Capítulo I

LABOR DE HORMIGA

Salimos animosos de la conferencia, seguros de dar un gran paso adelante tras la clarificación de posturas. Esta esperanza no se iba a confirmar, y en lo sucesivo nuestro avance se tomó más premioso, compensando a duras penas las deserciones con nuevos militantes.

Unos meses antes de la conferencia, el comité de redacción se había trasladado a una zona obrera próxima al barrio de Villaverde, a una de esas aglomeraciones de altos edificios, vecina a un quemadero de basuras que al atardecer llenaba el aire de pestilencia. Por allí se encuentran varias de las mayores fábricas de Madrid, como la antigua Chrysler, Standard y otras muchas, generadoras de contaminación. Aun así, la nueva vivienda era más cómoda que el bajo de Latina.

También encontré un trabajo regular, de tres horas al día y 5000 pesetas al mes, como traductor en una compañía arrocera[22]. Ganaba lo indispensable para ir tirando, gracias a la vida espartana que llevábamos, y me quedaba tiempo libre para las tareas ilegales, las más importantes.

La redacción de Bandera Roja seguía igual de tediosa, con sus reuniones semanales, la mutua corrección de artículos, la reiteración de lugares comunes que dejaban estrecho margen a la discusión, la consulta de los clásicos marxistas para corroborar tal o cual enfoque propio…

Una válvula de escape era para mí encargarme del Socorro Rojo, con su intensa, si bien indefinida, actividad. Montamos por Villaverde[23] una escuela para adultos. A ella, que no subsistió largo tiempo, asistían varios jóvenes, entre los cuales pandilleros a quienes cada tarde debíamos buscar por las tascas para llevarlos a clase. En el barrio de Tetuán incidíamos en otra escuela, a través de una militante allí apreciada. Cuando los dueños del local la clausuraron, los profesores organizaron una nueva en el barrio del Pilar, la misma que logró notoriedad en el posfranquismo por sus enfrentamientos con la Caja de Ahorros, que reclamaba el local. Claro que nuestra influencia se había evaporado mucho antes. En esas escuelas exponíamos la versión «científica» o «progresista» de la historia, y moldeábamos la mentalidad de la gente por medio de charlas, lecturas y opiniones.

Desde la primavera, el ambiente laboral se iba enrareciendo. En el curso de una manifestación en San Adrián del Besós, Barcelona, un trabajador cayó muerto por disparos de la policía, e inmediatamente prendió un movimiento de solidaridad y protesta en el Bajo Llobregat. En Madrid, la OMLE sembró enseguida las fábricas de Villaverde con incendiarias llamadas al combate.

Más adelante, y sin que nadie lo esperase, el paro de una fábrica de Pamplona prendió la mecha a una explosión huelguística en toda la ciudad. Parecía haber sido ORT, pujante en Navarra, la promotora de las luchas, que adquirieron notable violencia. El PCE(m-l), semidesmantelado a raíz del reciente primero de mayo, cuando había dado muerte a un «social»[24] en Madrid, intentó participar en la huelga, pero sus militantes de Pamplona fueron al punto detectados y capturados por la policía.

Nosotros, aunque carecíamos de contactos en Navarra, poseíamos, en cambio, nuestra exacta teoría, gracias a la cual interpretábamos cualquier suceso, siguiendo precedentes que databan de los viejos tiempos de la Internacional Comunista. Según nuestro dictamen, la lucha de Pamplona tenía carácter espontáneo, y en ella la ORT no habría desempeñado más función que la de sabotear —sin éxito— las movilizaciones, por el método de arrastrar a los obreros a encierros en iglesias y súplicas a las autoridades. En oposición, preconizábamos la táctica, única de verdad revolucionaria, de empujar a las masas a la máxima radicalización, a la insurrección en la medida de lo posible. Así había actuado la OMLE en Vigo, aunque aquella gesta no la repetiríamos.

Para discutir los acontecimientos convocamos una charla con los elementos políticamente activos de la barriada de San Cristóbal de los Ángeles. Lo de activos es una manera de hablar: pocos movían un dedo por propio impulso, mientras ofrecían férrea resistencia a salir de su apatía murmurante. Pero, en fin, seguían siendo las «fuerzas vivas» de la oposición, los que en algún momento llegaron a batallar contra la ley franquista, y se gloriaban de su elevada conciencia social. Explicamos ante ellos nuestra interpretación de la huelga de Pamplona. La acogida fue fría:

—Pero bueno, lo que queremos saber es cómo y por qué ha sido la huelga. Y vosotros no hacéis más que meteros con los curas y con Comisiones y ORT.

—La prensa ya ha dicho en parte cómo ha sido la huelga, y los folletos que ORT está sacando cada día también dan su versión. Lo que vale es que la gente ha saltado por encima del vertical y de los de ORT, que intentaban encauzar a la gente por la iglesia.

—¡Anda ya! Lo de los encierros en la iglesia sólo es un sistema para mover a la gente. A la gente es muy difícil moverla. Hay que estar en la fábrica para saberlo.

—Además, yo no consiento que se hable así de Comisiones Obreras. Tendrán sus fallos, ¿o es que vosotros sois perfectos? Pero ahí han estado dando el callo. Yo no me creo que sean traidores, como decís.

Que no, hombre, que la lucha ha sido espontánea. Es un resultado de la lucha de clases, eso no lo inventa nadie ni lo mueve nadie. La lucha de clases está ahí, es una cosa natural, en esta sociedad, y un día estalla por un lado y otro por otro, y el papel de los oportunistas es desviar esa lucha hacia la claudicación en el sindicato, o hacia el control de los curas. Como no pueden evitar que la gente pelee por sus reivindicaciones, los oportunistas se dedican a ponerla bajo el control del régimen.

—Mira, aquí nadie cree en los curas, pero si nos dejan unos locales, ¿por qué vamos a desaprovecharlos? Buena falta hacen.

—¿Qué tiene que ver? Si nos dejan unos locales, pues vale, los usamos, pero nunca nos engañaremos ni engañaremos a la gente sobre lo que busca la Iglesia. Ni vamos a pintar a los curas como amigos de la clase obrera. Y menos cuando la gente sale a la calle. Entonces es preciso romper con todos los curas y todos los que quieren la conciliación de clases.

—Eso es hablar por hablar. Y además, no sabemos bien cómo han sido las cosas en Pamplona.

—¡Cómo que no lo sabemos! Sabemos el papel que ha jugado cada uno…

—¡Siempre es lo mismo, y nunca se consigue hacer nada! Siempre andamos divididos, riñendo entre nosotros mismos…

La reunión fracasó, dejando a todos mal sabor de boca. La unidad era, entre las personas politizadas, un mito tanto más invocado cuanto más contrarias las políticas en presencia y más desvaída la actividad práctica. ¿En torno a qué objetivos y métodos debíamos unirnos? Cada partido daba por supuesto que no había unidad posible a no ser con su línea como eje. Eso sí, nadie se oponía a ceder en cuestiones secundarias, que no afectasen a los «principios»; pero ¿cuáles no afectaban de un modo u otro a los omnipresentes principios?

Terminadas las disputas, un partidario de CCOO me vino al encuentro:

—Si me salí de la charla fue para no liarme a hostias allí mismo. ¡No tenéis derecho a hablar así de Comisiones!

—Ya; se reverencia a los fascistas y se amenaza a los que hablamos claro. ¡Si son cosas que van juntas! Siempre acabáis en lo mismo.

Para el 18 de julio, 37 aniversario del levantamiento franquista, la OMLE ensayó su tradicional jornada de lucha. Y, como de costumbre, todo quedó en nuestra propia agitación. Casi nadie se movilizaba con nosotros, por mucho que instáramos a las células a preparar reuniones con los conocidos y explicarles la trascendencia de la fecha, para persuadirlos a la acción[25].

El Socorro Rojo entabló contacto con militantes jóvenes y radicalizados del PCE(i), futuro PTE. Deseábamos atraerlos a un mitin conjunto en la plaza de Villaverde Alto, la víspera del 18, a la hora en que llegaban los autobuses cargados de obreros que volvían del trabajo.

Accedieron a apoyarnos, pero insistiendo en que el acto debía ser rápido, porque en la plaza estaba permanentemente la policía secreta. Ellos se prestaban a vigilar, y en caso necesario atacar a los sociales, si éstos intentaban detenernos.

El 17 a la hora prevista aguardamos en balde a nuestros protectores. La plaza hormigueaba de gente, viejos jubilados con las arrugas del campesino, trabajadores que retornaban del tajo o se metían en los bares. A una señal, se cruzó de un lado a otro de la plaza, entre los árboles, una cuerda con dos banderas rojas con la hoz y el martillo, y en medio una pancarta lastrada con piedrecitas, que gritaba mueras al fascismo y al 18 de julio. Ante el insólito espectáculo se arremolinó el gentío, formando un denso corro en las aceras; las tascas se vaciaron. Entonces uno de los nuestros bordeó corriendo la masa de mirones, regándolos con octavillas. El mitin lo suspendimos, por la defección de los peceístas.

La mayoría de las hojas se perdían pisoteadas, en parte por temor, en parte porque muchos daban su mensaje por sabido. Una señora incitaba a su marido: «Agáchate, anda, coge, un papel, a ver qué dice». Pero el hombre, aprensivo, no se resolvía. Un conductor de autobuses se apeó de un salto y cogió un puñado de hojas, sin duda para difundirlas entre sus compañeros. Otros las doblaban rápido y las guardaban en los bolsillos, a fin de leerlas en casa, tranquilamente. Se notaba ansiedad y ganas de «no buscarse líos».

La cuerda de la pancarta se había enredado en una rama, y quedó demasiado baja, de modo que un autobús la rompería al pasar. Pero los conductores tuvieron unos minutos frenados sus vehículos, y con ellos el tráfico. En medio de la calzada, un viejo hacía gestos hacia un autobús para que avanzara de una vez y partiera la cuerda, pero el aludido se hacía el loco. Al rato, una camioneta puso fin a la función.

La gente contemplaba estas acciones con agrado, si bien no se identificaba plenamente con ellas. Nadie avisó a la policía, pues sólo a la media hora se dejó caer por allí un citroën de la Guardia Civil, cuyos ocupantes recogieron la pancarta, las banderas y unas cuantas octavillas. Los presentes observaban con indiferencia. Quedó de manifiesto que la constante vigilancia policial supuesta por los del peceí era una fábula.

Nos tropezamos con ellos dos días después.

—Bueno, ya sabéis lo que pasa, la gente falla a las citas. Además, la acción no fue gran cosa. No estuvo mal, pero tampoco fue nada del otro jueves.

—¿No fue gran cosa? Vosotros hacéis estas acciones cada dos por tres, ¿verdad?

La agitación aparatosa y pública resultaba la más interesante, pues hacía impacto entre la masa, elevaba la moral, acoquinaba a los fascistas presentes y sacudía la pachorra imperante entre los elementos «avanzados». Es lástima que nadie organizase con más sistema acciones de aquel tipo, pues la agitación corriente, a base de soltar octavillas, sin más, se había vuelto casi estéril.

A la entrada o salida del trabajo, la célula y varios afectos al Socorro Rojo solían presentarse ante las fábricas, para distribuir panfletos en mano, y poner carteles junto a la entrada. Al poco tiempo los vehículos de la Guardia Civil rondaban a la caza. No tuvimos, empero, malas novedades, pues nos movíamos con precaución, hasta que acabamos de cortar aquella actividad repetida en exceso.

A finales de verano cayó en Chile Allende, víctima de una conjura militar. El desastre sumió en la consternación a la izquierda. Los partidos que habían ensalzado a bombo y platillo la demostración práctica de la vía pacífica al socialismo, sufrieron un sensible golpe moral, quedando en postura desairada. Mas pronto recobraron la confianza en sí mismos: la CIA, la TU, los yanquis fueron el blanco de su furia impotente. La condena a la Junta Militar se convirtió en nuevo caballo de batalla. De tanta desvergüenza infirió la OMLE que nunca sería lo bastante despiadada en el desenmascaramiento de aquella ralea de hipócritas y estafadores seudoizquierdistas, si queríamos llevar la revolución por buen camino.

En Bandera Roja largamos indignadas y sarcásticas diatribas contra los conciliadores. ¿No veníamos advirtiendo desde el principio, cuando la izquierda en pleno se complacía en el parcial triunfo urnero allendista, que éste no era determinante? ¿Que en realidad el gobierno de Unidad Popular, integrado por revisionistas y pequeños burgueses inseguros sólo abría camino al fascismo, en vez de adelantársele con resueltas medidas revolucionarias? ¿No habíamos alertado, en reto a la demagogia de los oportunistas de izquierda, de que un régimen así no funcionaría, dejando al pueblo inerme ante la reacción; que era pura engañifa compararlo con el Frente Popular dirigido por un Partido Comunista genuino? ¡El derrocamiento de Allende confirmaba dramáticamente nuestro análisis! ¡Ya podían llorar quienes habían promovido vanas ilusiones, en Chile o aquí! Sus lágrimas de cocodrilo jamás borrarían su complicidad objetiva, y hasta subjetiva, pensábamos, con los reaccionarios.

Pero, enfatizábamos, el descalabro chileno tenía su lado bueno: desengañaba a los obreros y hundía en completa bancarrota la política revisionista, contrarrevolucionaria y socialimperialista instigada desde el Kremlin. En la dura escuela del infortunio, los pueblos aprenderían a distinguir entre amigos y enemigos, rehusarían bailar al compás de los lacayos del capital y agentes del socialimperialismo soviético. ¡Cuántas veces en los últimos cien años no habrán repetido los comunistas expresiones parejas! Sin desmayar por ello, Bandera Roja tronaba martilleante, porfiando por grabar a fuego en la mente proletaria tan decisiva lección.

Éxitos de predicción como el de Chile nos movían a sacar consecuencias desmedidas sobre la justeza de nuestra línea. Nos cantábamos nuestras propias loas, comparándonos con ventaja a los demás partidos. Cada uno de éstos obraba similarmente, para elevar su moral.