Capítulo IV

VIDA NORMAL

Al regresar de Bilbao busqué con Delgado un piso que compartiríamos. Entre tanto pernoctábamos en un bajo desordenado y deteriorado, cercano a Aluche, alquilado poco antes para guardar la futura multicopista de la organización estudiantil. La inquilina del bajo había sido detenida —en la cárcel se pasaría al FRAP—, pero como transcurrieron dos semanas y no se observaba indicio alarmante, nos refugiamos en el lugar para el resto del mes. Nos aproximábamos allí de noche, con suma cautela, y lo abandonábamos por la mañana temprano. Estábamos el día entero en la calle. La acción política se anudaba mediante citas y conversaciones en bares o callejeando.

Conseguimos pronto un piso aceptable. Pero a la hora de firmar el contrato, el dueño resultó ser un teniente coronel de la Guardia Civil. Echarse atrás de repente levantaría sospechas, así que lo alquilamos. El guardia tenía destino fuera de Madrid, cabiendo poco temor de que viniese a fisgar. Sin embargo, la vivienda se encontraba casi en medio de una colonia policial, en el barrio de Batán. Deliberamos y concluimos que, si actuábamos con prudencia, el barrio ofrecía seguridad, pues no se les ocurriría a nuestros perseguidores buscarnos en él. Y así fue.

Llevábamos el pelo corto, vestíamos con «corrección» y pasábamos, vagamente, por periodistas. Delgado se cambió la apariencia, pues, a raíz de las caídas en el sur, la policía lo identificaba como un jefe de la OMLE. Su mujer, Luisa, no había logrado huir, y estaba en prisión.

Nos levantábamos tarde, sobre las diez, y como ninguno teníamos gusto por cocinar paseábamos hasta un café vecino y desayunábamos leyendo la prensa. Comentábamos por encima las noticias. Luego cada cual partía a sus menesteres. Quedábamos para comer y cenar en restaurantes baratos de la vieja zona de Malasaña[48]. De esta suerte seguíamos una jornada como de oficina, librándonos de inconveniente de las citas alejadas e irregulares. En contrapartida, el hábito tendía a incrementar los riesgos.

Teníamos oportunidad para charlar, pero nuestros diálogos apenas variaban. Los moldes y tópicos de la visión ultraizquierdista del mundo daban poco de sí en cuanto a glosar la riqueza de la vida. Delgado leía mucho, antes de dormirse, en general obras como las memorias de Hidalgo de Cisneros, las de Maiski acerca de la «no intervención» en la guerra de España, etc. También La guerra del Peloponeso de Tucídides, que notábamos enormemente sugestivo, sin conseguir empero sacarle jugo, salvo apreciaciones carentes de interés: «¡Qué listos estos griegos; y qué traicioneros!».

Las semanas transcurrían con normalidad, mientras las agrupaciones de Madrid y Andalucía se iban reponiendo. De vez en cuando viajaba yo a Sevilla, para discutir sobre el terreno la organización de la OMLE allá.

Aprovechaba esos viajes para transportar propaganda. Por seguridad, solía dejar las bolsas y maletas en compartimentos diferentes, recogiéndolos al final del trayecto. En una ocasión un compartimento se vació, y el bulto que en él había dejado faltaba. Alarmado, miré por el pasillo: se lo llevaba un caballero de no prósperas pintas. «¡Eh, esa bolsa estaba aquí!». «¿Es suya? Como no quedaba nadie ahí dentro y vi que tenía mucho papel escrito, se la pensaba dar al jefe de estación, que sería una lástima que se perdiese!». Entre irritado e inquieto, recuperé la bolsa. Uno de los cierres estaba forzado: el entrometido había hurgado, y visto el contenido. Los folletos con la roja insignia de la hoz y el martillo en una esquina saltaban a la vista. El hombre me contemplaba atento. Igual era de izquierda. O esperaba una propina por su discreción; pero esto confirmaría sus vivos barruntos de la ilegalidad del negocio: a nadie se le premia por abrir un equipaje ajeno. Además, quizá creyese oportuno redondear la ganancia contando el caso inmediatamente a la policía. Fingiendo severidad le espeté: «¿No sabe que esto es importante? ¡No se debe husmear en los paquetes!», o algo por el estilo, como si no hubiese en el asunto motivo para que yo me sintiese inseguro. El tren frenaba ya en la estación de Sevilla. Tomé el equipaje, que incluía una segunda bolsa repleta de propaganda, y salí andando aprisa por el andén, doblado por el peso, mezclado con la muchedumbre, esperando de un momento a otro la zarpa de un agente sobre mi hombro. Franqueé las puertas y salté al primer taxi a mano, sudando por el susto y la carrerilla.

En Andalucía nos había quedado libre poca gente, mayormente estudiantes de Sevilla. Al principio vivían en un continuo sobresalto, del que dará idea el siguiente suceso. A fin de empujar a los camaradas nuevamente a la acción y evitar que se anquilosasen en sus escondrijos, les enviábamos una cantidad excesiva de revistas, exhortándolos a difundirlas rápidamente. Pero a pesar de su buena voluntad, el material se acumulaba en casa de un militante o simpatizante. Éste, creyendo ver indicios de ser seguido, o de que se hubiera cantado su piso, se reunió con dos compañeros más y, muy agitados, evacuaron el depósito. Ahora bien, ¿dónde meter aquel quintal de papeles? Cargados como mulos, los tres daban vueltas por la ciudad, parando de vez en cuando en alguna tasca para discutir la ardua coyuntura o telefonear pidiendo auxilio. Casualmente, nadie disponía de sitio adecuado en aquel momento. Tras varias horas de gestiones baldías, de salir disparados de aquí para allá al imaginarse descubiertos, andaban derrengados. Por último, presas de pánico, se deshicieron de la temible carga arrojándola desde un puente al Guadalquivir. Los pesados paquetes se hundieron enseguida, y sólo la fortuna quiso que nadie detectara la sospechosa operación.

De las pasadas detenciones habían quedado bastantes cabos sueltos, y debían esperarse nuevos golpes. Unos militantes se mudaron de domicilio; otros, de ciudad.

Poco a poco se reanudaban los contactos, y la OMLE andaluza recobraba su vigor. Aunque no sin contratiempos. Era difícil, por no decir imposible, controlar estrictamente desde Madrid lo que ocurría en el sur, y no podíamos evitar apoyarnos en sujetos insuficientemente probados. En Sevilla destacó un universitario más enérgico y eficaz que el resto, haciéndose pronto indispensable. Tardamos dos meses en averiguar que el pájaro practicaba poco menos que la extorsión a los camaradas, a fin de asegurar las cuotas ante Madrid, y que falseaba los informes. Con un listillo de su cuerda se había montado una especie de harén con las militantes, valiéndose de las historias del teórico freudomarxista Reich como arma ideológico-ligona. Según contaban, uno de los dos tuvo la desgracia de enamorarse de una chica de su mismo pelaje, quien le sometió a penosas humillaciones antes de mandarlo definitivamente a paseo. Lo que evidencia que ser consecuente con cualquier ideología nunca resulta tan sencillo como pudiera pensarse.

En Madrid, la comisión ejecutiva estaba «liberada», es decir, cobrábamos del fondo de la organización un exiguo salario. Los que tenían más tiempo libre, o el prurito de ahorrar al máximo, se buscaban empleos ocasionales: Collazo, en la construcción; Sánchez Casas como repartidor del diario Ya; yo, del Arriba. Así lográbamos unos pequeños sueldos, e información sobre direcciones de gente que considerábamos enemiga. Esos datos, todavía no utilizables, terminaron perdiéndose. También me saqué la cartilla de marinero, con el pretexto de que acaso tuviera que huir en malas condiciones. Embarcarme fue una ilusión incumplida de mi juventud.

He hablado de vida normal. Lo normal para nosotros consistía en aquella doble vida, plagada de incertidumbres que, por lo habituales, corríamos como una especie de rutina.

La comisión armada, o militar, se arriesgaba más, lógicamente. Un objetivo difícil fue la expropiación de automóviles que se intentaba realizar con técnica y seguridad, a fin de evitar el azaroso errabundeo nocturno. Alguno se empleó en un taller mecánico, con vistas a reproducir las llaves de los coches llevados a reparar; pero no dio buen resultado. Se sucedían los planes, con escasos avances efectivos. En cambio, solían ir mejor las acciones inmediatas.

Aunque no siempre. Un día entraron en una tienda para apoderarse de multicopistas. Era un primer piso, y sólo estaba presente una mujer joven, con su hijo, de corta edad. Intimada a tirarse al suelo, la chica obedeció al instante. Mas he aquí que el niño se puso a berrear, y la madre, más y más nerviosa. Hasta que se irguió, encarándose a los omlianos: «Ustedes no pueden hacer esto».

«¡Señora, al suelo o lo va a lamentar!». Pero algo en el tono del omliano denotaba vacilación, y ella corrió a la ventana, gritando en demanda de auxilio. Frente a la puerta se empezaba a arremolinar la gente. Ante el panorama, los frustrados expropiadores optaron por evaporarse, cruzando como exhalaciones el corro de mirones indecisos.

Aunque no se reivindicaban, nos interesaba que la prensa diera noticia de las acciones, por crear una impresión de auge de la resistencia al régimen. Pero no salía una palabra en los periódicos. Cuando el asalto a la Jefatura del Movimiento en Vallecas, recurrimos a la añagaza de telefonear a Fuerza Nueva para contarles lo ocurrido, fingiéndonos escandalizados y advirtiéndoles que se rumoreaba que habían sido ellos mismos los autores. Al otro lado del hilo bramaron de indignación, y agradecieron la supuesta confidencia, pero tampoco publicaron una línea.

Dado nuestro aislamiento respecto a la opinión pública, sugerí confeccionar un boletín especial para los periodistas, sintetizando notas, artículos y octavillas de la OMLE, e informaciones que nos interesara divulgar. Collazo opinó que cuanta menos publicidad mejor, pues así la represión estaría menos encima de nosotros. Insistí: la policía manejaba datos de sobra acerca de nuestra política, por la captura de militantes, dirigentes locales y propaganda, y en vano nos hacíamos la ilusión de que nos dejarían en paz. Pero mi propuesta fue rechazada por votos.

Delgado, a cargo de la comunicación con los de París y Bruselas y los demás comités, perdía muchas horas en conferencias y en la pesquisa de teléfonos y buzones seguros. Las precauciones que debía adoptar y la sujeción a los horarios y necesidades del prójimo, le fatigaban. Refunfuñaba y trataba de meterse en faenas más estimulantes. También le aburría redactar artículos para Bandera Roja, y por ello algún número tuve que escribirlo yo solo. Exceptuando a Pérez, el secretario general, con diferencia el más prolífico y entusiasta plumífero de la OMLE, todos rehuíamos en lo posible poner mano al bolígrafo. Encontré un resquicio para escapar al hastío ocupándome nuevamente del sector estudiantil.

A los estudiantes omlianos y simpatizantes se les tenía relegados desde las sacudidas de febrero, hasta el punto de que una tendencia «oportunista» se había infiltrado entre ellos, estando en vías de alzarse con el santo y la limosna. Debí plantarle cara, en una serie de altercados verbales que terminaron en ruptura. Nuestros rivales atrajeron al mayor número de estudiantes, si bien tal vez los de peor fibra política, por cuanto se hundieron pronto en la inoperancia. Los que nos siguieron fieles sufrieron un adoctrinamiento intensivo en la línea de la OMLE, y se pusieron en acción con muchos bríos. Pasado el verano, estaban en condiciones de lograr un meritorio éxito, al torpedear en varias facultades las elecciones a delegados. El PCE y la mayoría de los partidos de oposición apoyaban tenazmente estas elecciones, motejadas por nosotros de fascistas, al patrocinarlas las autoridades.

El empuje de los estudiantes les creaba la urgente necesidad de un aparato autónomo de propaganda. Se supo de una multicopista existente en el local de un semanario vagamente democrático, iniciador de la moda llamada un tiempo pornopolítica: la revista Gentleman, título inglés muy apropiado para los ejecutivos agresivos que con ánimo audaz se entregaban a una meliflua oposición al franquismo. Gentleman se transformó por entonces en Guadiana. No teníamos el menor motivo para simpatizar con ellos. En su redacción trabajaban afiliados a partidos de izquierda, incluyendo a nuestro informador, sobre los cuales podían recaer sospechas si se efectuaba la «expropiación». Para evitarlo, procuraríamos que el golpe se atribuyese a los fachas.

—Es una provocación, no debemos caer en ello.

—De provocación, nada. Necesitamos la máquina, y no hay más remedio. A los fachas no los va a perseguir la policía, ¿verdad?, así que bien se les puede cargar el muerto. ¿O es que han pescado a los que queman las librerías?

—Bueno, pero…

—Además, en el fondo los de Guadiana son fascistas. Sólo intentan salvar a los monopolios de la crisis del régimen. Y tienen dinero de sobra.

—Sí, sí, pero no me gusta.

—¿No recuerdas lo que decía Dimitrof? Hay que aprender también de los fascistas, hasta de sus provocaciones.

La operación contra Gentleman-Guadiana salió bordada. Los muros y las alfombras del local quedaron embadurnados de pintura, cruces gamadas y advertencias: «Camuñas, tonto útil, no te olvidamos». (Este Camuñas, no sé si el que llegó a ministro, patrocinaba la publicación). Firmaban unas siglas, CANS, que en gallego significa «perros»[49].

Ahora la publicidad en la prensa no pudo ser más ruidosa: un verdadero escándalo. Como los fascistas se conocían entre sí, debieron notar un tufillo extraño, y Pueblo se refería a «marxistas muy listos» como probables autores. Pero al menos a Fuerza Nueva parece que le agradó el regalo, pues sacó un comentario, ligeramente enigmático, en el que resplandecía su contento.

Y así transcurrían los meses. Entrado el verano, salió en libertad provisional Luisa, mujer de Delgado, una estudiante sevillana, simpática e ingenua, muy enamorada de su marido. Volvía animosa y dispuesta a la lucha. Ocasionalmente le asomaban indecisiones, pese a la confianza ciega que depositaba en Delgado.

Permanecimos en el piso unas semanas más, y después nos separamos. Poco más tarde fui enviado a Galicia, pero simultáneamente con lo narrado en este capítulo, ocurrieron cruciales incidentes, que reseñaré.