VERANO DE SANGRE
El congreso tuvo lugar en un gran caserón a las afueras de un pueblo santanderino, en un paisaje de prados y vacas blanquinegras. Fue hacia finales de junio del 75. Los delegados habían ido llegando poco a poco, discretamente. Ya dentro, nos acomodamos con orden. Dormíamos en el suelo, en las camas, sobre colchones hinchables. Treinta y ocho personas en total, contando a los encargados de la cocina, entre ellos la hija del propietario de la casa, llamada Paloma Gutiérrez, Carmen. El padre de ésta, de ideas derechistas, no hubiera dado su permiso para usar el local, pero no llegó a saber entonces lo que se cocía. Carmen había militado en el FRAP, donde creo que conoció a su marido, Francisco Brotons, Bigotes. En la OMLE destinaron a ambos el aparato de propaganda del comité madrileño. A ella, de natural espontáneo y fogoso, algo frívola y dada al cotilleo —inclinación que reprimía con humor—, se le caía el mundo encima con una ocupación tan cerrada y monótona, y pensó en abandonar. El celo disciplinado de Brotons logró impedirlo. Luego, habiéndoseles descubierto aptitudes literarias, entraron en el comité de redacción, y escribían en el Bandera Roja. Los dos eran de trato agradable, desprendidos y trabajadores.
Las sesiones del congreso transcurrieron sin percances. Procurábamos no armar bulla, pues en el campo inmediato las gentes del lugar segaban hierba, y de notar un contingente tan nutrido en el caserío se mosquearían.
Pérez Martínez presentó un amplio informe para el acontecimiento. «En la discusión del Informe Político hemos visto que constituía un conjunto armónico, al que no hemos encontrado cosas importantes que aportar o corregir, excepto detalles o aspectos de redacción. El informe resume las principales experiencias de la OMLE.
»Se vio que en un proyecto anterior había capítulos dedicados a la cuestión del poder, análisis de clases, etc. Aunque sobre todas estas cosas hemos avanzado bastante, el desarrollarlas va a ser cuestión de la propaganda, así como de una mayor investigación que nos permita establecer conclusiones definitivas.
»Sin embargo, la supresión de aquellas partes no significa ninguna dificultad para ponernos a funcionar como Partido, sino que sólo con el Partido se podrá avanzar ya en estas cuestiones. Hay dos cosas que nos permiten y nos exigen proclamarnos ya el Partido: nuestra línea y concepciones están suficientemente probadas por los hechos, como también lo están las bases orgánicas que hemos echado, y la aceleración de los acontecimientos y la urgencia de la situación política.
»De todo ello da buena prueba el informe. Los últimos acontecimientos, con la bancarrota estruendosa del revisionismo, la iniciativa de la Organización en varias cuestiones políticas fundamentales, como el boicot a las elecciones sindicales, han venido a corroborar aún más claramente que el Congreso tiene lugar en el momento justo.
»El informe está divido en cuatro partes y diversos apartados. La primera parte señala la situación actual a que ha llegado el movimiento comunista en España, y cómo y por qué se ha producido. Hay que resaltar que la clara exposición, como lo demás, proviene de la forma como se ha llevado a cabo el trabajo político y de investigación, estrechamente ligado a la práctica, por lo que nada se dice gratuitamente, sino que son cosas comprobadas. El primer apartado de esta primera parte deja en claro la oportunidad de la celebración del Congreso. También que el proclamarnos herederos del Partido de José Díaz no cae del cielo, sino de una práctica y línea que corresponde a una auténtica concepción bolchevique. Al analizar el proceso que han seguido los grupos oportunistas, en cambio, queda claro totalmente que éstos han seguido el camino que les marcaban sus concepciones pequeño-burguesas. Respecto al revisionismo carrillista, explica definitivamente una cuestión esencial: los errores del Partido, siendo la línea general justa, sólo pudieron ser aprovechados por la banda de Carrillo debido al apoyo que supuso para ellos la traición revisionista en la URSS. De otro modo, hubieran sido desenmascarados y expulsados antes de conseguir degenerar al Partido.
»Por todo ello no es de extrañar que nuestra práctica marxista-leninista haya inducido al fascismo a intentar aplastarnos antes de que nos desarrollásemos, a impedir toda publicidad sobre nosotros, para liquidarnos en el mayor silencio. Tampoco es de extrañar que a la campaña de silencio hayan contribuido los oportunistas, demostrando con ello, una vez más, su verdadera catadura.
»En la segunda parte se confirman con una serie de datos económicos y estadísticas las conclusiones a que nos habían llevado nuestras concepciones políticas, echando definitivamente por tierra las mixtificaciones populistas y las de otros oportunistas de la clase obrera, abriéndose paso en lucha tanto contra el revisionismo como contra el ‘izquierdismo’ o contra las ideas burguesas y pequeño-burguesas. España se ha convertido definitivamente en un país capitalista, donde la Revolución sólo puede tener carácter socialista. Se resalta muy claramente el hecho de que el desarrollo económico y las transformaciones de los últimos años han venido ligadas estrechamente al terrorismo oficial, y que no hubieran podido ser logradas por la oligarquía de otra manera. El fascismo, pues, asegura a la clase obrera gran número de aliados que sufren la explotación y la represión fascista. Por ello, la contradicción principal es pueblo-fascismo, y el derrocamiento del segundo asegura el paso a la construcción del socialismo.
»En cuanto a los datos y otras cuestiones menores, hemos hecho algunas pequeñas reformas de detalle.
»Una tercera parte se ocupa de la situación actual del fascismo y del movimiento de masas. Queda claro que las masas se hallan a la ofensiva y el fascismo a la defensiva y sumido en una aguda crisis. El movimiento revolucionado de masas está en auge, y esto es importantísimo a la hora de decidir sobre la táctica concreta en los momentos actuales, que sólo puede ser la de un mayor acoso y aislamiento del fascismo con acciones revolucionarias audaces y resueltas. El régimen ha fracasado en sus intentos de salvarse y engañar a las masas. Éstas sólo esperan el Partido que demuestre ser capaz de unirlas y llevarlas a la victoria
»El informe termina con un análisis de la situación mundial, en cuyo marco tienen lugar las luchas en España. Es una situación muy favorable, de retrocesos de la reacción y aumento de las disputas entre las superpotencias. Los pueblos son cada vez más solidarios y claros en su lucha, capaces de derrotar a cualquier enemigo. Todo esto sólo contribuirá a estimular la lucha de nuestros pueblos y a dificultar extraordinariamente las maniobras e intentos reaccionarios de aplastar la revolución en España».
Estas plúmbeas parrafadas, pronunciadas por mí en el congreso, sintetizan lo que el informe político pretendía.
¿Creíamos plenamente todo aquello? Nos costaba sudores, pero nos esforzábamos con denuedo. Yo lo creía más como una esperanza ferviente que como una realidad tangible. Para mi sorpresa, encontré luego a personas convencidas de que cada una de las citadas declaraciones describían de cabo a rabo la realidad. Los estudiantes solían ser los más crédulos y los más místicamente obreristas. Es tradición.
El informe adolecía de torpeza en los detalles. En algún punto rezaba: «Del total de las inversiones directas acumuladas por los EEUU en el exterior, en 1969, 130 estaban colocadas en Inglaterra, 70,8 en la RFA, 40 en Francia… A España le correspondía 18,5». Se levantó una cuestión: «Esas cifras, ¿son porcentajes, millones de dólares, miles de millones de dólares…? Porcentajes no pueden ser, ni millones de dólares. Y para miles de millones parecen muchos. Debiera aclararse y citar el origen de los datos». Pérez se opuso: se trataba de cifras comparativas, y por sí mismas lo decían todo; él las había copiado de fuente fidedigna. Larga discusión. La casi totalidad de los opinantes secundaban vigorosamente a Pérez, con argumentos tales como el de que «no vamos a estar a expensas de las estadísticas burguesas, que sabemos que son mentiras. El Partido deberá elaborar sus propias estadísticas». Evidentemente, no se sabía de qué se hablaba.
De nuevo salieron a relucir los «errores del verano»: quedó perfectamente de relieve que nadie acababa de entender el intríngulis de ellos. En compensación menudearon las sonoras autocríticas. Los delegados de filas, aún más despistados, debían maravillarse de los dirigentes, tan lúcidos y prestos a autocriticarse de faltas tan difíciles de comprender. La fe en la sapiencia de los jefes se robustecía un montón.
Contemplábamos a hurtadillas los retratos de Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao y José Díaz que adornaban la pared (una bella muestra de arte revolucionario, sugirió alguien) y sentíamos que estábamos allí para proseguir su obra; y que ellos estaban también, en espíritu, en la sala.
¿Daríamos la talla exigida por el momento y el movimiento histórico? En las bodegas de la conciencia se revolvía la duda, secuestrada. ¿Cómo es que ni chinos ni albaneses nos tienden los brazos? Nuestra labor entre las masas, ¿no demuestra ser muy deficiente? ¿Acaso las masas no sólo captan mal nuestra jerigonza, sino que, cuando la entienden, trasladada a panfletadas, distan de identificarse con ella? ¿Valdrían realmente nuestros tan elaborados análisis políticos?
Pero ¿cómo se había desarrollado la OMLE? Una primera etapa, confusa aunque llena de ímpetu, permitió fundar la base humana y material indispensable. En el segundo período, el objetivo de reconstruir el partido quedó mejor precisado, y se forjó un círculo dirigente sólido, compenetrado. Y los desbarajustes, ¿no habían probado la dureza y resistencia de la obra construida? Muchos habían pasado por nuestras filas, pero sólo los más templados, el «acero bolchevique», persistían. Como debe ser. Ni la represión ni el silencio ni las insidias de los oportunistas llegaron a frenar nuestra marcha. Tirábamos la mejor y más variada propaganda, nos desenvolvíamos por puntos clave del país como Pedro por su casa. Los comités se sostenían. Lejos de nuestro ánimo la timoratería oportunista. Avanzábamos lenta, pero seguramente, bajo el fuego enemigo, como dijera Lenin, etapa tras etapa. Cuantas más dificultades que vencer, mayor mérito. A paseo las dudas intempestivas, que sólo entorpecían el empeño necesario.
Y el empeño necesario consistía en dar audazmente un nuevo salto: a encabezar el movimiento de masas, ¡a preparar la insurrección! Teníamos lo fundamental para emprender la ofensiva en toda regla.
La OMLE se convirtió en PCE. Se pensó en añadir al nombre la especificación de «maoísta», pero se vio más adecuada la de «reconstituido»: el PCE(r) reverdecería los laureles de José Díaz.
Fue elegido el equipo dirigente, que a su vez cooptaría al resto del comité central. Nos votaron a Pérez, Cerdán, Collazo, Delgado y a mí. Estas elecciones se preparaban de tal forma que resultaran elegidas personas previamente seleccionadas por la dirección «saliente», la cual permanecía básicamente la misma. Ella conocía a las diversas organizaciones, influía y hasta determinaba la concurrencia de los delegados, presentaba los informes y tenía en alto concepto su propia continuidad. Se cantaban en público los méritos y deméritos de cada cual, y se votaba. Me sorprendió la postergación de Sánchez Casas, quien se dolía de un tratamiento que creía injusto. Según me informaron, Pérez no lo consideraba capacitado para la comisión ejecutiva. De hecho, Sánchez no servía mejor ni peor que cualquiera de nosotros, si bien destacaba o perdía en determinadas facetas, lógicamente.
En cuanto a mí, aunque pensaba tener más afición y cualidades que la mayoría para el trabajo organizativo, me quedé con la responsabilidad de propaganda, debido a un discutible prestigio intelectual. En el recién nacido PCE(r) prevalecían una serie de tópicos, intereses y situaciones sedimentarias que reducían su elasticidad.
Fue suspendida una revista teórica, Antorcha, tirada desde la conferencia de dos años antes, y pasamos a editar un periódico «de masas» quincenal, titulado Gaceta Roja. De su redacción nos encargamos Carmen, Brotons, María (la mujer de Bueno) y yo.
Después del congreso, me fui a vivir con Delgado y su mujer, Luisa. Yo llegaba de Galicia rebosante de energía y optimismo y me chocó encontrar a Delgado un tanto abatido. Había engordado y se quejaba de continuo por su labor burocrática. Traes muchos ánimos; ya se te calmarán aquí, me espetó a guisa de saludo. Él, tan vivo, actuaba como a regañadientes. Preferiría trabajar en un comité local, o en el grupo técnico, esto es, armado. La causa de su malestar era fácil de descubrir: se sentía coartado por Pérez, a quien no conseguía oponer ideas bien elaboradas, por lo que siempre terminaba dándole la razón. Me inquietaban las pullas y burlas no muy inocentes con que Delgado se resarcía de la «razón» del secretario general. Yo veía en ellas un peligro de disgregación.
Me trasladé luego a un estudio, próximo a la plaza de Manuel Becerra, donde permanecí más de un año, temporada con mucho la más larga que había durado en casa alguna desde tiempo inmemorial.
Acordamos hacer las reuniones de la comisión ejecutiva en el piso del responsable de organización. Así nadie conocería ningún domicilio más, y formaríamos un círculo cerrado y autosuficiente, sin depender de simpatizantes. Pero la tendencia a la chapuza era demasiado fuerte. Contra mi opinión, terminamos reuniéndonos en el piso de Pérez, no lejos del metro Carabanchel. Este piso tenía el grave inconveniente de que la casera se había reservado una habitación para almacenar trastos. Si ella iba poco por allí y se guardaba cuidadosamente el material clandestino, el riesgo parecía aceptable. Pero una tarde, al volver a casa, Pérez y Montse encontraron los papeles desordenados y los muebles revueltos: la dueña había descubierto el pastel. Apresuradamente liaron sus bártulos y escaparon. La comisión se salvó por los pelos de una caída desastrosa.
A continuación nos veíamos en casa de Delgado, mucho más segura. Al poco tiempo Collazo fue sustituido por Cerdán a la cabeza del equipo armado.
Conforme avanzaba el verano, el horizonte se entenebrecía. Desde meses atrás, la ETA hostigaba sistemáticamente a la fuerza pública, a la que infligió varias bajas mortales. Un ataque tan frontal y persistente no se había producido en los últimos veinticinco años. El régimen replicó con andanadas de condenas verbales, amenazas e incremento de la represión. En abril impuso un nuevo «estado de excepción» en Vizcaya y Guipúzcoa. A partir de junio, los golpes y contragolpes se endurecieron. La policía volvió a machacar a los etarras, deteniendo a muchos de sus miembros y matando a dos o tres, pero sin conseguir paralizar la lucha. En éstas, el FRAP se lanzó asimismo al ruedo, dando muerte a unos cuantos guardias.
Un día de julio, ETA (p-m) sufrió un revés espectacular en Madrid y Barcelona. La espectacularidad residía en los medios empleados por la policía, con carreras a tiros por la calle, cercos y asaltos aparatosos a las viviendas de los etarras. Uno de éstos fue muerto en la huida.
La comisión ejecutiva del PCE(r) se reunió en sesión urgente para analizar la situación. ¿Qué ocurría? A juicio del secretario general, precisamente la eventualidad prevista desde mucho antes: que, debido al auge de la lucha de masas, el régimen soltaba un coletazo desesperado, una oleada de terror, para imponerse al estilo de los años 40. Las masas, a decir verdad, seguían más bien pasivas, contemplando los sucesos con alarma y cierta curiosidad, pero sin sentirse especialmente atañidas. En Euskadi era mayor el resentimiento por la furia represiva, y bastante gente miraba con buenos ojos los atentados contra los policías. Tampoco allí se notaba gran efervescencia, pero el renombre de ETA crecía con rapidez: muchos, y no sólo en el País Vasco, la consideraban vengadora de agravios e injusticias. En toda España, despertaba la ETA una simpatía inconcreta, pero difundida.
Si el auge de la mítica lucha de masas era muy relativo —y las extensas huelgas del invierno y la primavera últimos respondían, mal que nos pesase, a llamamientos reformistas—, la intención gubernamental de desplegar una contraofensiva que normalizase la situación a su favor no podía saltar más a la vista. Por tanto, a efectos prácticos, tanto daba. Un año antes habíamos quedado en que si el régimen intentase una fuerte provocación o se embarcase en una política de terror desatado, sólo una respuesta en términos de gran violencia sería eficaz. Si no, el pueblo se desmoralizaría y el fascismo se haría invencible. La comisión ejecutiva decidió ahora que el momento había llegado.
Un día de agosto, el PCE(r) tendió una emboscada a una pareja de la Guardia Civil que pasaba habitualmente, al atardecer, por las cercanías del canódromo madrileño. Un guardia cayó muerto y el segundo, gravemente herido, logró salvarse. Por primera vez se atentaba contra una pareja armada; hasta entonces tanto la ETA como el FRAP habían atacado solamente a individuos aislados.
Consideramos que la trascendencia del golpe radicaba en sí mismo y que sería temerario reivindicarlo, dada la rudimentaria infraestructura disponible. Casi todo el mundo lo adjudicó al FRAP, y éste se guardó de negarlo, por el prestigio reportado.
Al FRAP le costaban caras sus operaciones. La policía capturó en seguida a numerosas células y grupos de acción. También ETA en sus dos ramas salía malparada, y por ello nuestra resolución de impedir al franquismo imponer su ley se volvía más firme, y a la vez más angustiada.
Era como cuando unos gatos se engrescan en un remolino de zarpazos, sin que nadie acierte a distinguir unos adversarios de otros. La población observaba, temerosa y expectante, la sombría refriega.
Seguramente la policía estaba confusa acerca de su nuevo enemigo, que no se exhibía en reivindicaciones o indicios similares.
Los sucesivos consejos de ministros reforzaban un semiestado de excepción de hecho, militarizando o policializando a serenos, vigilantes, porteros, etc. El clima se enrarecía por semanas. Muchas personas corrientes comenzaban a verse afectadas, aunque sin saber a qué carta quedarse. La inseguridad crecía. Se diría que teníamos razón en nuestras apreciaciones.
Incertidumbre añadida: Franco, que ya sufriera el año anterior una larga enfermedad —corrieron a raíz de ella infinidad de rumores— recaía este verano. ¿Asistíamos a las últimas del franquismo? Los indicios inclinaban a afirmarlo, pero después de lustros pregonando el fin inminente del régimen, nadie acababa de creerlo.
Los partidos de la oposición moderada no las tenían todas consigo por mucho que a posteriori hayan querido dar distinta imagen. Después de tan larguísimas y pacientísimas maniobras, divisaban el anhelado cambio, aunque no fuera sino por la simple consunción física de Franco. ¡Y justo entonces las bandas de izquierdistas rabiosos amenazaban provocar una involución! ¿Era concebible la involución? ¡Preferían no pensarlo! Nosotros sospechábamos, con buenas razones, que esos partidos deseaban un buen barrido de terroristas que dejara limpio el ambiente para sus tratos posfranquistas. Pero temían, por otra parte, verse arrastrados en la tremolina, y por ello se conducían con prudencia exquisita, como enemigos de la violencia y de la pringue.
Para los violentos, en cambio, el pacifismo hacía el juego al Gobierno, sin desafiar cuya violencia no adelantaríamos un palmo. Culminaban las contradicciones y divergencias acumuladas en los años anteriores.
En medio de la barahúnda, el PCE(r) mantenía bien sujetos los lazos orgánicos: celebramos un pleno del comité central. En la ejecutiva habíamos sostenido una polémica en torno a si debíamos informar de los acuerdos y actuaciones fundamentales al resto del comité central. Yo era partidario de informarlo, pues dicho comité era en definitiva la dirección legítima y democrática, la autoridad suprema después del Congreso, y no podía desgajársele un sector especial, la comisión ejecutiva, que obrase completamente a su aire. Pérez opinaba lo contrario, basado en la realista apreciación de que divulgar ciertos asuntos fuera de la comisión haría peligrar al partido. La confianza en los camaradas tenía sus límites. Como solución, pedimos al pleno un voto de confianza, con el cual la comisión ejecutiva podría actuar sin trabas e informaría de sus decisiones secretas sólo cuando lo estimase oportuno. El comité central lo aceptó por unanimidad.
Fueron realizadas más acciones, algunas muy atrevidas, sin precedentes desde los años cuarenta, como el asalto a un pequeño cuartel de Madrid. Tres camaradas penetraron en él, vestidos de militares, en busca de un depósito de metralletas. El oficial de guardia estaba ausente, y volvió al poco, mientras los pecerristas revolvían infructuosamente el cuartelillo. Reaccionaron éstos con prontitud, «arrestando» al oficial por «conspiración contra el Estado». Los soldados de guardia obedecían con desconcierto, y el pobre oficial se creía víctima de un terrible error de sus superiores. Los falsos militares ordenaron a la guardia retenerle, junto con el suboficial, y escurrieron el bulto sin más explicaciones, indemnes pero sin botín, pues las metralletas no aparecieron.
Temiendo que no publicaran la noticia, informamos anónimamente a la prensa, dando a entender que se trataba de peleas internas en el Ejército, a fin de incrementar la sensación de barullo. Por aquellas semanas precisamente fue desarticulada la UMD[59], y en las fuerzas armadas parecía crecer la tensión. Cuanto contribuía a generar rumores o hacer pensar que el régimen perdía las riendas, que se desataban las luchas intestinas en su bastión principal, lo considerábamos un excelente medio de lucha. En ocasiones es la impresión de que algo se desmorona lo que precipita al desmoronamiento.
Pero enseguida dio la prensa la noticia, cuyos beneficios publicitarios recogió nuevamente el FRAP.
Apoyábamos resueltamente tanto a la ETA como al FRAP, porque al herir al franquismo le obstaculizaban sus proyectos de futuro. Si entre todos lográbamos sostener el golpeteo, quedaría probada la posibilidad de afrontar al régimen con las armas, y forzarle a retrocesos políticos.
Al propio tiempo, los descalabros del FRAP nos producían perplejidad y desprecio. Nos explicábamos semejantes caídas por el espionaje de confidentes alojados en las alturas del PCE(m-l). La índole primitiva de sus atentados nos hinchaba de un sentimiento de superioridad. De ETA opinábamos que simplemente eran unos cuantos tíos que entraban de Francia, asestaban sus golpes y volvían a su refugio, y que su error más garrafal había consistido en meterse a actuar en Barcelona y Madrid, donde carecían de apoyo algo organizado, en vez de concentrar sus fuerzas en el País Vasco.
En cuanto al PCE(r), el conjunto de sus secciones se desenvolvía razonablemente, a despecho del ajetreo. La propaganda salía y se distribuía con puntualidad perfecta, y las ramas locales proseguían su labor. Sin la anhelada audiencia de masas, cierto es. La conexión con el núcleo de París funcionaba correctamente.
El partido, pues, por méritos propios y circunstancias afortunadas, hacía el efecto de un mecanismo robusto.
Por primera vez teníamos conciencia inmediata de la eventualidad de morir en enfrentamientos o en el curso de la represión. La imagen, nunca ausente, se hizo particularmente vívida aquel verano. Hubo alguna deserción, pero pocos vacilaron, y ello elevó la moral y el espíritu de cuerpo.
Vivíamos bajo una tensión fortísima, férreamente sometida. De vez en cuando discutíamos el comportamiento ante la policía. Una tarde hablaba del tema con Pérez, mientras deambulábamos por el parque de la Fuente del Berro. Comenté que en caso de no aguantar las previsibles torturas, daría cualquier información falsa, los conduciría a cualquier lado, porque, aunque luego te atizaran más, por lo menos descansabas un rato, y quizás se creasen posibilidades de engaño o de fuga. Pérez invocó su experiencia de cuando cayó militando en el PCE(i): al final de los interrogatorios, el polizonte le había sugerido: «A ti te han estado engañando los comunistas, hombre, han jugado con tu buena fe». Y él había replicado: «No, a mí me parece muy justo lo que dicen, estoy de acuerdo con ellos». Y concluyó: «No hay que decirles ni una palabra; si empiezas a hablar, ya te tienen cogido. Crees que los vas a engañar y son ellos los que te engañan a ti. Hay que considerarlo como una lucha de clases en comisaría, y la única manera de triunfar sobre ellos es no contarles nada, ni una sílaba. Con desprecio».
Tirábamos hojilla tras hojilla, llamando a resistir al terror gubernamental, denunciando la pasividad interesada de los oportunistas, quienes no movían un dedo, al margen de las consabidas verbosidades.
Hacia septiembre Franco se recobró de su enfermedad, y su régimen parecía a punto de ganar la partida. Los principales jefes y numerosos activistas de ETA estaban presos, unos pocos, muertos. Del FRAP, virtualmente desmantelado, quedaban círculos dispersos e impotentes. La tentativa de incorporarse a la acción armada por parte de sectores anarquistas y nacionalistas catalanes y gallegos fue abortada en su inicio, con un muerto de los últimos, en Santiago. Las represalias legales seguían su curso: en aplicación del decreto-ley de prevención del terrorismo, promulgado en agosto, fueron condenados a muerte once detenidos. Entre ellos figuraba Blanco Chivite, viejo amigo mío de la escuela de Periodismo.
Se aproximaban jornadas decisivas. Si se cumplían las penas, nuestro deber era replicar con todos los medios al alcance.
Permanecíamos expectantes, como conteniendo el aliento.
Las presiones internacionales, las protestas masivas en el extranjero arreciaban de tal modo que, en vísperas de las ejecuciones, Pérez creyó en un retroceso del Gobierno, como cinco años atrás en el juicio de Burgos. Pero flotaba en el aire algo distinto. Ahora había mucha sangre por medio, y más que nada la necesidad del franquismo de despejar la situación con vistas a la maniobra sucesoria, cada vez más apremiante. Con todo, se puso a punto la tirada de una hoja volandera sosteniendo que la conmutación de las penas de muerte mostraba exclusivamente la debilidad del régimen ante la lucha de masas y armada…
Sólo seis de las penas fueron conmutadas: García Sanz, Chiqui, Sánchez Bravo, Otaegui y Baena tres del FRAP y dos de la ETA, cayeron fusilados. Las hojas no volaron.
El 27 de septiembre, los diarios dieron cuenta de la inmolación. «Hubo clemencia», titulaba no recuerdo cuál, aludiendo a quienes se habían salvado. Compré un par de periódicos en Manuel Becerra y bajé hacia Ventas, aturdido, como ebrio. Miraba a los ojos de los paseantes: no traducían nada especial. En el bar, comentarios vagos, un leve sobrecogimiento, unas frases serias, aunque no preocupadas, por las protestas exteriores…
Seguí Alcalá abajo, con los ojos bajos y húmedos. Torcí a la derecha y me llegué a unos jardincillos donde solía contactar con Pérez. También él estaba visiblemente afectado, con un matiz extraño en su ademán. Caminamos en silencio. Al poco me espetó:
—¡Bueno, qué! Ahora está claro que hay que hacer algo, ¿no? Le miré sorprendido. Su tono era de reproche.
—Naturalmente que hay que hacer algo. Lo más duro que podamos. Quién dice lo contrario. Renegamos de asesinos y oportunistas. Como comprendí luego, su pesar se teñía de resentimiento por su resbalón en lo de las conmutaciones. Uno le llamó la atención al respecto y respondió con agresividad característica, y elaboró un documento clamando que «no es el momento de tirar papelitos»: cuando temía que su nimbo palideciera por traspiés indisimulables, hacía suyo el proverbio «la mejor defensa, el ataque».
¿Qué respuesta debíamos dar al régimen? La comisión ejecutiva deliberó. Por de pronto, llamar a la huelga general. Una huelga lo más violenta posible.
En San Sebastián y algunos lugares más del País Vasco se manifestaron unos miles de personas. En numerosos países extranjeros hubo movilizaciones masivas, con asaltos a embajadas y establecimientos españoles. La Iglesia hizo signos ostensibles de desvinculación con el franquismo. Confluían a tornar crítica la posición de éste el envenenado problema del Sahara y los acuerdos militares pendientes con Washington. La oposición blanda presionaba a su vez decididamente, y la crisis económica mundial ensombrecía el presente, y más aún el porvenir para la población. Se anunciaban sanciones económicas de la CEE.
Sin embargo, el régimen no daba la impresión de conmoverse en exceso, y hasta se alzaba desafiante, echando en cara a los Gobiernos que le condenaban las brutalidades recientes o lejanas que ellos hubieran cometido.
En la calle, la incertidumbre privada sobre la indignación. Pocos pensaban que el franquismo fuera a sostenerse tal como hasta la fecha, pero pocos también se hacían una idea clara de la eventual salida.
La huelga general… no se percibían señales de nada parecido. Proyectamos un magno sabotaje contra las comunicaciones madrileñas.
—Si no quieren ir a la huelga, tendrán que quedarse en casa de todas formas —barbotó Pérez. Y de inmediato se desdijo.
Las fuerzas y datos disponibles para el atentado probaron ser ridículamente insuficientes. ¿Por dónde se abastecía de electricidad el metro? Ni idea. Y con los autobuses, ¿cómo actuar?
Aun así, se formaron cuatro partidas.
Al caer la noche, cada una se dirigió a un depósito de autobuses. Antes se aprovisionaron de combustible.
—¿Otro más? Esta noche no para de venir gente a por latas de gasolina —gruñía el encargado de la gasolinera.
De modo que varios comandos habían ido a la misma gasolinera. ¿Y si el empleado recelase y avisaba a la policía? Cosa muy concebible. En fin, ojo avizor y a continuar.
Dos grupos coinciden ante unas enormes cocheras. Discuten rápidamente, tumbados en el césped, entre arbustos. «Por mucha gasolina que les echemos, mañana habrá tráfico normal». Se desaniman contemplando la explanada repleta de vehículos, de los que les separa una alta alambrada. «Quememos 10 o 20 por lo menos». «Estas cocheras corresponden a nuestra zona». «Es que no hemos encontrado otras». «Bien, yo salto la alambrada y vosotros me pasáis la gasolina».
«Nosotros tenemos nuestro plan». «Cagon la leche, pongámonos de acuerdo». «Esperemos a que haya menos movimiento».
Bajo las flojas luces circulaban los vigilantes y empleados, estacionando o revisando los pesados armatostes.
De repente una lata cae con estruendo escandaloso sobre un autobús. Una partida se yergue al unísono y como una exhalación se mete en un coche y huye. La segunda vacila ligeramente, y opta por retirarse. Alguien, sobreexcitado, ha ordenado arrojar la lata sin prenderle fuego.
Resumen: sólo un grupo ha logrado incendiar un autobús, cerca de la plaza de Castilla.
La policía patrulla los barrios con sus jeeps. La vigilancia, aunque nerviosa, no parece más intensa que habitualmente. Supondrán que tras las ejecuciones pocos tendrán ganas de jugarse el pellejo.
De madrugada, soñolientos, los activistas intentan paralizar el metro sin saber muy bien cómo.
«Si se rompen los semáforos de una o dos estaciones, la línea quedará cortada». Un grupo se hace con una llanta, la rocía de gasolina y la tira ardiendo a la vía. Sale una humareda espesa. Los viajeros se asustan y cabrean: «¡Gamberros!». Un policía trata vanamente de detener al grupo. En otra estación, el jefe de la misma se tira al suelo a la intimación de un pecerrista armado, mientras dos del comando destrozan los semáforos.
Nada, interrupciones de minutos en el tráfico.
Cunde un leve desaliento. El partido no estaba tan preparado como creíamos.
Se barajan alternativas Lo mejor sería realizar sabotajes fuertes, contra locomotoras, por ejemplo. U hostigar las comisarías desde coches en marcha. «Lo ideal es cargarse a un pez gordo. Es fácil coger sus direcciones, por la guía telefónica, y esperarlos cuando vayan a sus despachos. Ahora andarán desprevenidos». «Ca, imposible. Necesitaríamos conocer sus costumbres, hasta la hora en que van a cagar. Esos tipos estarán muy protegidos». «¿Pero no tiene la comisión técnica una mínima información sobre los fachas de categoría? Es lo menos que debiera tener a estas alturas». «De nada sirve darle vueltas. No hay datos, y ya está». «Se puede localizar a alguno de los que sentenciaron a los cinco. Sus nombres vienen en la prensa y en la guía también aparecen».
«Demoraría mucho».
El debate se agría. Existe de todos modos una posibilidad al alcance. Pero conviene actuar sin pérdida de tiempo, antes de que se enfríe el sentimiento por el crimen fascista.
«Hemos dicho que únicamente quien responda en el momento adecuado al terror del régimen será escuchado por las masas. Tenemos que responder como sea». «Como sea no; hay un solo golpe justo para el momento». «Hay muchos golpes factibles. Da igual». «No ha de haber vacilaciones».
Si no se replica, el régimen obtendrá una victoria política decisiva para rato. No es igual que haya manifestaciones en el extranjero, o algunas pequeñas en el interior, a que se responda aquí mismo y con sus mismos métodos, sangre por sangre. Así comprobarán que no pueden con lucha armada. El diario Ya lo dice sin tapujos: más vendavales ha capeado el fascismo. Ya se aplacará lo del extranjero, como tantas veces. «Los gobiernos europeos ayudan en realidad al franquismo, y lo más que defienden es una muda en su vestuario. Siempre lo han apoyado, aunque hagan el paripé de las sanciones y protestas, para cubrir las apariencias delante de sus propios pueblos».
«¿Estamos preparados? Sólo nos prepararemos haciendo frente al reto». «Quien no dé la medida en el instante decisivo, no la dará ya».
«¿Qué comentan los oportunistas?». «La eterna melodía. Pura farfolla». «En realidad están muy contentos, porque imaginan que el terrorismo gubernamental les ha dejado sin enemigos a su izquierda. Así podrán conchabarse más tranquilos con los oligarcas». «Eso ya lo sabíamos, ¡qué va a hacer la Junta Democrática!». «Pero ¿no entienden que los fascistas les van a cargar todas sus condiciones, y se hundirán ante las masas?». «¡Más hundidos que están…! Además, su labor en situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias nunca varía: se echan en manos de la reacción, zapan el movimiento popular. Lenin lo explicaba sin dejar lugar a dudas».
«Debemos probar que el terror no le servirá de nada al régimen. Si no, le bastará con la amenaza de recurrir a él para mantener al pueblo perpetuamente de rodillas».
Primero, los automóviles. Había que robarlos. En el transcurso de la tarde, cada partida se apoderó del suyo, no sin tropiezos. Detrás de un R-12, un individuo corpulento y de elevada estatura, en actitud de espera, el chófer, sin duda, mira con aburrimiento a los peatones. De pronto el auto se desliza y gana velocidad. Lo contempla pasmado, un par de segundos, antes de comprender que es el suyo, que se aleja misteriosamente. Salta, frenético, a la calzada en pos de él. Doscientos metros más abajo, un vehículo policial, parado. Advertido, arranca bruscamente, ululando. Pero la presa ya se ha perdido de vista.
Habíamos descubierto que el método más simple de «expropiar» un coche consistía en buscar los estacionados de los que el conductor se hubiera apeado un momento a tomar una copa, a comprar el periódico o a abrir la puerta del garaje, dejando las llaves puestas.
Meses después ocurrirá un caso similar al relatado. Un Seat de lujo parado al sol y el chófer en la acera opuesta, a la sombra, aguardan al propietario. Un autobús se detiene ante el semáforo, interponiéndose entre el chófer y el coche. Luz verde, y el autobús que pasa. El conductor echa un vistazo distraído. Sobresalto: su coche se ha esfumado. Atónito, mira arriba y abajo de la calle, cruza la calzada de una carrerilla, pregunta a la gente… Fuera de peligro, el comando descubre con placer que el vehículo pertenece a Blas Piñar. Lo escudriñan a fondo, pero no hallan nada de interés: un álbum de fotos familiares, una barra de hierro envuelta en papel blanco, que le da el aspecto de un plano enrollado… En fin, prenden fuego al auto. A los cuatro o cinco días, los fachas birlan a Tamames el suyo y lo dinamitan no lejos de Villaverde. Ojo por ojo. Uno del PCE(r) propone, en broma, asistir a los mítines de Blas Piñar y cuando éste se encontrase en el clímax de su elocuencia, gritarle: «¡Sí, sí, pero te roban el coche!».
Retrocedamos.
Para el 1 de octubre, el franquismo convoca una imponente manifestación en la Plaza de Oriente, para ratificar las ejecuciones y respaldar su desafío a las presiones externas, cosa esta última que muchos, sin ser franquistas, ven bien. Mas, poco antes de la concentración, cuatro policías que custodiaban locales bancarios en distintos puntos de Madrid caen abatidos a balazos.
El atentado es, con mucho, el más atrevido y técnicamente perfecto llevado a cabo por cualquier organización hasta entonces, si se exceptúa la voladura de Carrero. En el exterior, el FRAP da saltos de alegría y permite generosamente que la opinión pública le atribuya la acción. Aún están lejos los tiempos en que moteje de polizontes a los jefes pecerristas.
Sin embargo, la perfección engaña. El partido emplea todo su arsenal de pistolas, cuatro, algunas no muy fiables. Tres policías mueren en el acto, pero a uno de los homicidas se le encasquilla el arma al primer tiro. Enloquecido, se ve en la necesidad horripilante de rematar a culatazos a su víctima. Ésta fallecería días después en el hospital. Los tres restantes, en el acto. Previendo tales percances, miembros de cada comando portan martillos o instrumentos con que impedir que el policía se halle de pronto con su arma lista frente a una inservible. No tendrán que usar los terribles utensilios. Los cadáveres son despojados de sus «star» cortas. Un golpe de mano guerrillero especialmente afortunado. Casi medida por medida a las ejecuciones del 27 de septiembre.
«¡Pobre hombre, pobre hombre! No ha podido ni hacer ademán de defensa». «¡Qué querías, que nos friera él a nosotros!». «No fue una cobardía, ha sido una acción necesaria». «Una acción de guerrilla, estoy de acuerdo, y tiene que ser así, sin dar facilidades de defensa». «Ellos hacen igual».
«Sí, es cierto, pero yo no vuelvo a una operación así, maldita sea. Si es para cargarse a un pez gordo, sí, pero a un pobre diablo de éstos, no». «Qué dices, si son unos hijos de puta. Les mandan disparar contra su padre y se lo cargan sin miramientos». «Para qué discutir».
«Ha sido un golpe brillante, y en el momento apropiado. Como cuando un boxeador se echa adelante para atacar y en ese tris recibe de lleno un puñetazo en todo el rostro. Los fachas creían celebrar su victoria con la manifestación y, cuando menos se lo esperan, se les convierte en luto. Se les ha caído el cielo encima».
«Fulano y zutano se han pirado a esconderse no sé dónde. ¡Qué cojones! Nosotros nos quedamos aquí, al pie del cañón». «Hay que seguir trabajando». «Como no tenía nada en las manos, me fui a los clientes del banco gritándoles con toda la mala uva: ¡que nadie se mueva, mecagon…! ¡que nadie se mueva!». «Los participantes son unos héroes, todos ellos, yo así lo considero». «Hemos actuado cuando nadie se atrevía a mover un dedo». «En adelante habría que mejorar la información y centrarse en los peces gordos». «¡Qué va! Debemos centrarnos en los pasmas. Ellos son los más odiados por el pueblo, que los tiene delante continuamente». «Oye, la gente no odia tanto a los polis. En general no se los mira tan mal, incluso la gente politizada piensa que son sólo unos mandados». «Al contrario. Ésa es la versión que difunden los oportunistas». «Si el partido ha hecho esto, es porque estaba preparado para hacerlo». «Sí, es horrible acercarse a una persona y dispararle. Pero, mira, a su familia el fascismo le proporciona pensiones y auxilios, mientras que si se cargan a uno de los nuestros, ¡le dan hostias a la suya!». «Deberíamos reivindicarlo. El pueblo debe saber quién ha sido». «Yo creo que no es el momento». «¿Será posible que la policía no se aclare todavía que esto no es del FRAP ni de la ETA?». «Tienen que darse cuenta de que nuestra propaganda habla un lenguaje especial». «Debemos actuar como si lo conociera, y reforzar los organismos. Lo mejor es no reivindicarlo, de todas formas».
Fui a la manifestación de la Plaza de Oriente. La euforia de los congregados revelaba que no sabían palabra de cuanto acababa de ocurrir. Ufanos y entusiasta, coreaban las consignas: «España unida, jamás será vencida». También el desfasado juego de palabras: «si ellos tienen uno (por UNO, es decir, la ONU), nosotros tenemos dos». Calculé que, si hiciera correr el rumor de las muertes, se originaría un movimiento desordenado y brutal, que acaso ayudara a descomponer la situación. El Gobierno, de sobra se notaba, no tenía intención de comunicar la mala novedad a la muchedumbre. Pero deseché enseguida la siniestra idea.
Trepé al monumento central de la plaza, donde se arracimaban, en torno al caballo, un montón de exaltados. Alguno me puso mala cara, pero estaban demasiado orondos y pendientes del balcón del palacio para detener la atención en elementos impasibles. Ondeaban banderas y levantaban el brazo extendido. Traté de estimar la concurrencia: pensé que acaso se aproximara a las doscientas mil personas. Predominaba la clase media y media-alta. Se distinguían rostros de campesinos y cierto número de trabajadores. Bastantes jóvenes de origen patentemente burgués en su mayoría.
Franco pronunció una breve alocución. Su voz cascada y vacilante, de enfermo, se entendía muy mal. De vez en cuando gritaban desde un sector vivas o mueras, dirigidas principalmente a ETA las últimas, y el rugido y los aplausos de la multitud se extendía como una tormenta. Por unas horas, hombres y mujeres de diferentes clases sociales confraternizaban y se felicitaban.
Al marcharme, subiendo la cuesta hacia Santo Domingo, un portero contaba alegre a los que pasaban: «Hoy ha venido más gente que nunca, y mire que yo he visto todas las manifestaciones que se han hecho aquí».
Franco y sus ministros estaban al tanto de los atentados. El Ya, al día siguiente, describía con dramatismo su congoja al recibir las fúnebres noticias.
Los dos sucesos de la jornada consternaron a muchos izquierdistas. Casi se creían la cifra de un millón de manifestantes dada por los órganos oficiales. La relativa abundancia de juventud contribuía a turbarlos, pues era antiguo y firmemente arraigado el tópico de que el franquismo sólo conservaba la fiel adhesión de carcamales nostálgicos. Ante la acción del PCE(r) temblaban igualmente. La tachaban de provocación. Recuerdo a quien aseguraba que más trascendencia que el atentado había tenido una manifestación de varios cientos de personas organizado por la ORT en Legazpi, pues en esta última participaron las sagradas masas. Se comprendía su miedo, pues la Plaza de Oriente había arrastrado a masas mucho más amplias. Expresiones así nos dejaban sin habla, hirviendo de indignación o riéndonos a mandíbula batiente. ¡Qué miserables, qué siervos nauseabundos del fascismo, esa horda de monjas oportunistas! Mientras el destino se jugaba en la calle, a tiros, los malditos gusanos no acertaban más que a gimotear porque sus manejillos oficinescos bailaban en la cuerda floja.
Aunque el partido, en su euforia, concedía a su acción efectos desmedidos (alguno enfatizó que, si los comunistas alemanes hubieran aplicado el método, Hitler no se habría sostenido, y que a los fascistas españoles apenas les quedaba montar un gobierno de concentración o hacer las maletas), su trascendencia me parece indiscutible. Supuso un acelerón del tránsito a las libertades y aumentó la relativa inseguridad que obraba como un factor corrosivo entre las «familias» franquistas más empecinadas en mantener la dictadura. «Así no podemos seguir», resumía el Ya, al que cito con preferencia por ser órgano del sector de más peso en la Iglesia, siempre tan influyente y tan lúcido en la percepción de su interés. La Iglesia sabía y venía predicando, desde el año 70 al menos, por dónde se transformaría el régimen. Las transformaciones iban por senda harto distinta a la que imaginábamos.
La postura del partido se perfilaba diáfana en el editorial de Bandera Roja inmediatamente posterior a las ejecuciones:
«Ya no habrá tregua. La situación ha llegado al punto culminante de enfrentamiento entre el pueblo y el fascismo… En otras ocasiones hemos dicho: es la guerra abierta entre el pueblo y el fascismo. Pero bien es verdad que la mayor parte de las veces esto no ha pasado de ser una frase rimbombante. ¿Por qué? Porque no estamos preparados. Esto también es verdad. Pero la guerra es real y no admite ningún tipo de excusa…
»El fascismo no tiene ninguna salida; sólo puede retroceder ante el empuje de las masas, dando zarpazos criminales. Pero tampoco se caerá solo, y todavía puede cometer muchos crímenes. Por eso tenemos que luchar, para evitar que los corneta y para derribarlo. Si nos atrevemos a luchar, impulsando el movimiento de masas, el régimen se derrumbará en poco tiempo.
»El asunto es bien sencillo: luchar o capitular, vencer o dejarse aplastar; pagar medida por medida, ojo por ojo (y si es posible arranquemos cien por cada uno) o seguir lamentándose, lloriqueando, tirando papelitos…».
Ni una sola frase correspondía a la realidad del país. Pero sí a la propaganda de la oposición, según la cual el régimen constituía una «corte de los milagros», un «patio de Monipodio», «la vergüenza de la humanidad»… sin que por ello le embistiesen con energía, sino, muy al contrario, con toda clase de miramientos y alianzas de lo más ambiguo.
Y por ello, mal que pese a quienquiera, el PCE(r) salvó, trágicamente, el honor de la oposición. Trágicamente por la sangre vertida, por la inutilidad profunda del gesto y por el rechazo atemorizado de los demás partidos, puestos en evidencia.
Aquella ocasión triste y violenta fue fatalmente la hora de los hombres tristes y violentos.
Las frases nunca expresan adecuadamente el horror del derramamiento de sangre humana. Hoy, cuando la matanza es tan habitual, suena hasta risible considerar unos hechos particulares. El horror sagrado que sobrecogía los espíritus se disuelve en la trivialidad perversa de las estadísticas envueltas en demagogia. Cada bando sabe perfectamente que sus víctimas no son sino perros rabiosos, cerdos, serpientes venenosas a las que conviene aniquilar. Se ha dado un paso más: ni siquiera se trata de seres animados, sino de simples obstáculos que hay que suprimir por el bien de la causa. Al matador no le acompaña la mezcla de gloria e impureza tan vívidamente expresada en obras clásicas: recibe simplemente el premio a su eficacia y una favorable imagen publicitaria. Nadie sentirá por el enemigo derrotado la compasión que iguala y hermana a quienes pelean, llevados de fuerzas todavía incontrolables, fuerzas demasiado profundas, quizás, como para que puedan ser extirpadas. Tampoco los partidarios del caído honrarán su memoria: la ensuciarán con esa lúgubre fraseología propagandística. Por un lado y otro, se desvanece la humanidad de los contendientes. Es sin duda un signo de decadencia moral, tan reiterada en la historia y tan prodigiosamente descrita por Tucídides.
El PCE(r), donde yo militaba en un puesto responsable, tuvo que hacer lo que hizo. Aun considerando el error inmenso en que nos debatíamos, es muy difícil valorar el hecho. Por mi parte, jamás confundí a los hombres con los uniformes, aunque sí con sus opiniones.