LA PURGA DE LOS VETERANOS
Los conflictos en la cúspide de la organización motivaron la exclusión progresiva de Raúl, Manolo, María y Rizos, dejando fuera de combate al cuarteto que había traído del exterior la gran consigna omiliana. Ocurrió como sigue:
La facción escindida del PCE(i), mencionada al final del capítulo IV, se había incorporado a la OMLE en los primeros meses del 71. Entre los recién llegados se encontraba Manuel Pérez Martínez, Pedro, luego Arenas, el cual destacaba por su afición a la teoría y su manejo de varios clásicos marxistas, pero principalmente por la nitidez lineal de sus planteamientos y la celosa energía con que los resaltaba. Los jefes omlianos lo cooptaron de inmediato a la dirección: firmaban su propia sentencia.
Empezaron las trifulcas entre Pérez y Raúl. El motivo era la centralización. Raúl se inclinaba por continuar con el viejo método de trabajo, rentable a su juicio, en espera de que llegase de forma natural la hora de imponer un más estricto centralismo. Concedía alto valor a la intervención en huelgas y luchas concretas, al trabajo sindical, a la agitación por medio de comandos —los cuales nos habían traído bastantes afiliados—, etc. A su juicio, antes de introducir reformas debían crecer los efectivos en el interior y afinarse paulatinamente las tesis políticas. No deseaba cortar drásticamente con los demás grupos de la izquierda, pues alentaba esperanzas de llegar con ellos a formas de unidad que acelerasen la reconstrucción del partido.
Su adversario traía, en cambio, planes muy definidos: modelar cuanto antes un comité dirigente y profesionalizado, plenamente imbuido de las concepciones del propio Pérez, capaz de tomar con mano férrea los hilos de los organismos. Las federaciones pasarían a llamarse comités locales, privándoseles de la anterior autonomía, pues la tradición marxista-leninista rechazaba el principio federativo. El órgano central, Bandera Roja, debía pasar a tirarse en el interior, con periodicidad mensual. Desechaba el sindicalismo, los comandos agitativos y otras facetas de la labor hasta entonces prevaleciente.
La razón de sus drásticas propuestas era que él creía tener ideas precisas de cómo se desenvolverían los acontecimientos en el país, y entendía como pérdida de tiempo cualquier demora en la aplicación de sus puntos de vista.
Pérez presentaba su debate con Raúl como cuestión de principios, como dilema inconciliable entre una posición leninista (la suya) y otra oportunista, contrarrevolucionaria en el fondo.
Tal enfoque sólo dejaba la alternativa de la ruptura o el total sometimiento, y bien pronto se enzarzó el comité en disputas corrosivas, que medio paralizaban la actividad. Raúl topó con un contrincante inescrupuloso, que usaba contra él cualquier argucia, y le culpaba hasta de los gritos prodigados por ambas partes, y del estancamiento de la dirección. Ciertamente, las posturas de Pérez eran más claras y mejor elaboradas que las de Raúl, y prometían, junto a un esfuerzo mayor en varios campos, unos resultados más tangibles. Pero había algo indecente en su forma de explotar las circunstancias sobre una base de partida (militantes, influencias…) construida por otros con tanto riesgo y sudor.
Raúl, sin programa de acción bien definido, y acostumbrado a maneras menos rudas en la controversia interna, se vio gradualmente aislado, cargado con todos los fallos, y perdió la iniciativa. Recibió el golpe de gracia al fracasar un comando de apoyo a una fábrica madrileña en huelga, en la cual disponía la OMLE de contactos. La reducida manifestación, mal preparada, fue sorprendida y disuelta en el puente de Legazpi por unos guardias urbanos, que llamaron a la policía armada. Pérez utilizó el desbarajuste para redoblar sus ataques, contando con el decisivo refuerzo de Cerdán, procedente del grupo de Quintana y futuro dirigente del Grapo. Cerdán, detenido en el comando, pasó unos días en la cárcel, y desde allí envió un escrito condenando el método y la concepción de Raúl. Raúl sufrió un amargo revés, pues creía que Cerdán le era adicto.
Durante un permiso militar viajé a Madrid y me enteré, por encima, de las discordias. La suerte estaba echada contra Raúl, quien me habló con mucho sentimiento del rumbo de la pelea, y de su decisión de no someterse. Le causó una nueva decepción el que no me pusiera a su lado, pues siempre nos habíamos llevado muy bien. Pero yo no me hallaba en condiciones de tomar partido. Leí las cartas y documentos con las mutuas acusaciones, y no logré captar su sentido. Me parecía que en lo esencial estaban los dos de acuerdo, y sólo discrepaban sobre si era o no el momento de dar un salto adelante en el dichoso centralismo. Mas uno y otro otorgaban al asunto un decisivo valor político. Para Pérez se trataba de ser consecuentes con el centralismo leninista; para Raúl, de afianzarnos entre la gente o bien de crear un débil y furibundo círculo encerrado en sí mismo. Como no acertaba a aclararme, les dije que desde mi alejamiento acataría lo que mayoritariamente se acordase. En principio me inclinaba por las medidas, más concretas, de Pérez[16].
El pleito se dirimió en la IV Reunión General, celebrada en Paris, donde se impuso rotundamente la línea de Pérez. Raúl, lleno de pesar, quedó marginado de la empresa a la que se había consagrado en cuerpo y alma. Pérez aprovechó a conciencia su triunfo. Ya sin posibilidades de réplica, el vencido era pintado con negras tintas, vituperado en un tono sarcástico, personal y seudomoralista.
Los tres veteranos venidos de Francia apoyaron la postura ganadora, pero al poco se encontraron incómodos. Se quejaban de que la acción de masas iba siendo relegada, mientras Pérez y sus incondicionales se hacían con un poder absoluto. Un buen día, Manolo, encargado del aparato de propaganda, abandonó, dejando una nota en que explicaba su rechazo al derrotero adoptado por la OMLE y advirtiendo: «no me cruzaré de brazos». Interpretada esta última frase como una amenaza, Bandera Roja despidió al viejo militante con una andanada de invectivas. Poco más tarde salió del grupo María, su ex esposa (pues se habían separado). Siguió Rizos, quien hacía el servicio militar en Madrid y mantenía simultáneamente los contactos organizativos. Había aceptado trasladarse a París, a fin de inyectar entusiasmo a este comité. Ello implicaba desertar del ejército y, al parecer, separarse de una compañera, por lo que se volvió de su acuerdo y pidió se enviase en su puesto a persona menos comprometida. Parecía asustado de unas decisiones tan radicales para una actividad política tan menguada como la de la OMLE. Su actitud recibió la etiqueta de «vacilaciones pequeño-burguesas» y de «burla de las resoluciones del comité», a las que él había dado su aquiescencia al principio. Y con esos baldones fue expulsado[17].
Los frutos de la reorganización y de los nuevos métodos resultaron desiguales. El éxito principal consistió en establecer el Bandera Roja en el interior y sacarlo mensualmente. Hasta entonces, en tres años de existencia de la OMLE, no habían salido más que seis o siete números. Ahora cambió de formato, y pasó a tirarse en Madrid.
La multicopista para Bandera Roja fue «expropiada» a la redacción de Cuadernos para el diálogo: Previamente se habían tirado en los sótanos de la revista dialogante dos números de la roja, valiéndose de la noche, y de las llaves del local, entregadas por un simpatizante que allí prestaba sus servicios. Como el apaño ofrecía riesgos, se asaltó al fin la revista, para hacerse con una buena multicopista y otro material de impresión. Esta acción levantó revuelo, pues Cuadernos era comúnmente tenida por publicación progresista, que aglutinaba a una corriente intelectual de liberales, cristianos «avanzados», radicales y adeptos al PCE. Ahora bien, siguiendo el dictamen leninista, la OMLE llamaba burgueses a los primeros, y a los últimos agentes del capital en las filas obreras. Y así no hubo ningún remordimiento en arrebatarles unas máquinas tan necesarias para un grupo que arriesgaba el pellejo en la oposición: los de Cuadernos, mucho más ricos, podían moverse con relativa holgura bajo tolerancia franquista. En todo caso, se razonaba, si los expropiados eran demócratas, no lamentarían que unos antifascistas empleasen aquellos útiles, aunque fuera sin pedirles permiso. Las circunstancias no aconsejaban mayor cortesía.
El Bandera Roja mejoró de calidad técnica, y llegó a convertirse en el órgano de propaganda clandestina mejor presentado entre los que se editaban en España. El aparato se protegió sin reparar en esfuerzos, creándose una célula dedicada exclusivamente al manejo de la «churrera» y a pasar a máquina y confeccionar los textos. El nuevo estilo contrastaba con la propaganda de todos o casi todos los demás grupos antifranquistas, la cual solía consistir en papeles escritos y maquetados a la buena de Dios. Ciertos izquierdistas afectaban escamarse por el lujo de medios que nos atribuían. Por supuesto, despreciábamos tales comentarios, pruebas de oportunismo y haraganería: «lo que pasa es que ni ellos mismos tienen respeto por lo que escriben». A la chita callando, otros colectivos afinaron su técnica en emulación de la nuestra.
Las reformas incluyeron asimismo el abandono de los típicos «seminarios», o charlas sobre temas ideológicos, que junto con los comandos habían contribuido tanto a incrementar los efectivos omlianos. En su lugar se impuso el estudio de Bandera Roja, particularmente de los artículos de fondo, escritos casi siempre por Pérez. Se tachó a los seminarios de poco menos que indicio de oportunismo. Sin embargo, ellos habían dado a numerosos afiliados unos rudimentos de marxismo e indispensables nociones históricas. Eliminarlos supuso para los militantes una baja en su nivel de conocimientos generales, que llegaron a limitarse a un repertorio de fórmulas y citas clásicas, empleadas por los dirigentes en apoyo de sus tesis.
El segundo avance crucial consistió en la profesionalización del comité directivo. Se fue resueltamente a la creación de un equipo de revolucionarios profesionales, según la doctrina de Lenin, consagrados absolutamente a sus objetivos, y seleccionados entre los militantes más capaces e identificados con las orientaciones del Bandera Roja. Esta profesionalización marcó desde muy pronto una neta distancia entre la OMLE y otros izquierdistas. Nos permitió afrontar mejor los reveses, salvaguardar el aparato conspirativo, y proponernos tareas de cierta envergadura, con mayor seguridad frente a la represión. En contrapartida hubo que separar del trajín político y sindical directo a las personas más expertas. Pero este debilitamiento del trabajo inmediato se consideraba un sacrificio pasajero. Disponer de un equipo dirigente capaz permitiría más tarde, esperábamos, compensar con creces los momentáneos repliegues en la labor «de masas». Tal expectativa nunca llegaría a realizarse, y una de sus consecuencias fue que la profesionalización debió ser pagada mediante atracos, digamos, revolucionarios.
A Madrid se la definió como «centro de la reacción y de la revolución», núcleo decisivo del que en última instancia dependería todo. Pérez consagró un esfuerzo especial a asesorar al comité madrileño. Pero sus desvelos se traducían en un creciente acartonamiento del comité. Los militantes perdían su agilidad orgánica, enfrascándose en inacabables «luchas ideológicas internas»; se repetían las críticas y autocríticas, reestructuraciones y piruetas en el vacío. Después de cada intervención, Pérez salía diciendo «yo no me ocupo más del asunto», y «ya aprenderán los de Madrid por sí solos». Para retornar nuevamente a poner orden, con iguales efectos.
Pero sería la prometedora organización gallega la que padeciera más por las rígidas normas. Durante buena parte del año 72, los disidentes del PC en Galicia conocieron un auge esplendoroso para la época. Después de los paros en solidaridad con Ferrol, tomaron parte destacada en una huelga general desatada en mayo de ese año en Vigo. Se pusieron entonces en cabeza de los obreros de «Astilleros Barreras», donde estaban más implantados, y a partir de Barreras consiguieron parar casi toda la industria viguesa, mientras en la calle se sucedían las concentraciones multitudinarias y los enfrentamientos.
En el curso de las masivas movilizaciones, uno de los líderes de los astilleros, llamado Moncho, demostró una fértil imaginación e ingenio agitador. Orientaba las manifestaciones y piquetes en medio del despliegue policial, burlándolo. Dividía a los manifestantes en fracciones, que luego confluían en puntos previstos; ordenaba avisos falsos para despistar a los «grises»… Hierro estaba en prisión, por haber incendiado un autobús y un jeep de la policía, meses antes.
En septiembre se reprodujo la huelga general, iniciada en la fábrica Citroén. Volvieron a movilizarse los maoístas, que multiplicaron su actividad aplicando las tácticas de los anteriores combates. Las consignas «revisionistas» de Comisiones Obreras fueron parcialmente desbordadas, y se llevó tan lejos como se pudo la ruptura de los obreros con el sindicato vertical franquista.
La intervención de la OMLG en estos acontecimientos merece ser reseñada, porque la hábil publicidad de Comisiones Obreras ha logrado borrarla. Aquellas huelgas eran las primeras de su tipo en España, desde las del 47 en Bilbao; abarcaron al conjunto de una importante ciudad industrial y sus alrededores, con escaramuzas incesantes durante ocho y quince días respectivamente. Tanto CCOO como OMLG-OO (Organización de Marxistas-Leninistas Gallegos-Orgaización Obreira) participaron, cada cual con su política. Ambas pretendieron haber «dirigido a los trabajadores» en la ocasión. Sin entrar a reñir por la primacía, afirmaremos que el papel de la OMLG no fue inferior al de CCOO. Sin embargo, será inútil buscar en las doctas historias luego escritas la menor referencia al hecho.
Para septiembre del 72, la influencia de la OMLE sobre los escindidos del PCE en Vigo estaba consolidada, aunque los gallegos actuaban con autonomía. Especulando con esa situación, varios partidos maniobraban para atraerse a la OMLG, deslumbrados por sus nunca vistas proezas en la acción callejera y fabril. Pérez y Abelardo Collazo, destacado líder de la construcción viguesa cooptado para la dirección de la OMLE, fueron a Vigo y desbarataron la intriga. No obstante, el éxito se acompañó de la imposición de los métodos antes mencionados, que extendieron a Galicia el marasmo de Madrid. Desde aquel instante, la OMLG empezó a decaer, aislándose y precisando ser parcheada con militantes de fuera, cuando hasta entonces los había cedido al aparato central. Dos años después, el núcleo de Vigo se había extinguido por completo y fue necesario recomenzar casi de cero.
Más tiempo sostuvieron su auge los andaluces, gracias al ímpetu de dos entusiastas como Sánchez Casas y Delgado de Codes. La OMLE se expandió desde Cádiz a Sevilla y Córdoba, consiguiendo en esta última anclarse sólidamente en SECEM una de las fábricas principales, merced a un obrero allí muy prestigioso, apellidado Balmón Castell.
En cuanto a la rama de París, quedó enseguida reducida a la mínima expresión. Con la de Estrasburgo, o se rompió o se perdió el contacto definitivamente.
Muchas enseñanzas de Pérez estaban calcadas al pie de la letra del Qué hacer de Lenin, como habrá entrevisto quien conozca el libro. Sus medidas se redondeaban con un encono más encarnizado que nunca hacia el revisionismo, moscovita o hispano. La animadversión a Comisiones Obreras le llevaba a denunciar como tramposa y liquidadora cada huelga promovida por dicho sindicato.
Poner en la picota la degeneración de la URSS se convirtió en un puntal de la política omliana, la cual buscaba desarraigar el prestigio de aquel país entre una facción de los trabajadores españoles. A base de informes chinos y albaneses, el Bandera Roja lanzó una campaña contra el social-fascismo y el social-imperialismo soviéticos.
El proceso de la purga y reorganización duró lo que mi tiempo de mili, y cuando volví a Madrid hacia julio del 72, estaba resuelto. El antiguo ambiente de cálida camaradería se había enturbiado con un fanatismo notable, al cual me adapté sin esfuerzo, confundiéndolo con la disciplina, de la que era yo muy partidario. Al no entender el trasfondo de la reyerta entre Raúl y Pérez, esperaba que algún día confluiríamos otra vez. A Manolo y a María ya no los vi. Insistí en dar a Rizos opción a trabajar con nosotros, pero él mismo se alejaba y se aproximaba al grupo ORT, maoísta salido de organizaciones cristianas.
Encontré a los camaradas madrileños ilusionados con el nuevo Bandera Roja, triunfo máximo de la reorganización. De entrada, la revista me pareció pobre: lenguaje altisonante y plúmbeo, temas alejados de las luchas corrientes, exceso de opiniones —enérgicas y firmes— en torno a hechos de los que había información a todas luces escasa. El estudio de la revista en las células era formalista. Se leían los artículos en voz alta; si alguien ponía una pega, el responsable daba una explicación. Faltaban discusiones de fondo, porque en la mayoría de los asuntos los militantes desconocían otros datos que los que proporcionaba la revista; y ésta proporcionaba muchos más juicios que datos.
Se propuso a diversas organizaciones de la franja pro china crear un órgano de expresión único para todas ellas, donde se debatieran los problemas del movimiento, forjándose así un instrumento de unificación. Pero, a decir verdad, ningún grupo, incluido el nuestro, estaba dispuesto a renunciar a su propaganda o supeditarla a una empresa común. Además, el tono hiriente y exclusivista de Bandera Roja no era el más adecuado para convencer a los reticentes. Nos miraban como a un círculo insignificante y pendenciero, ávido de medrar a costa ajena. La propuesta cayó en el vacío, lo que de antemano podía darse por descontado. No obstante, el hecho quedó como una defensa nuestra ante las acusaciones de sectarismo que empezaban a hacernos en los medios izquierdistas.