Capítulo V

MALOS PRESAGIOS

El 25 de abril del 74 un golpe militar liberó a Portugal del reblandecido salazarismo de Caetano. Se armó tremendo revuelo por doquier, y más cuando en breve plazo abdicaron los coroneles griegos.

La dirección omliana en Madrid interpretó al punto los sucesos: asistíamos sin duda a una farsa auspiciada por la OTAN, si bien al echarse las masas a la calle el asunto podría tomar distinto cariz.

¿Traería el golpe la eliminación del fascismo? Nada de eso. Dimitrof, oráculo de la III Internacional, había sentenciado hacía mucho que «del fascismo no hay vuelta atrás al parlamentarismo». La democracia burguesa estaba históricamente condenada. Teníamos estas fórmulas por dogmas, sin reparar en que el propio Dimitrof las hubiera desechado en la práctica. Para la OMLE el fascismo no era como un traje que se podía cambiar al compás de la moda, sino el último recurso del capital monopolista acorralado por la lucha de clases.

Consecuencia: los militares portugueses sólo pretendían apuntalar con demagogia a un régimen tambaleante por los embates del pueblo luso y de los guerrilleros de Angola, Guinea y Mozambique. El trasfondo del manejo quedaba alumbrado por el visible respaldo de la OTAN: conforme se agravaba la rivalidad entre rusos y yanquis, a la OTAN le convenía consolidar un frente homogéneo, y tanto Grecia como Portugal, dado el fracaso de sus fascismos, constituían sendas calderas a presión, al borde del estallido. Por eso los imperialistas promovían en ambas naciones falsas transformaciones liberales.

Consecuencia de la consecuencia: debíamos denunciar la engañifa. Si no se demolía el ilusionismo parlamentario, la reacción ensayaría en España maniobras por el estilo. En tal caso sabríamos qué hacer: aprovechar osadamente el desgobierno probable de los primeros momentos para ampliar lo más posible el efecto de los disturbios espontáneos que la situación generase. El partido, por supuesto, se mantendría clandestino en lo esencial.

Buena parte de la prensa española exultaba, y hasta llamaba solapadamente al ejército a emular a los portugueses. Delgado creyó que también aquí se acercaba el «cambio de fachada». A mí me preocupaba poco tal maniobra en puertas, pensando que lo decisivo sería nuestro propio fortalecimiento. Y aún nos hallábamos lejos de poder replicar contundentemente a los previsibles manejos burgueses. De cualquier forma, y aunque no veía que el capital quisiera desprenderse de Franco, como de Caetano, me adherí a las expectativas de Delgado, e igual hizo el resto de la dirección interior.

Enorme fue nuestra sorpresa cuando al cabo de un mes recibimos de Bélgica una carta encolerizada acusándonos de inventar una nueva línea política, que rompía con cuanto se decretara en la Conferencia de un año antes. Nos adjudicaban, retorcidamente, toda suerte de intenciones aviesas. Saltaba a la vista que a los autores de la misiva les atormentaba la suspicacia, aunque en Madrid sólo reparásemos en el lado «político» del varapalo. Delgado replicó con dignidad, amenazando dimitir.

Para los de fuera, el elemento que había que tomar en cuenta era el «gironazo», el discurso de Girón[50] que cortó la euforia portuguesista: debía esperarse que las cosas en España continuasen igual, liquidándose el aperturismo. Al régimen español, ya fracasado en sus intentos de perpetuarse con reformas legales, sólo le quedaba el recurso de cerrarse en banda con la medrosa aquiescencia de los oportunistas y de la oposición burguesa llamada por nosotros «fascismo liberal».

Las apreciaciones de los de fuera entendían muy a su manera la línea establecida: que el fascismo, arrinconado por las masas maquinaba el tan traído y llevado cambio de fachada, si bien podía reaccionar ín extremis con una oleada de terror ciego, etc., etc. ¿Cómo saber si los márgenes aperturistas, o incluso reformas de mayor envergadura, estaban agotados? En Bruselas lo sabían. Sabían asimismo que, al no concordar con sus análisis, nos proponíamos dejar la clandestinidad y claudicar ante la reacción, si bien —concedían— como tendencia inconsciente. La última acusación nos hacía subir por las paredes, pues, como he dicho, no concebíamos ninguna legalidad burguesa capaz de seducirnos.

Mas por el momento nada sustancial varió en el régimen. Diríase que los de fuera tuviesen razón, y que vaya usted a saber si en el fondo no nos propondríamos ir a la presunta legalidad liberal. Vinieron las autocríticas. La autoridad de Pérez salió robustecida, y lo mismo su pretensión de conocer a cada instante lo que ocurriría al siguiente. Al litigio se le puso en la OMLE el título cursi de «los errores del verano». Sucedía entre primavera y verano del 74.

Este asunto merece una reflexión, pues en él se manifiestan profundos desenfoques que, andando el tiempo acarrearían efectos trágicos.

De haber pensado un poco, habríamos caído en la cuenta de que era Pérez quien, desdeñando tesis fundamentales, ligaba la eventualidad de un giro a la portuguesa con la «salida a la superficie». Los hechos lo confirmarían año y pico más tarde cuando, a la muerte de Franco, se fraguó, por inspiración suya, un plan descabellado de acción semiabierta. Procedimos entonces a una agitación desordenada a base de papeles, pero sin incidir apenas en las numerosas movilizaciones en la calle. Algo muy diferente a lo que en el interior habíamos pensado para un caso parejo. Para colmo, de esta malandanza posfranquista íbamos a extraer otra lección absurda: que habíamos aprovechado al máximo las posibilidades de la reforma, «viéndose claro» que la misma no aportaba sino más represión, con el «fascismo» igual o peor. Sería entonces cuando diésemos el bandazo hacia una lucha armada concebida con no menor atolondramiento.

No fueron éstos los únicos errores premonitorios durante el verano del 74. Otro episodio de mal agüero se produjo con la expulsión de Moncho, Valentín, ya nombrado al tratar las huelgas del 72 en Vigo. Allí se movía como pez en el agua, como agitador nato muy querido de sus compañeros de los talleres Barreras. Fichado por la policía, la OMLE lo trasladó a Madrid, donde se esperaba trasvasase su experiencia e iniciativa al comité madrileño. Pero el arreglo no funcionó. Lejos de su ambiente habitual, Moncho languidecía, literalmente, en la aglomeración perdida del mar y la naturaleza. No daba pie con bola, y resbalaba hacia un género de vida anárquico. Sólo pensaba en volver a Vigo. La oportunidad se le presentó al ofrecer su antigua empresa amnistía laboral y reincorporación de los despedidos del 72. La OMLE creía que esa readmisión buscaba proporcionar oxígeno a las Comisiones Obreras y tener en un puño a los obreros revolucionarios, pero Moncho partió sin previo aviso para tratar su problema con un abogado que se había distinguido en la defensa de los huelguistas. Su plante nos perturbó considerablemente. De vuelta, confesó apesadumbrado sus gestiones, tan contrarias a la disciplina. Comprendimos el peligro tanto de que siguiera en Madrid como de que retornara a Galicia. Fue separado de la organización y remitido a París, donde quizá se rehabilitase.

Al cabo de unas semanas recibimos de Francia una nota para insertar en Bandera Roja y distribuir profusamente en los astilleros Barreras. El escrito, en tono fríamente sarcástico, rebosaba calumnias contra Moncho, a quien tildaba de renegado, compinche del revisionismo y colaborador de la represión fascista. El monstruo —se comunicaba— estaba neutralizado, condenándosele a permanecer en el destierro. Al abogado lo ponían de fascista o polizonte. Se nos hizo saber desde París que allí habían interrogado al primero, sacando a la luz su traición. «Creía que le íbamos a pegar un tiro», comentó con soma un interrogador.

El cuento sonaba increíble, pero no nos permitíamos cuestionar la honestidad de los camaradas del exterior. Dudamos antes de ordenar el paso en octavillas de tamañas difamaciones, aunque las reprodujimos en la revista. Por fortuna los militantes vigueses, con más visión, sólo entregaron el bodrio a unos cuantos obreros muy adictos, que «comprenderían». Aun así nos perjudicó, pues los compañeros de Moncho no admitieron las acusaciones.

El réprobo, junto con su mujer y dos hijos pequeños, fue abandonado sin recursos en París, ciudad que desconocían a la perfección. No hablaban palabra de francés. Creo que se acogieron a una institución semirreligiosa, se sostuvieron una temporada y regresaron a Galicia, no sé cuándo. Nuevamente empleado en Barreras, Moncho se tragó su amargura y continuó defendiendo a la organización, conceptuada por él como única revolucionaria de verdad, a pesar de los pesares.

Nuestros emigrados se ocupaban, por supuesto, en tareas más positivas que la reseñada. Difundían revistas, animaban un círculo maoísta indígena, y se relacionaban con partidos marxistas-leninistas, según he referido. Su labor potencialmente más valiosa era seguramente el contacto con las embajadas china y albanesa.

Para esa época los chinos habían roto con el PCE(m-l), al que en la embajada apodaban despectivamente «la banda de la Benita»[51], para regocijo de la colonia exiliada. Una vez más, empero, fallamos al intentar colmar el hueco dejado por otros. En la embajada se limitaban a escuchar a los representantes de OMLE, admitirles graciosamente la propaganda, y listo.

No nos interesaba en especial recibir ayuda, pero anhelábamos ardientemente ser reconocidos como genuina vanguardia comunista. Es difícil comprender desde fuera lo que eso contaba para nosotros. Del partido chino, de sus tesis contra el revisionismo, de su revolución cultural, fluía la savia ideológica que nos daba vida. Sentíamos un cariño y admiración sinceros por el grandioso partido y su dirigente Mao: cuando me enteré del fallecimiento de éste, por la televisión, no pude evitar que se me saltaran las lágrimas, pese a encontrarme en un restaurante. No debí de ser el único en el ya PCE(r).

Por tanto, nos dolía acerbamente su desdén. Lógico que trataran con displicencia a los demás, a los oportunistas, pero ¿cómo unos revolucionarios tan diestros no reconocían a sus colegas de España? ¿Cómo, con su experiencia, con su criterio aquilatado en mil pruebas, no alcanzaban a discernir…? Nos devanábamos los sesos sin llegar a entender tan extraña conducta.

No menos expeditivos resultaban los albaneses: recogían el Bandera, escuchaban brevemente y no replicaban nada preciso. Ellos respaldaban sin reservas a «la banda de la Benita». Radio Tirana divulgaba incansable noticias fabulosas sobre inmensas movilizaciones en España, dirigidas por la consabida vanguardia, el PCE(m-l), lo cual desacreditaba a los marxistas-leninistas en su conjunto. La OMLE protestó contra los nocivos bulos. En vano. ¿Cómo estaban los albaneses, con su demostrada ciencia, tan en la inopia? No salíamos de nuestro asombro.

En aquel cielo plomizo brilló un día el sol de la esperanza. Desde París nos comunicaron que habían sostenido una larga plática con un «cuadro» de la embajada china, quien se había mostrado excepcionalmente receptivo. Muy excepcionalmente receptivo: ¡parecía firme que nos reconocieran como organización hermana! ¡Que nos admitiera de igual a igual el legendario partido de la Larga Marcha! Emocionados, no osábamos creerlo por completo, temerosos de una decepción mortificante.

Salí para Francia con el fin de traer las nuevas de un segundo encuentro, acordado con el camarada chino. Dejaba en ansiosa espera a los compañeros de Madrid. Asistirían a la entrevista Ares, Cerdán y Pérez, que viajaba ex profeso desde Bruselas.

En la embajada les salió al paso el tipejo de costumbre, el de la estudiada indiferencia. «¿Y el otro?», indagaron suspicaces. «¿Quién? Ni idea». El tipejo se hacía el sueco, por raro que suene. Cerdán le explicó, malhumorado, que el camarada en cuestión había concertado con ellos una cita para ese día. ¿El camarada Fu-la-no? Él, el presente, y no el camarada Fu-la-no, se encargaba de las relaciones con los partidos españoles. El diálogo de besugos se prolongó un buen rato. Los omlianos, exasperados, veían desvanecerse su sueño mientras el engendro detestable les tomaba el pelo insolentemente.

Volvieron abatidos. Durante horas se discutió qué diablos ocultaría el embrollo. ¿Quizás dominaba en la embajada el sector revisionista y burgués, y habían desplazado al camarada Fu-la-no? ¿Qué peleas e intrigas no hervirían allí dentro? ¡Aquellos grasientos tiparracos que se metían en un «Mercedes»! ¡Una concesión a los países burgueses, hombre! ¡No van a ir a una recepción diplomática en bicicleta! ¡De todos modos! ¡Con razón clamaba el Pekín informa las consignas contra los seguidores del camino capitalista, de Lin Piao y Confucio![52].

Probablemente el acogedor cuadro del partido fuera un recién llegado inexperto, o acaso alguien que tratase de ganar apoyo exterior a su facción. Por entonces se ventilaba bajo cuerda la batalla entre los jefes de la revolución cultural y los contrincantes. En todo caso seguimos como al principio en relación con los chinos, y no habría mejora ulterior. Con los albaneses, igual.

Mientras tanto, Pérez y Cerdán habían llegado a una conclusión de mayor trascendencia práctica: ¡ya estaban reunidas las condiciones para erigirnos en Partido Comunista! La OMLE remataría así su cometido histórico, su labor preparatoria. Qué condiciones se requiriesen para la transformación, el salto cualitativo, era asunto más bien confuso. Se había hablado del fortalecimiento de las organizaciones partidistas, del apoyo de las masas a nuestras consignas, etc. Pero lo decisivo sería ahora que «la línea se ha probado lo suficientemente en el fuego de la lucha de clases. Hemos determinado correctamente la evolución política, desde el oportunismo izquierdista a la falsificación chilena, desde las artimañas de los monopolios al atentado de Carrero Blanco, etc. Además, para arrostrar la situación en adelante, se hacía imprescindible el Partido». Pérez lo veía muy claro. Yo no entendía qué condiciones habían variado tan sustancialmente. Pérez y Cerdán insistían en que hasta la fecha la OMLE se había entregado a la elaboración de la línea política y a contrastarla con la realidad, relegando a un segundo plano la acción práctica a la cabeza de las masas. A partir del Congreso Reconstitutivo del Partido, las prioridades se invertían. Pasaríamos a dirigir resueltamente, bajo una línea segura, a la clase obrera.

El razonamiento no carecía de lógica, si bien no convencía a quien anduviera inmerso en la faena cotidiana. Pues al tiempo que se elaboraba la línea —tarea de un círculo restringido, con neta hegemonía del secretario general, aunque retóricamente se afirmase lo contrario— los comités locales pugnaban con todas sus fuerzas por orientar las luchas populares… sin conseguirlo, desde luego. Las consignas, por mucho que las diéramos por confirmadas en la realidad, rebotaban en la gente, cuya opinión acerca de ellas parecía menos halagüeña que la nuestra. Por tanto, aun titulándonos partido debíamos esperar un proceso lento. A pesar de ello, me sugestioné cuanto pude con la idea de escalar una fase superior. Como a los restantes camaradas, me escocía la tibieza de la masa trabajadora; y no dejaba de ser una salida atribuirla a nuestro propio designio, a que hasta entonces no habíamos prestado al trabajo de masas sino una atención secundaria. Después del congreso reconstitutivo, todo mejoraría.

En menos palabras: siempre habíamos actuado como un partido, y luego del congreso seguiríamos haciéndolo. Así pues, ¡adelante con los faroles!

Nadie en el interior puso reparos al proyecto. Al revés, les llenó de alegría, por lo dicho sobre la labor de masas, y porque, opinaban algunos, el nombre «partido» causaba impresión más seria. Lo de OMLE sonaba algo abstruso para los obreros. Con todo, había reticencias, debidas al recuerdo del «Partido de masas» preconizado en la Conferencia de un año atrás, y el desmedro de las fuerzas efectivas: sumaríamos de 150 a 170 militantes, cifra quizás no mala para las circunstancias, pero de todo punto insignificante para las metas propuestas.

Tomado el trascendental acuerdo, se imponía prepararlo con la solemnidad debida. Fue lanzada una «campaña de bolchevización», destinada a establecer una «disciplina casi militar» o a «militarizar el partido», y a elevar los saberes teóricos de los afiliados. Teniendo en cuenta la probabilidad de que afluyeran enjambres de voluntarios, se temía una masificación que rebajase el nivel político partidista. No obstante, se desechó el miedo a tal peligro, recurriendo a frases pronunciadas por Lenin en una etapa de auge bolchevique: «son temores infundados», advirtió el Bandera. Más infundados, por cierto, de lo que nos hubiera gustado.

Como señal de previsto endurecimiento del régimen, el 13 de septiembre una bomba ocasionaba una tremenda carnicería en la cafetería Rolando, junto a la Puerta del Sol madrileña: once muertos y muchas decenas de heridos. En apariencia el atentado se dirigía contra los «sociales»[53] que frecuentaban el local, pero sólo murieron una o dos personas pertenecientes a la DGS (Dirección General de Seguridad), empleadas o secretarias, si mal no recuerdo.

El Gobierno culpó inmediatamente a la ETA. La ETA guardó silencio. A los pocos días eran arrestados diversos intelectuales, obreros y periodistas en calidad de supuestos cómplices del comando asesino; el Socorro Rojo, valiéndose de un dato que se coló en la prensa (el de que días antes del atentado la DGS había recomendado a los policías no pasarse por el café en cuestión) tiró una hoja acusando al régimen del «montaje provocador», cuyo objetivo evidente consistía en justificar una represión estilo años cuarenta. Poníamos asimismo al PCE en la picota, por inhibirse de cualquier ayuda a los represaliados. La televisión presentaba a varios de éstos como miembros de dicho partido, haciendo especial hincapié en el dramaturgo Alfonso Sastre, su esposa Genoveva Forest y el miembro de Comisiones Obreras Antonio Durán, carrillistas en otro tiempo.

Nuestras convicciones recibieron un jarro de agua fría cuando una camarada presa en Yeserías nos comunicó que Genoveva Forest atribuía a la ETA tanto la voladura de Carrero como la del Rolando, y acusaba a la izquierda de fraudes y enredos al respecto. Naturalmente, vimos en tal pretensión una señal de chifladura o desquiciamiento en la buena señora, efectos muy naturales de las torturas que seguramente había sufrido, afirmábamos.

La matanza de la calle del Correo ha quedado como un caso muy turbio. ETA tardó demasiado en negar su autoría, explicando al cabo su demora con la extraña razón de que habían estado «intentando determinar quién o quiénes eran los responsables auténticos». Años después, una de las personas implicadas por la policía me aseguró que, efectivamente, el crimen lo cometió ETA. Si es así, como si la DGS sabía o sospechaba de antemano lo que se preparaba, difícilmente saldrá ya del terreno de las conjeturas[54].

El atentado nos permitió exhibir, por enésima vez, la agudeza política que nos ha hecho célebres. El diagnóstico no ofrecía dificultad: salvajadas estilo calle del Correo sólo las perpetraban los sicarios del régimen. La prueba: las víctimas eran gente del pueblo. Además, ese tipo de atentados caracterizaba a los fascistas, siempre dispuestos a asesinarse entre sí, como cuando lo de Carrero. El remedio caía de su peso: el pueblo ha de mantenerse alerta, movilizarse para salvar a los presos. Y, ante todo, tomar conciencia de la necesidad de un auténtico destacamento comunista, sin el cual no hay victoria posible.

El Congreso Reconstitutivo podía celebrarse: sabíamos por dónde iban los tiros. Estábamos a la altura de la misión asumida.

El congreso se convirtió en lema central. Pero algunos camaradas no lo entendían, como Bueno de Pablos, quien, sin pensarlo más, volcó su comité en apoyo a una huelga de la fabrica Bosch de Madrid. Era una ocasión excelente, porque allí disponíamos de uno o dos camaradas y varios simpatizantes. La ORT se empeñaba en encauzar la lucha por encierros en iglesias y disputas en el sindicato. Nuestra agitación caldeó ligeramente el conflicto, aunque las fuerzas disponibles no bastaban a orientarlo, y no llegamos lejos. Se desató entonces en nuestras filas un chaparrón contra el «activismo ciego», que conducía a los despistados a «enfollonarse» en cualquier huelga, en lugar de consagrarse al estudio de los documentos de la campaña de bolchevización. ¡Ya tendríamos ocasión de organizar huelgas!

Los del extranjero se aprestaban a volver a España. Percatábanse de lo vital de su presencia aquí, viendo en la desviación activista de Bueno secuelas de los «errores del verano», nuevamente sacados a relucir. Además urgía reunir un pleno del comité directivo, para emitir formalmente la consigna del congreso. Y por último, estaban hartos de vivir en países donde la policía vigilaba estrictamente sus pasos: «¡Si hay más libertad en España! —se lamentaban—. Aquí ni dios cumple la ley, y te mueves como quieras; pero en Bruselas y París la gente es más legalista que el carajo, están totalmente agilipollados con la legalidad burguesa».

A finales de otoño se reunió el pleno de la dirección. No todos los temas examinados se referían al congreso. Un asunto muy deliberado fue el de Marcial Fournier, el cual, como se recordará, abandonó la OMLE cargado de resentimiento y había procurado atraerse a su hermano, el que me precediera en Vizcaya. Escribía a éste que en la organización reinaba un espíritu gangsteril, describía a la dirección como una manada de lobos y mostraba temer consecuencias de su escapada. La riña se habría agotado en las mutuas difamaciones y odios tradicionales, si las caídas de febrero en Andalucía no vinieran a complicarla. Pues alguien informó haber visto a Fournier en los interrogatorios, asesorando a los sociales. El testimonio distaba de ser fehaciente, y sonaba harto difícil de creer; pero en la atmósfera que nos envolvía, enrarecida por la exaltación y el nerviosismo, venía de perlas para ajustar cuentas a aquel entrometido y renegado. Se trataba de un contrarrevolucionario, y por ello compinche objetivo del fascismo. ¡Nada más natural que la conversión de esa complicidad objetiva en subjetiva! Teníamos en mente los procesos de Moscú, en cuya justicia nos esforzábamos en creer a pies juntillas, atiborrándonos con las diatribas albanesas o folletines tipo La gran conspiración contra Rusia[55].

Fournier fue etiquetado de chivato. Tras fatigoso debate, la cuestión fue simplificada en el dilema: eliminarlo físicamente o propinarle una somanta ejemplar, previo secuestro e interrogatorio. Excepcionalmente se votó en secreto y, por mayoría de uno, más un voto en blanco, prevaleció la postura de la paliza. El abstencionista, probablemente un obrero de la construcción de origen extremeño llamado Díaz, más tarde apresado en la Operación Cromo, hizo gala de más ecuanimidad que el resto.

Una militante detectó al supuesto chivato y sopló al comité su paradero. Luego de observar sus horarios, se pasó a la acción. Cuando Marcial se acercaba al metro, le llamaron sus verdugos. Él, pálido y rígido, prosiguió su camino. Entonces le dispararon; y el hombre se desplomó por los peldaños.

La prensa dio del suceso una gacetilla muy breve, añadiendo que la víctima no tenía enemigos. Eso lo interpretó la OMLE, no sé por qué vericuetos mentales, como confirmación de que Fournier era un provocador a quien la DGS protegía. Bandera Roja sacó una nota reivindicativa y amenazante. Marcial no perdió la vida, pero quedo lisiado una temporada.

El sórdido asunto coleteó todavía años después cuando, con motivo de la Operación Cromo, un dirigente del PCE, Romero Marín, intentó dar visos de verosimilitud a la versión de un PCE(r) gobernado por «tramas negras». Declaró conocer de la cárcel a unos omlianos de Málaga (dato falso, pues en Málaga no tuvimos militantes), quienes le contaron haber sido interrogados en comisaría por el mismo elemento que los había reclutado para la OMLE. Aludía a Fournier, el cual desmintió públicamente las imputaciones.

La discusión de las medidas contra Marcial no restó optimismo al pleno. La convocatoria del congreso rezaba:

«Considerando que nuestro movimiento marxista-leninista ha echado las bases ideológicas, políticas y orgánicas y establecido los vínculos necesarios con las masas obreras y populares.

»Considerando que la nueva situación política creada en el país, la ofensiva de las luchas populares contra el fascismo, la bancarrota de la nueva política de éste y del revisionismo, así como la crisis económica galopante, han creado condiciones favorables.

»Considerando el estado avanzado en que se encuentra nuestra campaña de rectificación emprendida por nuestra Organización, y que un retraso sólo puede perjudicar la causa antifascista y de la clase obrera…

»El pleno decide convocar el Congreso Reconstitutivo del Partido».

Previamente se había explicado en Bandera Roja: «¿Que somos aún débiles ante la envergadura de las tareas…? Todos los partidos comunistas lo han sido en sus comienzos… ¿Qué visión nos ofrecen los otros llamados partidos ‘comunistas’ de España? Dejando a un lado al PCE que encabezó José Díaz y del cual somos continuadores, ¿en qué condiciones y cómo han nacido? ¿Son siquiera mínimamente comparables a nuestra Organización en su actividad y visión política? ¿Y ese amasijo de grupos amamantados por el revisionismo y la Iglesia? Pese a las apariencias, no son en realidad más que pigmeos al lado de la joven organización política del proletariado revolucionario que marcha con paso firme y decidido al Congreso Reconstitutivo del Partido».

Nuestras glorias, reconozcámoslo lealmente, relumbraban algo menos de lo sugerido por tan rotundas frases. Síntoma innegable de cierta enfermedad era la quiebra de la organización gallega, producida en esas fechas. El desastre provenía del sectarismo inyectado desde Madrid, que inducía al desprecio hacia los obreros reales. A la primera de cambio se tildaba a los contactos y simpatizantes de «cuentistas», «rácanos», «camándulas». Durante ese período, Comisiones Obreras recuperó el terreno perdido en el 72, en tanto la flamante OMLG se reducía en Vigo a una peña de cinco socios, engolfados en una cansada labor de reparto de octavillas y de un redundante órgano de expresión, llamado Setembre Roxo, en recuerdo de las huelgas del 72. Cuando el círculo vigués cayó detenido, la OMLG prácticamente se hundió.

Para mí los errores salían sobre todo de la comisión ejecutiva. Delgado reconocía cierta negligencia de su parte. Pero no opinaba lo mismo Pérez, el cual hacía recaer toda la culpa en Alonso Ribeiro, Ponte, con quien yo había contactado estando en la mili. Según Pérez, desde el centro sólo le habían mandado directrices acertadas, pero Alonso se obstinaba en desconocerlas.

Acordamos que yo iría a Galicia, estableciéndome allí un año o dos si fuera oportuno. Me alegré infinito.

Casi un año más tarde oí, perplejo, cómo Delgado llamaba «destitución» a mi marcha a Galicia. Entrar o salir de la dirección me importaba, claro, aunque no demasiado; y la vuelta al trabajo directo en mi tierra lo había considerado un premio, pues me tenía por el más indicado para la tarea. Las palabras de Delgado descubrían que otros responsables se entrevistaron a mis espaldas, resolviendo «destituirme» sin consultar al conjunto de la dirección ni informarme. Llegué a saber que los del exterior me endilgaban, sin exponerlo directamente, los «errores del verano».

Intriguillas de este jaez sacudían mi confianza, sin llegar a romperla, pues andaba yo excesivamente embeatado para tomarlas por más que deslices irrelevantes.