LAS PRIMERAS ARMAS
En la OMLE depurada fui encargado de dirigir una recién nacida y escuálida «organización de masas», sin masas ni casi organización, llamada Socorro Rojo. El nombre tenía solera: la de una entidad auxiliar de los PC, famosa en los años treinta.
Concebíamos el Socorro Rojo como un canal para asociar con nosotros a gentes que no se atrevían a la militancia activa, pero dispuestas a secundarnos sin especial compromiso. El Socorro Rojo recabaría ayuda para los presos, denunciaría las condiciones carcelarias, la represión policial, etc. Esperábamos despertar por ese medio un vasto movimiento, solidario de facto con nuestra política.
Las organizaciones de masas, siguiendo el modelo leninista, englobaban a gente atrasada o poco combativa, pero presta a tomar postura en momentos determinados o por motivos parciales: económicos, culturales, antirrepresivos, etc. El partido, en nuestro caso la OMLE, debía orientarlas con firmeza (no sin proclamar simultánea y retóricamente el carácter independiente y democrático de ellas): convertirlas en correas de transmisión de las directrices partidarias. Cada partido clandestino se afanaba en crear sus propias organizaciones de masas —generalmente con muy pocas masas—, o se introducía en otras ya constituidas, pugnando por desplazar de ellas a los rivales políticos.
Nuestro Socorro Rojo se componía de una célula rodeada de varios simpatizantes activos. Como fin inmediato debía recoger y encauzar la asistencia a los presos políticos, nuestros o de cualquier tendencia antirégimen. Pero sucedía que apenas teníamos camaradas en la cárcel, y aun los pocos que caían solían ingeniárselas para pasar por comunes o por fieles a otras siglas. Y los demás grupos disponían, en general, de más medios que nosotros para ayudar a sus represaliados. Por otra parte, entre las distintas comunas de presos solía haber malas relaciones. Así, nos limitábamos a proporcionar dinero, comida o ropa a contados reclusos. Realizamos en cambio intensa agitación en barrios, repartiendo en mano o por buzones, hojas y folletos. Se consiguieron unos círculos de colaboradores, y sacamos un boletín mensual: «Solidaridad».
La célula se reunía una vez por semana. Nos juntábamos en algún parquecillo o cafetería adecuada, llevando libros como si fuéramos estudiantes, o actores aficionados que repasaban sus papeles. También utilizamos una casa abandonada, lista para el derribo en aras de la autopista M-30. Además del Socorro Rojo se servían de ella un grupo de teatro de barrio que ensayaba allí, así como una célula del comité local de la OMLE, y otros partidos, probablemente. Escaseaban los locales.
Las reuniones duraban hasta cinco o seis horas, los sábados por la tarde, cuando disponíamos de tiempo y la gente iba a sus diversiones. Luego estaban las citas de paso, las citas de seguridad, rápidas pero que exigían mucho tiempo en transporte.
Aún recuerdo con una impresión de pesadez aquellos largos trayectos en metro y autobús en el sofocante verano madrileño, con su calor pegajoso, o el frío crudo del otoño avanzado. La discusión interminable del Bandera, la revisión de la marcha del trabajo, la recogida de ayuda y su envío a fulano o zutano; o la revisión de las opiniones, rara vez explícitas, de las «masas»; el tratamiento de casos como el del camarada cuyos padres sospechaban de su activismo, dando lugar a continuas riñas familiares y citas fallidas: ¿debería marcharse de casa o no? O la crítica a Juan o a Pedro por llegar tarde, la noticia de que Pepe se ha perdido para la causa, porque tiene miedo y le ha dado por el rollo jipi; animar a Juana, que anda desmoralizada y no hace nada, reprenderla por haber dejado sin más empeño un círculo juvenil legal de su barriada. Las precauciones al dirigirse al punto de cita, mirando atrás de cuando en cuando con disimulo, cerciorándose, observando a la gente que sube con uno al autobús, o se apea; la pinta de «social», de policía secreta de éste o aquél; dejando pasar trenes en el metro…
Estaba en la célula una chica recién casada, que era un manojo de nervios. Un pelirrojo, de familia de antiguos comunistas, pasó pronto al aparato de propaganda. Otro más, falto de un ojo, que llevaba de cristal, desertó de pronto sin atreverse a dar explicaciones; también había un chaval joven, de estilo muy castizo madrileño.
Tirábamos muchos boletines, vendiendo una parte de ellos, con la cual sufragábamos el resto, que difundíamos gratis por diversos barrios. Un mes hicimos una tirada especialmente grande. Quedamos de noche en una callejuela de Pueblonuevo para pasarnos los voluminosos paquetes. El portador los dejó camuflados junto a los cubos de desperdicios y se acercó unos metros a mi encuentro. En ese instante dobló la esquina el camión de la basura, y arrambló con el preciado cargamento. «¡Qué hostia es eso!», gruñó uno de los trabajadores, enfadado al ver saltar una cascada de folletos de la trasera del camión. No podíamos explicárselo. Cabizbajos y furtivos, nos alejamos.
No admitíamos las vacaciones; la lucha de clases no se interrumpe. Tampoco la represión descansa. Sólo los oportunistas se toman vacaciones, porque en el fondo no creen en la revolución. ¡Mira que si estallara en julio o agosto una protesta masiva… lo de Granada…! ¿Cómo se las apañarían los bravos veraneantes izquierdistas para colocarse en sus puestos? Aunque, desde luego, su puesto debía estar en las playas…
Las acciones agitativas proporcionaban un respiro en el trajín gris, tenaz, agotador. Era casi una delicia interrumpir la inquietud oscura para chapuzarse en la acción refrescante del reparto de octavillas, la buzo-nada, la pintada de consignas en los muros, el llamamiento que mirarían miles de personas, a quienes podíamos suponer sin más de acuerdo con él; algo vivo, diferente a la crispada y plomiza labor cotidiana: vigilar por si viene un coche policial, lanzar la panfletada aprovechando un momento en que nadie circula, pues el transeúnte acaso sea un chivato, o un policía de paisano; o la rápida y nerviosa distribución de hojas en mano, en una aglomeración donde es más fácil perderse y los eventuales polizontes quizá no osen actuar. Y la euforia después de la acción. «No tenían ni idea; le doy una hoja a una tía y me pregunta si era una invitación para un baile». «A mí me vio un menda embuzonando, y me pidió varias hojas para llevar al curro». Debía ser un tío majo; «Andaba una pareja de tricornios dando vueltas, estaban de palique con un vecino, y casi nos damos frente con ellos. Menos mal que estaba oscuro y ni se coscaron, pero salimos zumbando»; «Pasó un coche de la pasma, y ni se enteraron los tíos…».
Además del Socorro Rojo trabajaba yo en el comité de redacción del Bandera Roja, sin entrar en el equipo directivo de la OMLE. Pérez hacía de redactor jefe, y entre tres elaborábamos la revista, a cuyo estilo y retórica pronto me adapté. Hasta entonces había escrito un buen número de octavillas, pero no artículos, que me parecían superfluos. Se me encomendó uno para comentar el informe de Nuestra Bandera, órgano teórico del PCE, acerca de la visita de Carrillo a China, girada el año anterior. Mi escrito se espesó hasta convertirse en un folleto, cuyo título ya era expresivo: «El viaje de Carrillo a China y la bancarrota del revisionismo». Carecía de toda originalidad o atisbo de crítica hacia las tesis chinas, empleando además un lenguaje mordaz, plagado de injurias al PCE; pero argumentaba con cierto orden, y por ello se hizo popular entre los camaradas, y fue útil para el proselitismo en Andalucía.
Las estrecheces nos acosaban. El vil metal, si brillaba en nuestras filas, era por su ausencia. La creciente profesionalización se volvía desproporcionada desde cualquier punto de vista. Se precisaba «liberar» a unos cuantos militantes, es decir, que pasasen a cobrar un sueldo de la OMLE, consagrándose por entero a la organización. Las cuotas sólo alcanzaban para tenues subsidios, y cada cual tenía que buscarse currelos ocasionales, lo que pudiera encontrar. Pérez había días en que le faltaba para comprarse el periódico, última cosa a la que estaba dispuesto a renunciar. Debiendo atender a su familia, con dos hijas, se movía en precario. Una mañana intentó sacar unas pesetas de la hucha de sus niñas, pero se despertó una de ellas al oír el sonido de las monedas, y se echó a llorar desconsolada. «Que te estoy metiendo dinero, que te estoy metiendo dinero», le decía él tratando vanamente de aplacarla.
Llegué a tener tres trabajos simultáneos, vendiendo libros, recogiendo encuestas y haciendo traducciones de inglés, idioma que entendía algo. Sin embargo, el riesgo de aburguesarme con tantos salarios no pasó de remoto. A no ser porque me alojaba gratis en el piso de unos amigos, y podía dedicar los cuartos a la manduca, hubiera adelgazado, asunto molesto para quien no anda sobrado de carnes. Casi todos estábamos por un estilo. La mujer de Bueno de Pablos, hija de un fascista francés refugiado en España, pilló anemia entre el mucho activismo y el poco alimento.
Rebañando las cuotas y aportaciones lograba sostenerse a duras penas el aparato de propaganda. Se alquiló un local estrafalario, una especie de chabola construida en la terraza de un edificio, por la zona de Marqués de Vadillo.
El tugurio sirvió luego al comité de redacción, el cual se instaló posteriormente en un piso de la calle de los Irlandeses, del barrio de La Latina, adonde fuimos a vivir dos camaradas. Pertenecía a un guardia civil jubilado, que no podía imaginar el uso de su propiedad. Se trataba de un bajo embaldosado y frío, amén de lóbrego y estrecho, con cortinas en vez de puertas para las habitaciones, y unas camas cuyos colchones rezumaban humedad. Para combatir los catarros tomábamos muchas naranjas y, como no valíamos para cocinar, comíamos los platos más económicos en los económicos restaurantes de los alrededores, limpios, qué duda cabe, aunque sin manías. Echábamos serrín en el suelo y teníamos cada uno una manta que, reforzada con la ropa corriente, y en mi caso una trenca y el chaquetón traído de la marina, permitían dormir casi bien. Al escribir, los pies contra las baldosas se quedaban helados, pero el remedio estaba al alcance: dar un paseo o desviar la atención hacia las divertidas peleas de vecinas, que resonaban cada dos por tres en el patio. Con todo, el sitio no carecía de virtudes: era barato.
Pero más que nada urgía el dinero para celebrar una conferencia de la organización, largamente preparada. Esta conferencia debía reafirmar el acuerdo de poner en pie el partido apoyándose en las elaboraciones teóricas más recientes. Me extrañó en principio la necesidad de tantos cuartos para tal menester. ¿Sería muy difícil que algún simpatizante acomodado nos cediera su piso? Pero no sólo resultaba difícil, sino que el círculo dirigente pensaba rodear la conferencia de la mayor solemnidad posible. Y ello imponía dispendios de monta.
Se instó a los militantes a recurrir a las masas para allegar los recursos indispensables. Después de todo, los obreros debían comprender que estábamos reconstruyendo su partido, y facilitarnos los auxilios consiguientes. Pero las sumas recaudadas eran ínfimas, y chocante la timidez de muchos camaradas a la hora de pedir. Por temor o por recelo, la generosidad popular se mostraba esquiva. Al cabo de la campaña se reunirían quizás siete mil duros, de los que el Socorro Rojo aportó un tercio, merced a un donativo especial de seis mil pesetas de un simpatizante[18]. Si la revolución iba a depender de aquella birria…
No se deseaba recurrir a los espectáculos, recitales o similares, pues esos métodos nos olían a revisionismo. Aspirábamos a hacer de las colectas un acto político, sin rodeos ni engañifas. La gente debía saber que aportaba su óbolo a la reconstrucción de su partido. Tan buenos propósitos, aparte de arriesgados para nuestra integridad, no llevaban lejos, como he dicho, y fue preciso transigir en los «principios»: se montó una capea, con un modesto beneficio.
Las necesidades seguían sin cubrirse. No quedó más salida que la tradicional: recurrir a la banca. La cuestión se diría simple: los bancos manejan dinero del pueblo, como salta a la vista, y la OMLE representaba los más profundos intereses populares, eso nadie en todo el país soñaba en discutirlo, por razones muy varias. La consecuencia caía de su peso. Mas tal sencillez no pasaba de la fachada, pues el materialismo bancario, no siempre coincidente con el histórico, exigiría de nosotros garantías tangibles que por ética, pudor y otras causas sustanciales, preferíamos no conceder. Y sabiendo que los depósitos bancarios provenían de la explotación de los trabajadores, nos repugnaba en extremo entrar en sórdidos tratos y humillantes papeleos con los buitres de las finanzas. Adivinábamos, por otra parte, una repugnancia no menor por parte de los buitres hacia las vanguardias proletarias.
En suma, que este agudo problema de conciencia sólo tenía un arreglo capaz de salvar los escrúpulos de ambas partes. A él recurrió el PCE en tiempos de guerrilla, y modernamente lo practicaba con buen ánimo la ETA y algún otro partido: el atraco o expropiación.
Resuelto el arduo problema teórico-moral, restaba el práctico, no menos complejo, contra lo que pudiera creer un observador resabido. Para asaltar un banco era necesario, en primer lugar, hacerse con un arma, y unos principiantes sin consejo ni experiencia en tales lides podían encontrar en extremo azarosa la tarea. Del revólver de la OMLE ya hablé en el capítulo IV, y con loable sensatez decidimos prescindir de él.
Ante todo, ¿quién tenía un arma? Los guardias y los serenos, por ejemplo. Un sereno perdido en la noche madrileña tenía que ser presa fácil. ¿Seguro? No se le iba a asesinar, y, en cambio, lo mismo gritaba. Y convenía disponer de un vehículo rápido para la huida. He ahí un nuevo y escabroso obstáculo: no todo el mundo en la OMLE sabía conducir o, sabiendo, ofrecía confianza para la misión. Se dio por fin con un conductor, fiable pero sin idea de cómo abrir coches. Un voluntario hizo pruebas y adquirió pasable destreza en el arte de forzar con destornillador la ventanilla. Pero, aún, ¿cómo poner el auto en marcha? Los antirrobos de entonces no eran complicados y a menudo se superaban con un golpe seco al volante. También había que saber hacer el «puente», y apareció uno, más o menos experto. El comando pudo ponerse en acción.
Y con la acción, aparecían nuevos problemas. Levantar un coche adecuado, o sea, veloz para escapar, y grande —para no perjudicar a propietarios obreros—, llegaba a ocupar al equipo una noche entera, salpicada de gritos e insultos de vecinos insomnes, o de persecuciones de serenos coléricos, y terminar sin más provecho que el cansancio. Pero de vez en cuando salían bien las cosas, y se pasaba a la fase del ataque al sereno. Nada fácil, porque los probos guardianes de la noche recelaban por instinto, y en ocasiones la partida guerrillera se veía en líos insospechados, con práctica de carrera pedestre; o en vez de alzar sumisamente las manos, como mandaban los cánones, a la vista de un cuchillo, optaban por ponerse a aullar a voz en cuello mientras intentaban escapar. O, lo más lamentable, no portaban arma alguna. Se descubrió entonces que si bien los serenos tenían permiso de armas, pocos ejercían sus funciones con el artilugio de matar. Y no era cuestión de preguntarles antes.
Los omlianos hubieron de probar con los guardias municipales. Pero si bien varios de ellos llegaron a ser asaltados, la impericia de los agresores permitía a los agredidos quedarse con la pistola, por más que también con fuertes sustos y chichones. Una vez un guardia, ligeramente apaleado, salió en pos de sus ofensores, tan furioso que se le olvidó a él mismo desenfundar su arma[19].
No faltó la tentativa de sorprender al centinela de un cuartel de tanques, quien, según la información, era un policía militar armado con pistola. Pero tras una espera angustiosa, emboscados en la oscuridad cerca de la garita y con la inquietante perspectiva de perros a retaguardia, los omlianos se encontraron frente a un nervioso recluta armado con fusil de asalto, demasiado aparatoso para el fin propuesto. Desconcertado, el comando logró escurrir el bulto con diplomacia.
Hartos de fracasos, se ordenó recomponer el equipo, centrándose resueltamente en un municipal que cada mañana transitaba por determinada calleja del barrio de Tetuán. Tras acechar un buen rato y despertar poderosamente la curiosidad de las mujeres que iniciaban sus faenas domésticas, observaron cómo se acercaba la presa, que no podía imaginar lo que se le venía encima. Ni llegó a saberlo jamás. El jefe del comando le dejó ir sin dar a sus hombres la señal de ataque. Lógico, pues el guardia se había presentado no sé si diez minutos antes o después de la hora informada. ¡La nefasta impuntualidad española!
Recordaré al observador superficial a quien quizás inspiren una burla excesiva estas charlotadas, que los comienzos suelen ser difíciles, para lo bueno como para lo malo. ¡Quién diría que al principio la plana mayor de ETA sufría parálisis a la hora de abordar a un inofensivo e inerme pagador, como relata Echave! Pues, al margen de la torpeza y falta de medios, la mayor dificultad era de orden psicológico. Por aquellas fechas aún conservaba la policía un prestigio de eficacia, que no se desvanecía en la cabeza del militante por muchos comentarios despectivos que le dedicase. Pesaba en la memoria la prontitud con que cayeron los anarquistas que, muy ocasionalmente, habían puesto bombas en la década anterior. O el más lejano naufragio de la guerrilla comunista. O las a menudo desastrosas redadas contra partidos clandestinos. Y nadie olvidaba, claro está, las condenas especialmente duras para las acciones armadas. Así, la incertidumbre derivada de la nula práctica se combinaba con la conciencia borrosa de la habilidad policial.
El prestigio policíaco, aun si en declive progresivo, no dejaba de tener su fundamento. De ahí venía asimismo el miedo de muchas familias, opuestas tercamente a que sus hijos engrosaran la «subversión»; y no por antipatía o desacuerdo político —la despolitización era muy pronunciada en todas las capas sociales— sino por convicción de que antes o después serían arrestados. A tal punto llegaba esa convicción que en una ocasión una madre delató a su hijo, esperando de ese modo acortar su «segura» condena. Entre cuantos vivieron la guerra pesaba también la memoria de la hecatombe, y veían como una pesadilla su eventual repetición.
Aún más gravemente influía otro factor moral, no confesado, pero angustiante: ¿qué sentido tenían tales acciones cuando la gente a la que decíamos representar nos ayudaba tan poco?, ¿teníamos derecho a proclamarnos vanguardia de la clase obrera en semejantes condiciones, sin ser conocidos (no digamos reconocidos) sino por una ínfima facción del proletariado? ¿No corríamos el riesgo de cortar toda dependencia material hacia la clase obrera y su lucha, para descansar sobre el dinero de los atracos, deslizándonos por una rampa aventurera y mafiosa?
Vencer esos reparos, aun sin dejarlos aflorar del todo, o superar la renuencia a agredir por la espalda, o la vaga sensación de asimilarse al delincuente sólo atento a su lucro personal, no era empeño suave. La lucha interior se reflejaba, creo, en la acción, tantas veces vacilante o a la desesperada.
En fin, el armamento se obtuvo. Un simpatizante de Córdoba informó de que algún conocido suyo coleccionaba en su piso escopetas y pistolas en buen uso. Con la información vino la llave de la casa. Partió de Madrid un grupo para hacerse con el arsenal, pero no consiguió abrir la puerta; acertó, en cambio, a romper la llave en la cerradura. Noches después logró penetrar un camarada. Al acercarse sigilosamente a su objetivo, en las tinieblas, metió el pie en un barreño con agua y ropas: susto y ruido. Pero los inquilinos roncaban apaciblemente[20].
Todavía se produjo un último percance cuando el coche que transportaba el botín a Madrid se fue a la cuneta, al adormilarse el conductor por la fatiga pasada. Afortunadamente no ocurrió nada irreparable. Las aventuras llegaron a su fin. La expropiación bancaria siguió por buen camino.