ENCRUCIJADA
Franco murió. Se formaron colas interminables para desfilar ante su cadáver. Sumaban más que las cien o doscientas familias oligárquicas de los análisis. Y aguantaban demasiado frío y horas de espera como para que su único motivo se redujera a salir en la televisión, versión con la que nos consolábamos.
Cuando escribo esto, se cumplen cinco años justos del acontecimiento. Acabo de desayunar en una cafetería de Lavapiés. Una señora preguntaba en qué año murió Franco, a ella le sonaba que debía hacer seis años. «Murió en el 74», contestó un hombre, así que, efectivamente, seis años.
«Menos, a mí me parece que menos», intervino el camarero. «Fue en el 75», dije a mi vez. «Yo, la verdad, no tengo ni idea», aseguró un cliente al lado, implicando que a él le daba igual. El coloquio, sin trascendencia, no dio más de sí. Una actitud ni apasionada ni ajena, como pensando que había algo que decir y no se supiera bien el qué. Tanto las defensas como los ataques fervientes encuentran escaso eco, lo he notado en decenas de ocasiones. Aunque sea atrevido sacar una conclusión general, me inclino a creer que para la mayoría el franquismo es agua pasada. Sin añorarlo, tampoco se le guarda un recuerdo ominoso. Hay un deseo de que los políticos encaren los problemas actuales y se dejen de «gaitas», mientras no se posen los prejuicios que enturbian la visión histórica.
Hace cinco años, el 20 de noviembre, estábamos tirando ya un número especial de Gaceta Roja y un insólito folio agitativo: el poema de Pablo Neruda maldiciendo a Franco, imprecación truculenta y terrible, y no menos grotesca: apostrofaba al general, por sus crímenes, un poeta que simultáneamente se derretía ante el nombre de Stalin, incomparablemente más sanguinario.
Esa hoja tuvo probablemente mayor difusión que cualquiera otra tirada por nosotros. Por ser un poema, y por su lenguaje, muchos ejemplares fueron recogidos y circulados de mano en mano. Como documento llamativo sobre todo.
La oposición hervía de actividad más prosaica, aunque ilusionada. Proyectábanse frentes, pactos de San Sebastián, coaliciones, programas mínimos. En el destierro, numerosos dignatarios partidistas aprestaban su retorno. Afirmaban —y creían— ciertos de ellos que tras el sepelio de Franco estallaría la insurrección popular. Más realistas, y, sin embargo, no lo suficiente, se obligaban otros a presentarse en España por la brava, advirtiendo que sus huestes saldrían a la luz por doquier, sin respeto a carroñosos legalismos. En el partido nuestro corría el rumor de que los franquistas se daban o darían a la fuga.
Admira constatar el relieve desorbitado que a la persona del difunto caudillo otorgaban pensadores ufanos de su materialismo histórico, ostentosamente conscientes del secundario papel de las personalidades en el devenir social.
Los marxistas-leninistas insertos en CCOO eslabonaban sus propias ligas, distintas —ignorábase en qué— de las carrillistas. «¡Ruptura democrática!», clamaban los medios de la oposición moderada, mientras los más radicales, nosotros, por ejemplo, fustigaban tal consigna, la cual resbalaba sobre los fundamentos del poder fascista: el capital financiero, sin tocarles realmente.
El movimiento huelguístico cobró impulso, y hacia principios del 76 se hacía masivo. A veces era más politizado, a veces más economicista. No se vislumbraba su alcance preciso. Muy variados partidos, desnutridos a menudo, convocaban huelgas y manifestaciones; y el que miles, y hasta cientos de miles, siguiesen los llamamientos les creaba el espejismo de que las masas secundaban su política. Se mezclaban los lemas de «amnistía» y «contra los topes salariales», «contra la crisis económica», «por el regreso de los exiliados». Los izquierdistas extremos aportábamos consignas harto más furibundas, denunciando inmisericordes la manipulación del auténtico sentir, del genuino interés popular. Mas no conseguíamos influir. ¿Cómo así, cuando a nuestro parecer y analizar científico las masas trabajadoras se radicalizaban día a día, desbordando, haciendo caso omiso de las directrices reformistas? ¿No correspondía a estos, más bien que a nosotros, consumirse y patalear en la impotencia? Sucedió que obreros en huelga ¡quemaran los llamamientos del PCE(r)! Naturalmente, lo hacían a incitación de los odiosos socialfascistas; pero ¿debíamos extrañarnos? Por nuestra parte, incitábamos poco menos que a quemarlos a ellos, a los reformistas.
El PTE[61] largaba hojilla tras hojilla para meter al pueblo en la mollera que los eventuales daños derivados de la lucha revolucionaria iban a ser una nadería, muy compensatoria si bien se miraba, comparados con los tormentos indecibles infligidos a diario a los ciudadanos por el capital monopolista. La ORT, previendo agudamente el porvenir inmediato, llamaba a concentrar los rayos contra Juan Carlos, a impedir su coronación primero y su reinado después. El PCE(r) los insultaba por hipócritas: actuaban como la izquierda del reformismo, a fin de aumentar la confusión.
«Confusionistas» era el baldón que a nuestro turno recibíamos.
Pronto comprendimos que la cosa no iría a mayores. Esto no rimaba con viejas apreciaciones, pero siempre se podía silbar y mirar a otro lado. Supusimos que estaba en trámite una salida pseudodemócrata, a la portuguesa. Sorprendentemente, el secretario general se mostró entonces favorable a una política muy abierta: seguramente vendría un período más o menos largo de relativas libertades. Libertades falsas, entendámonos, pero, con toda su falsedad, susceptibles de aprovechamiento. Ya Lenin sostuvo tesis parecidas. Y ahora, con libertades falsas, esto es, inexistentes, y pese a ello misteriosamente útiles a la revolución, multiplicaríamos a ritmo veloz las fuerzas, tocaríamos con el mensaje socialista a las masas inmensas que, radicalizadas cual se hallaban, acogerían de inmediato, más ávidamente que en el pasado, si posible fuere, las alternativas del partido proletario.
En diciembre del 75 convocamos un pleno del comité central. Respirábamos optimismo y determinación, bien que varios nos fiásemos poco de las nuevas oportunidades y creyésemos que la flojedad numérica del partido tenía demasiada relación con fallas organizativas internas. Pérez propuso un ambicioso plan de expansión, sin cuidarse mucho ni poco de poner los pies en el suelo. Los dirigentes más prestigiados en tal o cual localidad regresarían a ella para impulsar la labor de atraerse a los obreros. Collazo y Hierro marcharon a hacerse cargo del comité gallego, Balmón a Andalucía, etc. Debíamos actuar todos con audacia, previendo incluso montar locales públicos. Cada comité recibió la consigna de saltar a una difusión de tres mil ejemplares de Gaceta Roja como mínimo, sin parar mientes en la dispar potencia de los organismos locales.
«Se están creando inmejorables condiciones para desplegar nuestras fuerzas, abrirnos y ampliar nuestro trabajo», gorjeaba el Bandera. «¡Audaz despliegue de fuerzas!» fue el lema de la decisiva campaña.
El despliegue rompía con tesis arraigadas y cuadraba con errores estivales. Pasaba por alto que el régimen, lejos de desmoronarse, continuaba en pie, con sus leyes en rápida pero cuidadosa transformación, su aparato represivo intacto y su decisión de no dejarse desbordar por las buenas. Había más libertades, pero unas libertades aún muy relativas. Varios militantes fueron tiroteados al repartir propaganda, y en Vigo resultó herido de bala Ángel Collazo, hermano de Abelardo. En Madrid hasta cayó detenido casi entero el «radio» de Villaverde, compuesto de cinco camaradas y único con obreros de fábricas grandes. Sólo la suerte quiso que a los pocos días los soltasen.
Aunque en tres o cuatro localidades logramos un pequeño aumento numérico, en otros —particularmente en la crucial de Madrid— sucedía al revés. Aquí, presionados los simpatizantes a vender gacetas a toda costa y públicamente, se apartaban del partido. Algunos militantes desertaron ante la exigencia desmedida. En ningún sitio se alcanzó la distribución de tres mil revistas, sino un máximo de dos mil. En Galicia, la actividad de Hierro compensó la semiparálisis de Abelardo Collazo. El partido intervino allí en huelgas y Pérez Martínez viajó a Vigo para frenar tanta efervescencia, pues la creía dañina. La frenó, en efecto. En Barcelona, el comité sostenía un avance lento y sin espectacularidades. Un reducido núcleo surgido en Valencia, compuesto por un joven matrimonio muy afecto a la causa, pero totalmente aislado, fue trasladado a Barcelona. El marido había de entrar posteriormente en el Grapo, y sería muerto durante un atraco a un banco.
En la misma comisión directiva se abrían grietas visibles. Pérez caía más y más en la costumbre de retorcer los hechos e inmiscuirse en los asuntos de los comités, enredándolos y culpándoles luego. Delgado manifestaba decaimiento, desahogándose con pullas indirectas y quejas por el formalismo de sus tareas. Las reuniones de la comisión llegaban a convertirse en hastiantes monólogos del secretario, con breves intervenciones de los demás, y coronados con decisiones no muy concretas.
Queriendo sacar de su marasmo a la organización madrileña, Pérez hizo colocar a Montse en el comité local. La tradicional esclerosis aumentó, porque Montse carecía de experiencia y de dotes para la tarea. Trataba de salir avante con una postura rígida que le valió el mote zumbón de «la sargenta». Bueno de Pablos, relevado, se resentía, y sus roces con Montse menudeaban, originando fuerte malestar. Un día vino Pérez furioso, acusándome de intrigar con Bueno contra su compañera. Ésta se hallaba muy nerviosa por la resistencia que pensaba le oponía el comité y por las expectativas con que Pérez la abrumaba, imposibles de colmar. Se extendía por ambas partes una maledicencia perniciosa y yo había aconsejado a Bueno una entrevista con Montse para eliminar las rencillas. Sin embargo, Pérez, aunque dio marcha atrás en sus acusaciones de intriga, porfió en arreglar el conflicto de forma distinta: uno de los dos, Montse o Bueno, tenía forzosamente razón, y el culpable debía reconocerlo. Por supuesto, el culpable sólo podía ser Bueno y le sometieron a una humillante reunión, con Delgado de árbitro, en un juicio previamente fallado y con el canto de la palinodia como opción exclusiva.
A consecuencia del incidente, Montse ganó una pobre popularidad, sin demasiada culpa de su parte, pues era la manía de situarla en puestos inadecuados lo que la arrastraba a posiciones inseguras. Se habría desempeñado mejor en la actividad literaria.
En Navidades y Año Nuevo relajamos la tensión militante celebrando las fiestas. Pero la alegría no amenizaba los encuentros, e incluso asomaba una mal disfrazada animosidad, particularmente entre Montse y —por razones diferentes— Cerdán, de un lado, y Bueno y Delgado, del otro. Yo me marginaba, evadiéndome hacia cuestiones de trabajo. Brotons y Carmen asistían, pues estábamos en su casa, desagradablemente sorprendidos.
Mucho mejor resultó una escapada que hicimos a Segovia, por esos días, Carmen, Bueno, su mujer, María, Delgado y yo. Recorrimos la provincia, guiados por Delgado, y fuimos a comer cordero a Sepúlveda, a un lugar llamado Casa Paulino, según supe recientemente, pues se me había olvidado. Pasé por Sepúlveda no hace mucho, después de andarme el río Duratón, y por casualidad abrí la puerta del comedor, que al punto reconocí. Al día siguiente, solo, almorcé allí cordero, en recuerdo melancólico de aquella excursión, pensando en los que a finales del 75 nos habíamos reunido allí. Delgado yace en el cementerio de Segovia, donde di con su tumba, luego de mucho buscar, un atardecer de este invierno. Bueno y María consiguieron huir al extranjero, después de la Operación Cromo. Carmen, en la cárcel, ha sido repudiada por sus camaradas bajo el cargo, dijo la prensa, de «conducta degenerada». Cuando me expulsaron quise refrescarle la memoria sobre los errores y el burocratismo imperantes en el partido, que ella conocía sobradamente. Me replicaba una y otra vez, con testarudez cerril: «Yo tengo confianza en el camarada Pedro (Pérez)». En cuanto a mí, fui expulsado del partido, como digo, en circunstancias que expondré más tarde.
El entramado dirigente del partido se hizo más complejo. La comisión ejecutiva se dividió en cuatro: una comisión política, integrada por Pérez y los encargados de las tres restantes: Delgado (comisión organizativa), Cerdán (técnica, que pronto se transformaría en Grapo) y yo (propaganda). La comisión técnica se reforzó al fracasar el «audaz despliegue de fuerzas» y reintegrarse a ella Hierro y Abelardo Collazo.
Propaganda incluía la dirección de las «organizaciones de masas», que ahora intentábamos desarrollar ampliamente. Éstas eran la de estudiantes (ODEA: Organización Democrática de Estudiantes Antifascistas), Socorro Rojo y otras que se iban creando, como la de intelectuales y posteriormente la de juventud. Fue trasladado a Madrid el representante del comité catalán, un maestro sevillano, persona honesta, aunque cachazuda. Completó la comisión un militante de Andalucía, más activo y levemente infeliz. El flamante trío de propaganda se marcó atrevidos planes. Las organizaciones de masas fueron fortalecidas y dotadas —expropiación mediante— de sus respectivas multicopistas y órganos de expresión: Prensa libre estudiantil, Solidaridad, Con el pueblo, de periodicidad mensual. La ODEA cobraba notable impulso, aproximándose en corto tiempo al centenar de adherentes en cinco distritos universitarios. Este auge nunca visto en el partido quedó al poco truncado, al ordenar la comisión política desplazar a los contados estudiantes experimentados a diversos organismos del partido, y posteriormente al Grapo. La ODEA no se recuperó del absurdo trasiego y se estancó. Nada podía hacer yo contra tan reiteradas torpezas, pues en la comisión política quedaba indefectiblemente en minoría de uno.
Dentro de la propia comisión de propaganda crecieron las dificultades al entrometerse en ella Pérez Martínez, hasta el punto de que dimití de su dirección, limitándome a encargarme de las dos revistas, Gaceta y Bandera Roja. El mecanismo de la propaganda, de por sí enrevesado, se enrevesaba más con iniciativas descabelladas como la de publicar relatos chinos, que recargarían una red de distribución ineficiente, debido al atolladero organizativo.
En materia de atascos el grupo de Madrid se llevaba la palma. Las reorganizaciones y autocríticas se sucedían en cadena, hasta el delirio. Fue creado, con todo, un nuevo «radio» o comité para la zona central de la ciudad, pese a que los cuatro radios restantes alistaban sólo de tres a siete militantes cada uno. Con el propósito de estimular al grupo madrileño, orientábamos Carmen y yo el radio Centro, y enseguida se hizo el más activo. Pero, lejos de aprovechar el ejemplo, empezó a murmurarse contra «el radio de Luis», con acerbas condenas a mi «intromisión» en las competencias del desquiciado comité. Carmen se indignaba, tanto porque le quitaran a ella mérito en su labor como por el apego de los responsables madrileños al burocratismo.
Donde había un progreso alentador era en Asturias, gracias al esfuerzo de aquel César que se distinguiera en la reorganización de la OMLG cuando yo estuve allí, y a quien apreciaba mucho. César se había ganado una marcada aversión por parte de Pérez, hecho digno de cita porque ni siquiera lo conocía. Debía de ser la del secretario una antipatía de oídas, como el amor de Don Quijote. Debido a su activismo en Vigo, César acabó detectado por la policía. Pérez rezongaba: «Es un crío, un maldito crío, si no un provocador». Y aconsejaba despacharlo a Francia para que «no hiciera más daño». Como acuerdo intermedio se le mandó a Asturias, en sustitución de Ponte[62]. Éste vino a Madrid, entrando en el equipo de redacción con Carmen y conmigo.
En la comisión política, Delgado rendía cada vez menos, y se resolvió en la primavera del 76 destituirlo y encomendarle la rama gallega, lo cual, estoy seguro, agradeció. En el verano caería detenido en las redadas subsiguientes a las primeras acciones reivindicadas por el Grapo, sufriendo nueve días de malos tratos y torturas. No saldría de la cárcel hasta un año largo después, con motivo de la amnistía del 77. Ciertas historietas periodísticas han pretendido hacer de Delgado el «elemento clave» en la Operación Cromo, a fin de fabricarse un nuevo misterio en el que hozar: su posterior muerte a manos de la policía respondería a la necesidad de acallar a un testigo vital. La especie, desgraciadamente para sus fantaseadores, zozobra ante este escollo: Delgado pasó en prisión el período previo, simultáneo y posterior a los secuestros de Oriol y Villaescusa. No recuerdo que ningún periódico se molestara en destacar el detalle. No interesaría, supongo.
Ese mismo verano, el del 76, Pérez marchó con Montse a la Costa Brava, en busca de un refugio seguro. En su ausencia empeoraron los encontronazos, esta vez entre Cerdán y yo. El motivo aparente era el desorden producido en el aparato de propaganda, que él me achacaba a mí y yo a sus intromisiones arbitrarias, en imitación de las de Pérez. También estaba yo descontento de la forma como él llevaba su trabajo: sin planes apenas, sólo con acciones ocasionales, aunque en sí bien preparadas, e importantes varias de ellas; Collazo, malhumorado, rezongaba por la falta de sistema y las relaciones en el Grapo empeoraban —no sabíamos hasta qué grado—. Pero en el fondo de la disputa latía mi progresiva exasperación por los métodos de trabajo, por el estilo de autobombo retumbante y gratuito, por la oposición a cualquier balance crítico de las campañas emprendidas. El disgusto se me avivaba al considerar que por esos meses avanzábamos resueltamente en la acción armada. Yo iba comprendiendo cuán superficiales seguían las raíces del partido en la clase obrera, y estaba convencido de que un mejor trabajo haría realidad la afirmación propagandística de que actuábamos con respaldo popular. Creía firmemente en la urgencia de la lucha armada, como factor importante en el proceso de ganarnos dicho respaldo. Un factor decisivo a la larga, a condición de corregir paralelamente los alarmantes fallos que perpetuaban nuestro aislamiento.
Las desavenencias desembocaron en ruptura. Se solucionaron con el arbitraje de Pérez, quien volvió de Cataluña. Cerdán se conformó con imprecisas críticas a mi supuesta tendencia de «crearme un coto cerrado» y a «cortar por lo sano» y yo con la seguridad de que cesarían sus injerencias.
Las escenas siguientes a este endeble arreglo merecen ser narradas, por lo ilustrativas.
Montse, presente por tratarse de una reunión informal, comenzó a lamentarse de que el viaje a Cataluña no había servido de nada, tal como ella había previsto. Pérez se revolvió enojado: ¿a qué venía esa salida? Y aunque no hubiera sido muy útil el viaje, era preciso tantear, buscar incansablemente soluciones. Claro que una pequeño-burguesa no acababa de entenderlo, enseguida se desanimaba y no se daba cuenta de que la lucha es así. Él, en contraste, no paraba un momento de cavilar y rastrear lo mejor para el partido, exploraba por aquí o por allá. Porque no se hacía ilusiones ni tenía la pretensión de saber las cosas antes de haberlas intentado, porque no tenía la concepción del mundo pequeño-burguesa que ella conservaba, sino la proletaria. Y así sucesivamente.
El énfasis y la severidad del acento de Pérez cargaban el aire en la estrecha habitación. A Montse, silenciosa, le resbalaban las lágrimas por las mejillas. Sólo variando de tema se alivió la tirantez.
A continuación se enzarzaron Pérez y Cerdán en una larga discusión acerca de la salida del Gobierno del general De Santiago, o un incidente parecido. Ambos ligaban, engarzaban, combinaban y mezclaban los someros datos de que disponían, con la pretensión de desentrañar el intríngulis del asunto, el sentido de tal o cual gesto de los militares, las rivalidades presumibles, la significación oculta de las medidas. Y así, dale que te pego, durante más de una hora. Montse, Balmón —obrero cordobés que sustituía a Delgado— y yo asistíamos casi boquiabiertos a las yermas lucubraciones. Medité fugazmente que era una pena que tan laudable anhelo de concreción como el allí exhibido se aplicase tan parcamente en las directrices y balances del partido, para los cuales sí contábamos con los informes precisos Esta manía de discernir los pormenores más íntimos de sucesos inasequibles al análisis pormenorizado, por insuficiencia de datos, estaba extendida en los pequeños partidos comunistas.