Capítulo III

TEORÍA Y PRÁCTICA DEL GRADO

Fácilmente se observa a posteriori el desarrollo de un proceso de descomposición política en el PCE(r): rivalidades personales a flor de piel, insuperable estancamiento numérico, aislamiento respecto de la población, hipertrofia de aparato[63] y pérdida de contacto con la realidad. Menos lúcidos a cada paso, nos aturdíamos con nuestras fantásticas elaboraciones, de extraña coherencia.

En esas circunstancias resolvimos comenzar sistemáticamente la lucha armada. La frustración del «audaz despliegue» se atribuyó al fascismo: las estrechas vías pacíficas y legales abiertas a la muerte de Franco se habían cerrado: ninguna libertad, ni siquiera las falsas, quedaba ya aprovechable. Sólo a tiros se abriría paso la revolución.

La acción armada debía rematar las maniobras fascistas y socialfascistas, presuntamente tocadas del ala. Debía convencer a la población, orientando su furia revolucionaria por la única senda despejada.

En octubre del 76 convocamos un nuevo pleno del comité central con el fin de ratificar el viraje, emprendido de hecho meses antes. Fue aprobado un largo documento compuesto por Pérez y por mí, cuyo guión arrancaba del prólogo de Engels a Las luchas de clases en Francia, de Marx, para terminar demostrando la necesidad y posibilidad de la lucha armada en las condiciones actuales. Engels justificaba la lucha legal y parlamentaria sobre la base de que el capitalismo desarrollaba todavía las fuerzas productivas y garantizaba cierta libertad, y que la insurrección armada por sorpresa se había vuelto impracticable a causa del perfeccionamiento de los ejércitos. Engels preveía, de todas formas, un límite a la lucha parlamentaria, pues el propio capital debía liquidar la democracia cuando se viera asediado por los avances legales socialistas. Al tocar ese límite, volvería a justificarse la violencia revolucionaria, que él concebía, mediante una comparación con el triunfo del cristianismo en Roma, como acciones decisivas a partir del inmenso sostén popular al partido proletario y de la infiltración de éste en el Estado, incluido el Ejército.

El hilo de nuestro razonamiento venía a ser: la táctica legalista de Engels se ajustaba a la fase anterior a la decadencia capitalista, cuando el progreso económico le permitía unas libertades políticas relativamente genuinas. Pero la evolución burguesa había desembocado en el monopolismo, en la aniquilación de la libre competencia distintiva del período progresista. Y llegados ahí, la superestructura del parlamentarismo, libertades, etc., degeneraba en mera ficción irrelevante. En el siglo XX, capitalismo equivalía a imperialismo, expansionismo, fascismo, militarismo, guerra, opresión, superexplotación sin precedentes, permanente crisis económica, miseria, etc. ¿Cómo practicar en tales circunstancias la lucha parlamentaria, respetar la legalidad burguesa? No; sólo la lucha armada aseguraba la salida revolucionaria.

El argumento bosquejado es falso de arriba abajo, pues resalta en exclusiva ciertos aspectos y escamotea los que no riman con la tesis preestablecida. Ni se han paralizado en este siglo las fuerzas productivas, ni las libertades se han evaporado o ceden a las de tiempos de Engels: muy al contrario. Cierto, se han sucedido innumerables guerras, con empleo de un terrorífico poder destructivo, pero a desatarlas ha contribuido, por ejemplo, la muy justa política comunista de Stalin. Las raíces teóricas del razonamiento (la concepción de Lenin sobre el imperialismo y las aportaciones stalinistas y chinas) son, por lo demás, sumamente enredosas, y no teníamos en cuenta tampoco la quiebra de las sociedades que presentábamos como alternativa: la china y la staliniana. Nuestra reputada clarividencia nos velaba hasta una vislumbre del desolador hecho.

Resultaba absurdo especular acerca de la lucha armada o no armada cuando el objetivo de ella, el llamado «socialismo», resultaba una palabra desprovista de práctica fiable, a la que tampoco sabíamos dar un contenido teórico racional: semejaba una nube envuelta en brumas. Nuestras recetas, definitivamente, no curaban ninguno de los males del sistema burgués.

También olvidábamos el embarazoso detalle de que no partíamos de un inmenso sostén popular ni de infiltración en el Estado, sino de lo contrario.

En lo sucesivo, las acciones armadas llamarían poderosamente la atención sobre el partido, pero no suplirían su abismal vacío de soluciones: lo pondrían más de relieve.

Años después leí un folleto de la FER o RAF (Facción del Ejército Rojo, o grupo Baader-Meinhof, alemana), El moderno estado capitalista y la estrategia de la lucha armada. Como en nuestro escrito, a la nimia obsesiva de la decadencia burguesa, el fascismo, etc., se unía una falta absoluta de soluciones racionales, hueco que la FER se figuraba enmascarar con los consabidos ensalmos pro «socialismo», «audacia revolucionaria» y demás, y el recurso a la por otra parte real y apocalíptica amenaza de la guerra. Todo aliñado con las consabidas glosas de pasajes escogidos de Lenin, etc., y complementado con un pueril esquema de lucha armada, similar al cuento de la lechera: los revolucionarios, hostigando sin tregua a las fuerzas armadas del capital, las obligarían a replegarse y concentrarse, dejando vacíos de poder que la FER y sus amigos ocuparían hasta que, finalmente, se crearían las condiciones para asestar al Estado el estacazo de gracia. Ningún inconveniente de monta distinguían en sus sueños, a excepción de los previstos reveses pasajeros. Lástima (?) que al grueso del pueblo no le haya seducido tan noble cuanto huera retórica. Nadie ignora que los pueblos en general, y el alemán en particular, adolecen de una alienación escalofriante, producto de siglos de historia mal hecha. Si no, ¿cómo explicar su apatía primero y su cabreo después hacia tan lucidas como lúcidas vanguardias?

Acaso nosotros no nos eleváramos, por más o menos puntos, hasta el infantilismo y la sentimentalería de la FER. Pero es sólo cuestión de grado. En el fondo nuestras tesis y las de ellos se asemejaban como gotas de agua.

Con bastante anterioridad al reseñado pleno del comité central, la «sección técnica» se había constituido en rama particular, que aspirábamos a convertir en organización de masas sui generis, en brazo armado, no del PCE(r), sino de un Frente Antifascista, valga la sutil diferencia. Este Frente se construía en paralelo con la ODEA, los intelectuales próximos, el Socorro Rojo, las juventudes y cuantos acatasen la jefatura del partido. La nueva rama precisaba un nombre y, tras discutir propuestas, se le dio el de Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, reivindicando dicha jornada, la de la represalia por las ejecuciones de septiembre del 75. Así nacieron, por metamorfosis de la «comisión técnica», los famosos GRADO, o el Grapo para ser realistas, pues sus contadas partidas nunca compusieron una agrupación de más de treinta personas, si alguna vez llegó a tanto.

Hacia marzo o abril volvieron de Galicia Hierro y Collazo, el Grapo recibió un corto número de miembros y empezó a navegar viento en popa. A juzgar por los interrogatorios, la DGS[64] creía a esas alturas que el PCE(r) no rebasaba el plano de las arengas virulentas. ¡Tantos partidillos invocaban la lucha armada sin pasar a la acción!

Los primeros golpes sirvieron para abastecerse de armas y explosivos, dinero y medios para falsificar documentación. También máquinas muy modernas y costosas para el aparato central de propaganda.

De las acciones, la más sonada fue el asalto al polvorín civil de A Reigosa, en Pontevedra, donde el Grapo se hizo con 800 kgs. de dinamita, el mayor robo de explosivos, con diferencia, realizado en España hasta aquella fecha. Otra operación provechosa fue la huida del cuartel de un camarada muy joven que hacía el servicio militar, llevándose una cantidad de bombas de mano y un par de subfusiles Z-45, viejos pero robustos. Éstos por poco ocasionan una desgracia interna cuando, al ser manipulados en la salita de la casa de Brotons, se le escapó a uno un par de tiros, que perforaron la pared, incrustándose junto a la cuna donde dormía el hijo de Cerdán, de tres años. Los estampidos no levantaron recelo en el vecindario.

Las cosas iban a pedir de boca, y de los éxitos extraíamos las lecciones correspondientes en pro de la orientación marcada. Aunque ya asomaban indicios de una desviación maligna.

Uno de ellos se manifestó cuando los muertos de Vitoria. Como se recordará, la policía machacó con inaudita brutalidad a los huelguistas, provocando cinco muertos y abundantes heridos. Tan pronto lo supimos, la ODEA organizó en Madrid una represalia. A la entrada de la universidad Complutense, debajo de la Escuela de Aeronáuticos, se apostaba cada mañana una recua de jeeps, amén de la «manguera» o «botijo». Al día siguiente de los sucesos de Vitoria, unos estudiantes se aproximaron al convoy policial, al amparo de los arbustos, y arrojaron varios cócteles molotof, que se incendiaron contra los vehículos. Los estudiantes escaparon incólumes, pero los daños causados fueron escasos, por lo que se resolvió preparar un ataque de mucha mayor envergadura en la misma línea[65].

Daba por hecho que la comisión política adoptaría medidas de desquite semejantes, pero la mayoría rehusó en redondo. La réplica a Vitoria se redujo a un número especial de Bandera Roja, tirado a marchas forzadas, con un texto inflamado en tono de «revolución inminente». Discutimos con acritud, pero ahí quedó el asunto. Entre la política y el movimiento de masas, por un lado, y la acción armada, por otro, se abría un tajo profundo. Hicimos llegar a la capital alavesa el incendiario Bandera, que no cosechó aplausos. Gustaban sus frases, pero los vitorianos esperaban actos.

De mucho peor agüero fue la siguiente fechoría. Durante un atraco mal planeado, en Barcelona, un guarda disparó y mató a un militante del partido, de origen valenciano. En abyecta, mafiosa y estúpida venganza, sus compañeros atracaron un segundo banco, donde, después de desarmar al guarda jurado, totalmente ajeno, por supuesto, al hecho anterior, lo asesinaron fríamente. A continuación reivindicaron el crimen en unas hojillas de texto fanfarrón.

En la comisión política, varios estaban contentos. Uno comentó: «Los camaradas se han quedado más satisfechos». Yo iba de pésimo humor. Visto mi talante, me apostrofó un cretino: «¿Qué, es que te suena demasiado fuerte?». Y un segundo: «Es la guerra». La tontería me dejó sin palabras. Para mi ignominia, fui incapaz de contestar, ni siquiera de pensar claramente, de sacar conclusiones de una postura matona y gangsteril que, aunque emergía inesperadamente, no podía calificarse de casual. Luego me consolé persuadiéndome de que se trataba de defectos naturales en una primera fase, y que todos los que practicaban la lucha armada habían caído en ello en un momento u otro.

Aunque concordásemos en la necesidad de la lucha armada, discrepábamos en su concepción. Yo había esbozado una táctica consistente grosso modo en lanzar campañas políticas flanqueadas por acciones violentas, principalmente sabotajes. De esta forma la agitación y los golpes se complementarían y explicarían mutuamente. De poco valía la agitación antifascista si no iba unida a hechos. Y los hechos —los atentados— debían ser bien comprendidos por el pueblo. La propaganda, la agitación y las acciones quedarían integradas en campañas, por ejemplo, contra las bases yanquis o contra las elecciones sindicales. Cada campaña giraría en torno a un objetivo preciso, afectando a pilares sucesivos de la política oficial e imponiendo nuestra iniciativa, sin limitarnos a responder a medidas del Gobierno. Prefería ahorrar las muertes en lo posible. Me repugnaba profundamente la maniobra de acercarse a una persona desprevenida y freírla a tiros, y tenía la certeza de que el conjunto de la población repudiaba tan dudosas heroicidades. Si había bajas, debían producirse en el curso del combate, como parte de él.

Delgado opinaba que era factible hostigar indefinidamente al Estado, a base de pegar y huir, refugiándose en una clandestinidad inaccesible a la represión. Bastarían al efecto muy pocos combatientes. Yo le objetaba que la clandestinidad era relativa, que nosotros iríamos cayendo también y que la única manera de resistir sería ganándonos en algunas zonas un sólido apoyo capaz de reponer nuestras bajas y expandimos. Atribuían algunos al oportunismo la represión demoledora sufrida por muchos grupos de izquierda: se fiaban del régimen y descuidaban la seguridad de sus afiliados. Desde febrero del 74 no habíamos tenido más caídas en cadena, y de ahí esa fe en el aparato clandestino. Fe incauta, como comprobaríamos pronto.

Pérez había discurrido antaño que, si a una concentración debidamente convocada acudíamos con armas y granadas, lograríamos desbordar a la fuerza pública y dirigir a los manifestantes a la conquista de ministerios y centros de poder. También se habló de cargar contra la policía valiéndose de tractores, palas mecánicas y maquinaria de la construcción. Supuse que los abanderados del método habrían participado en pocas manifestaciones.

El diseño impuesto en fin de cuentas fue el de los «tupamaros» uruguayos. La comisión política examinó en sesión especial unos libros en que los tupamaros teorizaban en torno a sus experiencias. Las tesis defendidas parecieron a Cerdán y a Pérez «muy correctas». A Delgado y a mí, más inseguras. ¿Cómo podía enfocar correctamente la lucha armada proletaria una facción pequeño-burguesa, con tácticas inspiradas en buena medida en las del Irgún sionista? Pero como mi propuesta anterior había sido rechazada cuando volví de Galicia, no insistí. Pensando que lo importante era empezar de una vez y que ya rectificaríamos sobre la marcha, opté por apoyar también el invento. Los cuatro estábamos de acuerdo, aunque no en la misma proporción. Para colmo de venturas encontramos unos folletos de Lenin favorables al método guerrillero. Más no precisábamos.

El 18 de julio de ese año, 1976, el Grapo hizo su entrada oficial y estruendosa en la arena política: una impresionante traca de bombazos causó estragos en locales oficiales y monumentos en Bilbao, Vigo, Ferrol, Madrid, Sevilla, Barcelona y otros puntos. Ni una víctima. Miles de hojillas reivindicaron la acción para el Grapo.

La demostración de fuerza dejó atónito y cariacontecido al personal político. Con todo, los más espabilados reaccionaron ágilmente: «Bombas contra la amnistía», pregonaron. ¿No contra el 18 de julio, aniversario de un régimen que, afirmábamos públicamente, se perpetuaba mediante la farsa reformista? No, contra la amnistía. Pero la miniamnistía recién concedida había dejado a los partidos insatisfechos y protestando. Da igual, contra la amnistía. Y, naturalmente, los dinamiteros procedían de la extrema derecha. ¿Y por qué la extrema derecha no golpeaba a los demócratas y partidos que salían a la luz, en lugar de cebarse en sus propios locales, símbolos de poder, centros de mando? ¡Ah!, vaya usted a saber; esos tipos son capaces de cualquier barbaridad. Así especulaban, nada ingenuamente, determinados expertos. Su caradura nos encolerizaba. Si bien no debiéramos quejamos: ¿no habíamos dicho lo mismo cuando las bombas de la calle del Correo y de Carrero? Pues el argumento ahora esgrimido contra nosotros era idéntico.

La prensa hacía cábalas sobre la identidad y número de los comandos indispensables (centenares de elementos) para tal cadena de atentados. No suponían que fuesen obra de una partida minúscula, cuyos componentes viajaban raudos a Sevilla, Baracaldo o Ferrol, depositaban los artefactos y sincronizaban las explosiones mediante relojes electrónicos inventados por un canario, ex estudiante de telecomunicación, y que permitían un margen de muchas horas. Los malévolos y ladillas se extrañaban de que unos terroristas tuvieran paso franco en los edificios oficiales, como si no supieran que en prácticamente todos ellos entraba y deambulaba por los pasillos quien quisiera. Hasta en dependencias militares, como la comandancia de Madrid, cualquier pretexto permitía traspasar la confiada vigilancia.

La policía, por cierto, ya no se llamó a engaño y enseguida estableció la conexión entre el PCE(r) y el Grapo: fin de nuestro anonimato. Cundieron las redadas, pero la zarpa represiva marró el aparato central. La cruz de éste, como he señalado, era su desproporcionado volumen; su cara, el constituir un núcleo profesionalizado, escurridizo ante unos perseguidores no hechos al nuevo fenómeno. Creyeron ellos que con las detenciones dejaban desarbolado al partido, error del que saldrían rápidamente.

Para escarnecer las pretensiones policiales y mantener la ficción de la independencia graperil, se repitió la traca al par de días[66], esta vez con mala suerte: murieron dos de los nuestros, en Sevilla. La bomba que portaban les estalló en las manos, despedazándolos. Ambos militaban desde hacía poco. Uno era un ex preso común, politizado en la cárcel. Su compañero tenía, parece ser, un pariente falangista, hecho que utilizó cierta prensa para atizar la confusión. Como si tan anormal fuese la circunstancia.

La serie de atentados, estreno público del Grapo, se enmarcó en nuestra tradicional conmemoración del 18 de julio, que se remontaba a la más tierna infancia de la OMLE. Y, asimismo, en el análisis elaborado a raíz de la sustitución de Arias por Suárez.

Este último cambio nos sorprendió, exceptuando al secretario general, quien peroró así:

—Se trata de que la reforma se ha ido a pique definitivamente. Después de lo de Vitoria, y con el aislamiento absoluto en que manotean los oportunistas, al fascismo ya no le queda ninguna baza. La Platajunta ha intentado probar que controlaba a los trabajadores, con manifestaciones domesticadas en pro de la amnistía. Pero a esas manifestaciones sólo ha asistido un sector insignificante del pueblo, a pesar de que ya no le reprimían más de lo imprescindible para ocultar que el chanchullo estaba concertado por arriba. Ahora no hay para ellos más opción que ésta: el Ejército vuelve a tomar directamente las riendas y apuntala la reforma, que no reformará nada más, sino que retrocederá. Suárez es un simple hombre de paja de los militares, un ex-falangista. Quienes daban una imagen algo distinta, como Fraga y Areilza, han sido despachados, porque hasta la demagogia de éstos se hace arriesgada y sin beneficio. La cuestión está clara.

El análisis nos convenció a los cuatro. Hilaba a la perfección con las restantes interpretaciones, con cuanto veníamos sosteniendo (si bien la reforma la dábamos por enterrada desde siempre, y no precisamente desde ahora). Rememoremos el estupor generalizado que levantó el nombramiento de Suárez.

La salva del 18 de julio constituía, por tanto, un saludo al malogro irrevocable de la reforma, al gobierno militar y a la nueva etapa.

Con todo y con eso, el momento exacto elegido tenía inconvenientes, principalmente por el efecto alentador, para mucha gente, de la miniamnistía. El día 19 quedé con Pérez en la Casa de Campo, cerca de Batán. Él andaba pensativo.

—Ha salido impecable. Los de la ODEA se han portado estupendamente. Han tirado cócteles molotof en el mismo centro de la represión, al lado de la Puerta del Sol. Contra los jeeps de la pasma.

—Hombre, está muy bien. Eso es una acción heroica. Conviene fomentar ese tipo de acciones.

—También han quemado varios autobuses de ministerios, en Cea Bermúdez. Pero seguía cabizbajo.

—Bueno —concluyó—, de lo que nadie nos acusará es de no ser consecuentes. Hemos analizado la situación y obrado en consecuencia.

—Es que no existe más camino. Decir simplemente «no» a los montajes reformistas sería tanto como colaborar con ellos, sería adornarlos con una oposición de pacotilla. Ya que está claro que es una farsa, hay que hundirla sin contemplaciones, no quedarse en las palabras. Por las buenas no van a marcharse del país…

—Sí, ¿verdad? Así ha de ser. Lo venimos diciendo. Es el único camino.

El camino nos conduciría cinco meses más tarde a la Operación Cromo, culminación de la línea.

Nos enteramos de que Cambio 16 se interesaba por hacernos una entrevista. Aconsejé responder sólo a un cuestionario, dado el peligro de conectar con la prensa, y más aún con una revista a la que tildábamos de portavoz del fascismo maquillado. Pero al secretario general se le ocurrió conceder en persona la entrevista, y así lo hizo, escoltándose al periodista, sin demasiadas cautelas, a un piso de Aluche. En sus declaraciones, Pérez desmentía la vinculación Grapo-PCE(r), apoyándose en sofismas retorcidos para ridiculizar a los propagadores de tamaño infundio. Aunque ensalzaba, por supuesto, las acciones en sí.

Negar la familiaridad Grapo-PCE(r) tenía nulo valor en cuanto a la seguridad, pues la policía no se despistaba ya al respecto. Pero como el Grapo estaba llamado a ser, en nuestro designio, el brazo militar del Frente Antifascista, no queríamos presentarlo como supeditado en exclusiva al partido. Buscábamos, pues, desorientar a las masas.

El proyecto del Frente había nacido fuera de época, por el espejismo de experiencias remotas. El actual clima de España era irrespirable para la criatura, y el Grapo no pasaría de apéndice del PCE(r).