilbao, Vigo y otras ciudades populosas. Ello no obsta para que honestos intelectuales de izquierda publicaran meses después un librillo titulado Pintadas del referéndum, en el que se las arreglaban para no incluir ninguna del PCE(r). Su trabajo les habrá costado tan meritorio esfuerzo censurero.
En fin, ¿qué réplica sería adecuada a la provocación franquista? ¿Qué acción capaz de evidenciar la vulnerabilidad del régimen, de levantar los corazones de las masas oprimidas, de infundir un espíritu de rebeldía activa al «¡NO!» unánime y apasionado que el pueblo reservaba a la farsa?
La oportunidad se ofrecía en bandeja: el instante en que el régimen realizaba el malabarismo, y bajo él ajustaba la articulación, la bisagra entre la dictadura y la «democracia». Un martillazo asestado en ese punto e instante tendría efectos demoledores sobre un sistema que boqueaba en las últimas, embotado, sin salidas.
Un excelente castigo sería destrozarles la televisión, principal instrumento propagandístico del montaje. Calculamos que unos bombazos bien colocados en las antenas e instalaciones interrumpirían por unos días los programas. «Y entonces el personal, libre de la hipnosis de la pantalla, se pondrá a pensar. ¡Imagínate el peligro para estos mangantes!», bromeábamos.
Se pusieron cargas de dinamita en la Bola del mundo y otras dependencias. Los daños ocasionados sólo cortaron por unas horas las emisiones a Canarias. Decepcionante.
Un año antes se había hablado de organizar la captura de algún personaje de campanillas, a fin de canjearlo por el secretario general o la comisión política si éstos resultaban detenidos. Se había apuntado a Antonio María de Oriol y Urquijo como objetivo ideal, puesto que sumaba al poder económico de su familia la participación directa en el poder político. Ante el pobre eco del atentado a televisión, acordamos llevar a la práctica el secuestro. Nada más a propósito para replicar al referéndum, denunciando la pervivencia del fascismo; y para mostrar cuánto rinde la lucha armada.
Se bautizó el proyecto como «Operación Cromo», aludiendo a los intercambios de cromos de los chiquillos. Se exigiría la libertad de una serie de presos condenados o expuestos a las penas más severas. Ello implicaba imponer de hecho la amnistía. Fueron seleccionados, aparte unos pocos del PCE(r), varios de un abanico de partidos radicales relacionados con la lucha armada, para probar nuestra disposición al frente común con los grupos violentos.
Cerdán ha declarado reiteradamente su responsabilidad máxima como jefe del comando ejecutor del plan, lo que corresponde por entero a la verdad. La historia del «cerebro» que funcionaría «detrás» es propia de mentes noveleras[71]. Prever la trascendencia de un golpe semejante en un momento tal no requería ningún cerebro especial: un tonto lo entendía. Sí se precisaba cierto cerebro y sobre todo nervios templados para la ejecución misma, teniendo en cuenta que nadie había realizado en Europa, en tiempos de paz, una operación de envergadura semejante.
La vigilancia no presentó dificultad. Oriol fue seguido hasta y desde la fundación de su familia, y por carretera hasta su mansión. Parecía vivir con protección reducida. Ofreció mayor complicación la búsqueda, con tan estrecho margen de tiempo, de un local adecuado para retenerle. Sólo en el último momento se compró o alquiló un piso utilizable.
Durante dos días de acecho, el grupo de acción no descubrió ocasión propicia para el secuestro. Con creciente nerviosismo, se trazaron distintos planes, como el de asaltar la residencia de Oriol; pero la empresa rebasaba en mucho las fuerzas disponibles. Pensábamos que, si la operación se efectuaba después del referéndum o en la fecha de éste, perdería en repercusión, y quizás el Gobierno lo silenciaría mientras no pusiese a punto su victoria «prefabricada» en las votaciones.
El 11 de diciembre el grupo tuvo su oportunidad y atinó plenamente a explotarla, ingeniándoselas sobre la marcha. Presentándose como enviados del párroco de un pueblo cercano a la mansión de Oriol, obtuvieron paso franco hasta el despacho de éste. Ante la puerta, el conserje hizo ademán de tomarles el maletín y quedó paralizado por la pistola que de pronto le encañonó. Entraron y se acercaron al presidente del Consejo de Estado, quien, creído de su fin inminente, trató de resistir, golpeando y arañando, desesperado, a sus agresores. «Esto se arreglará con unos cuantos millones», le mintieron, para serenarlo, mientras lo dominaban. Intimidaron a otros presentes y tomaron el ascensor. El viejo iba pálido y medio derrumbado entre dos captores. Abajo el portero les abrió la puerta y se asustó al verlo. Creyéndolo enfermo, se ofreció a llamar a un médico. «Sólo la providencia puede ayudar», murmuró desmayadamente el presunto enfermo. El portero empezó a comprender al notar la metralleta de un grapense, quien le obliga a él y a dos testigos involuntarios más —uno de ellos un sacerdote— a meterse en el ascensor, que enviaron al último piso. Huida y cambio de coche. Oriol recibió una boina en la calva y un crío pequeño en los brazos, y así entró en su encierro. Hasta su liberación visitaría otras improvisadas cárceles.
La limpieza del golpe sorprendió a todo el mundo. La fortuna ayuda a los audaces, verdad de Perogrullo: cuando no les ayuda, se habla de temerarios o de locos. Pudo haber tiros, si no estuvieran ausentes los guardias de escolta, despreocupados de lo que nunca ocurría. Seguramente creerían superfluo su cometido, una vez Oriol dentro de la fundación. Luego alguna prensa rajó de lo lindo en torno a ese dato, mas para otorgarle la significación pretendida haría falta olvidar que los atentados a jerarcas del régimen eran rarísimos, y su escolta solía quedar en simbólica, a despecho de las leyendas.
Ésta es, en lo esencial, la estricta verdad acerca del origen y motivaciones del secuestro de Oriol. La especulación ha florecido tanto que ha terminado por ocultar lo más evidente y nimbar de misterio lo que está a la luz del día. Normal, pues las lucubraciones no provienen sólo de ingenuos impresionados, sino de bergantes malintencionados, expertos en difuminar los datos concretos en pro de fantasías interesadas. En cualquier caso reto a esos señores a que pasen del «tiene que haber» (una mano, un cerebro oculto, una manipulación) al «he aquí». En cinco años no han conseguido avanzar una pulgada en esa dirección. Ellos saben por qué[72].
Es llamativo que la ETA compartiera en notable grado las sospechas acerca del secuestro. También nosotros rehusábamos creer en su autoría en relación con el atentado contra Carrero. La perspicacia y la generosidad izquierdistas no conocen límites.
El Grapo no precisaba el menor estímulo ajeno para torpedear la reforma, porque la tachaba de estafa fascista. Ni necesitaba una preparación especial, de novela de espionaje. No, lo que causó estupefacción no fue la preparación, sino el hecho de que el «martillazo» saliese perfecto. Sin embargo, el carácter improvisado y a veces chapucero e inconexo de los preparativos empezaría a relucir enseguida, así como los abultados errores de apreciación política. Muchos se han empeñado en despojarnos de nuestra legítima necedad, y no para apropiársela ellos —a buen seguro tenían su cupo a rebosar—, sino para regalársela a ignotas e inasequibles potencias exteriores. Injusticia tan gratuita, tan desinteresada en cierto modo, tiene algo de admirable.
El secuestro no aplazó ni alteró la mecánica del referéndum. Se abrían entonces varias alternativas. Pérez sugirió soltar a Oriol, alegando que habíamos alcanzado los objetivos políticos perseguidos, al denunciar la trampa fascista y llamar la atención mundial sobre la persistencia de presos políticos. La propuesta tropezó, raro suceso, con una oposición cerrada en el resto de la comisión. ¿Cómo dejar libre al prisionero cuando el Gobierno retenía a los presos, se burlaba de nuestras exigencias y nos desmantelaba las organizaciones locales? Y el referéndum no se había quebrado ni nada parecido. Además, si liberábamos al rehén, nadie dudaría ya de que el secuestro constituía un sabotaje ultrafascista al cambio democrático, sabotaje que, al fallar en sus propósitos, obligaba a descubrir la comedia: ¡no iba la ultraderecha a inmolar a un Oriol!
¿Se cumpliría la amenaza de asesinarle, en recuerdo y represalia de los viejos asesinatos de su bando? Ni se veía utilidad al crimen ni tenía nadie sed de sangre en aquellos instantes de euforia.
Subsistía, finalmente, la posibilidad de explotar a conciencia el as que teníamos en la mano, con vistas a la movilización de masas y a presionar al máximo en favor de nuestras condiciones. Arrancarlas supondría una derrota trascendental para un gobierno recién nacido, y una confirmación de la eficacia de nuestra línea. El albur a correr consistía en que la policía diera con el paradero de Oriol o, más fácilmente, con la dirección del partido. Un riesgo asumible, empero, porque estaba demostrado que el aparato central se tenía en pie aceptablemente, pese a la desarticulación de muchos organismos de base; y porque nuestros perseguidores revelaban un despiste enorme.
La confianza era muy grande, excesiva. Un camarada de Barcelona nos informó que había entablado contacto con Eliseo Bayo, redactor en la revista Interviú[73] y bien relacionado con la izquierda en general. Quería algún reportaje, o una entrevista con Oriol.
—¡Una mierda! No vamos a sacar nada en Interviú. Sólo faltaría que nos enrollásemos en su pornopolítica.
—¿Qué más da? ¿Hay acaso alguna publicación legal revolucionaria? La que no es una porquería por un lado, lo es por otro.
—Mira, yo también creo que no. Que les den por el culo. Si quieren algo, que lo reproduzcan del Gaceta Roja, y así nos hacen propaganda.
—Bien, si están tan interesados podríamos llegar a una transacción: el número en que aparezca lo nuestro, que eliminen las tías en pelotas y fuera.
—Eso no lo van a aceptar, tú.
—Entonces, nada.
—¿Y cómo vemos aquí a Eliseo Bayo? ¿Es de confianza el gachó?
—De Barcelona dicen que es un tío honrado. Como bastante izquierdista. Nadie lo ha acusado nunca de provocador. Y si fuera una trampa, oye, se la podríamos hacer pagar cara. De momento tenemos la sartén por el mango.
—Pero igual lo siguen.
—Coño, el tío no es un pardillo, tiene experiencia de la clandestinidad… aunque, la verdad, fíate tú. Hay que andar con mucho ojo, y hacerlo aprisa.
—Lo mejor es montar la cita y verlo directamente en la redacción de Interviú aquí. Seguro que la pasma nos busca bajo las piedras, pero no en la redacción. No van a suponer que nos atrevamos a ir allí precisamente. Además, si ocurre algo, sabremos por dónde nos cae, y se iban a enterar de lo que vale un peine.
Con señas convenidas fui a ver a Bayo a la delegación de Interviú en Madrid. Cerramos el trato en principio, con nuestras condiciones. Oriol fue entrevistado y fotografiado. Una breve cita más y pasé las fotos y los folios. En la prensa corrió el rumor de lo sucedido, pero ya estaba todo resuelto. La policía incautó a la revista el material y prohibió su publicación, pues entre tanto el Grapo secuestró al teniente general Villaescusa y el Gobierno impuso a la prensa una especie de censura previa. Se publicaría más tarde, concluida la aventura, en una revista de ocasión.
Actuábamos con cuidado, pero también con desenvoltura, tras retocarnos el aspecto personal. Enseguida habían salido en la prensa las fotos de las personas a quienes el ministerio del Interior consideraba autores directos del secuestro. Al menos en dos casos se equivocaban, el mío y el de un ex militante de Vigo, llamado González Zazo. A éste le llamábamos Caballo o Caballo salvaje, apodo muy apropiado, pues era muy fuerte, impetuoso, violento e instintivo, aunque no carente de humor o inteligencia[74]. Antiguo delincuente, entró en el partido a instancias de Abelardo Collazo, vecino del mismo barrio, Teis. Caballo pasó a la sección «técnica», y no soportaba la vida espartana que se le impuso. Intentó robar por su cuenta y le resultó mal. Detenido, se fugó en circunstancias que nos parecieron sospechosas. Volvió a desaparecer de nuestras filas y se lo tenía por chivato, a quien esperaba un tiro tan pronto se presentase la ocasión. Que lo incluyeran con los sospechosos de la acción del Grapo lo interpretábamos como provocación deliberada. Pero en realidad residía desde tiempo atrás en Francia, donde trabajaba en la construcción, según demostró en una entrevista, no sé si en Interviú, y que no contribuyó al lucimiento policial. Con todo, quedó claro que, por primera vez, estaban fichados los componentes de la dirección partidista, salvo Pérez.
Después de publicadas nuestras fotos, seguimos activos. Fuimos a las tiendas cercanas, al kiosco donde frecuentemente comprábamos la prensa, para observar cualquier síntoma de recelo. Nada de particular. Con otros camaradas me acerqué por la noche a un bar de Diego de León, a la hora del telediario. Los parroquianos contemplaban absortos la pantalla, que exhibía los retratos y descripciones de los acusados del secuestro. Hubo comentarios diversos, pues el asunto tenía pendiente a la opinión, pero no se notaba mosqueo o afanes investigatorios. Estas pruebas nos convencieron de que podíamos disimularnos perfectamente entre el gentío, y así lo hicimos sin tropiezos. Tan sólo alguna sacudida, cuando los rastreos y registros, a ciegas, nos rondaban casualmente.
Los organismos centrales funcionaban engrasados y a todo gas. Así, a pesar de los contragolpes recibidos, lanzamos en pleno clímax de la represión una extraordinaria campaña agitativa en cuatro o cinco ciudades, con miles de carteles, octavillas, pintadas, llamando a la huelga general. Campañas de esta clase tendían el arco de nuestras fuerzas hasta el borde de la quiebra en coyunturas normales; cuánto más en aquélla. Los confeccionadores, impresores y distribuidores de la propaganda se pasaban hasta una semana sin dormir casi; los agitadores se levantaban de madrugada y se acostaban muy tarde, para efectuar sus correrías sin dejar su trabajo habitual, sometidos a un devastador desgaste nervioso. Una anécdota: manejaba la máquina del tiraje un matrimonio joven, que operaba en condiciones insalubres, aspirando los efluvios de las tintas horas y horas, metidos en un cuarto completamente aislado e insonorizado, con un calor asfixiante. Una noche, de extenuados que estaban, cayeron dormidos uno tras otro y directamente encima de la mesa de trabajo. Entre tanto se fue la luz, y de pronto despertó la mujer y, al encontrarse en la oscuridad fue presa de un ataque de pánico: «¡Me he quedado ciega, me he quedado ciega!», gritaba, llamando al marido[75].
Pero este trajín durísimo y empecinado se volvía contra nosotros, pues la prensa clamaba:
«¿Cómo es posible que no sólo secuestren a un alto cargo del Estado, lo retengan semanas enteras burlando el despliegue policial, y aún se permitan el lujo de empapelar los muros de Madrid con sus carteles? ¡Aquí hay gato encerrado! Más concretamente, ¡tienen que estar protegidos desde altas esferas!». ¿Qué altas esferas? Nunca se aclaraba. Se aludía ora a Fuerza Nueva y familias fascistas —las cuales a su vez se enfurecían más cada día que pasaba—, ora a la policía, o la CIA, la KGB, los servicios secretos chinos, cubanos o israelíes.
El objetivo de la febril campaña agitativa del partido era convocar una huelga general por la libertad de los presos políticos.
El día 10 de enero, fecha señalada para la huelga, transcurrió sin la menor alteración achacable a las consignas del PCE(r). En Vizcaya se produjeron movilizaciones que nada nos debían, al ser inducidas por la oposición domesticada y por otras causas. No obstante, la víspera se desbordaron las manifestaciones y un muchacho resultó muerto, con lo que la protesta en Bilbao se recrudeció.
En Madrid los únicos incidentes —que nos perjudicaron seriamente— acaecieron en la factoría de aviones CASA, en Getafe. Allí teníamos un camarada y simpatías en varios talleres, considerándose factible parar algunos de éstos, según se desprendía de recientes asambleas. A fin de impulsar la acción y tomar la fábrica como base para extender la huelga mediante piquetes, acudió a CASA un comando del Grapo —el mismo que se ocupaba de Oriol, pues no había en aquel momento otro disponible— y, en plena faena agitativa, se vio sorprendido por los guardas jurados, armados, quienes intentaron cortarles el paso. Inmediatamente empuñaron los del Grapo sus metralletas y dispararon a ráfaga, entre el revuelo general. Tres guardas quedaron heridos en las piernas.
La prensa y las Comisiones Obreras explotaron el suceso sin perder un segundo. Según ellos, a ningún partido de izquierda se le ocurriría entrar con armas en una fábrica y disparar contra los obreros (ni un obrero fue herido).
El chasco manifestaba una grave impreparación del PCE(r), que asomaba a cada paso bajo el brillo de los actos temerarios. Paralelamente crecía la desconexión entre los organismos y se acusaba la crispación nerviosa.
Un editorial publicado en Gaceta Roja levantó leve pero significativa polémica interna. Reconocíamos que los obreros habían desoído la convocatoria de huelga, y lo atribuíamos a las circunstancias y a nuestra escasa experiencia o insuficiente penetración en las grandes empresas; pero, añadía, sabríamos mejorar sin tardanza los métodos, tal como habíamos alcanzado otras metas en apariencia más complejas.
Pérez no estuvo conforme: «Debemos proclamar que fue una victoria, presentar lo de Bilbao como si respondiera al llamamiento del partido». «Pero no ha sido así. Tal vez nuestra propaganda haya influido un poco en radicalizar la lucha, pero de ahí a reivindicarla…». «Que sí, que debemos decir que fue un éxito». Suerte que el editorial estaba ya «en la calle».
La Operación Cromo centraba el interés público. En vano solicitaban los periódicos que se olvidase el tema, o exhortaban a sus lectores a reírse del Grapo. La risa se les atragantaba a ellos mismos.
Desde el Ministerio del Interior buscaban la posibilidad de negociaciones y pusieron en movimiento a unos abogados de izquierda, para que nos localizasen en París o donde fuera. Sin embargo, nosotros temíamos unos contactos utilizables por el Gobierno para echamos las garras, y por encima de todo queríamos hacer públicos los tratos, a partir de los comunicados que periódicamente dejábamos al alcance de la prensa. Nada de «diplomacia secreta».
El ambiente se caldeaba, y albergábamos la esperanza de doblegar finalmente al Gobierno. Pero el Gobierno no cedía.
Hablamos, en consecuencia, de proceder a un segundo secuestro, visto que el enemigo se resistía y carecía de pistas. Se había barajado algún general de categoría, o Fraga Iribarne. Faltando éste, a duras penas se celebrarían las previstas elecciones: si deseaban salvarlas tendrían que capitular. En cuanto al primero, la provocación al ejército no nos inquietaba, porque en nuestras apreciaciones el ejército encabezaba la reforma directamente, después del relevo de Arias. Cuanto más desafiante la provocación, mejor se demostraría el protagonismo de los militares fascistas en la reforma, y la continuación de ésta, pues nada más podían hacer: el fascismo no era una amenaza, como esgrimían los domesticados, sino una realidad dominante y gobernante, con la que éstos colaboraban.
Diversos acontecimientos ocurridos simultáneamente con la Operación Cromo venían a complicar ésta fatalmente, dando alas a las venganzas. En Euskadi recobraba impulso el movimiento por la amnistía, también desarrollado con vigor en Barcelona y Madrid. En esta última ciudad había sido muerto de un golpe, con toda probabilidad por la policía, el joven Ángel Almazán, la misma jornada del referéndum. La cólera de los ultraderechistas se exacerbaba ante su constante pérdida de posiciones. Carrillo fue detenido («ahora igual lo brean a hostias y dirán luego que nosotros tenemos la culpa», comentó no sé qué camarada), aunque sólo como paso previo a su legalización. El 9 de enero murió el muchacho Juan Manuel Iglesias en el transcurso de una manifestación en Sestao.
El 23 comenzó la «Semana Negra». Elementos fascistas tirotearon por la espalda al estudiante Arturo Ruiz, en la capital. Al día siguiente, durante una manifestación de protesta por el crimen, la policía mató, de un impacto de bomba de humo, a otra estudiante, María Luz Nájera. En la mañana del mismo día, el Grapo, en un nuevo y atrevido golpe de mano, se hizo con el teniente general Villaescusa, Presidente del Consejo Superior de Justicia Militar[76]. Por la noche un grupo ultraderechista allanó un local de abogados laboralistas en la calle Atocha y mató fríamente a cinco de ellos, hiriendo a varios más. El día 26, el Grapo intentó matar, en represalia, a un coronel de la Guardia Civil, pero no encontró ocasión propicia. Buscó otras víctimas, y volvió a fallar. Esa misma jornada pararon 150 000 trabajadores en el País Vasco, por la amnistía, y en Pamplona la fuerza pública dio muerte de un balazo al trabajador Fermín Orcoyen. El 28, el Grapo consiguió matar a tres policías, Fernando Sánchez, José María Martínez y José Lozano, hiriendo a dos más. Se multiplicaban las provocaciones y se extendía la confusión, alimentada en parte por la prensa, creándose un clima extraño, tétrico. Los golpes parecían llover en cualquier dirección, en medio de una densa tiniebla.
La simple enumeración de estos hechos resulta más explícita que todo comentario, el cual se expondría a sonar santurrón e inadecuado a la gravedad de los sucesos. La actitud mayoritaria, dramáticamente expresada en el entierro de los abogados y en la decisión política de proseguir la reforma, sería, sin embargo, lo determinante.
Al precipitarse los acontecimientos, se enseñoreaba de nosotros un vago desconcierto. Menudeaban los desajustes y errores secundarios, mejor o peor corregidos. Collazo atropelló a un muchacho con un automóvil robado, hiriéndole y dándose a la fuga. Al abandonar el vehículo olvidó en él la chaqueta, con documentación: su carné falsificado, cuya foto, muy fiel, le identificaba por completo. Pero todavía no llegaba lo irreparable.
Manteníamos la confianza. El Gobierno ha de ceder, no logrará soportar indefinidamente la presión, y menos si llega a consumarse el tercer secuestro, el de Fraga. Se insinúan negociaciones secretas y seguimos sin aceptarlas, por forzar una claudicación del Gobierno a la luz del día[77]. Nos parece más y más improbable que los sabuesos se pongan sobre pistas firmes. Tras haber semianiquilado nuestras organizaciones locales, no les quedan cabos de donde tirar, y todo indica que los años de clandestinidad, perfeccionando la compartimentación entre los organismos (casi lo único, junto con la técnica de propaganda, que realmente dominábamos) han proporcionado a la dirección del partido y al Grapo las cualidades de un espectro inatrapable.
A finales del mes de enero el presidente Suárez dirigió al país un mensaje televisado. Su semblante parecía medio consumido por la preocupación, pero, menos todavía que en la célebre intervención de Martín Villa en las pantallas, recién secuestrado Oriol, no ofreció la salida que esperábamos. El Consejo de Ministros acababa de suspender unos artículos del Fuero de los Españoles, al objeto de frenar la propaganda gratuita que recibíamos en los medios de comunicación.
Se nos daba un ardite la hostilidad furibunda con que nos distinguía la oposición moderada, domesticada, y despreciábamos la campaña que desvirtuaba nuestros objetivos. Sectores de escasa entidad empezaban a apoyarnos, primeros indicios, quién sabe, de un más amplio movimiento de comprensión. Mejor incluso: se enlazó, a través de Ares, con el MPAIAC, a cuya disposición ponía el régimen argelino unas emisiones de radio, «La voz de Canarias libre», muy escuchadas en España aquellos meses. La emisora nos sirvió de preciado altavoz, si bien de vez en cuando nos embarazasen sus pintorescas salidas de tono. La ayuda de Cubillo, jefe del MPAIAC, resultaba impagable a medida que vislumbrábamos una soledad más espesa de cuanto osaríamos admitir.
El 12 de febrero, justamente a los dos meses del secuestro de Oriol, salía yo de casa[78] para una cita con el responsable del aparato de propaganda, Pável (que escogió su nombre por el Pável Korchaguin de Así se templó el acero, famosa novela muy realsocialista). Me detuve ante un kiosco, mirando distraídamente los titulares… ¡Cómo! «ORIOL Y VILLAESCUSA LIBERADOS». ¡Imposible! ¡Oriol y Villaescusa liberados! Compré dos periódicos. La información no dejaba lugar a dudas. Ni un muerto, ni un tiro, o apenas uno; los camaradas, presos. Dos o tres días antes se habían producido escaramuzas. La policía, emboscada en un piso descubierto, había capturado a un miembro del comando, y estado a punto de hacerlo con otros. Hierro llamó desde una cabina, dando la alerta y advirtiendo que estaba cercado. Consiguió, no obstante, escapar, y el peligro se había conjurado. ¿De veras? No se había conjurado.
Pável se persuadía de que la noticia era una falsificación, una treta policíaca. Idea tan absurda que me reprimí para no vociferarle. Sentía una sorda rabia contra mí mismo y contra el resto de la comisión política. Por fin había emergido a la superficie de nuestro caótico cubo de ideas la verdad más ominosa: que trabajábamos muy mal, que nos faltaba apoyo, o siquiera aliento de masas, y que lo que nos salvaba, un aparato técnicamente eficaz en determinados planos, se derrumbaba. Cosa previsible, pues ¿cómo iba a sostenerse un aparato sin firmes raíces populares frente a la técnica, muy superior, del aparato policial? Y yo, que en el fondo lo intuía, había transigido constantemente, en espera de que las críticas parciales y la experiencia corrigieran los métodos. He aquí la cosecha de tanto triunfalismo, de tanta claudicación.
Acordé con Pável las medidas más urgentes para poner en seguro las máquinas y tenerlo todo en disposición de tirar. Debíamos sacar urgentemente algún comunicado, para contrarrestar la imagen de colapso definitivo de la organización.
En una breve nota expuse que los detenidos debían ser considerados prisioneros de guerra y rehusaba la defensa de abogados, a quienes acusaba de archidemostrado servilismo hacia los fascistas, o cosa por el estilo. La deposité en un portal frente a una comisaría próxima al diario Informaciones, en el mismo punto donde recientemente había dejado otro mensaje. Era una forma de elevar el ánimo de los militantes y de ridiculizar a Conesa, el jefe de los policías, quien alardeaba de que los restos del partido andarían escondiéndose «como ratas en una sala grande». Un comunicado posterior aceptaría abogados.
El desastre semejaba un cuento de brujas. Me prohibí toda especulación mientras no conociéramos los informes de los detenidos.
Sólo un mes o dos más tarde, cuando a los datos suministrados por Hierro, que había logrado huir después de un espectacular tiroteo, unimos los llegados de la cárcel, supimos los detalles del descalabro.
Durante una temporada me convertí, con Hierro, en el hombre más perseguido por la policía en España. Título grave y en cierto modo halagador, si bien inmerecido en mi caso. El motivo era que me había escurrido de las redadas, claro, y que se me consideraba el «cerebro» de la Operación Cromo. ¿Por qué? Imagino que por considerárseme el único miembro de la comisión política con estudios superiores. En realidad, Brotons tenía algunos cursos de ingeniero de caminos, Cerdán estudios secundarios y Pérez superaba holgadamente en varias parcelas de la cultura al término medio de los universitarios. La necesidad de buscar un titulado para operaciones como las del Grapo no sé a qué criterio responderá.
Tal y como enseguida se configuró la situación desde el primer secuestro, el provecho fundamental que se debía obtener era de orden propagandístico, amén de la erosión del Gobierno debida al alargamiento de la Operación Cromo.
Nuestra propaganda se concentró en denunciar la existencia de presos políticos y la práctica de torturas. Pensaba que no extraíamos a nuestra baza todo el partido posible y deseable, aunque, a decir verdad, tampoco le daba muchas vueltas ni se me ocurría nada mejor. Y el carácter esquemático y simple de la propaganda limitaba las jugadas. Pero la misma importancia de la presa capturada parecía compensar tales deficiencias. Me insatisfacía asimismo el tono de los comunicados, por lo que redacté uno más extenso, dirigido a la prensa internacional. En él desarrollaba concisamente nuestra visión de conjunto sobre el carácter de la reforma y lo indispensable de las acciones violentas para destruir el decorado ilusorio de la supervivencia fascista.
Pero en el terreno propagandístico perdimos la iniciativa, a causa de un rápido contraataque que nos retrataba como secta extraña y desconocida, instrumento de intereses no menos extraños y desconocidos. Que esta versión no era espontánea o ingenua lo aclarará uno de los que orquestó la campaña, Salas, de Cambio 16: «Son múltiples los ejemplos del insidioso apoyo a los terroristas que los órganos de prensa pueden prestar. En las condiciones tan rápidamente cambiantes de la transición española de la dictadura a la democracia, todos hemos asistido, y algunos participado, en posiciones de insidiosa neutralidad en el fondo favorable a los terroristas. Durante la vigencia de la dictadura del general Franco, los órganos de prensa democráticos jugamos ciertas veces ese papel. Los terroristas no ‘asesinaban’, sino que los guardias ‘morían’. Los atentados eran a veces ‘ejecuciones’. Los casos de torturas policíacas que podían escapar al lápiz rojo del censor recibían una gran importancia gráfica, y con ello se dotaba a los terroristas de una coartada política indudable.
»Ante la aparición de un nuevo grupo terrorista, cuando carece de apoyos sociales definidos, es fácil para la prensa aniquilar el proyecto terrorista en embrión, simplemente denigrando su imagen.
»En el caso del Grapo, en España, sospechar que actuaba utilizado por la extrema derecha —sospecha que sigue siendo válida—, hablar del extraño Grapo, convertir las siglas en sustantivos casi insultantes —los grapos—, analizar sus textos y descubrir en ellos incoherencias, barbarismos, coincidencia de sus intereses con los golpistas de extrema derecha, con la KGB, con la CIA, con quien sea, puede ser un mecanismo útil para destrozar la imagen de la organización terrorista, y con ello hacer muy difícil su implantación» (Cambio 16, 24-11-80).
Estos párrafos hablan por los codos, pero merecen una breve apostilla.
Al partido le molestaba, sin duda, la demagogia ratonera de Diario 16, pero la creíamos poco influyente entre los obreros. Mayor cuidado nos daba la murmuración de los oportunistas, dado que éstos actuaban sin intermediarios sobre la mentalidad de los trabajadores, con discusiones y comentarios de compañero a compañero. En nuestra incompetencia, imaginábamos que tampoco ella nos hacía peligrar demasiado, porque, pensábamos, los actos del Grapo son demostrativos por ellos mismos. La confusión arteramente sembrada en nuestro mismo caldo de cultivo se volvería contra los falsarios.
Sin embargo, no las teníamos todas con nosotros. En los comunicados y la propaganda nos deslizábamos insensiblemente hacia la defensiva, hacia el intento de probar que no éramos lo que la prensa y los oportunistas afirmaban. A las escasas teclas pulsadas añadíamos la de la defensa del honor revolucionario del Grapo. Al perder lazos con la vida real, oscilábamos entre una seca jactancia y la excusa, insinuada más que explícita.
Y cuando quisimos saltar de la agitación a la movilización de masas, cosechamos un fracaso rotundo.
Por supuesto, no teníamos derecho a lamentarnos del trato recibido. De ser consecuentes con la tesis de que estábamos en guerra, deberíamos esperarlo mucho peor. Además, nuestra demagogia no contenía menos veneno y agresividad que la que sufríamos, ni era menos embustera, empezando por la pretensión de un Grapo independiente que apenas sostenía con el partido una relación de afinidad ideológica. Historia antileninista, porque, ¿desde cuándo consienten los comunistas a un grupo hermano librar por ahí sus batallas, con sólo un apego platónico al partido?
Un somero repaso de nuestros principales argumentos al calibrar la situación basta para demostrar que no teníamos a la larga la menor posibilidad de éxito. Cierto, el aislamiento, acrecentado por —aunque no debido a— la mencionada campaña adversa, y después el derrumbe causado por la rapidísima acción policial, podían haber sido menos amplios, pero por una u otra vía el desenlace jamás nos hubiera beneficiado.
Nuestros desenfoques más groseros se referían a la fuerza y carácter del régimen y a nuestra propia base ideológica y política.
En principio, el momento elegido era oportunísimo, y en el aspecto puramente técnico así resultó. Pero el PCE(r) encuadraba dicho momento en un contexto de agotamiento de la reforma y bancarrota de cuantos partidos coadyuvaban a ella. Entonces el golpe debiera producir un efecto fulminante, como el propinado a alguien en la nuca cuando ya las rodillas se le doblan. Sin embargo, el régimen estaba en trance, no de doblarse, sino de erguirse, con vacilaciones, pero con mucha más energía interna de la que presumíamos, como verificó su ulterior progresión.
Pocas veces habrá sido un régimen más implacablemente hostigado por sectores minoritarios a izquierda y derecha, que explotaban al máximo la debilidad consustancial a una transición y las ventajas de unas libertades en alza. Y peor defendido por los partidos en el poder o en la oposición.
¿Cuál es la fuente de esa energía, de esa resistencia? No se encontrará en unos partidos improvisados, sólo capaces de un realismo corto y bajo. Por consiguiente, debe buscarse en el peso, aparentemente muerto, de un estado de opinión popular mayoritario. Un peso que margina las demagogias y permite un juego parlamentario, mediocre sin duda, pero muy preferible a las convulsiones histéricas prometidas por los mesías. El que ni la crisis económica ni el justificado desencanto por los partidos haya arrojado a masas importantes en brazos de los salvadores profesionales, es probablemente el dato más significativo de la etapa actual. Ahí radicaba, por encima de todo, nuestra debilidad: en el despego casi instintivo del pueblo hacia nuestras prédicas. No sería la primera vez que una política sin médula ni razón atrajese a muchos, a favor de la desesperación o el halago hábil. Este caso ha sido diferente, si bien no conviene fiarse en exceso.
El pueblo, ciertamente, no estuvo con el PCE(r) en la Operación Cromo. Y no tanto por lo que mintieran los domesticados como por lo absurdo e irreal de las acciones mismas, bajo cuya fachada de audacia y firmeza ideológica no existía la menor alternativa política, ni el menor asentamiento en la realidad histórica viva: sólo una ensalada de frases ampulosas, en cuyo laberinto se extraviaban unas mentes deslumbradas o enrevesadas.
A pesar de su exterior, en cierto sentido magnífico, la Operación Cromo no traslucía fuerza, sino descomposición. Subsistíamos entre escombros. No era el régimen, sino la experiencia OMLE-PCE(r) la que se pudría. Pero cuanto más nos mareaban los hedores del cadáver político, mayor era nuestra resolución de no cejar. Postura sostenible sólo a costa de la irracionalidad y la provocación sistemática.