EN BILBAO
A la conferencia de la OMLE habían concurrido sendos delegados por Euskadi[26] y Cataluña. Procedían ambos del comité gaditano, y en realidad no representaban a nadie, pues residían en dichas nacionalidades desde hacía pocos meses, tiempo insuficiente para asentar un círculo de afiliados.
El enviado a Euskadi, Francisco Fournier, era hermano de Marcial, antiguo dirigente y luego adversario de la OMLE. Después de una temporada en que su labor organizativa marchaba con buen pie, Francisco se fue desanimando. Contaba en Vizcaya con unos pocos simpatizantes, pero los dirigía con fe tambaleante, y pronto se estancó su actividad.
Ante la falta de información precisa, la dirección en Madrid se olió chamusquina. A fines de agosto vino Pérez Martínez a exponer el caso en el comité de redacción. Desconfiaba de que Francisco estuviera traicionando bajo el influjo de su execrado hermano.
Se me propuso ir a Bilbao a conocer el caso y establecerme allí, si lo creía necesario, en sustitución de Fournier. Ni que decir tiene que acepté con gusto. Me despedí a toda prisa de mi empleo, donde me ofrecieron aumento de sueldo y traslado a la central sevillana de la compañía, con eventual promoción ulterior.
Tomé para Bilbao un autocar de esos no muy regulares, que suelen transportar a soldados de permiso. Me acompañaba Montse, Isabel Llaquet, o Llauquet, en la vida corriente, una joven larguirucha, de facciones agradables. Estudiaba en Madrid la carrera de Políticas, que no terminaría, y asistió a la conferencia, donde llamó la atención del secretario general por su aire serio y una o dos intervenciones secundando las tesis de aquél. Más tarde pasó a funcionar como enviada especial de la comisión ejecutiva, tarea que le absorbía mucho tiempo en viajes de aquí para allá, transmitiendo cartas, directrices o propaganda a las ramas locales, o tratando a contactos aislados en tal o cual ciudad. Acaso fue esta misión la que imprimió en su fisonomía un sello de resignada pesadumbre: sabía de las citas fallidas, las esperas interminables, teñidas de inquietud por el peligro, el aburrimiento de las largas horas sin objeto en ciudades extrañas, los agotadores trayectos en autocares y trenes incómodos (había que ahorrar). Su puesto exigía una buena dosis de abnegación.
Por la charla del viaje noté cómo se había agravado en ella el rígido esquematismo que de antes le conocía. Ese fallo, unido a la pobreza de sus dichos, contrastaba con su expresión inteligente: reflejaba inseguridad y agarrotamiento. Me pareció que el cometido de aguijonear a los contactos renuentes —la mayoría— era inapropiado para ella, capaz de desempeñarse sólo entre quienes compartían de antemano su ideología.
Había anochecido cuando nos apeamos en Sestao, donde vivía Francisco. Montse sabía sus señas, una casa vieja y fea, alumbrada con luz más bien mortecina, amarillenta, común en la zona, y que despertaba lejanas imágenes de penurias de la prolongada posguerra. Con Fournier estaba su esposa, mujer de la localidad, creo, con quien componía una estampa nada alegre. Tal vez pasaran por una mala racha en sus relaciones, pero tuve la impresión de que su tristeza provenía del desencanto, de la huida del ardor político, que volvía aún más ingrata la lucha clandestina. La mujer había colaborado una temporada, pero ahora tiraba visiblemente de su compañero por otros rumbos, y no disimulaba su cansera amarga. Puede que estuviera embarazada[27]. El semblante de Fournier era abúlico y tristón.
Nos recibieron fríamente, hasta con una difusa antipatía, muy acorde con el piso desabrido, escuetamente amueblado. Montse pernoctó en él, aunque no recibió invitación en tal sentido, como hubiera sido de cajón entre camaradas. Esta atmósfera cargada delataba la mala situación política con más seguridad que las breves frases, todavía superficiales, que cruzamos al cenar. Buscamos luego una pensión cercana, donde me alojé.
Al día siguiente, domingo, aprovechamos mañana y tarde para ventilar los problemas. La reticencia de Fournier se disipó parcialmente; aunque se notaba a la legua que las discrepancias tenían mal arreglo. Insistía él en que trabajar políticamente en Bilbao era «duro, muy duro», y muy difícil relacionarse, debido a la suspicacia reinante, sin que quedara más vía que la de agruparse junto a los demás partidos izquierdistas. Manteniendo frente a ellos la independencia política, naturalmente.
—¿Cómo vas a seguir independiente si entras en los tinglados de los oportunistas?
—Hoy por hoy estamos todos un poco por lo mismo. Podemos hacer juntos parte del camino, sumar fuerzas para liquidar al fascismo. A continuación sería el momento de lanzar la lucha a fondo contra ellos.
—Eso es absurdo. No iremos unidos ni por un instante. Ellos van en una dirección y nosotros en otra distinta. Ellos no están por liquidar el fascismo, sino por lavarle la cara. Debemos desenmascararlos desde ahora mismo. Después seria tarde.
—Tú no conoces la situación aquí. En Madrid se podrá atacar a Comisiones o a Camacho, pero aquí, si vas a la Naval, por ejemplo, y te metes con Redondo, te echan a palos.
—Habría que verlo. Y en Madrid tampoco es fácil poner en su sitio a Comisiones. La gente no se cree ya sus historias, pero sigue imaginando que sus dirigentes son majos, que han dado el callo y hay que respetarlos por eso. Que no hay que llamarles traidores, aunque se equivoquen. Pero nosotros hemos de hacerlo. Mira lo de Chile. ¿No nos quedamos solos diciendo a la gente que no creyese aquella porquería oportunista de Allende? ¿Y quién tuvo razón al final? ¿O vamos a dejar que termine por pasar aquí lo de Chile?
—Te repito que aquí las cosas son diferentes. No puedes abrirte paso independientemente, tienes que contar con los demás grupos. El Peceí lo intentó hace tiempo, y fracasó. Ahora sigue otro camino.
—El Peceí en otro tiempo tenía un poco de honradez, y, en cambio, ahora están hechos unos lameculos de Carrillo. No es que hayan fracasado, es que se han pasado al revisionismo. Eso sí, con mucha verborrea izquierdista. El cuento de siempre. Nosotros debemos ir a la gente, a las masas, y no a los revis y oportunistas. La inmensa mayoría de los obreros no sigue a esos rollistas, se ha desengañado de ellos. Sólo tienes que ver cómo casi nadie hace caso de sus convocatorias…
Fournier guardaba lealtad a la OMLE, si bien se colegía de su actitud que deseaba llegar cuanto antes a una ruptura limpia, sin rencor. ¡Cosa nada simple, ciertamente!
Caminábamos con Montse hacia Portugalete, conversando bajo la llovizna. Envueltos en el día gris, los edificios oscuros y desiguales, la mezcla caótica de casas, talleres, solares, fábricas; las numerosas callejuelas sin pavimentar, encharcadas, las fachadas sucias… Todo ello desprendía una melancolía densa. Habíamos bajado primero a Baracaldo. En el límite con Sestao, en un cerrillo, se alzaba solitaria una vieja iglesia de aspecto neogótico, rojiza por el polvo de mineral. A Montse le sugirió un incongruente cuadro medieval, de alguna película de Orson Welles[28]. En Portugalete, desde la carretera, contemplamos los altos hornos, que se adentraban por medio de la ría, echando fuego y humo como un gigantesco dragón erizado, agazapado. La belleza áspera de los conjuntos de grúas y estructuras metálicas, la consoladora proximidad del mar y las verdes montañas no bastaban a disipar la tristeza del paisaje.
Fournier mantenía contactos con la ETA, en forma novelesca. Se dejaban mensajes detrás de unos cartelones publicitarios, frente a la estación de Baracaldo, junto a unas tabernas. Yo había leído en libros de espionaje tales métodos, similares a las estafetas rurales utilizadas por la guerrilla en los años cuarenta. Peligrosos ahora, pues si seguían a un remitente se abrían enormes posibilidades de control policial. Pero el agudo temor al control era la razón de esos métodos. Antes de salir para Bilbao me advirtieron que esta ciudad estaba plagada de policías: «te encuentras grises o verdes cada veinte metros», comentó Collazo. De hecho, en Madrid había bastante más presencia policial.
El contacto de ETA no dio más señales de vida. Pertenecía a uno de los periódicos desgajamientos obreristas que sufría dicha organización[29]. De los escindidos, unos se inclinaban por el trotskismo, y el resto vacilaba entre diversos partidos en competencia por atraérselos. La OMLE les había mandado documentos y críticas a través de un ex seminarista vizcaíno, activista años antes en el Pozo del Tío Raimundo, y miembro de ETA.
—Después de la muerte de Chiquía[30] —expuso Fournier— no hay quien se aclare dentro de ETA. Hoy la ETA da risa a mucha gente.
—Da risa a los cabrones «izquierdistas». Mal que bien, son de los pocos que se enfrentan de verdad al régimen. Por eso dan risa a la gentuza.
—¡Pero si no se aclaran! El propio Chiquía se empeñaba en montar una guerrilla estilo cubano o algo así, basada en el campo y los caseríos.
—¿Y qué más da? Yo no sé en lo que andaría. Lo que cuenta es que no se concilian con el capital, no venden el movimiento popular. Ya sabemos que no son comunistas de verdad, pero se baten consecuentemente.
—Muchos de ellos son curas, o ex seminaristas. Los curas tienen aquí mucha mano, se meten en todos los rincones de la izquierda.
—Si en todas partes hicieran como los que apoyan a la ETA, los atacaríamos menos.
—Bueno; ya te irás enterando. Yo todo lo que puedo hacer es pasarte la gente que nos queda.
Acordamos que me facilitaría una reunión con el único simpatizante que seguía en la brecha, llamado Chistu —porque estaba aprendiendo a tocarlo—, el cual, como el mismo Fournier, entraba ya en el área de atracción del PCE(i). Montse volvió a Madrid.
El previsto encuentro degeneró en encontronazo. Desde antes de mi llegada tenían pensado verse para escuchar a un prohombre del PCE(i), con quien se relacionaban. Yendo a casa del simpatizante, nos topamos con aquél, un obrero como de cuarenta años, el jefe de su partido en la provincia, seguramente. Tan pronto le enteró Fournier de mi llegada, enviado por la OMLE, se enojó en extremo, acusándole de tenderle una encerrona. Fournier se defendía débilmente.
—Es que el camarada acaba de llegar, y yo no podía avisarte a tiempo. Además creo que conviene charlar. Él está más al tanto.
—¡Ya! Mira, a mí no me interesan discusiones de esa clase. Yo pensaba hablar contigo y con Chistu. Habéis traído a un enteradillo, ¿no?, a un listo de la OMLE. Pero a mí no me interesa discutir con listos que lo saben todo y no tienen puta idea del trabajo práctico.
Como saltaba a la vista, el del Peceí consideraba sus tratos con los nuestros como una labor proselitista cercana al éxito. No le faltaba razón. Creyendo ganados para su causa a Fournier y Chistu, le cabreaba un contratiempo a última hora, o un sabotaje a su esfuerzo. De habernos demorado unos días, no encontraríamos rastros del brote omliano en Vizcaya.
Pero nuestro rival no iba a retirarse sin probar a redondear su jugada, echando toda la carne en el asador. Especulaba con su prestigio de obrero curtido en muchas lides, avezado a las condiciones de la zona, de vuelta de la estupidez sectaria —plenamente superada por su partido— que nos echaba en cara.
Ensalzaba al primer emisario del PCE(i) en Bilbao, un hombre que murió un primero de mayo, electrocutado al colgar una bandera roja en cables de alta tensión. Un personaje muy estimado por cuantos le conocieron. ¿Iba acaso un estudiante, un intelectual (daba a estas palabras una entonación del máximo desprecio) como yo a enseñar algo al Peceí y sus veteranos luchadores? Ponía a Fournier y a Chistu de testigos de lo bien que se desenvolvía su partido en Euskadi tras repudiar el infantilismo izquierdista, justificable tal vez en una primera fase, pero contraproducente de todas, todas, a aquellas alturas.
—Seguro que el que murió seguía una tendencia distinta a la vuestra de ahora, ¿verdad? Porque ahora vosotros os aliáis con el socialfascismo, para decirlo pronto y claro.
—¡Sólo un listillo que no sabe nada de la vida puede hablar así! Tú sabes quién es Redondo, ¿o no lo sabes? Un socialdemócrata, un traidor si quieres, pero que en estos momentos se opone al franquismo, y hay que contar con él. Si tú vas a la Naval y hablas mal de él, te inflan a hostias los currantes. El año pasado salieron unos tíos en una asamblea llamando traidores a los de Comisiones, y la gente ni los dejó hablar más. Por poco los forran. Ahora no es ocasión de ajustarle las cuentas a Redondo y a los carrillos. Ya llegará el momento, porque sabemos que ellos van a traicionar. Pero ahora a quien le conviene que nos peleemos es al franquismo.
—¡Las historias de siempre! ¡Nos las sabemos de memoria! Utilizáis justo los mismos argumentos que los carrillos, ahí se ve de dónde aprendéis. No se trata de franquismo, sino de fascismo, del poder de los monopolios, que no puede ser un poder democrático como decís vosotros. Sólo puede cambiarse el maquillaje con ayuda de los vendidos, para aparecer como liberal. Con el cuento de echar al franquismo, queréis eternizar el poder del gran capital, queréis lavarle la cara. Y en ese manejo nosotros no entramos. Y si la gente está engañada con Redondo y compañía, razón de más para desengañarla, porque, si no, las consecuencias serán mucho peores.
Uno y otro repetíamos argumentos, argucias, frases rituales. Alzaba él la voz para afirmar que la situación se modificaba, que había que ser dialécticos, y negaba yo cualquier modificación capaz de justificar su política. Blandía él como arma definitiva el informe de Dimitrof ante el VII Congreso de la III Internacional, y yo le rebatía con una interpretación opuesta de las mismas citas, pues encontraba que ahora los tiempos sí habían cambiado. Uno y otro pretendíamos diagnosticar cómo y por qué evolucionaba el mundo, que lo hacía impepinablemente en el sentido de la política defendida por cada cual.
La disputa derivó desde el primer momento en altercado verbal. Menudeaban los insultos y alusiones a una violencia más directa. En conclusión, Chistu, que se aproximaba al «internacional» desde semanas antes, viró su ruta. Nos citamos para otro ameno diálogo, pero el peceísta falló, inclinando la balanza definitivamente a nuestro favor.
Sólo restaba que Fournier me entregase la lista de los demás contactos, diseminados por pueblos de Vizcaya y Guipúzcoa. La mayoría de esas personas no habían sido visitadas, y, por tanto, nada sabíamos de su postura actual. Era gente contactada en la mili o en otros lugares por camaradas nuestros, los cuales enviaban sus señas al comité de dirección, y éste a su vez los despachaba a los comités locales.
Me entrevisté por última vez con Fournier en una taberna de Baracaldo. Él había cogido el hábito de chiquiteo, muy difundido en la zona. Bebía de un trago, con expresión cansina. No era el único en abandonar la organización desorientado, sin muchas razones, pero con la íntima convicción de que la OMLE corría al despeñadero. Retornaba a su tierra, y me dejó ropa de faena.
Días antes yo había entrado de peón en una contrata que trabajaba para «Astilleros Españoles», en la factoría de Olaveaga, más llamada por su antiguo nombre de «Euskalduna». Por entonces se encontraba empleo sin excesiva dificultad.
La contrata se distinguía por ser la que peor pagaba a sus obreros, gente mayor, procedentes del sur en buena parte, más algunos de allí mismo. Ni pensar en realizar con ellos una rápida labor política, pues las personas de edad se mostraban poco receptivas, mal dispuestas, con toda lógica, a recibir lecciones de quien consideraban un chaval. Procuré pasar inadvertido e ir descubriendo con calma a los elementos avanzados que despuntasen.
El quehacer del peón es siempre ingrato. Allí consistía sobre todo en raspar las planchas de hierro de los grandes bloques con que se montaban los barcos, y dejarlas listas para la pintura o el aceite. En los bloques, dentro o fuera de los barcos en gradas, nos introducíamos por unos boquetes abiertos por los soldadores, arrastrábamos la portátil —una bombilla con muchos metros de cable— para alumbrarnos, y rascábamos el hierro con una rasqueta y un cepillo de púas de alambre, sosteniéndonos a menudo sobre andamios. Enseguida nos rodeaba una atmósfera polvorienta, irrespirable, como el interior de una mina. El polvo pardo penetraba por la nariz y se pegaba a la piel con el sudor, traspasando la ropa ligera. Nos entregaban mascarillas, pero casi nadie se las ponía. Si pegaba el sol en las planchas exteriores, el calor dentro se hacía insoportable. Un recién llegado se puso a trabajar en calzoncillos y las pasó luego canutas para quitarse el color marrón que se le adhería tenazmente a la piel. Los mocos salían achocolatados. Aún se volvía más dura la faena cuando tocaba ejecutarla en pequeños compartimentos, donde sólo podía uno reptar penosamente, como un gran gusano en una caja de cerillas, tragando a tope la porquería. Se usaba también una pequeña máquina que rascaba el metal mediante un disco esmerilado girando a gran velocidad. Levantaba de golpe una gran nube de polvo, y estaba prohibido utilizarla en recintos cerrados.
Para un hombre joven, que no pensaba pasarse allí la vida, la tarea se hacía soportable, incluso interesante como experiencia, pero los viejos, tan numerosos, debían de padecer lo suyo. Uno, baldado de las dos piernas, cumplía también la jornada.
Otros días pintábamos, sacábamos agua de los bloques, o nos mandaban echar calderadas de sebo hirviente y dar grasa luego en las «anguilas», sobre las que se deslizarían los enormes cascos en la botadura. Con estos cambios resultaba más llevadero el peonaje.
Cobrábamos 1800 pesetas a la semana, lo indispensable para subsistir. La familia, desde Vigo, me enviaba una pequeña ayuda, y la pasaba de cuota al partido.
Aunque yo no hacía un obrero ducho, experimentaba esa alegría vital que proporciona el trabajo físico cuando no llega a extenuar y se conserva la salud. La perspectiva de vivir en Bilbao un par de años en la doble ocupación política y laboral me atraía. Era el tiempo con que contaba para montar una organización algo sólida. Cuando a los seis meses hube de volver a Madrid, fui a disgusto.
Solía coincidir en las gradas con un compañero de mediana edad, aire culto y como de haber frecuentado el seminario. Inspiraba confianza. Me invitó a unas reuniones de gente de varias fábricas para tratar convenios próximos a negociarse. El primer encuentro, por supuesto ilegal, se celebró en una sala aneja a una iglesia. La iglesia siempre por medio. Patrocinaba, si no me falla la memoria, el sindicato USO, el único que funcionaba en Euskalduna, donde disponía de varios dirigentes de prestigio, incrustados en el sindicato vertical[31]. Este que pudiéramos llamar contubernio verticalista constituía para la OMLE un mortal pecado de oportunismo, transformando automáticamente a USO en enemigo. Pero como sus actos tenían bastante concurrencia, convenía asistir a ellos, a fin de quitar la máscara a los capitostes, según la consabida receta.
Los charlistas anunciaron que se hablaría de tres temas, empezando con unas ideas generales acerca del movimiento obrero, para tratar luego la realidad legal en España y entrar por último en la organización concreta de las presiones por el convenio.
Observada con lentes omlianos, no podía ser más falsa la exposición que hicieron del movimiento obrero. A las primeras de cambio pedí la palabra para «matizar» («ir contra la corriente es un principio del marxismo-leninismo», acababa de decir Chou En-lai en el X Congreso del PCCh, sin especificar qué corriente). El movimiento obrero no es un conjunto uniforme, con un solo interés y una sola dirección —peroré—, pues dentro de él chocan dos líneas políticas: una, de sumisión y conciliación hacia los explotadores, y otra de lucha resuelta contra ellos y por el socialismo. La primera línea se apreciaba fácilmente en España: era la que propugnaba meterse en el sindicato fascista para coparlo desde el interior, como si no existiera policía y los verticalistas no tuvieran habilidad para a su vez copar a los copadores. Igualmente se distinguían los conciliadores por liarse con los curas y camarillas burguesas que sólo en apariencia estaban con la clase obrera. Semejante línea conducía, no a socavar al régimen, como se daba a entender, sino a que el régimen socavara, o cortara las alas, al combate de los obreros.
El alegato, más confuso y agitado de lo aquí expuesto, despertó un eco hostil en muchos de los presentes. Natural, pues embestía de frente a la táctica de USO. Se levantaron unos cuantos para contradecirme o pedir con ironía aclaraciones prácticas de cómo llevar la lucha. Los organizadores descubrieron que importaba ir a lo concreto y dejarse de monsergas políticas que sólo traían desunión. «Pero habéis dicho que primero trataríamos el movimiento obrero en general. Además, ¿unidad en torno a qué tipo de acción?», porfié. Pero cesé luego en mis intervenciones, y la asamblea siguió distinta senda, a trancas y barrancas con los del sindicato visiblemente contrariados.
A la salida continuó la polémica en un círculo restringido. Uno preguntaba cómo se arreglarían al margen del vertical mil pequeñas cuestiones reivindicativas que surgían a diario; otro lanzó una directa indirecta a «los estudiantes que no conocen la vida de la fábrica y vienen a contarnos lo que hay que hacer». Alguno me daba la razón, pero consideraba utópicas mis posturas. No obstante, se notaba interés en aclarar los problemas planteados, si bien casi todos se inclinaban en principio por la línea de USO, estimándola más realista, y por esquivar los factores de división: no faltaba quien creía recordar cómo Comisiones Obreras se había ido a pique en Vizcaya por riñas políticas de las que nunca salía cosa útil.
Como era de esperar, no me invitaron a nuevos coloquios. Tampoco los eché de menos, considerando un serio error el haberme destapado en una charla que, a priori, debía estar más o menos bajo vigilancia de la bofia. Fallos de ésos comprometían la labor política a largo plazo.
No todo se perdía, sin embargo. Meses más tarde, en los astilleros de «la Naval», adonde había pasado entretanto, me saludó un desconocido:
—¿No eres tú el de la reunión tal (dio los datos), el que atacaba al sindicato vertical y a quienes se meten en él?
—No sé a qué te refieres.
—Sí, hombre, seguro. Yo soy de confianza, eh. Estoy leyendo ahora cosas del trotskismo.
—¿Qué tiene que ver el trotskismo?
—¡Ah!, ¿pero no eres trotskista? A mí me pareció que decías lo que los trotskistas.
Trotskista: agente del imperialismo, para un mao. Enrojecí bajo la capa de mugre. ¡Vaya éxito! El desconocido se asombraba: un muchacho joven, sin duda en trance de radicalizarse, y que no se aclaraba todavía. Era precisa una explicación con más tranquilidad.
Tuve otras parrafadas con el compañero que me llevó a la reunión —seguramente nadie le felicitó por ello—, pero no llegamos a ningún acuerdo. Mi intransigencia y tono fanático no valían para conmover sus ideas. La revista tampoco le convencía en exceso.
La acerba intolerancia con que defendíamos nuestros puntos de vista y atacábamos los ajenos forzaban la colisión. Por eso los omlianos, según el carácter de cada militante, rehuían discutir, sumergiéndose en la propia soledad, al calificar enseguida a los demás de oportunistas, o se debatían a codazos, por así decir, con estéril acometividad.
Reservábamos una inquina especial al clero, el cual, a nuestro modo de ver, aspiraba a embobar con cuatro frases demagógicas a los obreros, para arrimar a la sardina eclesiástica el ascua del descontento popular.
En Portugalete operaban varios curas avanzados, célebres en los contornos. Soltaban fogosas homilías, cuyas equívocas bases doctrinales se hurtaban a la buena fe de los feligreses. Reunían alrededor de ellos a corros de jóvenes, a quienes instruían en un radicalismo vacuo, mezcla de religiosidad trivializada y de reivindicación social sensiblera.
Afirmaban: «lo que pasa es que se nos ha venido sirviendo tanto un cristianismo como un marxismo descafeinados». En qué consistiera la cafeína aportadora de excitación al marxismo y al cristianismo, quedaba al libre examen de cada cual, o sea, de los propios clérigos mayormente.
Pensamos por un momento penetrar aquellos círculos juveniles, pero el plan se demostró arriesgado, pues los mismos andaban ya de capa caída, y sus jefes espirituales recelosos. Además nos faltaba tiempo material.
Un día llegó a la iglesia un cura itinerante, de los que viajaban predicando a las gentes sencillas la buena nueva cristiano-progre, la teología de la liberación. Había asistido yo en un barrio madrileño a sesiones de ésas: por medio de originales silogismos y fórmulas de fantasía, conjugaba el liberador teólogo madrileño al proletariado con «el Cristo», el paraíso en la tierra, el más allá y el más acá, la revolución, Marx joven, los oprimidos y el genuino sentido del evangelio, en un potaje espiritual sin duda alimenticio. No nos iban a la zaga a los maoístas en cuanto a virtuosismo dialéctico. Pero entre ambas ideologías se suscitaba hastío, más bien que competencia. Los trabajadores asistentes al cursillo de liberación en Madrid, aparte de no entender ni jota, a despecho del lenguaje popular que el cura empleaba, tenían una imprecisa sensación de enredo, y no se hallaban a gusto.
En Portugalete, el conferenciante congregó a un respetable número de vecinos, acaso hasta un par de cientos. Hizo ante ellos una exposición peculiar y, por así decir, al nivel de las masas, de las causas de la inflación; ponderó cómo la sociedad bien podría marchar al modo de una inmensa familia donde cada ser humano cogiera del producto social lo que hubiera menester, sin usar la vil moneda («¿por qué tendría que ser imposible?»). Y más ideas ingeniosas, cuyo despliegue ocupó un buen rato. En espera de un coloquio al final, aguantábamos mecha. Pero concluido el discurso, los de la mesa se dispusieron a bajar un simbólico telón. Alcé la mano, la voz y mi persona entera para hacerme notar. De mala gana me concedieron la palabra, advirtiéndome de la falta de tiempo. Señalé que la subida de los precios nacía de algo más que la cadena de caprichos y pequeñas estafas de los ricos, como allí se explicara, y que hablando de explotadores no hubiera estado de sobra explayarse en torno al papel de la Iglesia en general. Etc. Pese a expresarme en términos moderados, mi aviesa intención saltaba a la vista. Los oyentes se pusieron un instante a la expectativa, pero desde la tribuna contestaron, vagamente, que aquellos temas requerían largo repaso, y se había hecho tarde, en lo cual último no mentían. Los circunstantes se movieron para desalojar entre ruido de sillas. Se oían loas al sacerdote por su buena labia y por su sencillez, pues intercalaba muchas anécdotas. Lástima, añadían algunos, que en suma no se le entendiera el argumento.
A los párrocos les saltaba el disgusto a la cara, e indagaron quién había traído al «provocador», con un interés que nos despejó la visión de aquel monte clerical-populista, tan ralo en orégano.
Debe comprenderse que, entre los fascistas que los tachaban de rojos y los ultraizquierdistas que los denunciábamos como espías de la reacción o de los «oportunistas», los buenos curas socialmente progresistas debían de pasar más de un mal trago. Que en el cielo de allá o de acá les tomen a mérito sus padeceres.
Dedicaba los fines de semana a establecer contactos en diversos pueblos. Las más de las veces la tentativa caía en el vacío: se trataba de conectar con extraños, presentándose de parte de alguien que los había conocido en la mili o el diablo sabe dónde. A menudo los datos entregados por el comité de dirección venían confusos, originaban equívocos, y se creaba una suspicacia incómoda. Podía llegar a Ondárroa, por ejemplo, y subir a una casa. Una señora mayor abría la puerta, miraba con ostensible recelo al forastero, a quien preguntaba en vascuence, idioma que él no comprendía.
—¿No vive aquí Fulano? —replicaba el visitante.
—¿De qué lo conoce usted?
Si le digo que vengo de parte de no sé quién, el recelo aumentaría.
—Mire, soy un amigo de la mili, y quería hablar con él.
—Es mi hijo. No está.
—¿Pero vendrá pronto?
—Está en la mar. Se fue a la mar. No sé cuándo vuelve. Dentro de un mes, a lo mejor.
Sería cierto o no. Sólo me quedaba darme el piro. «Cuando vuelva, le dice que estuvo a verle Mengano». La buena mujer sabría que su hijo se inclinaba a lo clandestino, y temería que yo fuera a complicarlo. O me tomaría por un policía. Al bajar la escalera me picaba en el cogote la mirada hostil de la señora.
Otro contacto, en Burgos.
—¿Está Fulano?
—¿Para qué lo quiere?
—Quería verle. De parte de un amigo de la mili.
La mujer observaba con rabia mis trazas y mi paraguas. En Bilbao llovía esa mañana, pero en Burgos lucía el sol. Está por estamparme la puerta en las narices, cuando detrás de ella aparece un rostro vagamente familiar.
—¡Hombre, qué hay! Espera que me mude, ahora bajo.
Sin dejarme cruzar el umbral, la mujer se vuelve entre furiosa e inquieta hacia el que acaba de hablar. Al poco éste sale y nos vamos caminando.
—¡Coño, Pío, pero qué haces por aquí!
—¿Pero tú me conoces?
—¡Joder!, ¿no te acuerdas de mí? Sí, hombre, de Caranza. ¡Del talego! Me estrujo el cerebro, sin lograr hacer memoria.
—Sí, joder, me llamabais «Tal»[32]. ¿Cómo no te vas a acordar?
Rara amnesia. Como si sobre mi existencia anterior hubiera caído un velo, del que ahora me daba cuenta. Nunca pensaba en ella, sólo tenía presentes rasgos difusos. Trabajosamente voy situando al hombre, que no sale de su extrañeza.
—Pues mira que es casualidad, eh, que hayas venido a liarte con la OMLE.
—Y tú. Yo ya pensaba que tenías que andar en algún fregado, por los rollos que te largabas a la hora de dormir. Y las discusiones con el arajai (cura, en caló), ja, ja.
Ni idea, por extraño que parezca. El de Burgos usaba mucha jerga carcelaria, también olvidada.
—¿Cómo has dado con la OMLE?
—Pues al salir del talego me vine con aquel de Bilbao, sí hombre, el que le llamabas Caldeiro porque era de padre gallego y él renegaba de los gallegos. Pero él está ahora embarcado, en un barco noruego, me parece. Pues encontramos a un tío de la OMLE en Bilbao, ¡un tío cojonudo, eh![33].
—Vaya mosqueo que tenía la señora que me abrió.
—Es mi madre. Es que, macho, traes una pinta que llama la atención, con paraguas y tal. Enseguida se nota que vienes de fuera, y como ella sabe que anduve con la política, y tiene miedo, pues ya ves… tiene pánico… Pero mira, yo, la verdad, poca cosa puedo hacer. Aquí no se puede hacer nada.
—Coño, hay un barrio obrero y bastantes fábricas. Algo siempre se podrá hacer.
—Aquí se mueve la gente de los curas, y poco más. La gente de aquí, ni hostias, esto va muy atrasado. Además, yo voy a casarme y prefiero no meterme en líos. Mi novia tiene miedo. Es normal, claro.
—A alguien conocerás, hombre, siempre hay alguien con quien se puede hablar. Preséntamelos y en todo caso seguimos en contacto y te paso la revista. Tú la haces circular…
Los contactos nunca salían a pedir de boca. Se escuchaban declaraciones como la siguiente:
—Si yo estoy de acuerdo con vosotros, me parece de puta madre lo que hacéis. Habría que pegar mucho más duro que ETA, habría que colgar a tanto hijoputa… Pero yo, para estar así, poco a poco, no sirvo. Vosotros sois partidarios de la insurrección armada, ¿verdad? Pues cuando empecéis a pegar tiros, contad conmigo, ¡seguro!
El viajero comprende que se trata de excusas, pero qué le va a hacer.
Estos desplazamientos de sábado y domingo se hacían singularmente pesados. De pronto caía encima la fatiga nerviosa y corporal acumulada la entresemana. Quedaba uno lacio, oprimido por una angustiosa sensación de desamparo. Pugnaba por retener las energías para buscar, alentar, rebatir al contacto timorato o lleno de ideas contradictorias.
Montse venía cada mes, con propaganda y noticias de Madrid. En una de las visitas trajo una cita para un nuevo camarada, de Vitoria. Se llamaba Pedro Martínez de Ilarduya. En 1976 protagonizó con varios de la ETA y un común una peculiar y fallida fuga de la prisión de Basauri: se escondieron en la cárcel misma, en una angosta estancia sin uso, con lo que se creyó que habían huido. Así lo publicó la prensa. Pero por las noches escarbaban desde su guarida, hasta construir un túnel. Cuando se acercaban al final feliz, los descubrieron, al hundirse su galería bajo las ruedas de un camión, según informaron los guardias; por un chivatazo, según maliciaban los frustrados evadidos.
Martínez de Ilarduya era obrero especializado, fresador me parece, y pronto encontró empleo en un taller de Vitoria. Aunque dispuesto y sacrificado, su bisoñez le hacía poco idóneo para desplegar una labor independiente en dicha ciudad. Más adelante se le trasladó a Vizcaya, para concentrar allí las escasas fuerzas disponibles.
Viví unos cuantos meses en una pensión de Bilbao, donde se alojaban también dos chicas, novias de policías o empleadas en dependencias policiales, lo que me obligaba a esmerar las precauciones. Después me mudé a casa de un compañero que me ofreció habitación y comida a precio razonable. Era un portugués ya mayor, y vivía con su mujer, de la misma nacionalidad, en un caserón decrépito, saliendo de Baracaldo hacia Sestao. El edificio, de fachada terrosa y tres o cuatro pisos, se levantaba junto a un puente. Al lado se pudrían vetustas instalaciones de Altos Hornos. Frente al portal cruzaba la carretera, de tráfico denso. Cuando circulaban camiones pesados, y lo hacían constantemente, trepidaban los pisos de la casa: supe que estaba en vías de ser declarada en ruina. Mi ventana daba al sucio riacho, y en el balconcillo guardaba la patrona unas cajas donde criaba tres o cuatro gallinas.
La mujer, madura de edad y carácter, atendía la casa, y la mantenía muy limpia. Trabajaba aún más fuera, de asistenta. Con una pierna hinchada por la flebitis, la dura necesidad le imponía doblarse y arrodillarse muchas horas al día, fregando y limpiando. El marido, rezongón, socarrón y bienhumorado, estuvo en paro largas semanas. Entonces las estrecheces introducían hosquedad en el ambiente; por más que el humor y la discreción de ambos salvaban las riñas.
Hospedaban a un segundo realquilado, paisano mío, no anciano pero sí envejecido. Antaño había trabajado en Madrid, donde vivía con su familia. Un día comprobó que su mujer le era infiel, y abandonó el domicilio sin querer dar ni pedir explicaciones. Nunca se refería a su desventura personal. Atormentado e incierto de su porvenir, se había aficionado al alcohol. Cuando llegaba un poco bebido, se ponía pesado, y la mujer del portugués no lo soportaba bien: «Ya sé que no tiene culpa, que es muy boa persona, pero é que non poso, non poso aguan-talo», se excusaba al regañarlo, mezclando portugués y castellano.
Me despertaba con el tiempo justo para llegar al trabajo, recogía las dos marmitas que me dejaba la patrona llenas de comida, a menudo bacalao, como es de rigor, y salía hacia el tren. La carretera no tenía aceras, sino una estrecha cinta lateral sin pavimento, respetada más o menos por los vehículos. Corría por ella, pegado a las casas semiabandonadas, a los talleres ruinosos, sintiendo el empuje del aire despedido por los camiones al pasar a pocos centímetros; sorteaba el rosario de charcos, bajo las grandes tuberías que cruzaban a varios metros por encima de la carretera. En la estación de Baracaldo esperaba a un tren antiguo, verde, de chapas remachadas y plataformas abiertas. Los obreros se abalanzaban a él con más brío aún que el derrochado en el metro madrileño a las horas punta. Una vez llenos, a presión, los vagones, me colgaba de la plataforma, reviviendo los tiempos lejanos de los tranvías de Vigo, cuando iba al colegio de la misma forma, saltando en marcha al venir el cobrador, por no pagar billete y por gusto.
En la estación de Olaveaga el tren perdía sus viajeros. La masa humana bajaba hacia la ría, por caminuchos embarrados, entre talleres, edificaciones viejas y huertecillos. Aún no amanecía, y por aquellos recovecos oscuros, aprovechando algún muro mal iluminado por un farol solitario, pegábamos de cuando en cuando carteles contra el franquismo. Los hombres que venían del ferrocarril se apiñaban un momento en torno a ellos, y seguían su camino en silencio, o haciendo comentarios confusos; o hablando de sus asuntos.
Llegados al muelle, quedaba todavía un buen trecho que andar, en dirección a Bilbao. Subía un olor intenso a alquitrán, gasoil, breas, a agua putrefacta, a salitre si soplaba el viento del mar. Las luces de los barcos y las fábricas se miraban quietas en la ría, titilando imperceptiblemente, y contra el cielo que clareaba poco a poco se erguía el bosque de hierros, las estructuras metálicas de grúas y buques. A la derecha del muelle, espaciadas, dos tabernas donde se detenían muchos a largarse un copazo antes de iniciar la jornada.
Después, a ponerse la ropa de faena y acudir por la herramienta y las instrucciones de los encargados. A uno de éstos lo apreciábamos. Nunca le oí una mala palabra. En ocasiones concluía él mismo tareas que —no sin justificación, dado el sueldo que percibíamos— ejecutábamos mal. Tenía, pese a ello, autoridad. De expresión inteligente y melancólica, no se inclinaba políticamente por ningún bando. Le tanteé con motivo de unos panfletos que sacamos, pero reaccionó con escepticismo desdeñoso: «¿Qué dicen? Lo de siempre, claro, ¡qué van a decir!». Numerosos obreros, en especial si se despedían, quemados, de la militancia, mostraban un sincero desprecio por el fondo de demagogia que intuían en tales escritos. No obstante les agradaban las denuncias concretas de la explotación sufrida a diario en su piel.
Las charlas entre compañeros podían ser muy instructivas. Antes de trasladarme a Baracaldo acostumbraba desayunar en una tasquilla donde paraban unos obreros de Euskalduna. Afloraba en ocasiones entre ellos esa enfadosa o boba pretensión de superioridad hacia los «maquetos». Había uno a quien llamaban «Achuri». Alguien de la cuadrilla le cogió, por broma, la cartera, y leyó su carné de identidad. «Ahí va, si se apellida Pérez. Conque ‘Achuri’, no te jode el ‘Achuri’. Éste, de Burgos lo más cerca», reía. El aludido no tenía ganas de seguir la chanza: «¡A ti qué cojones te importa de dónde soy! ¡Te debo algo a ti o qué!». «¿Por qué te llaman ‘Achuri’, pues? ¡De Burgos para abajo eres!», repetía el burlón, instigando a los demás. «Le llamarán ‘Achuri’ porque vive en el barrio de Achuri. ¿Y qué, si sería de Burgos?». «Pues que ha venido aquí a llenarse la tripa». «Si me lleno la tripa a mi trabajo se lo debo, no a ti. Y ya vale, ¿eh?». Prefiriendo evitar la bronca, cambiaron de tema.
Aquellos mismos expresaban igualmente sentimientos que un nacionalista creería tal vez confusos: había habido en Madrid un atraco de varios millones a una furgoneta bancaria. La prensa informó a los pocos días que los atracadores eran extranjeros. «¡Mira a lo que vienen los hijos de la gran puta! ¡Si se fueran a robar a su tierra!», exclamaban indignados los de «Achuri».
La confusión, no en los sentimientos sino en las ideas, tomaba a veces un cariz sorprendente, y hasta grotesco. Una mañana dejé octavillas en la ruta que seguían en su tarea unos obreros a quienes conocía ligeramente. Cuando las cogieron, me acerqué a ellos haciéndome el despistado. Leían con fruición los denuestos contra los patronos, hasta tropezar con los inevitables ataques a Comisiones. Se desconcertaron: «¡Lo que dice de Comisiones! ¡Esto es raro, verdad!». «Los de Comisiones es que también dicen unas cosas que te cagas. Se empeñan en defender los derechos yendo con los nombres por delante, como si no existiera la policía», improvisaba yo. «Esto no hay quien lo entienda. Ya no sabes quién dice la verdad y quién es un embustero». «Es que este país está hecho un asco, hombre. Y la culpa la tiene el gobierno. Hay que joderse lo burro que es el gobierno. Así marcha todo». «Tendría que venir alguien a poner el país en orden, y acabar con tanto chupón como anda suelto. Aquí hacía falta un tío como Fidel Castro, o como Hitler». «¡Pero qué dices! Hitler era un enemigo de los trabajadores». «No, hombre, Hitler hizo unas salvajadas tremendas en Alemania. Menuda ruina trajo». «Bueno, da igual, lo que quiero decir es que tenía que acabarse este follón, porque aquí no se piensa más que en chupar y poner el cazo».
La política llenaba sólo una pequeña parte de las charlas y actividades de la gente, aunque bullía una inquietud de fondo, un tanto desorientada y con sentimientos ambivalentes. Juzgábamos tal anarquía producto de las tergiversaciones oportunistas: razón de más para empeñarse tenazmente en la siembra de las ideas correctas. Pero la cosecha maduraba con desesperante parsimonia.
Fue un comienzo afortunado que Chistu se quedara con nosotros, pues tenía bastantes relaciones, y eso nos permitió rodearnos de un círculo de influencia. Chistu ingresó al poco en la OMLE, y luego en una contrata de Euskalduna. Volvió de la mili un amigo suyo, muy bien dispuesto hacia la organización, y en quien pensábamos como futuro militante, si bien deseábamos una selección de éstos muy estricta. Entró igualmente en una contrata de la citada empresa: ya éramos tres en una gran fábrica, una de esas destinada a convertirse en «fortaleza del partido». Pero la brillante perspectiva sufrió un duro contratiempo. El recién llegado, en exceso sensible y nervioso, no soportaba las condiciones de la «rasca», y así, sin más preámbulo, pidió la cuenta antes de una semana. También se deprimía viendo a marineros cubanos merodear por discotecas o burdeles.
—¿De qué te extrañas? El régimen cubano es reformista y pachanguero.
—Bueno, pero me jode que en un país socialista los currantes sigan siendo…
—¡Pero qué socialista ni qué hostias!
Para colmo, participó en un comando ¡trotskista! en protesta por las ejecuciones de Puig Antich y Chez[34] (las cuales nos limitamos nosotros a condenar con rabia fútil). Un verdadero retroceso. Calificado de endeble y vacilante, lo descartamos como eventual camarada para mucho tiempo. Tendría que dar muchas pruebas de firme disciplina en lo sucesivo.
Así avanzábamos, pulgada a pulgada, simpatizante a simpatizante, frustración a frustración. Reencontré a un viejo amigo de tiempos de la mili, trabajador con aguda conciencia de clase y gran sensatez[35]. En Éibar di con un antiguo compañero demócrata, que prefería la pasividad, retrayéndose de más que sostener conversaciones esporádicas. Estaba al corriente de las idas y venidas de la oposición en su pueblo. Últimamente, a su decir, el MCE crecía con fuerza en Guipúzcoa, parecía la primera fuerza, y se proponía dirigir la unidad de acción con los restantes grupos. Pero chocaba con los partidarios de ETA, quienes, desorientados, no se resolvían a favor ni en contra, si bien con sólo sus titubeos tenían en la cuerda floja los planes unitarios. Lo que mostraba cómo en bastantes localidades, hasta en el otrora feudo del PSOE, la ETA había alcanzado un peso notable, que se hacía sentir en la oposición, incluso a falta de directrices concretas de sus acosados jefes[36].
Al no disponer de aparato de propaganda ni estar en condiciones de montarlo, tirábamos a máquina, con muchas copias a papel carbón, hojillas que pasábamos de mano en mano a personas de confianza, o fingiendo haberlas recogido en el camino, tapujo obligado por el temor a posibles chivatos. Luego sacamos un boletín titulado Con nuestras propias fuerzas, nombre a duras penas leninista. Según Lenin, las «propias fuerzas» del proletariado sólo dan para hacer sindicalismo. Pero al mejor leninista se le escapa un gazapo.
Llegamos a provocar una huelga que duró escasamente tres cuartos de hora y afectó a siete operarios. No tengo noticia de que conmoviera los cimientos del régimen, pero así y todo la referiré, por mostrar determinados estados de ánimo.
A veces nos encomendaban faenas que implicaban un plus por toxicidad, el cual no nos abonaban. Aunque el plus no era precisamente cuantioso, constituía un derecho adquirido, y cabreaba que nos lo birlasen. De modo que encontrándonos una cuadrilla de siete pintando de negro unos bloques, propuse cesar el trabajo mientras yo me acercaba a la oficina para aclarar lo del plus. La iniciativa fue aceptada con poca discusión, por mayoría de cuatro a tres. Nuestros contratistas, comúnmente catalogados como buitres auténticos y sin peligro de extinción, aseguraron que «por supuesto» se nos pagaría la toxicidad ¡Como si nunca se la hubieran embolsado! Volví al puesto de trabajo: dos seguían currando, ajenos al acuerdo de paro recién tomado. Uno era un muchacho joven, que esperaba ser admitido en la plantilla de 4.ª casa, es decir, de la empresa; el otro, un viejo trabajador, a quien se notaba avergonzado.
—Perdona, compañero, pero es que aquí no sale nunca nada, estamos divididos y no hay cojones. En la Naval sí, allí tienen más unión y se pueden hacer cosas. Pero aquí uno no puede tener confianza.
Todo el mundo sabía de lugares donde la gente resultaba más dispuesta. Casi siempre otros lugares. Por lo demás, y aunque suene tonto, diré que el verme tratado de compañero por aquel obrero mayor me resarció de sobras del pequeño contratiempo.
Más trascendencia tuvo la huelga organizada para mediados de diciembre en solidaridad con los procesados del «1001», el juicio a Camacho y a los principales dirigentes de CCOO. Juicio del cual la casi totalidad de los partidos antifranquistas intentó hacer bandera de combate y convertir en victoria política. No así la OMLE, que lanzaba mordaces panfletos contra el intento de dar lustre, mediante una farsa de proceso, a unos cabecillas fracasados y oportunistas, servidores del capital para domesticar al proletariado. Nuestro feroz antagonismo chirriaba de discordante, pero nos daba igual: el deber nos imponía arrostrar la corriente, fácil y peligrosa, de apoyo lloricón al «socialfascismo».
El caso es que los partidos difundieron la consigna de huelga para una fecha anterior a la real del juicio. Quizá se debió a una equivocación, a una trampa del Gobierno, o a un cálculo premeditado de los convocantes para probar fuerzas en un ensayo con todo. Sea como fuere, el efecto hubo de defraudar a CCOO y los demás. Apenas se produjeron paros simbólicos aquí y allá. Si mal no recuerdo, el de Euskalduna, con dos horas de duración, fue prácticamente el único en Vizcaya y el más importante en España entera.
Para no perder la costumbre, apuntamos este fracaso de Comisiones y los oportunistas a la cuenta de los triunfos propios.
En realidad la oposición política, y aun la sindical, atravesaban una mala racha. El PCE, que había disfrutado años atrás de un período esplendoroso en Euskadi (se mencionaban cifras de cientos y hasta de miles de militantes nada más que en Vizcaya y Guipúzcoa), rodaba pendiente abajo. El PSOE había hecho poco más que cuidar el fuego sagrado, para que no se apagase por completo, actuando esporádicamente en huelgas como la de Michelín, en Vitoria, o tirando espaciados panfletos. En el año 73 los pesoístas se aplicaban a visitar a viejos militantes de cuando la guerra, con vistas a reconstruir una mínima infraestructura y orientar a las nuevas generaciones. Su influjo activo seguía débil. Cosa similar cabe decir del PNV. Con él y con el PSOE, se rumoreaba, la represión se portaba con especial suavidad. La ETA era mirada como un movimiento lejano entre los obreros bilbaínos, y si bien ese otoño lanzó una violenta campaña, redondeada con la acción más espectacular de su historia, recibía incesantes golpes, empeorados con los desgajamientos que trocaban nacionalismo por obrerismo.
De súbito, todo se complicó. Fueron convocadas nuevas huelgas para el 20 de diciembre, cuando el juicio 1001 culminaba. Y he aquí que esa mañana se produjo un hecho tan tremendo como inesperado: Carrero Blanco y su escolta fueron volados por los aires, en Madrid, mediante una potente carga explosiva. La explosión hizo temblar por unas horas el aparato del régimen, con órdenes y medidas contradictorias. El país vivió esa fecha entre la conmoción y la excitación.
Me enteré del atentado al terminar la jornada. Había estado trabajando en unos compartimentos metálicos donde nos movíamos a rastras, mientras en las cercanías retumbaban estridentes las infernales cinceladoras, raspando los restos de soldadura. Terminamos polvorientos, con los tímpanos vibrando y un aturdimiento general. Al ir al vestuario me paró el que yo suponía ex seminarista: «¿Sabes que han matado a Carrero Blanco?». Me lo repitió varias veces, hasta que me entró en la dolorida cabeza. «¿No es una broma?». «¡Qué va! Lo ha dicho la radio». Me invadió como una fiebre. Agitado, no alcanzaba a encuadrar el magno suceso. ¿Se movilizaría la gente, al coincidir con el juicio miluno? Descartado, con toda probabilidad. ¿Un golpe entre los propios franquistas, a fin de provocar una represión salvaje? Posible, pero improbable. A aquellas alturas nadie ignoraba que el grueso de los mantenedores del régimen marchaba, dando bandazos, a un cambio que lo homologara a los de Europea Occidental. ¿Qué tipo de transformación se entreveía por el lado de los antifranquistas? No descollaban fuerzas capaces de sacudir seriamente, no digamos de sustituir, al régimen. Ni Carrero me parecía una pieza básica en la continuidad. Demasiado viejo para «delfín», se diría más bien que ensayaba, antes de su muerte, la ya acostumbrada finta aperturista. La OMLE no cesaba de alertar contra los manejos en torno a la «ofensiva institucional», en la cual englobábamos la «farsa 1001». También a Blas Piñar, por razones opuestas, le encendían de ira los proyectos de Carrero; Fuerza Nueva arremetía más y más punzantemente contra el presidente del Gobiemo[37]. ¿Le habrían asesinado los piñaristas? ¿Bastaba su interés o su desesperación para empujarles a un desenlace tan drástico? Me sonaba a ficción política.
El atentado sacudió a la oposición radical. Alteraba la impresión de calma chicha, de asfixiante modorra en que se desenvolvían los acontecimientos; y sobre todo la impresión de que el franquismo se sostenía como un mastodonte invulnerable frente al hostigamiento, y sin grandes fisuras internas. Un golpe así sugería imágenes de revolución violenta. Aunque nadie se movilizara.
Esperé a Chistu a la puerta del astillero. No salía de su estupefacción, y la prensa no nos la despejó. ¿Sería la ETA? Muy difícil, pues su reciente ofensiva otoñal se había saldado con fuertes quebrantos para ella. Pero acabamos por considerar ésta la hipótesis menos improbable. La BBC y radio París no aportaban mayores precisiones. Los círculos emigrados próximos a ETA no creían en la autoría de ésta. No veíamos ninguna más. Los anarquistas, ni pensarlo. ¿Alguna organización extranjera? ¿Los rusos o los yanquis? Especulaciones en el aire.
Redactamos un cartel poniendo en la picota, para variar, al fascismo y sus lacayos oportunistas. El atentado, señalábamos, demostraba la podredumbre del sistema, su carencia de salidas y la proximidad de luchas enconadas, para las que debía prepararse el proletariado.
Pegamos el cartel en la bajada de Olaveaga, y fue muy visto y comentado, aun si no saciaba la curiosidad por saber quiénes habrían dinamitado al segundo de a bordo de Franco.
Pronto reivindicó la acción ETA. Pero los rectores de la OMLE en Madrid ya habían acordado cosas muy distintas, y les faltó tiempo para tirar miles de octavillas tituladas: «¿POR QUÉ?», según las cuales Carrero había sido sacrificado por «lobos de su misma carnada», por fascistas desaforados que no se resignaban a su negro porvenir, apoyados por la CIA. La inmolación del jerarca, que el Gobierno iba a achacar a la izquierda, apuntaba a provocar un retroceso a la situación de los años cuarenta. Pero no lograrían sus propósitos, tranquilizaba la OMLE a sus lectores.
En la película «Operación Ogro» se sugiere que el atentado habría sido permitido, por así decir, por sectores del régimen y por la CIA. Los indicios al respecto carecen de consistencia: ni estaba el túnel tan al lado de la embajada norteamericana como para que ésta lo detectase forzosamente, ni existía entonces una protección muy eficaz o muy alerta para los altos personajes. Carrero asistía a misa acompañado por un simple guardaespaldas, mantenía una rutina tranquila, etc., porque así lo hacían casi todas las autoridades franquistas. Esto puede resultar muy lamentable para los que pintan una población desesperada y visceralmente antifranquista, pero es la pura realidad. Se volvería a demostrar con motivo de la Operación Cromo, y aún mucho después, en la facilidad con que gentes de ETA han podido disparar a quemarropa contra altos cargos militares, carentes de protección alguna, en Bilbao o San Sebastián. Si hubo maquinaciones de la CIA, provendrían de infiltrados en la misma dirección etarra, pero esto no pasa de especulación gratuita[38].
En cuanto a la intervención de la CIA, el líder peneuvista Arzallus ha dicho en algún momento que la creación de la ETA debió de tener relación con gente del PNV pagada por los servicios secretos de USA durante y después de la II Guerra Mundial. Parece algo improbable, si bien no descartable del todo.
La OMLE completó su versión con lucubraciones más detallistas, queriendo dar al exterior la sensación de que disponíamos de datos de primera mano. Pero no. Todo se limitaba al análisis marxista-leninista, capaz de penetrar los misterios más insondables.
Fue enviado Cerdán, de paso para Francia, a combatir nuestro escepticismo. «¡Qué empanada mental tan increíble! —clamaba—, ¡qué incomprensión tan garrafal se precisa para no coincidir con los de Madrid! ¿Realizó previamente ETA acciones de este tipo? No, no es su estilo, ¿verdad? ¿Y no ha hecho trizas con ella el atentado al juicio 1001? Sí, pero ETA apoyaba más o menos el 1001, ¿a santo de qué iba entonces a liquidarlo junto con Carrero? En Madrid, casi al instante de la explosión —y se decía que incluso antes—, los sectores más ultras y parte de la Guardia Civil hicieron una intentona de tomar la calle, aunque fue abortada con la misma rapidez; ¿no demuestra este incidente que detrás del atentado se cocía una conspiración, que la muerte era la señal para extender el terror masivo?», etc., etc. Una serie de conjeturas no desprovistas de lógica, pero inepta para probar nada, tropezando además con la explícita reivindicación etarra. Por muy hábilmente que se anuden hipótesis a partir de indicios —o prejuicios— y ellas tengan validez como posibilidades que estudiar, nunca constituyen pruebas, y se desmoronan al simple contacto con un dato real y preciso. Pero la línea política decidía.
Tales cábalas, tomadas por verdades sacrosantas, cimentaban en la organización el pedestal de clarividencia de los dirigentes. Cuando la ETA publicó el libro Operación Ogro, para exponer su versión del suceso, nuestro secretario general dictaminó que el escrito procedía del espionaje norteamericano, el cual explotaba la ingenua vanidad etarra.
¡Quién nos iba a decir que andando el tiempo seríamos nosotros víctimas de la misma suerte de lucubración retorcida, apareciendo como engendros de diabólicas intrigas internacionales!
Pero quedaba mucha agua por correr hasta la «Operación Cromo».
Desde su fundación, la OMLE se había desenvuelto sin caídas graves, y por los informes de los escasos camaradas detenidos sabíamos que la policía casi nos ignoraba, o nos confundía con tantas sectas como enarbolaban la enseña maoísta. A ello contribuía la endeble incidencia de nuestras consignas, así como nuestra deliberada marginación respecto a los demás partidos de la izquierda. No por ello nos inhibíamos de pregonar que constituíamos el blanco predilecto de la represión.
Pero a comienzos del 74, la persistente agitación de la rama gaditana orientó decididamente el olfato policial hacia nuestro grupo. Y así fue como un mediodía de febrero, mientras comíamos Chistu y yo en el más bien sórdido barracón de contratas, de largos bancos, largas mesas y una hilera de hornillos eléctricos ante los que se hacía cola para calentar las tarteras, leímos la mala nueva en un periódico prestado: una amplia redada había dado al traste con la organización andaluza. Pese al hábito de vivir bajo la espada de Damocles de la pesquisa policial, sufrimos un rudo sobresalto. La prensa mencionaba decenas de arrestados, armas, planes terroristas, etc.
Chistu reaccionó, como noté, con cierto tono ambiguo. Su ansiedad no le impedía un extraño contento. Y es que trabajando aislados, sin más noticias de los restantes comités que las ofrecidas por Bandera Roja —y el militante sabe, lo confiese o no, que las informaciones de su propaganda pecan de triunfalistas, cuando no sencillamente de fantásticas—, veía inequívocamente confirmada la existencia de nutridas células de camaradas en otras ciudades. Era comprensible, aunque me enfadó su sonrisa mal reprimida.
Ignorábamos las repercusiones del desastre, pero confiábamos en salir a flote en cualquier caso. Los informes no tardaron demasiado: el aparato central se mantenía. La policía había localizado a los activistas de Cádiz en los astilleros y, a través de los interrogatorios y de sus propios rastreos, a los de Córdoba y a varios de Sevilla, extendiéndose la cacería hasta Madrid. El duro revés testimoniaba como mínimo graves descuidos, aunque, por otro lado, debían esperarse golpes así, habida cuenta de nuestra prolongada impunidad: por fuerza debían haberse aflojado varios tornillos en el mecanismo clandestino.
El desastre rondó a la propia cabeza de la OMLE. De repente los directivos se encontraron sin saber dónde refugiarse, inseguros de si sus pisos estarían cantados o vigilados. Menudearon esas escenas cómicas siempre mezcladas con las dramáticas. Habiendo conseguido la llave y la dirección de una vivienda, marcharon por tandas hacia ella. Pero el encargado de localizarla había olvidado su situación exacta, y se juntó medio comité central en plena calle, con la psicosis de la persecución, pendientes del olvidadizo a quien presionaban con ira mal contenida para que les sacara del atolladero. Hay que imaginarse la escena: un puñado de clandestinos; con la policía en los talones, como quien dice, sin refugio, bramando en sordina de cólera y nerviosismo. El culpable, incapaz de soportarlo, partió con otros a probar fortuna, e introducía la llave en las cerraduras de varias puertas, para horror de sus acompañantes que se veían ya en la cárcel, denunciados por rateros o por allanamiento de morada. No se sabe cómo, salieron bien del peliagudo lance: dieron con la casa y repusieron fuerzas y nervios momentáneamente. Ironías del destino: fue un aristócrata quien, por amistad personal con uno de los dirigentes[39], facilitó entonces refugio a la OMLE.
Estas primeras caídas extensas de la organización (unas 30 detenciones en Andalucía y Madrid) me obligaron a dejar Bilbao poco después. Como dije, tenía ilusión en continuar unos años, hasta asentar unas células estables. Pero ya antes de lo de Andalucía pensó el comité directivo que las bases de la labor futura en el País Vasco estaban debidamente echadas, y que yo debía volver a la redacción de la revista. Me proponía resistir encarnizadamente a semejantes designios, pero la situación ahora creada no admitía excusas.
El sustituto se presentó no se qué día de febrero, por la noche. Lo conocía del primer equipo de Socorro Rojo. No me pareció muy adecuado. Meticuloso y pulcro, servía magníficamente para tareas del aparato de propaganda, maquetación, etc. Carecía en cambio de experiencia y destreza para su actual cometido. Los dos años siguientes, el comité vasco se estancó, aunque distribuía innumerables panfletos. Sólo cuando fue enviado allí Martín Luna, de Cádiz, el mejor agitador, junto con Hierro, de que disponía el ya PCR(r), dio el núcleo de Euskadi un salto adelante, hasta convertirse en el más numeroso del partido.
Tras darle cuenta del trabajo realizado en los seis meses precedentes, exclamó: «¡Pero en realidad no hay nada! ¡En Madrid me dijeron que teníais establecida una buena organización, que era de las más expansivas!». ¿Una buena organización en seis meses? ¿Y cómo irían las demás, si ésta era de las que mejor marchaban? «No sé qué te dirían allá, pero los informes son claros. Hay un círculo de influencia que se ha venido ensanchando, y dos camaradas más, aparte de unos cuantos simpatizantes que cotizan y nos ayudan en faenas concretas. Si esperabas encontrar un grupo fuerte, te parecerá nada. Pero en realidad es mucho, es un buen campo para currar, y ya está abonado. Y no debemos preocuparnos por meter a la gente de cabeza en la OMLE. Que entren los mejores». Se ponía cierta solemnidad en el asunto. «Claro, Fournier debió dejarlo todo patas arriba». «Fournier hizo un trabajo y luego lo abandonó. Nuestra tarea es hacer avanzar a los simpatizantes y contactos, aunque parezcan atrasados y suelten chorreces. No se nace pensando como nosotros. Te iré presentando a la gente». «He hablado con los camaradas de allá sobre el proselitismo. Se trata de insistir y discutir con un obrero hasta que se haga cargo de la realidad, de la lucha de clases, y se una a nosotros». Reconocí el enfoque. «No podemos andar durante meses detrás de un tío. Hay que machacar, claro, pero rodeándonos de un círculo e irlo ensanchando. De él se despegarán hacia la OMLE los más avanzados». Él no lo entendía así.
Los días siguientes nos entrevistamos con los compañeros. Observé que el recién llegado, siendo persona más calmosa y menos agresiva que yo, causaba mejor efecto inicial a la mayoría de los contactos. La recíproca se daba menos: él los conceptuaba pobremente. Sin embargo, venía cargado de buena voluntad, con un espíritu ligeramente místico, que yo alentaba y en cierto grado compartía. «Un comunista, decía él, debe fundirse con las masas, no le ha de ser indiferente el que un trabajador tenga un hijo subnormal, por ejemplo. Debe entregarse a la gente y darlo todo por ella, hacer suyos los sufrimientos del pueblo». Recordaba las prédicas cristianas, y enlazaba llamativamente con las de la Revolución Cultural china, con las cuales nutríamos nuestro espíritu.
Celebramos los cuatro camaradas mi despedida, con una cena generosamente regada de vino barato, y cantamos bilbainadas: «Entre las angulitas había un pez gordo…».
Hacia principios de marzo del 74 regresaba yo a Madrid.