Capítulo VI

VUELTA A GALICIA

La policía arrasó a la OMLG en Vigo, y la redujo a la mínima expresión en el resto de Galicia. En un momento se perdió contacto con Ponte, quien vivía últimamente en un barrio obrero de Ferrol. Partí de Madrid a ver si daba con él. Paseé por su calle, alerta a cualquier anomalía. Nada. Subí silenciosamente los escalones y escuché tras la puerta. Ningún ruido. Más valía no fiarse, pues los sociales acostumbraban dejar en las casas descubiertas un retén para capturar a visitantes incautos. Bajé al piso inferior, preguntando, como si me hubiese equivocado, a la mujer que abrió. «No, no es aquí. Deben ser los del piso de arriba, pero llevan días que no se les oye». «¿No ha venido a verles un señor, un hombre alto, estos días?». «Ah, no sé, yo no he visto a nadie. Ellos parecen un poco huraños, no sabe, un matrimonio que habla poco con los vecinos. ¿Usted es familiar de ellos? Hacen bien, claro, cada cual a su vida. Están a lo suyo». Yo la observaba, atento a reticencias que indicasen la batida represiva, pero la señora charlaba con normalidad.

Lo que había pasado es que Ponte y su mujer tuvieron que huir de la pequeña ciudad, al ser detectados en el trabajo por la policía. Anduvieron unas semanas acosados, exponiéndose por retener los hilos del grupo, o lo que de él seguía entero. Sólo más tarde lograron comunicar su paradero a Madrid.

En un segundo viaje los localicé en Santiago. Obedeciendo al pie de la letra las instrucciones, Ponte tenía listos los preparativos para la Conferencia de la OMLG con los escasos militantes en libertad, una libertad hostigada e insegura. El sagrado cónclave iba a celebrarse en un inadecuado piso de estudiantes. No faltaba en el cuarto de sesiones la bandera con la hoz y el martillo, no sé si un retrato de los clásicos, la mesa adornada con un rojo mantel y unos folletos encuadernados en cartulina asimismo roja, flanqueados por bolígrafos y papel blanco. Todo muy atildado y en su punto: una reproducción en pequeño del pomposo decorado de la Conferencia General de la OMLE, realizada año y medio atrás. La escena rezumaba patetismo y comicidad: podía acabar de romperse en pedazos la organización, pero la mesa de reuniones se hallaría dispuesta al detalle.

Aplacé los preparativos, dedicando el encuentro a indagar sobre el estado del comité. Lo principal, el sector obrero de Vigo: de él no quedaba rastro. Bueno, un residuo del antiguo prestigio, contactos…

Yo sólo encontraba motivos de reproche. Evidentemente, se había actuado muy mal. ¡Mira que dejar hundirse el núcleo vigués, el orgullo de la OMLE! ¡La única ciudad donde tuvimos líderes reconocidos en las grandes fábricas! Ponte objetaba: ni tanto ni tan bueno. Además, el centro, al apropiarse de los mejores camaradas, ¡cómo no iba a provocar un bajón! «Sí, si fuera un bache transitorio, de acuerdo, pero un derrumbe semejante… ¡Más dañino que la misma detención de los camaradas de Vigo! Los trabajadores pensarían que no éramos serios, que nos veníamos abajo a la primera. ¡Menudos comunistas!… Quedará algo, por fuerza, aunque sea el crédito personal de los viejos militantes. Tú mismo. Tenías prestigio, ¿no es cierto? Venga, vamos a hacer una lista de los contactos, buenos y malos, vamos a Vigo a hablar con ellos». «Pero camarada, hay que tener cuidado, en Vigo nos andan muy encima, y yo soy allí muy buscado». «Claro, nos moveremos con cuidado. Hay que ver a esa gente; por flojos que sean la revista la cogerán y, cuando comprueben que no hemos desaparecido, sino que volvemos a la carga, nos cogerán confianza de nuevo. El peor error es abandonar a esos obreros, no darles tareas». «Era imposible hacerlo todo. No dábamos abasto: sacar el Setembre Roxo, los panfletos que tirábamos aquí y los que nos mandabais del centro, repartir el Bandera…, y por encima la gente te falla mucho, es inevitable. Aquí se quejaban de que con el Bandera, el Setembre y los folletos los abarrotábamos de material, y no lo leían ni lo querían guardar en casa. Además, a los elementos atrasados les suena todo igual». «Que no, que no, que si nos organizamos y no caemos en lo cómodo, nos atraeremos a más gente. Lo más cómodo es hacer las cosas nosotros solos. Pero vale más que un tío nos reparta cinco hojas en una empresa que no que tiremos nosotros cincuenta». «Te digo que la gente es atrasada, aún son medio campesinos la mayoría de los obreros…». «Ya basta de excusas, joder, ya está bien. Siempre que preguntas por qué un comité funciona mal te dan tantas excusas que es como si fuera materialmente imposible funcionar mejor, ¡coño! ¿De qué sirve entonces lo que decimos de la crisis del fascismo, el aislamiento de los revis y la ofensiva de las masas? ¿Estamos soñando o qué? ¡Si al final nosotros mismos nos rodeamos de un muro! Venga, reconoce que te has enfollonado, que no has dado pie con bola, y no eches la culpa a las circunstancias». «Mira, camarada, yo no es que quiera esconder mis errores, pero yo me he empeñado al máximo en guiarme por las directrices… aunque a veces no servían mucho para lo que pasaba aquí. Se nos pedía demasiado, y teníamos que dejar muchos contactos». «Eso es secundario, yo no digo que seas un oportunista ni nada por el estilo». «No, hombre, no jodas, Ponte es un camarada cojonudo». «Pero como responsable de aquí, no debes descargar sobre el centro, aunque estoy de acuerdo en que desde allí a veces no se ven claros los problemas de los comités locales. Tampoco informáis como es debido, eh». «Estoy de acuerdo con el camarada. La verdad, Ponte, es que no se ha trabajado bien, y nosotros mismos no sabíamos apenas lo que ocurría en Vigo. Sí, se nos daban instrucciones, pero vagas y pocas. Creíamos que el comité no funcionaba tan mal». «Pues eso, hay que ver los asuntos en concreto y reorganizarnos». «Es verdad, carallo, las condiciones para el trabajo de masas son buenas. Lo que hay es que saber aprovecharlas, aprender de la experiencia». «Vale, muy bien, si yo no pretendo que hayamos funcionado bien… Es que no comprendíamos las directrices… Como decía Pedro (Pérez), cuando rompimos con el revisionismo no lo hicimos a fondo, éramos sólo revisionistas radicalizados, sin llegar a auténticos marxistas-leninistas. Él nos orientaba, y luego Carlos (Delgado) lo ha hecho muy bien, pero persisten rasgos de la vieja etapa. Sí, ahora comprendo…». «Bueno, dejémonos de dar vueltas al pasado y vamos a ver qué se hace. Durante una o dos semanas tú continúas en Galicia, para informarme a fondo y presentarme a la gente, y después te vas a Madrid. La conferencia la dejamos pendiente. Hay que mirar qué hilos quedan sueltos con la pasma. Creo que está previsto que pases a Asturias. Tú conoces aquello, ¿no? Para empezar a montar organización allí. Iríais tú y tu compañera…».

Salimos a cenar, y la conversación se distendió. A Ponte le encantaba la belleza de Santiago. Su sentimiento galleguista y deseo de perfeccionar su cultura, ¿serían signos de que hubiera postergado la desapacible pero más crucial labor política en las fábricas viguesas? ¡Cuántas suspicacias!

Ponte y su mujer estaban atribulados, pero dispuestos a cumplir con su deber. A ella se le notaba un tanto descorazonada. Era una obrera de conocimientos precarios y mente despierta: «No sé por qué no se hacen seminarios como cuando los revis —se quejaba— porque aprendías bastante, y te servían para entender mejor las cosas. Nos explicaban cómo evolucionaba la historia, cómo aparecieron las clases, la burguesía y esas cosas… Seguramente los revis lo explicaban a su manera y nos engañaban, pero te ayuda a comprender. No, si el Bandera es muy bueno, desde luego, y se ve que hay camaradas preparados, y puedes confiar en ellos. Pero a veces no se entiende mucho lo que dice, y yo creo que si nos dieran unos conocimientos mejores comprenderíamos mejor la revista y se la explicaríamos mejor a los simpatizantes. Porque vas y siempre tienes que decir lo mismo, no sé, mira, me estoy haciendo un lío, pero creo que sería mejor para el trabajo, ¿no es cierto?».

Ponte, buen argumentador, tendía a embrollarse en detalles accesorios y en formulismos. Le complacía tener sus trebejos muy ordenados; y dentro de cada cuidado montón de papeles y revistas, una mezcolanza de temas. No sé cómo se apañaba. Por sobre las naturales angustias conservaba un ánimo excelente.

En un bar de las afueras de Vigo hicimos la lista de conocidos y simpatizantes. Sus explicaciones probaban la responsabilidad del centro en los errores: «Las Comisiones Obreras quedaron desarboladas, pero siguieron luego viendo a los compañeros para saludarles y charlar. Así que poco a poco volvieron a coger fuerza. Y mira que estuvieron desprestigiados en muchos sitios. Nosotros, en cambio, lo hacíamos todo entre los cinco, y nos quedábamos solos. Qué remedio. De allá nos decían que si dar prioridad a esto, que si lo de más allá era secundario… Aparte de que con la gente pierdes mucho tiempo, tienes que verlos cuando les venga cómodo, y nunca estás seguro de contar para nada con ellos. Era imposible mantener el aparato, sacar la revista, tirar hojas, hacer viajes… Necesitaríamos un montón de liberados».

Aguantaban en la OMLG, además de Ponte y su esposa, un joven pescador de Villagarcía, acomodado —esto último fue señalado, como baldón, cuando desertó—, dos o tres estudiantes y un trabajador de Santiago. El último se obsesionaba con que la policía le pisaba los talones, y sentía una pesada culpabilidad por el reciente fallecimiento de su madre, a la cual habían afligido las andanzas políticas del hijo.

En Vigo tan sólo se mantenía un simpatizante realmente adicto, un chaval muy joven, que se prestaba a guardar material de propaganda y a difundir octavillas.

El traslado del aparato de propaganda ocasionó nuevos enfados. Lo almacenaba un contacto de edad, próximo a la jubilación, quien a raíz de las detenciones cogió pánico y bebía para soportar los nervios. Acuciaba a la OMLG para que le librase del agobiante fardo. Se componía éste de varias arrobas de folletos, hojas, revistas jamás distribuidas y medio podridas por la humedad; y de una multicopista averiada. Trasladamos lo aprovechable a Santiago, donde fue reparada y puesta a punto la multicopista. Uno de los estudiantes y un marinero simpatizante —sería apresado en la Operación Cromo[56]— alquilaron una vivienda para instalar el artilugio. Casi nadie debería conocerla. Para amortiguar ruidos construimos en un cuarto espacioso una especie de chabola de corcho blanco, en la que entrábamos a cuatro patas. El tactún de la máquina, aunque amortiguado, resonaba más de lo conveniente, pero nunca levantó sospechas de los vecinos. El piso era pagado gracias a los empleos, eventuales y malos, de los aparatistas, y a ayudas procedentes de las cuotas y aportaciones que paulatinamente reafluían.

Dispusimos, pese a contar con personal tan reducido, no admitir en lo sucesivo militantes no probados a conciencia. Sacaríamos los máximos resultados con el mínimo de camaradas, rodeándonos de numerosos círculos de colaboradores con ocupaciones diversas. En contra de lo habitual, deberían ser estos colaboradores los que llegaran a pedir el ingreso en la OMLE, y no nosotros quienes los arrastrásemos. El ingreso se concedería después de varios meses de observación del candidato. De esta forma incrementaríamos de continuo los simpatizantes activos y alzaríamos barreras contra infiltraciones, protegiendo a un escogido núcleo esencial. Nadie de «abajo» estaría en posición de localizar a los responsables, sino exclusivamente al revés, y aun ello por citas de seguridad convenidas y no por teléfonos o domicilios. Estas medidas deberían posibilitar un movimiento al que contribuyesen más y más personas, a distintos niveles y de muy variados modos; un movimiento que se autoimpulsase e hiciera muy difícil a la policía dar con los organizadores en medio de un laberinto de apoyos, relaciones laterales y pistas truncadas. El núcleo comunista se movería ágilmente en unas aguas enturbiadas para el ojo represivo.

Pero eso no pasaba de un sueño, por el momento. Lo primero era recomponer el organismo entre muy pocos y con muchos contratiempos: buscar a los contactos, proponerles, sin presión, tareas apropiadas; disimular la decepción ante sus excusas y realizar nosotros las tareas, a fin de que los amigos tomaran confianza al advertir la reaparición de la OMLG en las fábricas. Sacamos octavillas denunciando la represión sufrida, así como la doblez de los izquierdistas, que ni habían esbozado un gesto de solidaridad con los represaliados.

La distribución de las hojas resultaba dificultosa. Nadie se prestaba, excepto el simpatizante mencionado, el cual me acompañó una noche a difundir por buzones y caminos de barrios populares. Las octavillas restantes las seguía repartiendo yo solo, eligiendo aquellos puntos donde las encontraría gente conocida, para que apreciase cómo levantábamos cabeza.

El renombre de la organización había descendido considerablemente: «Es que decís unas cosas que la gente piensa: éstos están piraos. Parece como si fuera a venir la revolución mañana o pasado mañana, y que los únicos que valéis sois vosotros». Algunos rehuían hasta conversar, temiendo nuestra detención y ser arrastrados por carambola, cuando sólo sentían, a la verdad, una cordialidad difusa hacia la OMLG. Un obrero con extensa práctica sindicalista aceptaba charlar únicamente cuando, antes de las seis de la mañana, se dirigía al autocar que lo llevaba al trabajo. Irremediablemente se enfrascaba en problemas de su empresa, para los que sólo ideas muy generales y poco aplicables podíamos suministrarle desde fuera. Otro aguardaba en una tasca, tomando una copa, cuando acababa la jornada, en el extremo opuesto de la ciudad. Aficionado a nuestra política, no se comprometía porque estaba en vísperas de casarse. Aceptaba la revista y repartía hojillas por su cuenta. Le preocupaba la cuestión de la URSS: «¡Cómo atacáis a Rusia! Hay quien dice si no haréis el juego a la burguesía». «Lo dirán los de Comisiones. Mira, Rusia ya no es un país socialista. ¿No recuerdas cuando enviaba carbón a Franco durante las huelgas de Asturias? En la URSS la clase obrera no pincha ni corta, no existe ninguna democracia. Fíjate que han renegado de Stalin, y ellos mismos reconocen que con Stalin se construyó el socialismo…».

Uno me citó en su casa, pero su mujer debió de escuchar la conversación y cantarle las cuarenta. Le esperaba yo entonces apostado en un callejón que él recorría al volver del trabajo. No faltaba quien se mostraba muy cooperativo y dispuesto a repartir abundante propaganda a sus compañeros… a quienes nunca llegaba: el entusiasta amigo la guardaba en un armario, y cada cierto tiempo la arrojaba en un descampado.

Me acuerdo de uno que después de cumplir su horario en la fábrica regentaba una barbería. Al llegar clientes, los coloquios se interrumpían o adquirían un tono surrealista a base de alusiones y sobreentendidos, no siempre bien sobreentendidos.

Contacté a un sacerdote progresista. Sus discrepancias con determinadas posturas de la jerarquía eclesial ofrecían base para acuerdos parciales, pero enseguida se volatilizaban éstos. Nos dijo que los obispos se proponían aumentar los curas obreros, es decir, para la OMLE, embaucar y envenenar todavía más a los trabajadores. «Vosotros no admitís nada al margen de vuestras ideas, buscáis la dictadura absoluta», protestaba el cura. Le pasé un artículo de José Díaz donde éste reba- tía a Gil Robles en torno a las causas del triunfo del Frente Popular: «Lo ves, nosotros no tenemos inconveniente en que los reaccionarios se expresen. Es más, deseamos obligarlos a que se expresen, para ponerlos en la picota y que el pueblo se entere de la clase de tipos que son. Desgraciadamente, luego fingen y trepan, y sucede como en la URSS. Pero ya se les hará saltar, y el pueblo sabrá ocuparse de ellos».

Tales argumentos, amenazadores y brutalmente farsantes, nos los creíamos a pies juntillas. La verborrea burguesa —de Jrúschof a Rockefeller, de Oriol a Carrillo— encubría la avidez de explotar a las masas. Se imponía sacar a la luz su sustancia y silenciar uno tras otro a los estafadores capitalistas. Pero ¿cómo hacerlo sin disponer del poder? ¿Y cómo alcanzar éste sin disimular las intenciones? Y aun luego de la revolución, los desenmascaradores de burgueses se exponían a verse a su turno desenmascarados, tachados de «vendeobreros» por facciones más poderosas.

Solía invitar a los contactos a discusiones políticas. Rara vez rehusaban, pero luego no aparecía ninguno. Así durante semanas y semanas, hasta que, recompensando el tesón, empezaron a condensarse los primeros círculos.

El más valioso colaborador recuperado fue Ángel Collazo, hermano de Abelardo. Afiliado años antes, había abandonado, perdida la moral. Se embarcó de marinero y dio la vuelta al mundo. Con una mezcla de soma y orgullo enseñaba una postal de Waikiki, en Hawai: «Pois sí, oh, alí estuven eu, ¡na praia dos ricachóns yanquis!». Vuelto al redil, trataba a numerosos obreros, y acercó a unos cuantos a reuniones. Nos citábamos en el extremo del barrio de Cabral, al anochecer. Nos juntábamos tres, cuatro o cinco, y subíamos carretera arriba hasta un bosquecillo, donde nos internábamos. Oíamos apagadamente los coches y los pasos de viandantes por el asfalto mojado. En un huerto, no lejos, ladraba un perro. Caía mansa la lluvia entre las ramas de los pinos. Unos de pie, otros sentados contra los troncos, rodeados de tojos, nos cubríamos con paraguas o periódicos. Espectros borrosos en la oscuridad.

—E si nos collen, qué lles decimos.

—Da igual. Que estamos falando de futbol.

—Non o van creer.

—Si veñen aquí a por nos é que xa saben algo, e lles contemos o que lles contemos non o van crer. Non lles hai que decir nada. Manter a coartada. Así que falamos de futbol, e xa está.

—A min o que me preocupa é si poderéi aguantar as hostias.

—Si uns aguantan, outros tamén. Non hai que pensar niso. E coma o que vai nun coche e anda con medo de ter un acidente. O mais fácil e que o teña, si se osesiona. O que compre é facer ben a cousas, e non se preocupar. Se ternos mala sorte, pois a poñer o lombo e non comprometer a ninguén.

—¡Fala mais baixo, carallo, que vanche oir na carretera!

—Sí, sí —y al poco volvía Collazo a elevar la voz.

—¡Que non fales tan alto, hostia!

Hablábamos en gallego castellanizado, o «castrapo», el lenguaje popular de Vigo. Comentábamos artículos de la revista, cuestiones laborales; acordábamos sacar una octavilla denunciando abusos de la patronal…

Antes de que amaneciese, iba a menudo al encuentro de tal o cual simpatizante. Me sumergía entre las figuras soñolientas y arrebujadas que tomaban el autobús. Miraba a través de los cristales las densas masas negras de los montes y las tierras, por donde se dispersaban cientos de lucecitas, ventanas iluminadas cuando los obreros se levantaban para marchar al trabajo. Sobre la ría, y en la orilla opuesta, temblaban más puntos brillantes. Envuelto en la magia de la hora me acurrucaba en la trenca, sintiéndome reconfortado. He aquí que luchábamos por crear un movimiento que algún día no lejano crecería gigantesco, arrollador. Entonces, si vivíamos, rememoraríamos los inicios, tan denodados y tan bellos: la belleza de los peligros y penalidades con sentido.

Me apeaba, y entre charcos y barro, por las corredoiras de los arrabales, me acercaba al lugar convenido, a entregar unas hojas, recibir unas pesetas para la causa, una confidencia sobre fascistas que se organizaban, una impresión del efecto de nuestra agitación en tal o cual fábrica.

Una madrugada acompañé a Ángel a recobrar un depósito enterrado en los primeros tiempos de la OMLG. Anduvimos largo rato por el monte, hasta dar con el sitio. Apartamos un gran pedrusco y escarbamos. Extrajimos un recipiente de plástico lleno de papeles, libros, un reloj con pilas adosadas, intento de bomba de relojería que nunca funcionó. Un libro se titulaba El deber del soldado, de Rokosofski: recapitulaba las campañas de éste contra el III Reich. He leído varias historias de la II Guerra Mundial escritas desde el lado ruso, y son singularmente idénticas en sus apreciaciones. Al hojear la de Rokosofski me paré en un párrafo donde describía cómo una masa de nazis embolsados se lanzaba en la noche, en un intento de morir matando, contra las ametralladoras que los segaban sin misericordia, bajo los reflectores. El autor no percibía heroísmo en el gesto, sino meramente fanatismo. Pero la exposición traslucía una cierta emoción ambivalente.

En fin, en las antedichas faenas andábamos embarcados, cuando se descolgó por allí Bueno de Pablos, quien entre tanto había pasado a dirigir la red de distribución central. Me informó con sigilo que se convocaba a Madrid a los responsables de los comités nacionales y regionales, para un negocio serio. Llegado a la capital, Delgado me amplió la novedad: Pérez amenazaba con dimitir porque, a su entender, los comités no cumplían satisfactoriamente las instrucciones emanadas de la comisión ejecutiva. Tamaña ineptitud le llevaba a advertir que él estaba dispuesto a irse con la música a otra parte. Delgado lo contaba con un deje guasón, pues no dejaba de tener gracia la historia.

Y así era. Protesté en lo que me tocaba, resaltando cómo la rama gallega de la OMLE, siendo la más reducida, se había convertido en la más expansiva y eficiente, recaudaba dinero, repartía cantidad de propaganda y mandaba escrupulosos informes al centro. Admitió la objeción el fingido dimisionario, pero repuso que en cualquier caso Galicia era la excepción confirmadora de la regla. Por lo demás, ¿no nos deslizábamos los gallegos por la rampa de un activismo excesivo, en perjuicio de la bolchevización y de las reuniones pro-congreso? «Qué va, allí se discute mucho políticamente. En los informes se aclara que hacemos reuniones, aunque no tantas como quisiéramos, porque, como nadie ignora, es difícil arrastrar a las personas corrientes». Sucedía igual en los restantes comités. Hubo críticas a las debilidades orgánicas, pero se adoptaban medidas con la frivolidad de quien cree que todos los vientos soplan de popa. Alguien insinuó mi traslado. «No, no, un comité necesita al menos un año para consolidarse. Avanzamos con rapidez, pero la estructura sigue prendida con alfileres». Resolvieron, a fin de recortar el «activismo», suprimir un boletín para campesinos y marineros, «O noso mañán», que sacaba muy decorosamente un círculo de colaboradores valiéndose de una vietnamita[57] simplificada, a la que llamábamos gallega. La necedad de la medida clamaba al cielo, pero disciplinadamente acaté la voluntad de la mayoría, una mayoría perfectamente ignorante del asunto. Debían de imaginar que nos sobraban apoyos. Los del boletín sufrirían una ruda decepción al comunicarles yo la sentencia.

Reprobé el hecho de que desde el centro no se contestara a los informes, buenos o malos, de las localidades, y que las directrices tuvieran frecuentemente poco en cuenta las condiciones locales. Rechazaron la crítica: la culpa correspondía por entero a los responsables locales, empeñados en hacer caso omiso de las directrices. Hubo propósito de la enmienda, y retirada de la dimisión.

Esta anécdota describe un determinado espíritu.

Para la bolchevización se editaron dos folletos especiales. El primero se componía de páginas escogidas de Lenin, Mao y Stalin, y el segundo, de artículos del secretario general acerca de la política omliana. Como de costumbre, fueron tirados en número excesivo, amontonándose en los almacenes de propaganda, a la espera de que la policía los incautase. Cuando empezaron las caídas en serie, se perdieron depósitos con más de dos toneladas de material atrasado. Ello haría creer en una extensa labor difusora, pero testimoniaba justamente lo contrario.

En Galicia avanzábamos a todo vapor. Volvimos a tener candidatos a camaradas, tanto en Vigo como en Santiago, y planeamos extender la actividad a Ferrol y La Coruña. Ya se había trabajado antes en estas ciudades, pero la incipiente labor estaba perdida por completo. Asimismo en Lugo, Orense y pueblos medianos salían individuos atraídos por la política omliana.

El mejor hallazgo fue un ex-militante que había desertado medio año antes. Volvió arrepentido, pidiendo ocuparse en lo que tuviéramos a bien.

—Pero no se admiten más desmoralizaciones.

—De acuerdo, pero piensa que yo no tenía casi idea política, y de pronto me ordenan irme de casa, dirigir el comité de una localidad, largarme a Ferrol, donde no conocía a nadie, y luego me ponen como responsable de propaganda para toda Galicia. Ya sé que no había militantes, pero tampoco se puede trabajar así.

—No mezcles las cosas. No tenías por qué desertar. Se miran los problemas y se ve la manera de resolverlos. Uno nunca está perdido, y la OMLE, desde luego, no se va a derrumbar. No somos como esas pandillas de oportunistas.

Ni uno de nosotros adoptaba la supuesta ciencia marxista-leninista con nada semejante a un espíritu científico. No obstante, la convicción fanática redundaba en ajetreo febril, y a veces eficaz.

César, el recuperado, se movía como un diablo por barrios y fábricas. Mantenía numerosos contactos, les repartía quehacer; agitaba en los astilleros donde trabajaba. Apenas dormía, entregado de lleno a la organización.

De nuestros apoyos estudiantiles, alguno estaba influido por Círculos trotskistas o anarquistas. Raramente teníamos discusiones al respecto:

—Ésos se dedican a follar. Bueno, por lo menos es lo que dicen, que si la revolución sexual y que si se lo pasan de puta madre. No sé, a lo mejor están pirados la mitad de ellos, pero tampoco estoy seguro de que nuestra actividad sirva para mucho.

—¡Qué hostias! Si son unos mierdas, unos señoritos, con sus problemillas personales. Igual que antes, cuando lo que molaba era el tuno, el estudiante golfo típico que, nada, mientras estudiaba se dedicaba al cachondeo. Como no tenía más que hacer…

—… la revolución sexual…

—¡Tí qué dis, oh! Ahora es la moda politizar el rollo. Pero es el mismo rollo de siempre. Los nenes, que se divierten. Lo pintan de política para darle un aire como de riesgo y de teoría…

—Es que las relaciones sexuales van siempre unidas a sentimientos afectivos. Si no, no valen nada. Es así. Engels decía que a los que van por ahí enrollándose y causando desgracias sentimentales a otras personas habría que pararles los pies, en el socialismo…

—La pequeña burguesía, que se aburre, que no tiene objetivo y sabe que no tiene futuro… Se dedican a hacer el amor sin ton ni son, para quitarse la murria. Para aturdirse mientras les llega la hora. Para ellos hacer el amor es eso…

Yo me ponía muy colorado, y dolorido.

—¡Muy fino eso de hacer el amor! Se dice joder.

—Liga con ese arte degenerado, intimista, de histerias o de pornografía. Se alimentan de su propia mierda, porque no tienen salida.

—Lo gracioso es que atribuyen su propia porquería a los burgueses, para dárselas de avanzados o revolucionarios. Como el Passolini y esos… Pero los burgueses son ellos, precisamente. Ése es el arte burgués…

Estaban al caer las elecciones sindicales del 75, y la OMLE trató de convertirlas en una batalla decisiva. El fracaso de ellas, fervientemente deseado por nosotros, sería la prueba más convincente de la madurez del proletariado y de la justeza de nuestros análisis. Sería el pedestal del congreso reconstitutivo del partido. Las células en Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Galicia se volcaron en la agitación: ¡Boicot a las elecciones fascistas! ¡Boicot al manejo que trataba de integrar a los obreros combativos, entregándolos atados de pies y manos a la discreción del régimen! ¡Boicot a la resurrección de Comisiones Obreras! El Gobierno acaba de reducir la pena de Camacho a seis años, de los veinte impuestos en el 1001. ¿No habíamos anunciado que las sentencias serían papel mojado, una jugada para la galería? ¡La reducción de condena prologaba el chanchullo electoral!

Sólo coincidían con la OMLE ínfimos sectores radicalizados. El grueso de la derecha y de la izquierda apostaba por los comicios. Pero esta semiexclusividad nos enardecía, nos parecía excelente: al segregarnos de los socialfascistas sobresalíamos en calidad de auténtica vanguardia obrera. En cuanto a la coalición de la gentuza en torno al sindicato, respondía a su bancarrota, a una tentativa última de aglutinar las fuerzas disponibles en pro de los intereses oligárquicos. Los trabajadores les volverían la espalda. Con desprecio.

En Vigo organizamos charlas restringidas, tiramos miles y miles de papeles, pintamos consignas en muros y vehículos públicos.

La ciudad tiene un peculiar trazado, favorable a nuestro designio. Fuera del casco urbano se extienden, como enormes aldeas, las barriadas populares, con casas dispersas entre bosquecillos y huertos, con escasas vías pavimentadas e infinidad de senderos. Conociendo éstos puede accederse de un barrio a otro, y hasta casi el mismo centro de la ciudad, apartándose de las calles con tráfico rodado. Por esas veredas circulaba cada mañana una multitud de trabajadores hacia los talleres, fábricas, obras. Los coches policiales transitaban mal por tales zonas, sólo patrulladas de cuando en cuando por parejas de la Guardia Civil[58].

Diseñamos itinerarios de unos cinco kilómetros que, siguiendo las sendas, atravesaban las barriadas más pobladas y convergían en un sitio determinado. Al oscurecer los recorríamos, pegando pasquines y carteles en los postes de la luz, pintando lemas en las paredes, con grandes letras rojas o negras, sembrando por la hierba de los bordillos regueros y manchas de octavillas, levemente blancuzcas en la noche: reblandecidas por el rocío las recogerían los obreros al amanecer. Andábamos con cautela, en piquetes de dos o tres, atentos a los bultos de negrura más neta, acaso policías en acecho. Uno se adelantaba y vigilaba, apostado en la tiniebla o fingiendo mear.

A la hora prevista confluíamos en el lugar fijado, que solía ser lo alto de la calle Cantabria.

«Todo bien». Nos dispersábamos.

No escaseaban los incidentes. Los grises jeeps se emboscaban, apagados los faros, en rincones oscuros, arrimados a los cruces de calle y senda. Con frecuencia los descubríamos sólo cuando les estábamos ya encima, pero nunca nos pillaron con las manos en la masa. Disimuladamente pegábamos, en ocasiones, carteles ante sus narices. Al doblar algún recodo podíamos chocar con una pareja de tricornios que apaciblemente sentados en un murete, subfusil en el regazo, examinaban a la luz de la luna las hojillas recién esparcidas. Venía entonces la carrera desbocada en medio de un ruido escandaloso de pisadas contra la calma nocturna. Ladraban perros. Junto a un bosquecillo de La Guía recobrábamos el aliento, esforzándonos por escuchar a través de los jadeos. Sólo el rumor sosegado de las olas, al fondo de la ladera.

O bien de cualquier ventana insomne nos caían insultos y amenazas de avisar a los guardias. O al desandar el camino topábamos con policías de paisano rondando las octavillas tiradas por el suelo: miraban suspicaces a los espaciados transeúntes, y tal vez conviniera desvanecerse rápido por los caminos embarrados o los edificios en obra.

La represión de estas actividades ocasionó bajo el franquismo varias bajas. En el PCE(r) en particular, al menos dos militantes resultaron heridos de bala al repartir propaganda. Uno quedó semiparalítico.

La agitación caldeaba un tanto el ambiente. Se consideraba a las elecciones un preludio de cambios de mayor envergadura: un empuje sustancial hacia la democracia, para unos; una maniobra más vasta en sentido opuesto, hacia la perpetuación del poder burgués, del fascismo, según nosotros.

Comisiones Obreras, rehecha de su prolongada crisis, lograba impulsar huelgas importantes, en Vigo como en Vizcaya, en Madrid como en Barcelona o Andalucía. Las demostraciones revisionistas, así como sus previsibles éxitos en el sindicato vertical, nos dejaban impávidos. El Bandera Roja decretó fracasadas las elecciones, antes de su celebración. La penúltima maniobra aperturista abortaba así, miserablemente. En nuestros escritos.

Lo que decidiría el rumbo de los acontecimientos iba a ser algo muy distinto de los votos manipulados: el Congreso del Partido, enaltecido sobre la ruina socialfascista.

Mas en realidad, y desdeñando nuestros dictámenes, una elevada proporción de trabajadores votó. Por supuesto, no pensábamos reconocerlo (¿desde cuándo vota el pueblo antifascista al régimen y sus lacayos? ¡Vil mangoneo, datos falseados!) Y sea como fuere, lo que pesaba, contaba y valía era la abstención. El índice de abstención (boicot) mostraba cómo una ancha franja del proletariado —la más avanzada— no se dejaba engañar; cómo seguía nuestras consignas, a sabiendas o por intuición espontánea. Obtuvimos incluso un triunfo tangible y apreciable, precisamente en Vigo, donde en los astilleros Freire, si la memoria no me falla, se produjo la mayor abstención de España, de casi un 70 por ciento. Teníamos allí un camarada, poco dado al esfuerzo persistente, pero estimado por sus compañeros, por haber salido recientemente de la cárcel y ser un muchacho sencillo y alegre. Él disuadió a gran número de obreros de acercarse a las urnas, simplemente instándoles, en el momento decisivo, a no votar «semejante basura». Nuestra agitación fomentó en muchas empresas un clima de escepticismo, si bien no bastó a destrozar las elecciones.

Los trabajadores, salvo si se encuentran desesperados, adoptan por lo común una actitud práctica y realista, y hubieran preferido oír programas claros de mejoras posibles y no tanto declaraciones altisonantes como las de la OMLE, o promesas de maravillas inciertas, como las de Comisiones. Y al hablar de mejoras prácticas no me refiero a las exclusivamente sindicales, sino también a las sociales y políticas. La gente presentía que si las elecciones abrían puertas, no sería a tanto prodigio como clamaban los seguidores de Carrillo y los izquierdistas afines; y, a la inversa, que si entrar en el sindicato vertical suponía someterse al control del régimen, este control no se volvería absoluto ni tampoco se padecía tanta penuria o tan sanguinaria represión como para no aceptar un mínimo de toma y daca.

En general, y no sólo en Vigo, la mayoría votaba sin muchas ilusiones. Las candidaturas comisioniles salieron muy bien paradas. Aquí y allá el PCE se vio superado por los más a su izquierda, y éstos llegaron a creer que tenían ascendiente real entre las masas.

Incluso en aquellos días me percataba de ese ambiente, tan distinto del presentado por nuestra propaganda. Pero rumiaba que, si los obreros no se radicalizaban más, se debía en primer lugar a la falta del partido. Buscando una salida, fundaba esperanzas cada vez más elevadas en el congreso. El Congreso con mayúscula, resorte del salto cualitativo en la lucha de clases. El partido reconstruido haría consciente al proletariado de sus intereses históricos, y lo encabezaría valerosamente en el combate por ellos. Entonces se demostraría quién predominaba, si los blandengues oportunistas o los comunistas consecuentes.

Sin embargo, las contradicciones entre teoría y práctica y las antinomias de la propia doctrina ejercen un terco influjo deprimente, al que es preciso oponer, en vigilia incansable, un razonamiento enrevesado, un activismo ansioso. No sólo participaba en las cuadrillas de agitación, sino que a menudo me iba, solo, a pegar carteles, pintar llamadas en los muros, embuzonar panfletos. Actividad incorrecta por el riesgo implicado, y más en un comité embrionario como aquél. Pero confiaba en que el silencio nocturno, al romperse, me advertiría la proximidad del peligro. A veces no daba tiempo. Apretaba una botella en la mano y miraba fijamente al viandante inoportuno. La mirada forzaba un instante de charla embarazada, al sentirse el otro obligado a algún comentario simpático. Tuve suerte. Estaba obsesionado en divulgar por doquier nuestro mensaje, en derrotar de verdad, y no sólo en el Bandera, al conchabeo oportunista y oligárquico.

Preveía mi retorno al centro para después del congreso. Con hondo pesar iba a dejar a medias, en manos de camaradas bisoños, una tarea que se me antojaba tan prometedora.

Lo más lamentable vendría luego, cuando por recomendación de Pérez recayó en Cerdán la misión de guiar, desde Madrid, al comité gallego. Entre las virtudes de este hombre no figura, ya lo he señalado, la de saber orientar flexiblemente a personas y conjuntar planes. Su inclinación a desconsiderar la labor ajena y a fomentar chismorreos so pretexto de críticas, se combinaban con su tan palmaria como por él ignorada impericia en aquellas lides. Empezó por prescindir de los proyectos elaborados antes de mi partida de Galicia: ni se molestó en enterarse de los mismos. La simpleza con que procedía frenó en seco y a continuación casi descalabró la organización gallega. De milagro se salvó ésta de una ruina total.

Según su criterio y el de Pérez, la culpa de las desventuras posteriores a mi marcha recaía sobre mí, por cuanto yo «no había formado un buen equipo dirigente» (como si fuera posible formarlo en seis meses) y «lo había hecho todo yo solo». El equipo, no obstante, aguantó sin desplomarse por entero las normas de Pérez-Cerdán, lo que tiene mérito.

Estos hechos, acaecidos con posterioridad al congreso, suscitaban continuas disputas. Me sacaba de quicio la boba suficiencia con que diagnosticaban los males y sus causas, eludiendo con desenvoltura su propia responsabilidad. Las riñas y desacuerdos en cuanto a los métodos de trabajo abocarían posteriormente a mi ruptura con Cerdán, al negarse éste a asistir a las deliberaciones de la comisión política. El conflicto se zanjó, de modo provisional, para culminar al fin en mi expulsión. Pero hasta llegar ahí debían transcurrir dos atormentados años.