LOS DE GALICIA
A principios del 71 entré en la mili. Me tocó Infantería de Marina, con un servicio más prolongado que en Tierra (un año y medio).
Entre los partidos antifranquistas solía catalogarse el servicio militar como tiempo muerto o poco menos, en el que no era factible ni conveniente realizar actividad política. Se daba por hecho que la represión y el control hacían exiguas las posibilidades de salir ileso, y por ello solían vivirse aquellos meses con tranquilidad, pensando en cumplir sin percances para reincorporarse a la lucha sindical o política. Algunos partidos recomendaban a sus jóvenes buscar trato con posibles militares demócratas, o aprender bien táctica y manejo de armas, previendo eventualidades tampoco muy esperadas. Ya señalé que la OMLE tenía planes más beligerantes.
Hice la instrucción en Cartagena, donde encontré el siguiente panorama, que no varió sustancialmente en otros cuarteles que conocí: se vigilaba rutinariamente a los soldados llegados con ficha política de la vida civil, por haber estado presos alguna vez. A los no fichados apenas se les sometía a observación, si bien debía suponerse que sus cartas podían ser abiertas ocasionalmente. En cada compañía funcionaba un servicio de espionaje, pero, puesto que desde la guerra el mando había conocido sólo raras dificultades de tipo político, daba la impresión de andar semiatrofiado, basando su reputación más en ciertas leyendas y en el halo de aprensión suscitado que en otra cosa.
La agitación entre los soldados no resultaba fácil, debido a la desconfianza mayoritaria en la política y al deseo de superar el servicio sin contratiempos. Miraban con repugnancia cuanto amenazase alterar sus expectativas.
Por lo demás, los oficiales apenas daban charlas ideológicas o patrióticas, y aun las pocas ofrecidas eran tan formalistas que despertaban escaso interés. Diría que incluso los soldados con aficiones militares perdían éstas en gran medida, a causa del rutinarismo excesivo, la disciplina puramente técnica y la débil camaradería resultante.
Teníamos en la compañía un capitán admirador de los yanquis. No se dejaba ver a menudo, pero cada vez que nos hablaba aprovechaba para calificar a sus venerados guiris como «los más potentes». Un tema que se podía explotar, pues nadie estaba obligado a rendirles pleitesía. Siempre que venía a cuento, me expresaba sin ambages contra ellos, contra la presencia de sus bases en España, y resaltaba cómo «los más potentes» mordían el polvo en Vietnam, gracias a la unidad del pueblo vietnamita. Indirectamente dejaba así en buen lugar a un régimen de los que llamábamos socialistas, y ponía en solfa al imperialismo.
En la Infantería de Marina se apreciaba una dosis de servilismo hacia los yanquis, pero no como sentimiento extendido. Privaba la indiferencia, y opiniones despectivas hacia ellos se oían esporádicamente a suboficiales y oficiales. Pues aunque la supeditación militar y en más terrenos a Estados Unidos pocos la negarían, no a todos contentaba.
Las charlas religiosas constituían asimismo un flanco aprovechable. Daban pie a plantear cuestiones ideológicas, si bien con mil rodeos. Me empleé a fondo. Calculaba que me iba a labrar entre los mandos una reputación a duras penas benévola, pero me serviría de escudo el hecho de actuar en apariencia abiertamente; dudarían de si tenían delante a un elemento «subversivo» o a un parlanchín espontáneo y fastidioso. La religión tiene matices políticos fáciles de resaltar, y se toleraba limitadamente el disentir en público. Me valía de ello para exponer dudas y desacuerdos. Si el cura militar me quitaba la palabra, me entregaba una baza moral.
La receptividad de los compañeros no era buena, ya he explicado por qué. Si olfateaban sanciones, se retraían. Además, la necesidad de hablar con circunloquios e implícitos redundaba en inevitable oscuridad. Al final de una parrafada alguien me comentó: «haces bien en discutirle al cura, pero, la verdad, casi no entiendo lo que dices».
La instrucción duraba cerca de dos meses. Detecté a diversos compañeros de mayor conciencia social y les propuse, uno a uno, tener una reunión política. Aceptaron, pero a la hora convenida nadie apareció por el punto de cita.
Fui destinado luego al «Tercio Norte» de Ferrol, un gris, cuadrado y lúgubre cuartel de anchos muros graníticos. Allí seguí empeñándome en cumplir mi deber de fomentar el antifranquismo y tantear en pro de un círculo clandestino. Chocaba con escollos imprevistos. Había en el cuartel un grupo de soldados fichados por actividades contra el régimen en su vida civil. Acostumbraban a juntarse, hacer excursiones, vivir su tiempo libre al margen del resto de la tropa. Cuando traté de ganarlos para una acción menos neutra, opusieron tenaz resistencia. Pasé en círculos restringidos propaganda omliana: varios demócratas se pusieron nerviosos e intentaron boicotearme; otros se desentendieron. La reacción, gélida, podía tomarse amenazante. Desde luego, en caso de complicaciones ellos serían los primeros en sufrir molestias e interrogatorios, y ni confiaban en salir incólumes aunque probaran su inocencia, ni yo debía esperar mucha discreción de sus declaraciones en trance tan apretado. Pero aunque comprendía su situación, no les perdonaba la inconsecuencia de sus ideas: ¿no era el ejército la columna vertebral del régimen? ¿No había entonces que multiplicar la actividad en su seno? ¿No encubría aquél, tras su fachada prepotente, una enorme debilidad interna, como todo cuerpo reaccionario? Sonaban estos argumentos ingratamente a más de uno.
Pronto comprobé que el mando recelaba de mí. Un sargento me narró supuestas desventuras por él padecidas a manos de la policía, en Madrid, concluyendo que «tiene que haber más libertad». Conmiserativamente acordé con él que sí, que había mucha injusticia en este mundo. Un soldado vino a informarme de cómo, habiendo participado en una manifestación, en San Sebastián, le habían propuesto sumarse a ETA. Etc.
Algunos, sin embargo, mostraron una moderada receptividad. Realizamos algún trabajo, ni permitido ni prohibido, de índole cultural. Recogíamos entre compañeros pequeñas suscripciones mensuales para comprar libros: La madre, de Gorki, Alma encadenada de Cleaver, o Hermano Soledad de Jackson, obras satíricas de W. Fernández Flórez, El Don apacible y Campos roturados de Sholojof, testimonios de los desertores de Vietnam, de la tortura en Brasil, obras de Bertholt Brecht y similares. Si exhibían películas «progresistas» en la ciudad, incitábamos a otros soldados a verlas. Recuerdo una de ellas, con un claro y violento enfoque de lucha de clases, que relataba la rebeldía de unos mineros norteamericanos del siglo pasado, los Molly Maguire, liquidada por la agencia Pinkerton. También difundíamos la novela sobre el asunto, muy legible: Odio en las entrañas, o cosa así. Aunque insuficiente y un poco tendenciosa, esta difusión cultural valía en cualquier criterio más que las embrutecedoras fotonovelas y relatos del Oeste devoradas por la tropa.
¿Ocurrió por entonces la muerte de Picasso, o fue con un motivo distinto relacionado con él? El caso es que estábamos comentando el tema con un minero de Asturias, andaluz de origen, hombre socarrón, vividor y de sólido sentido común. Pese a la adscripción de Picasso al PC, yo cantaba sus alabanzas artísticas y antifascistas. El minero me miró con suspicacia: «Todo eso será verdad, pero ¿no hizo el tío nunca algo malo? Porque todo tan bueno, todo tan bueno…».
En el cuartel es difícil escapar al control, pero en contrapartida se nota enseguida por dónde va la vigilancia. Menudeaban los castigos y arrestos sobre mí. Bastaba que cualquier suboficial se tomara la molestia de andar encima de uno para hacerle la vida imposible, pues los reglamentos son tales que inevitablemente se los infringe aquí o allá, o cualquier irregularidad puede presentarse con infracción. Pero esa actitud exige del perseguidor un esfuerzo continuado, que también le agota a él.
Con todo, la existencia cuartelera transcurría sin sobresaltos graves. Enviaron allí a un canario, Paco Tovar, del PCE, quien había destacado años atrás en el movimiento estudiantil madrileño, e hicimos buenas migas, a pesar de las divergencias políticas. Un paisano suyo que llegó a ser cantante conocido, Braulio, con talento para maquinar bromas ingeniosas, también fue trasladado de Canarias al Tercio Norte, en castigo de no recuerdo qué. Ocasionalmente coincidíamos varios por las tascas de Ferrol, y él cantaba y tocaba la guitarra. Los domingos por la mañana nos juntábamos unos excelentes amigos, andaluces y catalanes sobre todo, y nos poníamos morados de queso, jamón y chorizo, generosamente regados con vino de una bota[13]. Entreteníamos mal que bien el tiempo libre. Las marchas y ejercicios con armas no lograba evitar que me gustaran. En la compañía estaba un personaje notable, de los rarísimos toreros gallegos. ¡Qué afición a los toros! Tenía un carácter de otra época: honrado, directo, sensible y valiente. Se expresaba con brusquedad, lo que chocaba al principio, pero con gracia cuando narraba sus peripecias de maletilla[14].
Conversando un día con un compañero de Álava, me contó éste que había estudiado en la Universidad Laboral de Gijón, donde tuvo amistad con un conocido mío de cuando militaba en el PCE, en Vigo. ¡Esta casualidad traería consecuencias largas!
El antiguo camarada vigués era Alonso Ribeiro, quien sería detenido a principios del 77, en pleno apogeo del secuestro de Oriol y Villaescusa. La policía creyó entonces haber cogido la clave para destruir al Grapo, y sometió a Alonso a un brutal tratamiento durante muchos días. Pues bien, en el PC, Alonso se llamaba Ponte, en memoria de un guerrillero gallego de los años 40, y yo nunca supe su nombre real ni su domicilio, por razones de seguridad. Pero las referencias del alavés indicaban con certeza que se trataba de la misma persona. Me dio su dirección.
Durante el permiso de verano fui a buscar a Ponte a su barrio de Teis, y al momento nos enfrascamos en discusiones sobre la situación política. Le expliqué los motivos de mi separación del PCE, mientras cruzábamos la ciudad en largos paseos, al atardecer. Le hablé de la situación general tal como la apreciábamos, de los proyectos de la OMLE, de las posiciones marxistas-leninistas chinas y albanesas; charlamos sobre la línea adecuada respecto al sindicalismo vertical. Un día entero estuvimos remando por la ría, y seguíamos en lo mismo. Me enteró de que en Vigo un amplio sector del PCE, principalmente las juventudes, estaba descontento, poco menos que en rebeldía hacia la dirección carrillista. Las juventudes retenían a sus militantes sin dejarlos pasar a la organización de los mayores, y rechazaban la política rusa. No tragaban ciertos anteriores envíos de carbón polaco a España, que habían saboteado una huelga de los mineros asturianos. Exigían asimismo clarificar los ataques contra Stalin; deseaban conocer las posiciones chinas, con las que simpatizaban casi instintivamente. No aceptaban la vía pacífica propugnada por Carrillo, y propugnaban un galleguismo más duro.
Vi los cielos abiertos: no parecía complicado atraerse a una facción que por su propia dinámica se distanciaba aceleradamente del PC. Integrar en la OMLE una escisión así constituiría para nosotros un éxito embriagador.
Me trasladé a Madrid, informé a los camaradas, y volví cargado de material clandestino: ejemplares de Bandera Roja, obras de Mao, de Stalin, folletos de la Revolución Cultural editados en China, cuanta propaganda pude transportar. El paquete fue recibido con entusiasmo por los vigueses.
Ellos ya funcionaban en muchos terrenos por su cuenta, y hasta tenían formado el embrión de un organismo consagrado a acciones violentas, en apoyo a las luchas huelguísticas. Habían quemado el coche o la puerta de su casa a esquiroles, experimentaban para construir bombas de relojería, se hacían con libros acerca de temas militares, y cavaban en el monte escondrijos para guardar material, utilizando bidones de basura enterrados boca abajo. Estaban lanzados, y yo muy contento.
Vuelto a Ferrol, y burlando la vigilancia aún no muy rigurosa a que estaba sometido, contacté a dos miembros más de la escisión en ciernes. Telefoneé a Madrid, insistiendo para que prestaran la máxima atención a los gallegos, y enviasen a alguien experto, capaz de agarrar firmemente las relaciones, pues desde el cuartel me resultaba imposible proseguirlas. Para mi desespero, en el centro se lo tomaban con calma aplanadora. Y es que por entonces tenían lugar en el comité directivo continuas peleas de las que apenas me llegaban ecos, las cuales culminarían en una purga en regla.
Por fin llegó un emisario, persona circunspecta, vestido impecablemente con traje y corbata. En un fino maletín ocultaba la propaganda e informes. Por lo visto se estaba imponiendo una gran seriedad en estas materias. Siempre se había recomendado a los militantes evitar los atavíos progres con los que la policía, en sus estereotipos, identificaba a los revolucionarios. Pero la juventud tendía a vestir informalmente, y así un excesivo rigor a ese respecto nos distinguiría de la masa.
El recién llegado se entrevistó con los escindibles, percatándose de que la operación merecía la pena. El sector a atraerse aglutinaba a cerca de veinte militantes, sin duda una proporción elevada de los efectivos del PC en Galicia, y seguramente la más combativa. La pérdida resultaría muy dolorosa para los revisionistas, pues los privaba de un buen número de obreros conocidos en las fábricas, varios de ellos con un cimentado prestigio entre los compañeros. Destacaban dos auténticos líderes de Talleres Barreras, los principales astilleros de la ciudad: Moncho, cuyas desventuras en la OMLE contaré más adelante, y Hierro, que sería andando el tiempo un jefe del Grapo. También descollaban los hermanos Collazo, muy apreciados entre los obreros de la construcción.
A Alonso Ribeiro, o Ponte, le tocaba a su vez ir a la mili, y escogió hacerla en la Legión, con objeto de aprender cuanto pudiera de tácticas militares. A su partida quedaba un plan ultimado con sus camaradas y de acuerdo con la OMLE, para promover una secesión de la mayor envergadura posible. Y, en efecto, la misma alcanzó al comité central del PC gallego.
En el cuartel, el ambiente se atirantaba. Una mañana, cuando estábamos formados para hacer gimnasia, se acercaron tres capitanes y me ordenaron regresar a la compañía. «Vacíe su taquilla». Como quiera que el día antes hubiera escrito unas reflexiones sobre el trabajo en el ejército, con vistas a hacerlas llegar al «Bandera Roja», vi muy negro el porvenir. Guardaba aún los escritos en el bolsillo, junto con cartas y papeles sin importancia. Pensaba en cómo fugarme.
Lentamente saqué libros y arreos de la taquilla, bajo la mirada inamistosa de los oficiales. «Saca, saca esos libros que quedan». Eran dos folletos de Lenin, uno editado en Moscú y otro en Pekín. Leyeron su pie de imprenta: «Vaya, por algo andabas remiso en sacarlos. Estos libros son ilegales». Se pusieron contentos, mostrando una cortesía seca. Uno de ellos manoseaba los papeles y cartas que extendí sobre la litera, en confusión deliberada, cuando me mandaron vaciar los bolsillos. «Eso son cartas personales», advertí. «Ah, no te preocupes, no nos hacen falta». Y se marcharon con su botín chino-ruso, quedando yo arrestado. (Estoy corrigiendo esta página en el café Carabela, de la plaza pontevedresa de La Estrella. Es marzo del 81. A mi espalda charlan dos oficiales de marina, y yo me encuentro en rebeldía, once años después de lo que vengo narrando. ¿No es curioso cómo se prolongan en el tiempo las consecuencias?).
Respiré hondo, rompí los papeles de cuya carga me acababa de salvar por milagro y los tiré por el retrete. Para los libros disponía de una buena coartada, por lo demás auténtica. Todavía sobresaltado, examiné el problema, concluyendo por rechazar la evasión. El registro indicaba que los oficiales carecían de datos precisos para acusarme, pese a que su maniobra pudo haberme pillado sin escapatoria. El arresto apenas me estorbaba para hablar con los soldados. Registraron e interrogaron a Tovar y a varios más de quienes sospechaban, sin base. No obtuvieron los frutos que al parecer esperaban, y los dejaron en paz. A mí me interrogó con celo un comandante, quien no disimulaba su simpático deseo de encerrarme para una larga temporada. Las preguntas demostraban que no tenían nada concreto contra mí, a no ser datos y opiniones de ambiguo significado. El comandante daba a entender que estaba al tanto de misteriosos tratos míos con civiles. ¿Habrían caído los de Vigo? Pero no, sólo había oído campanas. En cuanto a los libros ilegales, le aclaré, los precisaba para un trabajo periodístico de fin de carrera en torno al conflicto chino-soviético, y nunca circularon por la compañía. Su valor como pieza de convicción por actividad subversiva, se diluía. Curiosamente, las obras de Marx, Engels, Marcuse y muchos otros se vendían legalmente y con vasta difusión, pero continuaban prohibidos los de Lenin y Mao.
Por último me condujeron a la prisión naval de Caranza. Me intranquilicé, ya que perdía la oportunidad de ponerme a salvo desertando. ¿Y si había calculado mal? Tal vez, pese a la evidente falta de pruebas, fuera condenado, por dar algún tipo de escarmiento, o quién sabe. Me incomunicaron nueve días: mal síntoma, pues lo normal no pasaba de dos o tres. La celda era gélida y húmeda, con moho que crecía en la pared, junto a la cama de hierro. Al dormir, sin sábanas, entre mantas que habrían arropado a muchos cuerpos pecadores, me despertaba a cada vuelta, porque la cabeza calentaba justo la parte de almohada en que yacía: al volverme, el contacto con la fría tela dolía como un mordisco. Las horas diurnas las empleaba paseando por el estrecho rectángulo, rumiando mil ideas. Si echaba la siesta, me levantaba presa de una melancolía abismal, pensando en la muerte.
Salí por fin con los demás reclusos y arrestados, ninguno político. El ambiente era bueno, debido seguramente a que estábamos pocos y a que allí no se cumplían condenas prolongadas. El trato de los celadores tampoco era realmente duro, y la comida resultaba muy aceptable, excelente en determinadas fechas. Los presos veteranos estaban alegres dentro de lo que permitía su falta de libertad, pues habían conocido a un comandante, el mismo que me interrogó, que les amargaba la vida, empujándoles al borde del motín. En cambio, su sucesor, persona religiosa y de buen fondo, no agravaba innecesariamente las privaciones de los presos, y por ello se le tenía respeto.
Trabé amistad con varios compañeros, a quienes no volví a ver tras la mili, excepto a uno, en curiosas circunstancias, viviendo yo en Bilbao. La tensión del encierro se aflojaba por medio de continuas peleas, casi siempre en broma, afortunadamente, pero que dejaban a algunos los brazos y el pecho en un puro cardenal. Hubo escasos incidentes de gravedad. Por la noche conversábamos de litera a litera, y se contaban aventuras y picardías con frecuencia graciosas y no siempre creíbles. Salían a relucir ejemplos de tristes injusticias, y otros no tan injustos, o no tan tristes. Se jactaban algunos de sus correrías: «Menos subir en globo y tomar por el culo, yo he probado todo en esta vida», «Ah, yo escribiría un libro con mi historia. ¡Mejor que una novela!». Se criticaba a los chavales actuales, atontados por una educación menos agreste que la pasada. Se leía bastante, en particular los maravillosos cuentos de Chejof, que varios descubrimos por entonces. Había quien sostenía ideas edificantes: «Somos un puntal de la economía. De nosotros comen los abogados, policías, jueces, los albañiles que construyen prisiones, los funcionarios de prisiones y del ministerio de justicia, los que fabrican esposas, pistolas… Si te pones a pensar, ¿dónde se iba a emplear esa gente si no fuera por nosotros?». Apenas existía allí el clima denso y podrido que referían de otras cárceles los más baqueteados, los «pájaros de talego», y que en Caranza sólo asomaba en detalles.
Unos cuantos nos pelamos al cero. El barbero era hablador y tranquilo: «Tú no llegaste a conocer a Zutano, me parece, salió hace poco. Te habría divertido. Un tío que había viajado la tira, no sabes. Contaba que no le importaría tirarse a su propia madre; como a cualquier otra tía, decía, porque él estaba liberado, que no tenía ¿cómo decía?… Tabas… ja, ja ¿Tabús? Sí, serían tabús. Decía que si no lo hacemos es porque nos lo han metido en la cabeza de pequeños, pero que en realidad es totalmente natural. Según el gachó, lo que pasa es que estamos muy atrasados. ¡Anda que no hay gilipollas por ahí sueltos, eh!». «Es que corriendo mundo se aprende una barbaridad».
Descubrí a dos o tres probables chivatos, uno de ellos un marica muy agresivo, contra lo que se tiene por tópico. Los esquivaba y no dejaba de intentar con el resto una discreta propaganda política.
Al cabo de un mes vinieron unos oficiales a comunicarme la condena: el tiempo de cárcel se convertía en arresto y los libros se incinerarían en mi presencia. No había pruebas para sustanciar un proceso, si bien dieron a entender que la eventualidad no se descartaba por completo. Les hice notar que los libros quemados me habían costado dinero y que lo lógico sería que me indemnizasen. Se exasperaron: «¡Usted ya se ha metido en bastantes berenjenales, y aún se va a meter en peores! ¡Yo no sé nada, pregunte a quien le salga de los cojones!».
En el cuartel me encargué del honroso cometido de barrer el patio hora tras hora, colilla a colilla. Aparte, un poco de instrucción. El coronel felicitó a un teniente por haberme golpeado; su vista le engañó: el pegador fue otro teniente, y la víctima más mi casco que mi cabeza. Fue el único maltrato físico que sufrí a lo largo del litigio, y me parece justo hacerlo constar, sin pretender que siempre salieran tan bien librados los sospechosos, aunque no conozco directamente otros casos.
Mi extraña posición picaba a veces la curiosidad de algunos: en una guardia, un sargento se me explayaba: «Es mucho más temible un individuo solitario que trata de asaltar un cuartel por la noche que una manifestación entera. ¿Por qué? Porque el que viene solo sabe que puede morir, así que viene a por todas. En cambio, el manifestante piensa que a él no le tocará la china, y en cuanto ve al primero que cae a su lado sale pitando». El problema de España radicaba, a su entender, en que «aquí no bajaron suficientes bárbaros germanos. Si no, tendríamos más sentido de la organización. ¡Mira a Alemania! La hicieron papilla en la guerra, ¡y ahí la tienes ahora!». Tenía un no sé qué de orteguiano, supongo que sin saberlo.
Entre tanto se caldeaban los ánimos en los astilleros Bazán, colindantes con el Tercio Norte. Al estar la empresa militarizada, se formaron unas llamadas «unidades antisubversivas» de infantería de marina, para patrullar la factoría y mantenerse listos frente a cualquier eventualidad. Me alisté voluntario en una de esas unidades, por conocer su actuación, pero inmediatamente fui reenviado a la prisión de Caranza. Esta vez pasé once días incomunicado, y dos meses de nuevo arresto.
En ese intervalo las huelgas de la Bazán, organizadas en principio por Comisiones Obreras, desbordaron las consignas de dicho sindicato. Irrumpieron los grises[15] avasalladoramente, y los obreros se les enfrentaron con brío; saliendo a la calle, buscaron la solidaridad con otras empresas, desplegaron piquetes y casi tomaron la ciudad. Al día siguiente emprendieron una marcha para reunirse con los compañeros de Astano, otros grandes astilleros. Conforme se acercaban unos y otros al puente de Las Pías, la policía cargó, y ante la resistencia empezó a disparar. Dos obreros cayeron muertos, y decenas heridos. A partir de ese instante la ciudad entera se paralizó: Ferrol, centro de importantísima guarnición militar, fue algunas horas dominada por los trabajadores. La policía se refugió en sus locales, las tropas fueron acuarteladas, y barcos de guerra patrullaban la ría, iluminando de noche con reflectores las orillas. Acudieron refuerzos de una policía especial, antidisturbios, recién creada a imitación de la existente en Francia.
Aquellas dos jornadas hubo en Ferrol lo más semejante a una huelga insurreccional de masas que se produjo en España durante todo el franquismo; más significativa aún por ocurrir en una gran base naval y militar. Fue empero un estallido espontáneo, sin orientación política precisa, y rápidamente se vino abajo.
En España entera, y principalmente en Galicia, el movimiento y los muertos causaron una profunda conmoción. Las mayores fábricas viguesas fueron a la huelga en protesta por la brutalidad represiva. En esta huelga tomó la iniciativa el grupo disidente del PC, de Ponte y los demás. A partir de ese momento la escisión quedó consumada. Se configuró al poco un sector sindical
«Organización Obrera», y luego la OMLG, Organización de Marxistas-leninistas de Galicia, asimilada a la OMLE.
Dentro de la cárcel, el relato de los acontecimientos de Ferrol nos llegaba a retazos. Los detenidos nos informarían, pues los encerraron en Caranza. Pero yo no los vi, porque antes de su llegada me despacharon para el cuartel de Cartagena.
Los últimos meses en Cartagena fueron los más sórdidos, sometido a un sinfín de esas pequeñeces que vuelven la existencia insoportable. En las marchas no me relevaban regularmente del trípode de la ametralladora, con daño para mi columna vertebral, algo desviada. O me ordenaban cavar un hoyo para rellenarlo a continuación; y molestias por el estilo. De no ser porque me licenciaba en breve, habría desertado. A menudo, en los ratos libres, pescaba regulares merluzas con otros abuelos. También coincidí, casualidades de la vida, con un amigo de la infancia, de cuando estudiábamos en los Maristas de Vigo: Claudio López Garrido, hoy dirigente de un partido galleguista.
La impresión que saqué de mis empeños, para consumo omliano, fue que el llamado trabajo en el ejército no resultaba abrumadoramente difícil o peligroso, si se evitaban ciertas meteduras de pata a las que no supe escapar. Requería paciencia y costaba un fuerte desgaste nervioso, pero, con un círculo entregado y apoyado desde fuera, se lograrían éxitos. El período de mili servía sólo para actuar con la tropa, y como máximo con suboficiales, pero éstos y los oficiales exigirían un organismo oficial, exterior, dedicado a ellos en exclusiva.
Considerada la infantería de marina como el cuerpo más disciplinado de la Armada, y más duro que los corrientes, las facilidades debían ser mayores en éstos. No faltaban condiciones generales moderadamente propicias: relativo descontento de los soldados y muchos suboficiales, funcionamiento rígido y rutinario, tendencia tecnicista y apolítica en la oficialidad. Cabía esperar que la propaganda antiimperialista y democrática calase hasta en algunos mandos, en aquella etapa tardía del franquismo. Desde luego, estaría muy lejos de la realidad figurarse al ejército al borde de la disgregación, pero tampoco constituía un bloque franquista macizo y sin fisuras atacables.
¿Qué posibilidades teníamos de explotar tales ventajas? Ninguna. Y no sólo porque el reflejo anticomunista permanecía muy vívido en las fuerzas armadas, sino por dos razones propias de nuestra organización. La primera, nuestro sectarismo, opuesto a la labor dirigida a los oficiales, como la intentada —con frutos raquíticos, cierto— por el PCE, y a las acciones y plantes por la mala comida o similares, montadas muy esporádicamente por los «revis». Visto así, lo más coherente era pasar la mili como tiempo muerto. En segundo lugar la OMLE no estaba en condiciones de examinar ninguna experiencia. Ni siquiera se utilizaron bien los contactos que transmití para la vida civil. Y es que hacía estragos la agria disputa interna antes aludida. Ya no emprendería la OMLE ni el PCE(r) una labor dirigida al ejército, aunque de vez en cuando se publicasen artículos formulistas al respecto, adaptados del manual de la Comintern «La insurrección armada», de A. Neuberg.
A finales de junio del 72 salí, algo quebrantado pero entero, del cuartel de Cartagena, tras año y medio de servicio militar.