REUNIÓN EN ESTRASBURGO
El arraigo de la OMLE en Madrid y Cádiz, así como discrepancias surgidas en las federaciones de Francia, movieron a celebrar una Reunión General: había que poner la casa en orden y pasar a una fase superior. Iba a ser la tercera reunión de ese tipo.
En delegación del interior acudimos Raúl y yo. La cita fue en Estrasburgo, hacia el mes de septiembre del 70. Llegamos con los de París, e inmediatamente los camaradas nos trasladaron al lugar de la conferencia, en los alrededores de la capital alsaciana. Viajamos un rato en coche hasta una pequeña villa en un paisaje de prados y densos bosques, que cubrían unas laderas muy pinas, pero no abruptas. Sólo faltaba algún castillo de afiladas torres para componer una postal romántica.
La villa pertenecía a un camarada que habitaba en la región desde hacía muchos años. No era el único viejo, pues el grueso de los militantes en Estrasburgo se componía de comunistas de edad, desterrados por la guerra civil o por sucesos remotos. Mientras permanecieron en el PCE se les habían encomendado tareas de puro pasar el rato: difundir el Mundo Obrero y poco más. Hartos de una rutina a la que no veían objeto, de esperar año tras año la caída de Franco, prometida sin desmayo por la propaganda, terminaron detectando un sinuoso reformismo en sus jefes, y por alguna vía se adhirieron a la empresa de reconstruir el partido. Y allí estaban. Como para tantos, el mayo francés y la Revolución Cultural habían sido soplos de aire fresco que les llevaron la ilusión de reiniciar una labor revolucionaria con visos de triunfo no lejano.
Pero, también como en mil casos parecidos, la ilusión no pasaba de eso. Además, pesaba el cansancio de los años, y la rutina producía apego.
La federación de Estrasburgo contaba en su plantilla con un joven haitiano emigrado, negro, estudiante o ex estudiante, que daba la impresión de ser el hombre más dinámico de ella. Tenía ideas próximas al PCE(m-l) en cuanto a considerar a España como una suerte de colonia o dependencia sometida totalmente a los yanquis. Tesis ésta no compartida por las federaciones de París y del interior.
Los debates sacaron a la luz el estancamiento de los núcleos del extranjero, en contraste con la pujanza de los del interior. En realidad, los de Estrasburgo tenían poco que hacer, a menos que planificasen una labor ambiciosa, en amplia escala, orientada hacia los obreros emigrantes en Alemania, por ejemplo. Pero un proyecto así rebasaba su intención y sus bríos. En cuanto a los de París, más próximos a los del interior, se volcaban de lleno hacia España, ocupándose de sacar el periódico, de pasarnos ayuda económica, contactos, etc. Tampoco tenían una clara perspectiva de acción propia.
Un modo de salir del marasmo sería imponer una centralización estricta, a fin de contagiar a las restantes federaciones el activismo de los de Madrid y Cádiz. Ello exigiría frecuentes viajes y reuniones, así como disponer, tan pronto la relación se estrechase, de una o varias personas «liberadas», sostenidas íntegramente por la organización. Pero si los medios financieros de la OMLE no bastaban para sufragar muchos viajes, menos aún podía pensarse en dar un sueldo discreto a ningún militante. Por tanto, el plan de centralizar y planificar a fondo la labor conjunta se dejó para ocasión más tardía, a la expectativa de un auge superior en la federación de España. Acordamos intensificar progresivamente los contactos y reflejar en la revista las discusiones y la elaboración teórica. Tras discutir una propuesta de sacar el Bandera Roja mensualmente, optamos por mantenerla bimestral, periodicidad que hasta la fecha no se había cumplido, ni se cumpliría tampoco en lo sucesivo.
Un segundo tema del orden del día fue el del método para llevar a término la reorganización del partido. Quedamos en que, aun cuando debíamos persistir en los tratos y acción conjunta con los colectivos autoproclamados marxistas-leninistas, no supeditaríamos todo a esa tarea. Por el contrario, lo principal sería la actividad de la OMLE entre las masas, y la elaboración teórica independiente, pues «así estamos reconstruyendo el partido en la práctica, mientras que las relaciones con otros grupos son sólo tanteos que no sabemos por dónde saldrán».
Abordamos igualmente el problema de la orientación previsible del franquismo y de la dependencia de España respecto a los yanquis. No nos pusimos de acuerdo, excepto en que la cuestión debería ser objeto de análisis más detallados, y solventarse en estrecha relación con las experiencias de la lucha política. Los del interior argüíamos que la dependencia, aun siendo real, no era tan determinante que convirtiese a España en colonia, con «el gran patrón yanqui» por enemigo principal, según pregonada el PCE(m-l). Tampoco aceptábamos la teoría de «guerra popular» abanderada por dicho partido, sino que nos inclinábamos por la insurrección armada en las ciudades como medio de derrocar al régimen. Los preparativos insurreccionales, aunque prolongados, incluirían actividades armadas en cuanto fuera posible.
Asimismo dio pie a polémica la cuestión de si correspondía a las condiciones de España la revolución socialista o más bien una de corte democrático-popular. La línea democrático-popular se recomendaba para la lucha antiimperialista y los países poco desarrollados y abarcaba un sistema de alianzas políticas más amplio que la estrategia socialista, si bien los límites no estaban claros. La democracia popular debía realizar, bajo dirección proletaria, transformaciones sociales y económicas de tipo burgués, que barriesen los restos feudales y cimentasen el paso al socialismo desde el poder. En realidad, el dilema de socialismo o democracia popular no pasaba de retórico, pese a lo cual traía de cabeza a los maoístas, e hizo correr la tinta a raudales en eruditas y muy documentadas controversias. La democracia popular es, en fin de cuentas, «una forma de dictadura del proletariado». ¿Y el socialismo? Pues otra «forma». En cuanto a las alianzas, no había más principio válido que el de anudarlas con cuantos sectores sociales se prestasen, a fin de aislar al enemigo principal. Este último lo constituía siempre la oligarquía española, acompañada —en primer o segundo plano, según preferencias— por los imperialistas yanquis.
Lo malo era que los presuntos aliados se resistían obstinadamente a dejarse aliar. Los ideólogos maoístas recalcaban la necesidad de tratarlos con flexibilidad y comprensión, combatiendo simultáneamente, eso sí, sus «inevitables vacilaciones pequeño-burguesas». Vacilaciones, si tal se las puede llamar, bien naturales, visto el destino decretado para aquellos aliados, una vez ocupado el poder: la aniquilación bajo el férreo yugo del partido comunista.
Sin embargo estábamos persuadidos de que así discurriría, inexorablemente, la corriente de la historia. De que así liberaríamos a la humanidad de sus cuitas: los pequeño-burgueses no disponían de una doctrina científica al estilo del materialismo histórico, no podían otear más allá de sus intereses inmediatos, y en nombre de ellos aceptarían marchar por donde los llevásemos. O andaban con nosotros parte del camino, o perecerían aplastados (de todas suertes lo habrían de ser) por la rueda de la historia.
De las polémicas sobre estos asuntos jamás salió cosa práctica. Y, por supuesto, la III Reunión General de la OMLE no rompió la regla.
El encuentro concluyó pasando revista a los éxitos y proyectos en España, en un clima de optimismo probablemente exagerado.
De vuelta, nos demoramos unos días en París. Componían la organización parisina varios obreros, jóvenes y maduros, además de Ares. Como los de Estrasburgo, andaban un tanto a la deriva. Algunos se desmoralizaban, particularmente uno, que abandonó entonces la lucha, deprimido además porque su hijo pequeño padecía una extraña enfermedad que le envejecía los tejidos, condenándolo a un pronto final. Dos o tres practicaban artes marciales, pero no sentían impaciencia por venir a emplear sus habilidades a España.
Uno de los jefes se llamaba Pablo, como de cuarenta años, de carácter dañado por la reticencia y la desconfianza incubadas en largo tiempo de vida solitaria. Dirigía, con Ares, la federación, y no demostraba mucho afecto hacia Raúl.
Fui con Raúl a la embajada china. La visita nos convenció de que los buenos tiempos de hermanamiento habían pasado; ignorábamos que para siempre. Nos acogió, con notoria frialdad, un militante del PCCh. Ante ciertas observaciones de mi compañero sobre otros grupos replicó, atinadamente: «los problemas entre organizaciones españolas deben resolverlos los españoles». A una petición de material de propaganda nos remitió cortésmente a la editorial Guozi Shudian, de Pekín, dispuesta a admitir pedidos.
Saltaba a la vista que los chinos se habían hartado de las eternas rencillas entre exiliados. No me extrañó, y en realidad me pareció bien: fuera de la fraternidad ideológica, no ansiaba ningún género de dependencia material.
También traté brevemente con el supuesto agente de Pekín, de los inicios de la OMLE. Se trataba de un emigrado español, que habitaba una vivienda modesta, con sus familiares. No dio señal de interesarse por nuestros progresos. Otro conocido de Raúl era un gallego, antaño organizador destacado en el sindicalismo uruguayo. Estaba desencantado y escéptico acerca de la lucha política, a juzgar por sus opiniones.
Antes de volvernos, por separado, a Madrid, hicimos una visita a un almacén de libros de la editorial Ebro, perteneciente al PCE. Allí rehusaron vendernos unos gruesos tomos de obras escogidas de Stalin. En consecuencia, nos vimos en el caso de birlarles los tres ejemplares que tenían. Los libros de Stalin los buscábamos con especial ahínco, pues eran difíciles de hallar. En la librería rusa de París contestaron lacónicamente a la solicitud de un camarada: «Stalin ha muerto».
Al llegar a Madrid encontré en el comité un ambiente decaído, muy distinto al esperado. Manolo no aparecía por las citas, y Rizos me informó de que apenas asistía a las reuniones, y se achispaba, es lo menos que puede decirse, de tanto en tanto. Fuimos a buscarlo al bar de la cooperativa del padre Llanos, en el Pozo. Se mostraba desalentado. Discutimos los tres y se fue reanimando. Los altibajos iban con su carácter.
Pese a los contratiempos, seguimos adelante, redoblando el coraje. Se estrecharon los lazos con Cádiz, y sin perder contacto con el cúmulo de clanes pro chinos pululantes en Madrid, los tratábamos más reservadamente, como medio también de proteger nuestra seguridad. Temíamos infiltraciones, o detenciones que repercutiesen de un grupo a otro. Ahora queríamos trabajar con más sistema.
El otoño traía importantes acontecimientos: se avecinaba el Juicio de Burgos contra varios activistas de ETA acusados, amén de otras cosas, de haber dado muerte a Melitón Manzanas, comisario de policía de San Sebastián. De seguro se les pediría la última pena, y la izquierda en pleno aguardaba, tensa. Las muertes reproducían en cierto modo la guerra civil, pese a lo lejana que ésta parecía a los ojos de casi todos los españoles. Y traían a la memoria el carácter dictatorial del régimen, a despecho de sus vaivenes aperturistas. Las muertes eran el tipo de suceso capaz de relegar a un segundo plano las rencillas sectarias, impulsando a los partidos opositores a engranar una pasajera acción conjunta.
Durante los meses previos al juicio se multiplicó por doquier la agitación. Circulaban de mano en mano informes sobre los detenidos, las torturas, los derechos de las nacionalidades. Se tiraban cientos de miles de hojas volantes, se pintaban las paredes pidiendo solidaridad con los etarras.
La OMLE no se quedaba atrás, y allí donde pudo hacer algo, su activismo se volvió febril. Realizamos un sinfín de pintadas en el metro de Madrid, en fachadas; repartos de octavillas; difusión de folletos editados por partidos más ricos. Organizábamos comandos propios y participábamos en los ajenos, tratando de acallar con los nuestros los gritos que juzgábamos reformistas. Llevamos a cabo acciones simultáneas con cócteles molotof. Hubo quien se obstinó en que la OMLE asaltase una comisaría, como única forma adecuada para demostrar en momentos difíciles la solidaridad con los procesados. Disponíamos, en efecto, de un arma de fuego a la que el impulsor del asalto concedía enorme valor. Desgraciadamente se trataba de un revolverillo casi de juguete, cuya munición consistía en balines, que, con suerte y puntería, podrían saltar un ojo al enemigo. La iniciativa no prosperó.
El juicio de Burgos constituyó sin duda la más dura batalla política que afrontó el régimen desde las guerrillas del PCE hasta la muerte de Franco. Y ello fue así, sin necesidad de recurrir a exageraciones mitómanas como aquella crónica publicada por Le Monde y reproducida como oro de ley en Interviú, años más tarde: «Todo el pueblo español vibró en una increíble manifestación de odio contra el fascismo. Madrid, San Sebastián, Valencia o Sevilla, capitales o pueblos, obreros y estudiantes, se levantaron al unísono contra las monstruosidades que se pedían en el Consejo de Guerra de Burgos. Pero… fueron los estudiantes los que abanderaron esta lucha y la dinamizaron».
No llegó a tanto ni muchísimo menos. Pero lo habido bastó para infligir al régimen la más grave derrota política y moral encajada en sus 36 años de poder.
Aunque en las principales ciudades vascas la movilización no llegó a masiva, en numerosos pueblos, particularmente en Guipúzcoa, hubo concentraciones, silenciosas unas veces, chocando con la Guardia Civil otras. En ellas se testimoniaba la indignación y la solidaridad de muchos miles de personas. Las manifestaciones más fuertes saltaron en Barcelona, quizá con hasta ocho mil participantes. En Madrid se sucedieron día tras día, en barrios y en el mismo centro, comandos de entre cincuenta jóvenes (como varios nuestros) y quinientos. En diversas ciudades, de Vigo a Sevilla hubo atentados o pequeñas manifestaciones que expresaban insuficientemente la rebeldía y consternación de bastante más gente. Este balance quizá suene algo pobre, pero si no alcanzó mayor amplitud el movimiento se debió no sólo al natural miedo, sino también a la debilidad de la oposición después de las severas pruebas sufridas un año antes. Pese a ello, nunca había ocurrido una tal unidad, ni tantas acciones convergentes. El secuestro por ETA del cónsul alemán en San Sebastián redondeó la lucha de masas con un golpe armado, bastante bien acogido en general. Los acusados en el juicio tuvieron un comportamiento desafiante y valeroso, que ayudó a disolver el temor de muchos, reduciendo el prestigio franquista de eficacia e imposición.
Fue, sobre todo, la primera manifestación de masas retadoramente política, lanzada frontalmente contra el régimen mismo, y no por razones sindicales u otras indirectas. Aunque en la izquierda abundan, desde luego, las más diversas motivaciones y enfoques, para el conjunto resultó, sin duda, un triunfo político y psicológico.
En cuanto a la OMLE, el porvenir se nos presentaba muy halagüeño. A nuestras acciones atraíamos a elementos indecisos, la mayoría de los cuales continuaba apoyándonos luego. Parte de ellos entraba a militar resueltamente. Muchos simpatizantes se adherían a organismos periféricos, más laxos. Uno de éstos, el de la Universidad, se hizo el más fuerte, emprendiendo su labor con doce o trece miembros activos y varios compañeros más inestables. En el Pozo y otros lugares surgían núcleos de simpatizantes así como contactos en fábricas. Cifras como la mencionada parecerán risibles, pero dadas las condiciones y lo reciente de nuestra implantación resultaban casi brillantes. El problema empezaba a ser cómo estructurar regular y disciplinadamente a dichos núcleos, de modo que, por un mal paso, la represión no fuera a abortar en germen la totalidad del proyecto.
La OMLE aprendía velozmente a actuar en la clandestinidad, a organizarse, a hacer proselitismo. En ciertos colectivos de izquierda se despertaba el interés por nuestra política. Topamos con un pequeño círculo, escindido del PCE(i) tras la caída de su comité madrileño en manos de la policía. Los escindidos llevaban tiempo sin hacer nada, aparte de discusiones internas. En el curso de las conversaciones se identificaron con nuestro propósito de reconstruir el partido, y luego de unos meses de relaciones, se integraron en la OMLE, hacia febrero del 71.
En enero me tocaba entrar en la mili. Se trató en el comité la conveniencia de que la hiciera o no, acordándose que sí. La organización no precisaba con tanta urgencia de cada militante. Y convenía tantear el trabajo en el ejército. Si bien no estábamos aún en la etapa de los preparativos insurreccionales, juzgábamos imprescindible politizar a la tropa, y convenía irse instruyendo al respecto.