Capítulo I

LA MUERTE DE FRANCO

A las pocas semanas de las ejecuciones, Franco sufrió un ataque cardíaco y entro en agonía interminable. Agonía salpicada de episodios macabros, rodeada de intrigas en la sombra, de preparativos apresurados y no muy confesables. Pero revestida en conjunto de una extraña solemnidad. Después de la inquietud agotadora de la primavera y el verano, el país contuvo el aliento. Las corrientes políticas proseguían sus movimientos, aunque como de puntillas, como hablando en voz baja. Incluso el PCE(r), que, al revés que el FRAP o la ETA, permanecía intacto, interrumpió sus acciones. Fuera de España reinaba también notable expectación.

Se me presentan como una pintura difuminada, sin apenas detalles, aquellos días fríos y lóbregos del noviembre madrileño. La segura inminencia de la muerte no extinguía en la oposición un rescoldo de temor supersticioso a que el dictador se recuperase. Nos reuníamos con Delgado, Paloma, Luisa, Brotons, para celebrarlo con una cena. Las celebraciones se repetían.

—¿No estás contento? ¡Nos han robado la juventud!

Frases ambiguas. ¿No estábamos satisfechos de haber quemado la juventud en lucha contra la dictadura? ¿O era preferible la vida de los progres y contentadizos a quienes nada impidió medrar, divertirse y hasta saborear la guindilla picante de la lamentación antifascista? No, nuestra juventud había sido nuestra, no robada y sí empleada en lo que debíamos. Un amigo de Delgado, de alta posición social, le había dicho una vez: «Os admiro. Vosotros hacéis lo que queréis, vivís vuestra vida. En cambio, yo no puedo. Me atan tantas cosas, el dinero… la mujer…».

Lo raro es que ningún sentimiento predominaba. ¿El salvaje placer de la venganza? Nadie se vengaba. Franco se apagaba de puro viejo, eso era todo. Quizá los aguerridos combatientes cuya lucha jamás rebasó la raya de su fuero interno y de las charlas de café podían alegrarse. Para ellos la única alternativa consistía en esperar la extinción de Franco, y por ello su contento resultaba justo, honrado y espontáneo. ¿Y nosotros?

No habíamos sido capaces de derrocar al franquismo ni de abreviarlo en nada. Sabíamos en el fondo que ni de Arias Navarro lograríamos dar cuenta a voluntad, ni actuando solos ni aunados a la oposición en pleno (el grueso de ella marchaba, más o menos solidaria, en la Junta Democrática). Complacerse en la muerte, chancearse de las circunstancias de ella, ¿no equivalía irónicamente a rendir homenaje al agonizante? Un homenaje de impotencia. No sé si fue Carrillo quien dijo que el fallecimiento del dictador en la cama era una injusticia histórica. Este concepto lo compartía la oposición militante. Sí, hubiéramos deseado destruir su régimen y borrar su nombre del presente y, si fuese posible, del pasado. El odio a la figura máxima del franquismo suponía una fuente de energía moral. Y también, seguramente, de ceguera.

Tal vez porque quedaba en evidencia nuestro fracaso, y más aún porque la conciencia de éste impulsaba a hurgar en los errores, las culpas y las responsabilidades, no se hacían netos los sentimientos. Quizá nosotros halláramos justificación en la cortedad de nuestra existencia: siete años desde la fundación de la OMLE. Pero ni por ésas. ¿No hablábamos continuamente en nombre de las masas?, ¿de los pueblos y en nombre de los pueblos? ¿No describíamos al franquismo como aislado, decrépito, corrupto? ¡Siete años son muchos años, en tales condiciones! Y más si consideramos la época, en que los acontecimientos corren tan deprisa. En menos tiempo se trazaron las estrategias, se definieron los campos y se decidió el rumbo definitivo de revoluciones más aventuradas. Y el partido estaba lejísimos —excepto en las proclamas propagandísticas— de nada por el estilo. Pero no nos dábamos —no queríamos darnos— cuenta.

Era el momento de hacer balance. ¿Y quién lo haría, sin ganas? Como los demás, nos reducíamos a especular sobre el futuro próximo y maniobrar.

Concluía una etapa en la historia de España. Una etapa de cambios trascendentales en los que, por mucho que doliese, el papel de la oposición no pasó de secundario. Esta verdad patente no acaban empero de digerirla la mayoría de los partidos, cuyos historiadores e ideólogos intentan someter a sus peculiares criterios la historia transcurrida. Esos criterios, ineptos para conmover seriamente al régimen —no digamos para hacerlo tambalear— en treinta y seis años, servirán menos todavía para dictar veredicto. Muchos fantasean desquites de papel y tinta, y derrotan asiduamente al franquismo en historias escritas, ya que no en las vividas. Puerilidad bajo los mantos pretenciosos de cientifismo, e historias de historieta.

Ocurre como cuando, en los sesenta, la ciencia marxista-leninista y la sabiduría de la oposición activa tapaban lo que cualquier persona sin anteojeras comprobaba día a día: que España había dejado de ser un país fundamentalmente agrícola para convertirse en industrial de notable auge. Mas ¿cómo reconocer el hecho, cuando se martilleaba que el franquismo era por naturaleza incompatible con el desarrollo económico, con la elevación del nivel de vida?

Si los historiadores del futuro dispusiesen de nuestros programas y análisis (e incluyo en «nuestros» a muchos más que los del partido en que milité) como única referencia, quedarían asombrados ante el cuadro resultante. Verían cuatro décadas marcadas por las plagas de los «salarios de hambre», la «miseria generalizada», el sistemático «fracaso» de cada plan de desarrollo, la «superexplotación salvaje», la «corrupción desenfrenada», el «asesinato y encarcelamiento masivo de trabajadores», etc. Pintura coherente, pues ¿qué bienes podrían concebirse provenientes de unos gobiernos compuestos a partes iguales por truhanes, asesinos e ineptos, servidores de cuatro oligarcas, vendidos —generalmente— al imperialismo yanqui? ¡Una «larga noche de piedra»!

También contienen una dosis de lógica las pinceladas sobre la «heroica lucha del pueblo contra la opresión», la «resistencia antifranquista», la «oposición valerosa de las amplias masas populares», encabezadas normalmente por el «partido proletario», las «fuerzas consecuentemente revolucionarias», los «demócratas consecuentes», etc.

Lo que no acertarían a explicarse los hipotéticos estudiosos sería cómo un sistema tan extremadamente podrido y antipopular, y además aislado y despreciado internacionalmente, se hubiera sostenido tan prolongado período frente a la marejada de odio y rebeldía del pueblo; un pueblo sabiamente capitaneado por sus elementos más conscientes.

Y cómo los muertos y presos políticos a partir de los años cincuenta —cuando por ley de vida se repone la sangría de la guerra y la represión posterior— resultan ser tan pocos para contienda tan descomunal.

A Franco lo han dibujado unos como un mero asesino sediento de sangre. Ciertamente él no escatimó el asesinato de sus enemigos en diversas épocas, ni dudó en sembrar el terror masivo durante la guerra y en parte de los años cuarenta. Pero, en verdad, ¿no estábamos nosotros dispuestos a hacer lo mismo con el poder en las manos? ¿Cómo no admitir en el enemigo el empleo de un arma que pensábamos usar y usábamos en la medida de nuestras posibilidades? Pero, se contestará, entre el terror de los libertadores y el de los tiranos media un abismo. Acaso por ello cada bando cuida de proclamarse libertador, y no tirano.

Un retrato apenas más matizado pinta a Franco como un bruto anodino y zopenco. La dictadura la habrían detentado las altas comadres franquistas desde su mesa camilla. Qué humillante, en verdad, que un simplón ignaro y un gallinero de comadres se hubieran bastado para meter en cintura a la oposición decenio tras decenio. Ningún franquista podría imaginar caricatura más degradante para sus enemigos.

Ciertos intelectuales, con mayor inteligencia, han concentrado un fuego graneado en el terreno puramente político, esquivando el económico, más comprometido. El franquismo habría sido un régimen inmóvil e inmovilista, que sólo avanzó tarde, mal y a rastras, gracias a la presión popular. Presión coincidente, vaya casualidad, con los intereses y doctrina de la lumbrera teorizante. La historia se resumiría entonces en el enfrentamiento incesante del pueblo —como suele llamarse a sí mismo cada sector de la oposición: no es igual el pueblo de los anarquistas que el del PCE, los socialistas o los maoístas— contra el régimen. Dicho pueblo se habría ido recuperando de la guerra civil, para pasar paulatinamente a la ofensiva y, tras aislar al franquismo, le habría obligado, a empellones, a fallecer y dar paso a la democracia. Democracia incompleta, por la persistencia de franquistas en el aparato estatal, pero democracia a la postre, debida en primer lugar a las fuerzas adversarias de la dictadura.

Otros reconocen la insuficiente representatividad popular de la oposición hasta finales de los sesenta, y no saben achacarla a mejor cosa que a la idiotización o envilecimiento de la mayoría, palpablemente demostrados en su renuencia a secundar a los letrados dirigentes. En fin…

Para entender lo ocurrido, conviene remontarse a la guerra civil. En las elecciones del 36, el pueblo politizado se reveló drásticamente partido en dos mitades, iguales en número. La mitad correspondiente al Frente Popular se hallaba a su vez dividida en tres grandes facciones en el fondo irreconciliables, amén de bastantes otras de peso inferior. Los anarquistas, organizadores de reiterados levantamientos contra la República, no aceptaban, a no ser provisionalmente, mientras no consiguieran aplastarlo, al régimen oficial, y de ninguna manera toleraban una hegemonía comunista. Los republicanos y socialistas, al margen de su fraccionamiento interno, se gobernaban en exceso por la política de las potencias occidentales (que los dejaron en la estacada sin demasiados miramientos) y, por supuesto, no admitían un predominio anarquista ni comunista. En cuanto a estos últimos, no por inferiores en número gozaban de menos influjo y eficacia: alcanzaron en el Ejército una posición clave y crecientemente decisiva, con la cual sus camaradas de armas no se conformaban en absoluto. Y no deben olvidarse las discordias de formaciones más menudas y de los independentistas de las nacionalidades que, en momentos y lugares concretos gravitaban fuertemente, dando lugar a episodios de tan espeluznante mezquindad como la repulsa de ciertos peneuvistas al envío de soldados a Asturias, o a participar en la «barbarie africana», esto es, española, auxiliando al Frente Popular.

Las divisiones eran profundas y antagónicas, pues ni siquiera la amenaza inminente del enemigo común evitó que los odios saltasen en dos miniguerras civiles en las filas republicanas: la de Cataluña y la que hundió definitivamente la resistencia en Madrid. De las intrigas y mutuos sabotajes permanentes dan testimonios sangrantes una multitud de memorias y escritos de los vencidos. Frente a hechos así, los esfuerzos integradores y solidarios perdían la iniciativa, debiéndose apoyar, por vía negativa, en la amenaza enemiga o en buenos deseos vaporosos, y no en un proyecto común, inexistente. Tal fue la causa principal de la derrota del Frente Popular, y no la ayuda extranjera a Franco. Hoy sabemos sin sombra de duda razonable que la ayuda en hombres y material recibida por ambas partes fue muy parecida, y ello basta para descartar el carácter decisivo que ha pretendido otorgársele.

Después de esta experiencia incluso la parte del pueblo combatiente por el Frente Popular se desmoralizó y perdió la fe en sus jefes. Tanto más cuanto que las pendencias, más emponzoñadas por lo impotentes, proseguían furiosas e impúdicas en el destierro, para amargura de quienes en el interior forcejeaban en una resistencia desprovista de horizontes.

La verdad es que las masas de partidarios del Frente Popular dejaron de serlo al finalizar la guerra. Sin volverse por ello franquistas, y conservando un diluido cariño hacia la República, no estaban dispuestas a relanzarse al combate por ella. Y esto, más que la represión y la miseria de los años cuarenta, fue el factor determinante en la conducta del pueblo (por otra parte, la represión y la miseria funcionan, según convenga a los ideólogos, como motor o como freno de las revoluciones).

Observa agudamente Marañón de otros desterrados: «Suponían (los de Antonio Pérez)… que España se iba a levantar en favor de ellos; sin pensar que aun los mismos que en la parte de acá de la frontera participan de su ideales, recelan del emigrado, considerándole como huido, menos infeliz y menos perseguido que el que se ha quedado; y sospechoso de contubernio, más o menos explícito, con el extranjero…». Puedo dar fe, en efecto, de expresiones de profundo desprecio hacia quienes «después de utilizar a los trabajadores, los abandonaron», en boca de hombres nada afines al régimen. Y lo que llamaríamos «contubernio con el extranjero», (o intento de él, más bien, dado que los poderes ultrapirenaicos trataron con displicencia a los suplicantes hispanos del exilio) les parecía a muchos políticos ex frentepopulistas lógico y normal, y ni se molestaban en ocultar sus anhelos de retornar subidos al carro franco-anglosajón. No reparaban en que, más allá de la explotación del hecho por la propaganda franquista, herían sentimientos de dignidad de numerosas personas. El español rara vez se exalta en nacionalismo patriotero; es más frecuente en él, por el contrario, una visión hipercrítica de España. Pero conserva, bajo apariencias contrarias, un sentido del decoro, u orgullo si se quiere, que, en tanto no se exagere, debe apreciarse como muy positivo, e incluso imprescindible en determinadas circunstancias.

Proseguía Marañón: «El papel del emigrado, inteligente es meditar sobre la causa de la derrota que le hizo emigrar; y prepararse o preparar a sus hijos para que cuando vuelvan a la patria, que vuelven siempre, y les toque dirigirla, como sucede casi sin excepción, no reincidan en los errores de antaño. Si no aprovecha la emigración para meditar, para serenarse y para intentar rehacerse por dentro, se pierde, en verdad, una ocasión providencial para realizar todo esto tan útil, pero tan difícil, en la vida normal».

Decididamente, la oposición en conjunto desoyó el consejo del ilustre pensador, e incluso quienes luchaban en España se las arreglaron en buena medida para desterrarse espiritualmente de la realidad —tan ajena a los viejos discursos— que, lentamente al principio y aceleradamente en los años sesenta, se configuraba con el nuevo régimen.

Los antiguos partidos, en contraste con la evolución psicológica mayoritaria, se aferraban a esquemas obsoletos, alterados con excesiva lentitud. Y las nuevas generaciones antifranquistas aportaban más radicalismos que ideas. Solían ver en los viejos simples fósiles, pero no alcanzaban a superar los arraigados tópicos de un pensamiento emotivo y poco racional. Casi unánimemente, los jóvenes izquierdistas se limitaban a copiar (ni siquiera a adaptar) teorías exóticas: quién se convertía al tercermundismo, quién al maoísmo, o se hacía pro-albanés. Cuajaban igualmente los utopismos en la onda marcusiana, o surgían forofos de las californiadas, o de trotskismos y anarquismos no por renovados rejuvenecidos. La pobreza de ideas tampoco se compensaba —aparte casos especiales— con exuberancia de acción, lo que es difícil saber si fue bueno o malo.

Uno recuerda cómo, con treinta años de franquismo por popa, resultaba una labor ímproba arrastrar a la gente a la lucha. Con la de edad, salvo excepciones, no había nada que hacer; y a los jóvenes costaba auténticos sudores. Los militantes realmente activos, incluso en el PCE, no pasaban de unos centenares, acaso ralos millares, y a menudo escasas decenas. Los métodos de reclutamiento tenían que hacerse excesivamente indirectos, procurando, más que el convencimiento intelectual y moral, el enganche al carro de la actividad práctica, de la camaradería, a la dinámica acción-represión-acción. Es justo, naturalmente, desarrollar el aspecto práctico en el proselitismo, pero lo es menos cuando el aspecto complementario, la crítica ideológica y la clarificación política, se arrinconaban en cuatro conceptos simples, como ocurría con demasiada frecuencia.

Una constante más dañina, y a primera vista irremediable, del movimiento oposicionista, es que nadie estaba en su puesto. Los partidos que con tenacidad, arriesgándose y movilizando a sectores del pueblo, han combatido por la libertad, han sido los que menos creían en ella. Así, el PCE, la ETA o los grupos maoístas. Para cualquiera de ellos no existía más democracia real que su poder omnímodo «sobre la burguesía», y cualquier situación distinta la consideraban pasajera, intermedia en el camino hacia el «socialismo» propuesto.

A su vez, las corrientes republicanas, democráticas o socialistas, más sinceramente interesadas en las libertades, no han pasado de una oposición discreta, carente de estrategia, a la espera, manteniendo lazos entre sí, pero incapaces de atacar.

Y ni los que pretendíamos las libertades con la vista puesta en otra tiranía, ni los que las defendían con tanta tibieza como si no creyesen mucho en ellas, fuimos capaces de elaborar un programa realizable, capaz de suscitar el entusiasmo de la población. Las precarias alianzas repetidamente establecidas y rotas hablaban a la gente más de acuerdos entre endebles y recelosos maniobreros que de un porvenir o una tarea común realista e ilusionante. Traslucían mediocres acuerdos en torno a la piel de un oso peliagudo de cazar.

Estos factores, sumados a que el franquismo, con todo su carácter dictatorial, supo evolucionar y amoldarse a las circunstancias en mayor medida de lo que gusta reconocerse, fue capaz de garantizar un desarrollo económico seguramente defectuoso, pero palpable y deseado por la población, y de tolerar como válvula de escape una relativa libertad de opinión, motivaron que la causa de la democracia haya demorado tantos años su victoria. Y que ésta, en fin de cuentas, no provenga en lo esencial de la labor oposicionista, sino de la reforma en profundidad del propio franquismo, reforma auspiciada y promovida por las principales familias del régimen. Ello no niega lo imprescindible de la colaboración de los partidos antifranquistas en el proceso, pero la sitúa en un plano auxiliar.

Conviene tener muy presentes estos hechos, de peso muy superior a los parcialmente lógicos y globalmente fantásticos esquemas doctrinarios al uso.

Ante la realidad, la oposición adoptó dos posturas, una lúcida a medias, y la otra ni eso. La primera, luego de intentar sin éxito ni posibilidades de él la ruptura, tuvo que resignarse a pactar la reforma. No ha sido culpa de la «traición» de Carrillo o de Felipe González: es que era lo único hacedero, a menos que se aspirase a un choque frontal, perdido de antemano. La última y débil tentativa de eludir lo inevitable se realizó con el referéndum de diciembre del 76, en circunstancias teñidas de comicidad, si no se les mezclaran elementos de tragedia. La oposición se empeñó en quitar a los «poderes fácticos» la iniciativa de la reforma, mediante el boicot al referéndum. Su fracaso se debió a la actitud predominante en la población, deseosa de las libertades, pero no del enfrentamiento o la imposición apabullante de un sector político sobre los demás.

¿Por qué tal actitud masiva? Porque la transformación sin duda más cardinal acaecida en el pasado reciente es la consolidación de unos intereses y estado de ánimo densamente mayoritarios, que relegan al museo las divisiones pretéritas. No obstante, los acontecimientos permiten concebir, aunque con dificultad, una resurrección de los rencores capaces de originar otra guerra civil, o, mucho más probablemente, otra involución dictatorial[60].

La oposición moderada, resignada en la práctica a la realidad, seguía, sin embargo, aferrada, en doctrinas y propagandas, a las mitomanías que tan estériles probaron ser en el pasado. Peor: cuanto más aceptaba prácticamente el proceso, más exageradamente lo contradecían en su literatura. Así surgió en los partidos reformistas esa atmósfera nublada y frustrante, prometedora de riesgos.

La segunda postura, adoptada por la ETA, nosotros y bastantes grupos pequeños, consistía en identificar todo cambio a partir del franquismo con la perduración de dicho régimen. Pero como pronto quedaría clara la existencia de libertades, les oponíamos la consigna de una «auténtica» democracia, naturalmente «popular» a despecho de las votaciones, y describíamos la situación como una farsa sangrienta e intolerable. Enarbolábamos los cadáveres de la transición, gritando que se trataba de asesinatos masivos y cotidianos, signos de un fascismo rampante. La vida misma resultaría insoportable, y cualquier mudanza radical preferible a continuar así. Esta demagogia poseía coherencia, por más que sumamente irónica. Era decir al pueblo: «¿No os convencen nuestras alternativas? ¡Pues hasta ellas son mejores que el estado de calamidad crónica que padecéis!». «¿Hasta ellas?», titubeaba el eco.

Blandíamos inspirados los clichés tradicionales. De acuerdo con ellos —pertinazmente sostenidos de palabra por la oposición mayoritaria— nadie con un mínimo de dignidad y visión histórica se tragaría la bufonada posfranquista. Hacerlo equivaldría a reconocer y aceptar el resultado de la guerra civil, la cual, de una manera u otra, insistíamos —insisten a estas alturas prohombres de la oposición parlamentaria—, había continuado bajo la dictadura, y sólo concluirá con la aniquilación definitiva de ésta.

Como se ve, el PCE(r) ahondó más y más en su extravío político. Si el contacto de nuestras tesis con la realidad histórica a duras penas existía, repito, en cambio resultaba impecable su coherencia con los dogmas, análisis e interpretaciones del antifranquismo inveterado, común al PCE, al PSOE o a los cristianos «progresistas».

Por esta razón llegamos a ser la vergüenza de la que denominábamos, a iniciativa mía, «oposición domesticada»: constituíamos su conciencia inconfesable. Por eso nos rechazaban con odio y con métodos deshonestos, marcados por el temor. Procuraban velar nuestra doctrina y endosarnos las más estrafalarias credenciales de servicio al enemigo; a cualquier enemigo, CIA, KGB o Fuerza Nueva. ¿Cómo aceptar que nos movíamos por las mismas ideas que ellos decían sustentar?

¡Cuánto pudimos indignarnos y vernos puros ante la histeria con que nos atacaban! Las palabras se nos atropellaban en la boca al responder a los infundios: «¿No aseguráis que el régimen ha sido simplemente un poder salvaje al servicio de los monopolios? ¿Unos asesinos y expoliadores del pueblo utilizados por la oligarquía? ¿Por qué os aliáis entonces con otros servidores de esa oligarquía, con la oligarquía misma? ¿Que lo hacéis por aprovechar las contradicciones…? ¡Vamos!»

¿Apoyando la solución de repuesto preparada por ellos desde hacía años? Son ellos, los monopolios, los que aprovechan vuestras contradicciones. ¿Que una parte del capital tiene un carácter más civilizado y democrático? ¡Mientras le aseguréis la explotación de las masas, claro! Si los partidos de izquierda les garantizan por las buenas las ganancias extraídas valiéndose del aparato fascista, ¡naturalmente que se «civilizarían» los gordos burgueses! Además, esa derecha civilizada —a la que nadie en su sano juicio se confiaría— ¿de dónde procede sino de la debilidad fascista que, al no lograr contener la marejada de los asaltos populares, busca nuevas vías de engaño? ¿Qué hacer, sino debilitar más y más a los parásitos sanguinarios, burlarse de sus promesas fraudulentas, pasar a la ofensiva general en todos los campos?. Replicar clara y coherentemente a semejantes andanadas resultaba sumamente embarazoso para los «domesticados».

Se habla a troche y moche de la fragilidad de la democracia. Sería más exacto hablar de fragilidad de los demócratas, o mejor, de sus partidos. Es algo que viene de lejos. Sintetizaré mi opinión del asunto diciendo que, en la contienda contra el franquismo, la oposición defendía la mejor causa, la de la libertad. Este aserto se completa con el siguiente: la oposición nunca estuvo, ni de lejos, a la altura de su causa.

La muerte de Franco en la cama simbolizaba el enorme descalabro político nuestro y de muchos más. Con él se iniciaba la hora de la verdad para el movimiento maoísta, «hora» que duraría un año aproximadamente, culminada con otro fallecimiento de alcance simbólico: el de Mao Tse-tung, consumando el desplome del edificio ideológico que nos amparaba.

En ninguna de las dos ocasiones comprendimos lo que ocurría. Pero no por dejar de comprenderlo se hicieron menos demoledoras las consecuencias.