LA MUERTE DE MAO
Leí de una superstición china según la cual, cuando una gran personalidad histórica iba a morir, lo anunciaban temblores de tierra. Y, en efecto, poco antes de la muerte de Mao sobrevinieron terremotos de enorme intensidad, y varias importantes ciudades de China quedaron destruidas, ocasionando decenas y decenas de miles de víctimas.
La premonición tenía una segunda faceta, amargamente irónica: justo en vísperas de la catástrofe, la sección de nuestra prensa dedicada a cantar los logros fabulosos del socialismo, se explayaba en torno a los métodos de prevención de seísmos en la tierra de la Revolución Cultural. Cuando un pueblo toma en sus manos su propio destino, ilustrábamos gravemente a las masas, no pasa como en los países capitalistas y revisionistas, donde los desastres supuestamente naturales e irremediables están a la orden del día. En el socialismo se investiga sin tregua, para ponerlos bajo control. Pues no debe hablarse, en rigor, de calamidades naturales, sino sociales, producto sobre todo de un poder que desprecia la vida del pueblo y no se preocupa de dominar la naturaleza, sino de fomentar el oscurantismo idealista y las ganancias de los poderosos. Los avances chinos en la prevención de terremotos, reproducíamos de «Pekín informa», demuestran…
El terrible seísmo sacudía también nuestras convicciones. Las autoridades populares y socialistas informaban mal y con tardanza del suceso. Algo no cuadraba en los esquemas.
Mao estaba por entonces muy enfermo, y en un supremo intento de mantenerlo en vida fueron llevados a Pekín los mejores especialistas occidentales. ¿Y la clara superioridad de la medicina china? Pero ni los médicos chinos ni los occidentales consiguieron salvar al decrépito gigante.
Mao adquirió categoría divina no sólo en su país, sino, como antaño Stalin, entre innumerables izquierdistas del mundo entero. Y ciertamente su trayectoria no puede menos de asombrar: un personaje de leyenda, cuyas proezas descomunales lo remiten al plano de los héroes míticos.
Político y guerrero de genio, Mao supo hacer valer sus ideas, tan heterodoxas, frente a dogmas arraigados en el marxismo y, más difícil todavía, frente a la opinión y tendencias dominantes en el partido soviético, el chino y la Comintern. Su victoria en el partido redundó en la victoria del partido en la nación más poblada de la Tierra. Hazaña sobrehumana, sugestiva para las masas, como para los intelectuales.
Dentro del movimiento comunista internacional, Mao ocupa un puesto muy peculiar. Declarándose leninista, difícilmente se concibe un personaje más distinto de Lenin. Éste se pasó la vida ante algún escritorio, y la misma Revolución de Octubre se diría inspirada por él desde una mesa de estudio. El azar y la aventura son radicalmente extraños a su talante, aun si el acierto que ha grabado su nombre en la historia, la revolución rusa, debe tanto a la casualidad. Sus escritos llenan tomos y tomos, y su estilo sugiere un burocratismo enérgico e inteligente en extremo.
Mao, por contra, resalta como un héroe épico, una mente más original y menos sistemática. Sus escritos muestran un pragmatismo y sencillez que se hace genial al combinarse con una intuición profunda de la realidad china y una amplia visión histórica. A despecho de la pesada seguridad marxista-leninista en la marcha ineluctable de la revolución, hay en su espíritu algo de aventurerismo prodigioso, que se trasluce en frases como cuando, a poco de calificar la guerra de «monstruo de matanza entre los hombres», se deslumbra ante las voluntades y capacidades enfrentadas «en un drama lleno de grandiosidad y poder»; se manifiesta en referencias a obras literarias que narran viejas revueltas, inseguras y fracasadas. En fin, en aventuras legendarias como la Larga Marcha. O las emprendidas desde el poder.
Claro que bajo las diferencias existe al menos una semejanza profunda entre los dos titanes de las revoluciones acometidas en nombre del marxismo. Tanto en Mao como en Lenin es perceptible, a través de sus proclamas internacionalistas, un apasionado sentimiento nacional, si de nacionalismo puede hablarse ante realidades como China o Rusia, tan desproporcionadas y ajenas a la tradición euro-occidental, en que ha adquirido carácter el concepto de nación moderna.
Lenin empieza su carrera proclamando la posición y vocación del proletariado ruso como «vanguardia del proletariado revolucionario internacional» debido a su capacidad para plantearse «la más revolucionaria de las tareas inmediatas del proletariado de cualquier otro país» (Qué hacer). Un proletariado llamado a gigantescas empresas redentoras dentro y fuera del Imperio ruso, por Europa y Asia. ¡Qué impresionante ilación con una de las más ancestrales, de las más atávicas aspiraciones rusas, con su mesianismo! ¡Quién será tan iluso como para ver en la declaración leninista una simple frase sin trascendencia, o una fría conclusión político-racionalista!
Mao aprovecha el día de la victoria para resumir el sentido de su revolución: «El pueblo chino se ha puesto en pie, y no volverá a ser insultado». Son expresiones que sintetizan un como aroma desprendido de las obras y escritos de uno y otro. Aunque rara vez se desenvuelven en teorizaciones. La teoría ya se sabe cuál es, pero no se precisa mucha sensibilidad para captar el espíritu que la impregna.
Las revoluciones china y rusa resultan del impacto avasallador de la civilización occidental sobre unas culturas de enorme densidad histórica, inabsorbibles. En ambos casos la revolución hizo trizas las corrientes asimiladoras, occidentalistas, deslumbradas en exceso por lo que venía de fuera. Es lógico y en modo alguno injusto. Los pueblos, y aún más las civilizaciones, aspiran a tomar del exterior lo que les es necesario, sin sacrificar su perfil propio, modelado en el transcurso de siglos. Irremediablemente, el contacto de formaciones sociales y culturales distintas provoca no sólo intercambios, sino también roces, choques y opresiones. Pero en nuestra época éstos ya no pueden resolverse mediante guerras decisivas, que decidirían nada más que el mutuo exterminio.
Es una aportación de la civilización occidental —el despliegue arrollador del pensamiento científico— lo que ha conducido al presente estado de cosas: el pensamiento científico ha abierto las puertas a una nueva era, que dejará atrás la era de las civilizaciones inaugurada a finales del Neolítico. El tránsito corre el riesgo de desembocar en la destrucción total, por virtud de las potencias gigantescas desatadas por la ciencia y las fricciones creadas entre estados y culturas; o en la esclavitud impuesta a los hombres por la lógica automática de fuerzas aplastantes, que le desbordan. En relación con el avance tecnológico se presenta con aterradora urgencia la exigencia del oráculo: conócete a ti mismo. Para dominar la naturaleza —dando por adecuada la palabra dominio— el hombre ha de dominarse a sí mismo. Sin ello, las criaturas de su ingenio escaparán a su control. Acaso la salida esté en la extensión del pensamiento científico a la propia psique humana, a la manera como lo concibe Paul Diel, alejándose de la maquinización del ser humano, forma de esclavitud a la que demasiadas escuelas tienden como alternativa.
Pero me he ido hacia un terreno resbaloso y fácil al embeleco, aun si es, en sentido amplio, el terreno en que se mueven los problemas del marxismo y el más limitado del terrorismo. Vuelvo, pues, al tema estricto de esta historia.
La revolución de Mao, como la de Lenin, ha sido minuciosamente cribada por ellos mismos y sus seguidores, en busca de los principios generales que aseguraron su triunfo. Principios susceptibles de aplicarse, adaptándolos, a toda otra situación. El esfuerzo exhaustivo empeñado en la tarea ha dado lugar a multitud de libros de táctica, de estrategia, concepción de la historia, etc. Pero a ninguna nueva revolución equivalente. El agente de las producidas en Europa fue el Ejército Rojo, confirmando, y no por azar, el carácter ruso y mesiánico del método, reafirmado en la teoría oficial soviética por la tesis de la «contradicción principal»[67]. China no ha impuesto su revolución al extranjero. Su impulso mesiánico es muy inferior, si existe (aunque la consigna «el viento del este prevalece sobre el del oeste» tiene intención). Lo que tampoco ha hecho es calcar el modelo ruso.
Mao se doblegó, por una primera etapa, a imitar los pasos de la URSS y, tan pronto lo vio oportuno, dio un brusco giro de timón, para ensayar su propia vía, el Gran Salto Adelante. Perseguía un desarrollo sin modelos extranjeros, que dejaría muy a retaguardia cuanto el mundo había conocido. Sin embargo, el Salto se quebró en una traumática caída, de cuyo coste da idea el que Mao mismo quedase desplazado. Él necesitaba a su lado a organizadores y burócratas brillantes, capaces de dar forma a sus proyectos y de sortear los peligros de sus genialidades intempestivas. Pero los toleraba de mala gana. Inesperadamente, después de su semiostracismo, volvió a entrar en liza, sorprendiendo y arrollando a sus oponentes por medio de la Revolución Cultural. El desarrollismo a ultranza del Gran Salto se mudó en vindicación obsesiva del poder de las masas —o sea, de Mao y sus secuaces— frente a la burocracia y la testarudez de las leyes económicas.
Los férreos diseños marxistas fueron trastocados: se demostró que eran férreamente trastocables. La economía, las fuerzas productivas, retrocedían a un segundo y borroso plano en beneficio de la dictadura omnímoda de los maoístas (el «proletariado»), sobre sus enemigos (la «burguesía»), y de una lucha de clases autoalimentada. Según los críticos, aquello no encajaba en el marxismo.
«¿Cómo que no? —replicaban los culturales—. ¿No enseñó Marx que la principal fuerza productiva era la propia clase revolucionaria?». Una objeción puede no dejar salida, pero siempre encuentra una respuesta. ¿No replicó Lenin a quienes le restregaban el atraso de Rusia como una prueba de la imposibilidad del socialismo allí, que la manera de avanzar consistía precisamente en suprimir a parásitos y explotadores burgueses? Marx sentó que un sistema social no se retira del escenario histórico sin desplegar todas sus potencialidades, y Engels advirtió el destino de los que creen adelantarse a su época para terminar representando mal de su grado el papel que les impone la situación objetiva. Ahora bien, una vez descubiertas las leyes de la necesidad histórica, ¿no podremos utilizarlas? ¿O acaso el conocimiento de la ley de la gravedad prohíbe el envío de cohetes al espacio? Mao y Lenin pensaban conocer la necesidad de la historia. Pero quizá sea esta necesidad algo demasiado vasto para que la contengan los esquemas marxistas o cualesquiera otros. Tal vez el concepto de «necesidad» no pase de ser un exorcismo o una perogrullada.
En cualquier caso, si los maoístas se gloriaban de revolucionarios, no deben jactarse de productivos tan a voz en cuello. Las acusaciones recibidas de provocar el desbarajuste y la miseria no deben de carecer de fundamento, pues de otra forma no se explica su rápido declive, ya anterior al fallecimiento de Mao.
El capricho intelectual escondido bajo abigarrados pretextos ideológicos tampoco propiciaba el entendimiento entre los caudillos culturales. Menos aún en plena decadencia biológica del único jefe indiscutible. Por las alturas se dirimían feroces conflictos mientras masas ingenuas y fanatizadas, «dueñas de sus destinos», vociferaban en las calles fútiles consignas. El oscuro asunto de Lin Piao, el fiel compañero de armas del presidente Mao, desaparecido por arte de birlibirloque y culpado, previa liquidación física, de conspiraciones folletinescas, es ejemplar y resume la naturaleza de esta revolución.
Los guardias rojos debían cambiar de tonada según marchasen las intrigas cortesanas. Se veían súbitamente condenados por ultraizquierdistas y contrarrevolucionarios «de hecho». Se exponían a la aniquilación, como ellos aniquilaron a multitud de adversarios. Divulgaba la propaganda que en la Revolución Cultural corrió poca sangre. Hoy sabemos que no resultó «tan amable, cortés, refinada y moderada».
La alternativa para los desconcertados consistía en «obedecer, lo entendamos o no, cada frase del presidente Mao». O sea, seguir la batuta de la facción hegemónica en cada momento: ejercicio de perspicacia extenuante, como revelaron las posteriores dificultades para centrar en una actitud precisa a los nerviosos cuadros del partido.
En realidad, sucedía como en los demás partidos llamados comunistas, sólo que llevado al paroxismo.
¿Cómo nos las apañábamos para engullir las ruedas de molino? Indudablemente nuestra devoción y fantasía nos ensanchaban las tragaderas, pero no debe olvidarse que la argumentación maoísta, si se aceptan como axiomas ciertas premisas, posee coherencia.
En los primeros capítulos me referí a la crisis del movimiento comunista desde el XX Congreso del partido de la Unión Soviética[68], en 1956. Aparentemente, los comunistas chinos lograron solventar las principales cuestiones destapadas por el Informe Secreto de Jrúschof.
En primer lugar, la estrategia internacional y el juego de las «contradicciones». Los rusos supeditaban a su propia estrategia e intereses todos los demás movimientos del mundo, pero las fórmulas chinas deparaban a los maoístas occidentales una autonomía muy superior y una táctica violenta más prometedora que el parlamentarismo en que vegetaban sin porvenir los partidos revisionistas. El atrevimiento teórico del maoísmo subyugaba, asimismo, a muchos jóvenes revolucionarios.
Pero la cuestión de fondo, que recorría como el proverbial fantasma la controversia chino-soviética, era la de Stalin: el fantasma no se materializaba por ningún rincón, pese a llenarlo todo. El análisis de Jrúschof sobre los crímenes stalinianos constituía un puro y pobre dislate. Los chinos y los albaneses se sacudían el muerto al no reconocer en Stalin a un tirano o un desviacionista. Pero escapaban a la sartén para caer en las brasas porque, ¿cómo borrar los testimonios de Jrúschof y tantísimos más sobre la barbarie de aquel? ¿Y cómo, si no cometió errores decisivos, habían degenerado la democracia, el partido y el Estado soviéticos tan repentinamente y hasta el extremo de que una camarilla burguesa encabezada por Jrúschof los consiguiera manipular a su antojo?
Como los rusos, los chinos y los albaneses hacían a un lado las engorrosas contradicciones, fiando en que los éxitos prácticos de sus regímenes borrarían pronto la memoria del «tumor» stalinista. Mao, pese a dedicar unos folletos a «La experiencia histórica de la dictadura del proletariado» y a «La justa solución de las contradicciones en el seno del pueblo», no resolvió nada. Su nombre quedará para siempre unido al resurgir de China, aunque no del movimiento comunista internacional.
Aunque ya antes de fallecer el «gran timonel» su edificio teórico soltaba chasquidos, a partir de entonces sólo aguardaba el desmoronamiento.
Quizás el único que en el PCE(r) se olió la tostada fue Pérez, quien ya a finales del 76 esbozó un cambio de postura hacia la URSS. Los demás nos sorprendimos, rememorando su irreductible aversión «de principios» al revisionismo soviético.
—Los soviéticos bien pueden haber aprendido de la experiencia de su pacifismo, que los metía en un callejón sin salida, y a lo mejor por eso ayudan cada día más a los movimientos de liberación, como en Angola.
La referencia a la ayuda mosqueaba. Alejamos (alejé) el pensamiento.
—¿No hemos explicado cien veces que en la URSS reina una nueva burguesía, unos explotadores de estilo nazi, imperialistas, no un partido proletario que corneta errores y los rectifique?
—De acuerdo. Sin embargo, ahí están los hechos. Mientras China se retrae, la URSS sostiene a los revolucionarios.
—Los sostiene donde le conviene, y donde no, los aplasta. Su apoyo se debe exclusivamente a su rivalidad con los yanquis. Es un apoyo que fomenta la guerra imperialista. Los pueblos deben basarse en sus propias fuerzas y desconfiar de ayudas envenenadas. La ayuda, además, es secundaria. ¿No es ésa la doctrina? Se puede obtener ayuda de quien sea, hasta de los imperialistas, como hizo Stalin durante la guerra. Pero sin supeditarse a ella como han hecho los angoleños. Aparte de que esa ayuda no convierte a un imperialista en comunista. Lo hemos repetido hasta hartarnos.
—Muy bien, es así, pero debemos estudiar con cuidado el asunto.
La destitución y encarcelamiento del grupo de Shangai, luego llamada «la banda de los cuatro», causó sensación. ¿Cómo interpretarla? Unos se inclinaban por los vencidos, dirigentes encumbrados en la Revolución Cultural, entre ellos el teorizador de la «dictadura omnímoda sobre la burguesía» e inspirador de la campaña «contra Lin Piao y Confucio». Y la mujer de Mao. Renegar de ellos significaba renegar de nuestro origen. Otros, luego de meditar un tiempo, adoptaron ágilmente el partido de Hua Guofeng[69], y se unieron al coro internacional que llamaba «traidores» a la «banda de los cuatro». Al final de la Operación Cromo, las posturas estaban delimitadas, aunque no explícitas. Brotons y yo opinábamos que una camarilla revisionista había usurpado el poder, mientras que Pérez se acercaba a la versión contraria.
Después del II Congreso del partido, estando yo fuera de él, se oficializó la defensa a ultranza del equipo Deng-Hua. Postura inestable, pues los gobernantes de Pekín se interesaban en una especie de alianza con la OTAN, a fin de contrarrestar el envolvimiento de China por la URSS en Asia. Por tanto, no tenían intención de apoyar a quienes socavaban regímenes occidentales, como hacía el Grapo. Tras un año de estériles fervores por Deng y Hua, el PCE(r) daría el salto definitivo hacia la URSS, «el principal enemigo de los pueblos» de muy poco antes. Se rompía así, de un plumazo, con toda la historia de la OMLE-PCE(r). Ruptura imposible de eludir, a fuer de sinceros.
Hipnotizados por el engañoso auge de los tiroteos del Grapo, yo creo que los militantes no se percataron cabalmente de su negra orfandad ideológica. Del nunca clarificador debate chino-soviético les quedaba la herencia más insignificante: la táctica, el culto a la violencia. Desprendida de su arrasado contexto teórico, la táctica revierte en acciones alucinadas.