Capítulo III

UN PUÑADO DE CAMARADAS

En Madrid me contaron que acababa de desertar el tercer miembro del comité de redacción. Me extrañó una barbaridad. Era un antiguo estudiante, perspicaz, muy serio, rígido e intransigente. Muy stalinista. Mentaba con sumo desdén a quienes se marchaban de la OMLE. Antes de mi partida a Bilbao charlábamos a menudo, y recuerdo sus expresiones: «Hoy la juventud sólo tiene una salida: la revolución, la rebeldía. Las demás conducen al vacío, a la autodestrucción». Tuvo una hija, así como un empleo con excelentes oportunidades de ascenso; supongo que tan felices sucesos entibiarían su stalinismo. Al irse volvió a creer en la propiedad privada, y reclamó una olivetti portátil. Pero yo seguía sin creer en dicha propiedad, y la máquina quedó para el partido, y posteriormente para mí. Con ella escribo este libro. Máquina humilde, pero dura y resistente. Al que fuera su propietario le apodábamos, burlones, «el Excombatiente»[40].

No obstante, quién le reprocharía nada, al cabo de los años. Se equivocó menos que los que persistimos. Aun siendo la revolución la única salida, como él aseguraba, no era una salida alegre.

¡Ah, días aquellos, opaca sensación de huida de la vida! ¡Tristes preparativos para la fecha que no llegará, mientras el instante fluía dejando doliente memoria! Tristes como esas canciones cosacas, de poderosa nostalgia, como pasodobles al acordeón, escuchados una tarde de domingo, o como trigales después de la siega, hollados por ovejas que suenan sus esquilas, perdidas en las ondulaciones inmensas de pardos y amarillos tras las que el sol y su luz se van perdiendo.

Me informaron de los proyectos en curso, que ninguna deserción alteraría. Pérez Martínez se pondría a salvo en Bélgica, acompañado de Montse en calidad de secretaria. Se seguían los esquemas de Lenin, adaptándolos de la época zarista: parte de los dirigentes se situaba fuera del alcance policial, y controlaba los hilos orgánicos de modo que siempre pudieran reemprenderse las tareas si un golpe represivo desarticulaba el aparato del interior. En París vivía ya Cerdán con su mujer, Lina, Ares y alguno más.

Dentro de España, la comisión ejecutiva quedó integrada por Delgado de Codes a cargo de organización, y responsable político provisional; Sánchez Casas como jefe del aparato de propaganda; Abelardo Collazo encabezando la comisión «técnica», esto es, armada; y yo mismo, llevando la revista y los contactos con la malparada sucursal andaluza. Entró luego Bueno de Pablos, responsable del comité de Madrid, al cual se daba especial relevancia.

Intentaré retratar a este septeto, ya que fue el que configuró decisivamente el espíritu, el estilo y las ideas del PCE(r) y el Grapo.

Delgado sentía por entonces una admiración ilimitada hacia Pérez. «Es asombroso los conocimientos y la visión política que tiene: la mejor cabeza política de Europa». Frases así le nacían de su natural generoso y apasionado, condicionado por una cultura no muy profunda, falla común a todos nosotros. Se complacía en creer que Pérez, a su vez, le estimaba calurosamente, como a persona con mentalidad más abierta e intereses más varios que los demás camaradas, y se veía a sí mismo como lugarteniente de aquél. Lo pensaba con sencillez, sin asomo de soberbia: de hecho se encontraba más bien molesto en la comisión ejecutiva, el organismo dirigente, y añoraba sus tiempos en comités inferiores, donde bregaba con los problemas cotidianos, en medio de activistas de su estilo, a quienes insuflaba ardor combativo. Alejarse de sus tareas favoritas y sumirse en el trajín burocrático contrariaba su modo de ser: «Dentro de poco me veo con manguitos y visera, contando billetes detrás de una ventanilla. No hago más que repartir y controlar el dinero, y encima el jaleo de las llamadas telefónicas», se quejaba medio en broma medio en serio.

Tras absorber sin crítica los conceptos organizativos de Pérez, había perdido empuje propio. Escribía en el Bandera artículos en torno a cuestiones de organización, en los que se traslucía un creciente alejamiento de la realidad: generalidades, buenas intenciones y un tono sabihondo típico del estilo rojobanderil. Le gustaban los párrafos brillantes, con juegos de palabras y metáforas sugestivas; detestaba especialmente el soniquete lastimero, autocompasivo y ambiguo corriente en la propaganda de muchos antifranquistas.

Marcaba fuertemente su conducta el romanticismo revolucionario, con su carga de humana simpatía, pero también de arbitrariedad y subjetivismo.

Un día, charlando, se refirió a la fuente de nuestra vocación rebelde. «He llegado aquí partiendo del utopismo; yo era un poco anarcoide. En Cádiz existe mucha tradición anarquista, en la vida misma de la gente. La gente es muy cachonda, y con una mezcla de liberalismo… Todavía se recuerdan las Cortes de Cádiz, es parte de la tradición de allá. Y a personajes como Salvochea, a antifascistas… Es curioso, los anarquistas tenían una veta puritana muy fuerte. Cuando se alzaban, una de las primeras cosas que hacían era destruir las bodegas y prohibir el alcohol. Yo creo que hay una veta utópica, o anarquista, en el movimiento obrero español, que es difícil de eliminar. Pedro (Pérez Martínez) me contó que él también al principio partió del utopismo, de la idea de un mundo de igualdad y comprensión entre los seres humanos. Yo creo que esa veta utópica se puede asimilar un poco, aunque, claro, de por sí lleva a la reacción. Es casi religiosa…».

Le encantaba Galdós y el siglo XIX español. Al revés que a mí, pues ese siglo siempre me pareció chato, vocinglero y neciamente sanguinario.

Delgado se crió en Segovia, pero vivió en Cádiz unos años, mientras estudiaba Náutica. Precisamente esos años juveniles que dejan una impronta más profunda, porque es cuando se abandona la vida familiar, y cada cual choca con el mundo, o se zambulle en él.

En la escuela de Náutica tomó parte notable en los primeros y aún débiles principios de la reivindicación, difusamente politizada. Después conoció la OMLE y se metió en ella de hoz y coz. Trabajó en unos astilleros y en la construcción, mientras sobresalía como la persona más capacitada del círculo local.

Había algo de artificial o, mejor dicho, de esfuerzo consciente y tal vez penoso en su aire extrovertido y resuelto. Delgado sostenía una lucha interna, agravada por contradicciones intelectual-obrero, enconada en los partidos «proletarios», al revés de lo que pretenden. Esa lucha se reflejaba en una imprecisa tendencia mística, en altibajos, violentos a veces, de su ánimo, debidos, según creo, a crisis de desconfianza saldados con un agudo sentimiento de culpa.

Tuvimos una buena amistad, si bien nunca llegamos a intimar por completo, acaso porque compartíamos algunos defectos. Cuando una bala truncó sus días en la plaza de Lavapiés, del viejo Madrid, noticia que la radio repitió muchas veces, recibí una fuerte conmoción, pese a llevar yo ya tiempo fuera del partido. La muerte de quien hemos tratado mucho, aun si la amistad se ha desvanecido, nos introduce de golpe en el vértigo del vacío[41].

Muy diferente es Sánchez Casas: sencillo, alegre y dicharachero, carácter frecuente entre los gaditanos. Amigo de disfrutar de los pequeños placeres de la vida, ha sido al mismo tiempo un trabajador sobrio, animoso, dispuesto a hacer chistes en medio de las dificultades. No exigía a otros tareas que él mismo no se sintiera capaz de sobrellevar.

Digo que se diferenciaba de Delgado en que no se apreciaban en él, externamente, signos del combate interior a que he aludido. Por el contrario, Sánchez mostraba un humor jovial y sostenido, confiado en sí mismo y en la causa. De espíritu inquieto y un tanto truculento, era capaz de gran ternura, especialmente hacia su mujer, típica gaditana como él, muy sacrificada y de débil salud.

Sánchez Casas tuvo afición y por lo menos algún talento para el teatro. Autodidacta, adolecía de limitaciones características, que se hacían insufribles para Pérez, también él autodidacta: «habla y habla sin sustancia», decía este último. Por esa aversión lo alejó de la comisión ejecutiva e impidió que fuera reelegido en el I Congreso del PCE(r).

De un estilo similar al de Sánchez era Bueno de Pablos, madrileño castizo, aunque nacido en Caracas. Bueno venía a ser más ingenuo y menos voluntarioso que Sánchez. Le ganaba en cambio en sentido común y en cierta virtud moral que le rebullía en la trastienda, impidiéndole contentarse tan fácilmente con el criterio de que cuanto se haga está bien, si lo ejecuta la vanguardia proletaria y en nombre del socialismo. Vacilaba, y se sentía por ello culpable ante el ejemplo que creía le daban camaradas más endurecidos. Terminaría rompiendo con el partido, después de los secuestros de Oriol y Villaescusa, en los que participó[42].

Abelardo Collazo es el segundo del clan que ya no vive. Fue abatido por la policía en Madrid, cerca de Estrecho, el año pasado. De mediana estatura, musculatura de Hércules, cráneo ancho y ojos claros, semejaba un prototipo de guerrero celta, y como tal cayó, frente a sus perseguidores, un atardecer de verano. Se habían fugado de presidio meses antes[43].

Vigués, era hombre parco en palabras y pródigo en hechos; muy trabajador, sobrio y austero en extremo, con buenas cualidades intelectuales y afición a las bromas. Él encabezó la huelga de los obreros de la construcción del barrio de Coya, hacia el año 70; huelga de las primeras de Vigo en el ramo, y por ello más significativa. Organizó asimismo las primeras acciones violentas de las juventudes del PCE en Vigo, en vísperas de la escisión, de la que fue también un protagonista principal. Atraído por las armas, estudiaba el asunto, y llegó a hacerse unas ideas propias, si bien a la postre aceptó sin chistar la orientación «tupamara» que prevaleció.

Ya en la OMLE, su inteligencia natural se eclipsó parcialmente por una voluntaria supeditación, casi supersticiosa, a quien él llamaba «El Jefe», el secretario general. Debido a su temor a cometer errores políticos, el rendimiento práctico de Collazo descendió sensiblemente, hasta el punto de quedar semiestancado. Habiendo sido reenviado a Galicia, junto con Hierro, para expandir la organización en la zona, tras la muerte de Franco, sorprendió a todos con su tensa pasividad. Hierro nos explicó que había perdido la iniciativa a causa de su obsesión por no incurrir en faltas, y en las consiguientes críticas desde el centro.

Esa actitud suya motivó que Cerdán le sustituyera al frente de la sección armada. Sin embargo, tanto Collazo como Hierro soportaban con disgusto a Cerdán, y se incubó entre ellos un resentimiento tanto más peligroso cuanto que no se expresaba en discusiones abiertas, y que reventó como una herida infectada cuando el desastre de la «Operación Cromo».

Su insatisfacción salía a la superficie en frases de apariencia nimia. Volviendo una mañana de un asalto nocturno a un local fascista, decía: «Parecemos guindóns. Cando a xente vai ao chollo, nos ímonos deitar» (Parecemos cacos. Cuando la gente va al trabajo, nos vamos a acostar)[44]. Esperando un sábado por la tarde a otros camaradas, por el metro de Carabanchel, observábamos el desfile de mozas y mozos obreros, ataviados chillonamente, que iban al centro o a las discotecas. «¡Cuándo se les quitarán de la cabeza esas estupideces que les mete la burguesía!», rezongó con un deje de amargura.

Muy en relación con Abelardo estuvo el citado Cerdán, procedente, como he dicho, del barrio madrileño de Quintana. Ese complejo personaje, pese a su humor seco, agudo y a menudo muy gracioso[45], carecía de las virtudes humanas apreciables en los demás. Desagradaba a muchos su genio despótico. Delgado y Bueno, sobre todo, le tenían marcada antipatía, que afloraba en comentarios cáusticos y hasta en motes ultrajantes, aunque no, por desgracia, en oposición directa. Con él tuve las desavenencias más serias y prolongadas, que llegaron a paralizar la comisión política. Aun así, no compartía yo aquella antipatía, pues iba más con mi particular escala de valores su estilo disciplinado y su ejemplo personal. Cerdán había abierto paso a varias innovaciones, por lo que Ares, admirador suyo, le llamaba «El rompehielos». Él montó el primer aparato de propaganda capaz de tirar Bandera Roja, exploró por los Pirineos en busca de un paso clandestino utilizable y acometió la audacísima Operación Cromo, si bien fue luego responsable de su nada glorioso final. Precisamente su actitud de entonces destrozó el respeto caluroso que, pese a nuestros encontronazos, me inspiraba su persona.

Sus cualidades brillaban en la organización de actos muy concretos y puntuales, pero se mostraba inepto para planes que exigieran combinaciones y amplitud en el tiempo. Se guiaba por una lógica fría y precisa, aunque de cortos vuelos.

Trabajar entre «las masas» no era su fuerte. Si no daba desde el principio con personas de su cuerda, las desechaba sin miramientos como oportunistas o inservibles. Quiso en el 70 seguir estudios de biología en la Universidad, pero problemas burocráticos se lo estorbaron. «Mejor, comentó, esto le hace ver a uno la catadura de estos fascistas». Hizo entonces un cursillo acelerado de electricista. Sus condiscípulos, jóvenes trabajadores, debían constituir buen material para el proselitismo; no obstante, concluyó enseguida que se trataba de «aristocracia obrera», enemigos en suma.

Al principio de su estancia en París hubo de soportar duras penalidades, hasta colocarse en una imprenta. Cuando se asentó, empezó a editar con Lina —su mujer—, Ares y Manuela, una publicación bilingüe, que enviaban a periodistas y vendían en tres o cuatro librerías. Lina era una muchachita de Vallecas, sensible y valiente, de familia proletaria. Le disgustaba la capital francesa: «No aguanto este ambiente. Se parece a las pesadillas que tenía de pequeña». En París les nació un niño, a quien conocía el vecindario: «de oídas», se chanceaba Cerdán aludiendo a sus llantos. Manuela, esposa de Ares, era una suiza grande, guapota y simpática, con una visión emotiva de España. Le impresionó mucho, ya en septiembre de 1975, el fusilamiento de Chiqui, etarra extremeño que murió cantando el Eusko gudariak frente al pelotón. «De esos, en España, así», le afirmaba orgulloso su marido, juntando y separando las puntas de los dedos en gesto expresivo.

Cerdán orientaba asimismo a unos marxistas-leninistas franceses, esmerándose en inculcarles la coriácea pugnacidad de la OMLE. Pero el grupo aquel no salía del puñado de miembros, celosos entre sí por el poder, para colmo. Los maos galos marchaban ya al garete, y estos problemas eran generales. Uno de ellos fue traído a España, para instruirlo en la vida clandestina, paseándole por la red de aparatos de propaganda, de Barcelona a Sevilla. El visitante trataba de no mostrarse impresionado.

Con la colonia de obreros españoles emigrados no adelantó Cerdán prácticamente nada. Los asimilaba a los exiliados: en su concepto, estaban bastante corrompidos, y apenas se encontraría alguno que en aquel momento mereciera la pena. Opinión compartida luego por Pérez desde Bruselas, donde tampoco hizo cosa de provecho con los emigrantes.

Tenía Cerdán la costumbre de meterse en mil cosas que no entendía. En ello imitaba a Pérez Martínez, a quien consideraba un Marx o un Lenin, y cuyos gestos y ademanes copiaba inconscientemente. En todo colectivo se cultivan ciertos modelos, y más en los maoístas, condicionados por una martilleante mitificación de los ínclitos dirigentes, y principalmente del dirigente máximo. Tengo la sensación de que Cerdán veía como modelo particular a Engels, en su doble vertiente de amigo predilecto de Marx y de los modales drásticos atribuidos al «General»[46].

Como se colige de lo anterior, el tan nombrado Pérez resultaba en muchos aspectos el individuo más sobresaliente del equipo.

Albañil, nacido en Melilla, militó en las juventudes del PCE del Pozo del Tío Raimundo. Posteriormente ingresó en el PCE(i), más radical, donde dirigió el sector universitario. Era «el obrero» de dicho partido en Madrid, y, por tanto, el más adecuado para deslumbrar a los deslumbrables estudiantes de izquierda. De ahí que se considerase un experto en el movimiento estudiantil, en el cual se alcanzaban éxitos «con la gorra», decía, si bien nunca especificó cuáles fueron los suyos. Sí se gloriaba, más concretamente, de haber fundado las CCOO juveniles, y organizado un notado boicot a los autobuses de Vallecas a El Pozo. Imagino que exageraba un tanto, pues en la labor con la gente sin partido nunca despuntó. Dejó el PCE(i) a raíz de unas caídas, en medio de agrias recriminaciones con sus camaradas. Luego se metió en la OMLE, con algunos seguidores, en las circunstancias reseñadas.

Corto de estatura, de frente despejada y expresión penetrante y colérica, una absorbente manía de grandezas domina, a mi entender, su personalidad. Esa manía le impone exigencias y desconfianzas excesivas, y debe hacer de su vida una pesadilla. Se manifiesta en todas sus actitudes, desde el boato y ceremonia con que rodea, en lo posible, sus decisiones, al halo de trascendencia con que realza los combates internos del grupo, en los cuales su opinión (la postura revolucionaria) triunfaba sobre las fuerzas de la reacción y el oportunismo. Luchas decisivas para la historia, por cuanto decidían el rumbo de la vanguardia proletaria, comisionada a su vez para enderezar a las masas hacia una sociedad portentosa.

Se preocupaba especialmente de ponerse a salvo de la represión. Las primeras redadas amplias le indujeron a refugiarse en el extranjero. Pero el refugio le iba incómodo, y retornó a España, donde husmeaba por la Costa Brava y otros lugares para hacerse inaccesible a la policía. Cuando naufragó la Operación Cromo, insistió tenazmente en emigrar a Argelia, junto con el resto de la dirección política. No actuaba así por cobardía, sino por conciencia de su misión, pues no ignoraba que la pérdida de su persona supondría un quebranto serio para la causa revolucionaria. Cuando, pese a sus desvelos, cayó detenido en Benidorm, en octubre del 77, junto al resto del comité central, lanzó su partido una intensa campaña de carteles con su efigie y el lema «Liberemos al camarada Arenas». Los demás dirigentes se conformaban con menos carteles, y retratos menores. Incluso promovieron «huelgas generales» en toda España, sin el más mínimo eco. Según aseguraba Bandera Roja, a su líder lo reconocía como tal un extenso sector del proletariado.

Su dominio del marxismo-leninismo le permitía reelaborar los hechos a cada oportunidad, al mayor esplendor de sus opiniones. En septiembre del 80, por ejemplo, publicó la Gaceta Ilustrada, revista liberal, un largo informe acerca de «La verdadera historia del Grapo», inspirado o consentido por Pérez Martínez. Se narra allí cómo éste e Isabel Llaquet (Montse) «procedente de la Universidad de Barcelona» habían construido con Eizaguirre (Ares) «el núcleo primordial» de la OMLE, en la emigración, y al cual se unirían misteriosamente los gallegos y andaluces.

El sentido de la leyenda se descifra a la primera. Queda Pérez como fundador de la OMLE, flanqueado por su compañera Montse, ingresada todavía un año más tarde que él, y que al menos hasta el 77 no tuvo papel decisivo alguno en la OMLE o en el PCE(r). El tándem Pérez-Llaquet se formó en 1974, casi a los seis años de nacer el grupo. Tampoco representaba Montse, ni aun simbólicamente, a la universidad de Barcelona, pues estudiaba Políticas en Madrid. El nepotismo que exuda el relato de Gaceta Ilustrada marca a casi todos los partidos del género, como se observa, en versión desmesurada, en el de Rumania o el de Corea del Norte.

Con el citado cuento se borran de paso los dos años de implantación de la OMLE en España, la denodada fase oportunista, como se la llamaba después porque la organización no había sido iluminada aún por las ideas de Pérez. El relato aspira igualmente a hacer al PCE(r) representante de las nacionalidades de España: un vasco (Ares), una catalana (Montse), el núcleo gallego… Falta Canarias: Pérez se inclina por la separación de estas islas. Lo que no le impidió retener al técnico electrónico del Grapo, un canario, en vez de cederlo al MPAIAC para que éste perfeccionara sus «bombas guanches».

Todo el mundo tiene conciencia, aunque sea vaga, de sus propias limitaciones que, si no se reconocen, obligan a un esfuerzo de defensa y fingimiento. En Pérez la hibris se parapeta en justificaciones agresivas, descargadas contra las deficiencias o debilidades ajenas, las cuales descubre pronto, con perspicacia común en ciertas personas de vanidad hiperdesarrollada. Exhibe asimismo su modestia, traicionando la intención: no es él el magno, sino el proletariado, o el partido.

A su entender, la vida, sin excluir las cuestiones más personales, gira en torno a la política, campo donde se siente superior, capaz de altos logros. La política, sometida al yugo de su dialéctica, se convierte en la clave de cualquier asunto, permitiéndole zascandilear con autoridad en los temas más variopintos, del arte a la economía.

No le faltan notables dotes intelectuales, y posee una recia voluntad. Quien lo haya conocido no dudará de que, sin la distorsión impuesta por su obsesión maniática, sus cualidades habrían florecido en una carrera más positiva. Si al hablar de él destaco dicha manía, es por su valor típico. Más que un retrato personal de este desdichado, proporciona un retrato-robot aplicable a una legión de jefes de partido, marxistas-leninistas y otros[47].

Un fenómeno tan extendido en esos partidos no puede ser casual: dimana de la concepción misma del «partido proletario». Pérez definió a la OMLE como «vanguardia dirigente del proletariado», encargada de abrir camino y esclarecer a las masas en su misión histórica. ¡A quién extrañará que dentro de ese destacamento excelso sea el jefe, el definidor, el más excelso! Es el jefe quien, principalmente, elabora la línea, y «la línea lo decide todo». La autoestima de los Pérez, que vista con criterios ajenos parecerá desorbitada, se vuelve totalmente normal partiendo de las premisas marxistas-leninistas. No ya por sí mismos, sino por el proletariado al que, modestamente, se dignan representar sistemáticamente, deben los cabecillas resaltar, o preocuparse de que se resalten, sus obras, su clarividencia, lo ejemplar de sus autocríticas por errores siempre secundarios. Sólo una criminal irresponsabilidad hacia la clase obrera permitiría proceder de distinto modo.

Para constituirse en dirigente proletario no es menester ni el permiso ni la opinión del proletariado. La secta más insignificante es libre de adjudicarse tranquilamente el título, apoyándose en su propia versión de los textos clásicos marxistas y leninistas. Más no se precisa, porque a la clase obrera, señalaba Lenin, le es imposible con sus solas fuerzas saltar de la conciencia sindical a la conciencia socialista. ¿De dónde sacaría, pues, la competencia o autoridad para juzgar las teorías revolucionarias científicas? Éstas le vendrán, forzosamente, «de fuera». A los proletarios les toca seguir a sus ilustrados guías. Si no cumplieren tal obligación, ello sería señal de que se encuentran corrompidos o engañados por los reaccionarios.

La teoría se agita en el aire, se muerde la cola. La vanguardia, que entiende el sentido de la historia, se debe a él y se justifica por él. Dueña de la dialéctica, evalúa correctamente cada situación, cada viraje, cada fracaso (derrota pasajera, inevitable en el camino de la victoria no menos inevitable). ¿Y qué sentido encuentra a los acontecimientos? El de poner de relieve la necesidad de la vanguardia, la existencia de la vanguardia, lo acertado de su política. Poca ciencia poseerían los dirigentes si no supiesen discernir la necesidad histórica a través de los avatares cotidianos y demostrar cómo los actos del partido concuerdan con dicha necesidad. Más aún, que el partido es dicha necesidad.

Cada partido comprende y aplica a su manera las tesis marxistas, crea una línea política. En principio, el acierto o el error de las diversas adaptaciones lo dilucidará la práctica. Pero la práctica, ¡ay, amigo!, no es un concepto cualquiera al alcance de un patán: está determinada por la línea misma. Consiste en el conjunto de elementos de la realidad que coinciden con dicha línea, o que pueden manipularse para amoldarse a ella. Los análisis políticos abocan entonces a esa floración de retorcidas tautologías tan características de infinidad de partidos e intelectuales «auténticamente» proletarios, marxistas, leninistas y científicos.

Según se elijan unas u otras tesis de Marx, Lenin, etc., y según se recorte la práctica social que se debe tener en cuenta, brotarán mil líneas políticas posibles. Pero nada más que una se considerará correcta: cada partido, naturalmente, la suya (para desesperación del obrero de a pie, que se ve representado «en exclusiva» por decenas de grupos, e incapaz para determinarse sobre ninguno, debido a la tara de su conciencia sindical).

Este hecho implica un segundo: cada partido ha de disponer de un exégeta privilegiado de los textos clásicos. Él descifrará las escrituras, enfocará, de acuerdo con su versión de ellas, la sociedad y la situación en las que actuar; engranará debidamente, esto es, dialécticamente, las decisiones y virajes del partido con las teorías de los clásicos, traerá a colación la cita oportuna en el momento oportuno. Demostrará palpablemente que los demás marxistas yerran, y que yerran, no por malaventura, sino porque en el fondo son unos míseros agentes del enemigo, unos oportunistas: de no ser así, aceptarían sin dificultad las interpretaciones de él, del intérprete privilegiado, tal como los verdaderos comunistas que le siguen.

La tarea del intérprete provoca a quien la asume una tensión intelectual y moral tanto más aguda cuanto más vacuos los resultados. Pero a cambio obtiene la preeminencia y la adhesión incondicional de los suyos. Como otros que he conocido, Pérez realizaba lo que los demás no podíamos o no queríamos hacer, y ello, unido a una energía y habilidad maniobrera muy pronunciadas, y a su origen proletario, le otorgaban un prestigio impresionante para las mentes remolonas y en el fondo timoratas que engrosan partidos como el nuestro.

«Aunque nuestra inteligencia se siente siempre inclinada hacia la certeza y la claridad, nuestro espíritu es atraído a menudo por la incertidumbre», escribía un célebre tratadista del arte de la guerra. La inclinación a la claridad no entraña forzosamente amor al esfuerzo por conseguirla: casi todos preferíamos que la certeza nos viniera dada por la labor ajena. Una claridad apocada y tautológica que, como tal, tenía horror por las inciertas aventuras del espíritu. El marxismo rechaza la aventura, aunque luego la reintroduzca como adorno moral del revolucionario. Pero la incertidumbre está en el orden de las cosas, y muy especialmente de las políticas. La pequeña linterna de nuestra línea no alumbraba el mundo y la historia, como se pretendía. Por ello sentíamos un desasosiego íntimo, severamente contenido. El conflicto interior abrumaba a muchos, que desertaban, molestos por no lograr descubrir los fallos de unos conceptos autosuficientes, esféricos, de unos principios perpetuamente transgredidos y reafirmados. Otros, con la cuita de perder la mezquina claridad de las frases hechas, cultivaban una tenebrosa fidelidad al partido. Al partido del proletariado, guste o no a los proletarios.

Acabaré con unas palabras sobre mí mismo. Si es arriesgado describir al prójimo, aún lo es más el autorretrato. Para escapar al apuro, me ceñiré a algunos hechos que creo significativos, pasando a exponer en un plano general, como en el caso anterior, ciertos factores que nos confinaban.

Hasta los diecisiete años yo pensaba a la manera liberal, con una veta galleguista pronunciada. Repudiaba la dictadura, lo que me ocasionó disgustos sin importancia en el bachillerato. A la edad dicha me hallé trabajando en una gran fábrica de azúcar, en el centro de Inglaterra. Las condiciones eran ingratas, y más para quien no estaba hecho al trabajo físico sostenido. Tenía que andar largo rato, en el frío húmedo del otoño, hasta la fábrica, donde me pasaba ocho horas de pie ante una máquina, en medio de un estruendo endemoniado. Temía además percances derivados de la ilegalidad de mi empleo. Yo pensaba que en los países centroeuropeos los obreros vivían poco menos que en la gloria; evidentemente, me desengañé.

Más que el malestar y el cansancio físico me indignaba el estar sujeto a despido o contrato según la exclusiva conveniencia de los patronos, quienes absorbían no sólo el producto de mi sudor, sino una parte fundamental de mi vida, dedicada a su ganancia. Me solidarizaba in mente con cuantos se rebelaban contra ese destino. Mientras trabajaba me evadía imaginando posibles arreglos para una sociedad distinta, sin empresarios, cuya utilidad no descubría por ningún lado.

Estas ideas, presto olvidadas, renacían con fuerza en el curso de las peripecias juveniles. Una vez fui rechazado al desembarcar en Holanda, procedente de Inglaterra, por no llevar dinero encima. En el barco, desmoralizado y hambriento, me entretuve leyendo unos folletos turísticos rusos. Una frase se me grabó con el ímpetu de un mazazo: «En la URSS está abolida la explotación del hombre por el hombre». ¡En tan pocas palabras se encerraba toda una explicación de la sociedad!

Compartía la suerte de expulsado con un negro surafricano que afirmaba ser cantante, y ponía a mal tiempo buena cara, intentando además, caritativamente, animarme con salidas optimistas. Me habló de la situación de los negros en su país, y entre unas cosas y otras empecé a simpatizar definidamente con el comunismo. Pero sin pasar de ahí. Había leído bastante propaganda y no propaganda anticomunista como para dejarme arrastrar plenamente por un sentimiento cordial. Me había influido en particular una célebre novela de Koestler, El cero y el infinito.

Paradójicamente, otro libro anticomunista acabó de inclinarme en la dirección que luego seguí. Se titulaba, en español, La noche quedó atrás, firmado por Jan Valtin, ex agente de la III Internacional. Un relato en verdad terrible y maravilloso. Las hazañas, aventuras, ejemplos de abnegación que narraba, ¿no tenían acaso valor inmenso, aunque se acompañaran de crímenes? Nadie, por cierto, se entregaría tan en cuerpo y alma, tan ilusionadamente, a la defensa de un mediocre y corrupto régimen burgués. Sólo una causa grandiosa podía exigir tal pasión, inducir a tales gestas: la liberación de los oprimidos. Y el ajuste de cuentas a los opresores, que también contaba en mi ánimo, resentido por frustraciones propias de esa edad, cuando se tantea la vida con antenas sensibles que, al contacto con el mundo real, han de encogerse bruscamente, heridas o quemadas tantas veces. Y con un espíritu tan elevado, ¿no se superarían los matices siniestros que enturbiaban la lucha emancipadora? En cualquier caso, la contienda por un mundo mejor no era «como ofrecer un banquete, ni escribir una obra, ni pintar un cuadro o hacer un bordado; no puede ser tan elegante, tan tranquila y delicada, tan apacible, amable, cortés, moderada y magnánima. Una revolución es un acto de violencia…», me aclararía Mao.

En la Universidad, o cuando se convocaban manifestaciones populares, me metía por libre en los enfrentamientos a pedradas con la policía. Creía que aquellas algaradas las promovía el PCE, pero solían venir de sectores más radicales y minoritarios. A finales del 68 o principios del 69, después de unos desgraciados sucesos personales, ingresé en el mencionado partido, y el resto viene aquí relatado.

Los deseos, buenos en demasía, de transformar el mundo, de allanar la senda al «hombre nuevo», etc., encubren por lo general ambiciones menos plausibles. Como los demás, yo daba todo por la clase obrera; pero ¿qué clase obrera? No la compuesta por trabajadores de carne y hueso, seguro, sino un ente prodigioso, omnipotente, hacedor de la historia, repleto de sublimes cualidades. Y ese proletariado fantástico, ¿qué era sino el reflejo ultraidealizado de nosotros mismos, de nuestros sueños disparatados de gloria y poder?

Al endosar al proletariado nuestras fantasmagorías, eludíamos la responsabilidad personal y desvanecíamos los reparos al intento de realizarlas. Ese talante produce resultados distintos, según los individuos. En unos, la supeditación voluntaria a los dirigentes, encarnación de la potencia clasista. En otros, el ansia de hacerse con tal poder. La lucha interna por la supremacía adquiere entonces una doblez y ferocidad extraordinarias. Como nadie confiesa defenderse a sí mismo, ni habla en nombre propio, sino, humildemente, de la clase obrera, se pierde todo freno individual. Cada bando percibe con nitidez los anhelos personales, «no proletarios» del opuesto, tanto como se ciega a los suyos propios, enfermizamente disfrazados. Sólo el vencido en la pelea recupera su personalidad responsable; pero lo hace como sujeto odioso, enemigo del pueblo, espía, basura. Es necesario el castigo, moral o físico, así como el reforzamiento de la rígida obediencia a la facción triunfante, al objeto de disuadir, de impedir nuevas batallas y evitar la atomización en un combate de todos contra todos. Las camarillas se multiplican. Quedando irremisiblemente al margen los obreros reales, ¿quién oficiará de árbitro entre las facciones en pugna? Las facciones mismas, su pericia dialéctica y su poder material.

Quien sueña cosas desmesuradamente buenas para sí y para la sociedad, fácilmente se cree llamado a cumplirlas, a menos que el miedo y la abulia le detengan. Verá monstruos en cuantos estorben sus ansias redentoras. Pero la fuerza de los monstruos resulta con frecuencia aplastante. Los reveses menudean. A cada frustración, el enemigo aparece más desalmado y bestial, y uno mismo se ve noble y junto hasta lo indecible. El rencor, la furia, se exacerban. El mundo se torna hostil, empezando por la clase obrera, que no acata las órdenes y consignas, que muestra tal incomprensión hacia quienes se sacrifican por ella. Viene el decaimiento, el cinismo. O la autoinmolación exaltada, como justificación suprema.

Llega a ocurrir, sin embargo, que sepamos sacar ventaja de alguno de los vientos de la historia. Moral o intelectualmente no éramos tan superiores como imaginábamos, pero tampoco tan inferiores a nuestros adversarios, aquejados de parecidos defectos, si bien con los pies más afincados en tierra. Y nunca es imposible un vuelco favorable en la situación política. Las banderas «revolucionarias» avanzan, y hasta consiguen hincarse en el poder. A la postre se descubrirá lo que se ha descubierto: que el mundo feliz tan ansiado se aproxima, en efecto, a Un mundo feliz.

El pensamiento caprichoso, la arbitrariedad histérica, pasan por objetivismo y materialismo gracias al método de encarnar las fantasías en una fuerza social actuante, el proletariado (o la juventud, los marginados, la mujer… hay mucho donde elegir) la cual recibe, sin pedirlos, los mágicos dones que les otorgan los doctrinarios. Pero ese proletariado, como digo, tiene poco de real, es una condensación fantástica de los propios deseos. Nada mejor ocurre con la «burguesía», simple nombre con el que viene a designarse lo despreciable. Burgués es el enemigo de los dirigentes partidistas, viva como viva y de lo que viva. En burgués se convierte el militante cuando no se somete hasta el fondo del alma a los seudomitos oficiales.

Un tontaina de los que ahora copan la parra especulará sobre la libertad ilimitada que entraña el no sujetarse a norma, convención o idea que no salga de la propia conciencia, la propia imaginación más bien, lanzada por caminos de vértigo. Pero es de estricta justicia que en esa parodia de libertad se esfume la individualidad, y que las ambiguas aspiraciones criadas en su nido obliguen a tareas de forzados, siempre incumplibles, siempre necesitado de coartada su fracaso.