CON LA EXTREMA IZQUIERDA MADRILEÑA
A poco de abandonar el piso de la calle Cartagena, salí también del PCE. Me había afiliado un año y medio antes. El PCE parecía una fuerza seria y firme, capaz de ofrecer una salida razonable, más allá de las agitaciones estériles de otros grupos. Desconfiaba yo de las mil sectas confusas que despegaban y capotaban sin llegar a saberse bien sus objetivos concretos bajo sus frases rituales. Bien es verdad que tampoco lo tenía demasiado claro con las frases de los comunistas de Carrillo.
Entre la juventud inquieta predominada el embrollo ideológico. Como muchos, yo tenía del marxismo cuatro ideas tópicas no muy precisas, acompañadas de buenas intenciones e indignaciones. Sentía una viva inquietud por comprender el sentido de los acontecimientos y tomar parte activa en ellos. Tal es el bagaje normal del militante de base. Imaginaba la política del PCE más incisiva e intransigente de lo que en realidad era, más a tono con la fobia que el régimen de Franco le mostraba. Pronto llegaron las disconformidades en la célula:
—Me mosquean estas declaraciones del comité ejecutivo. Siempre dando vueltas a esa alianza con los monopolistas[6] y el clero.
—¡Hombre! Es una etapa, para conquistar las libertades. Hace falta un pacto, un compromiso. El Pacto para la Libertad. ¿No te has leído el artículo de Lenin Sobre los compromisos, que ha tirado el comité de Madrid? Debemos aislar y derrotar al franquismo, eso es lo primero. El paso fundamental.
—El camarada no se da cuenta de que lo que importa no es el pacto, sino la acción de masas. Eso es lo principal, en eso se apoya el partido. Luego, los acuerdos con la burguesía, sobre esa base. Así la burguesía se ve empujada, que no es que nos tenga cariño.
—Sí, yo estoy de acuerdo con la lucha de masas, pero a veces da la sensación de que todo gira alrededor de los pactos. Y además no me creo que las cosas vayan a rodar tan pacíficamente. Los capitalistas no son tontos, para dejarse empujar por las buenas.
—¿Pero no ves en la práctica la política del partido? ¿No la estás aplicando en la Escuela de Periodismo, no la estamos aplicando en la de Cine, en la Facultad de Medicina? Esos izquierdistas, ¿qué hacen, en cambio? ¿Quién moviliza a las masas? Y en las fábricas igual, ya viste el informe sobre los paros en la fábrica Standard. Y si los capitalistas vienen al Pacto no es por casualidad, es que saben que tienen que contar con el partido. No les queda más remedio.
—Vale, si estoy de acuerdo, pero…
Introduje en los debates argumentos sacados de mi contacto con la OMLE, aun si ésta no acababa de convencerme. De seguro abundarían en otras células discusiones por el estilo. El PCE tenía en la universidad buenos cuadros, expertos en retorcer el hierro de los hechos al fuego de la dialéctica. Yo salía invariablemente mareado a dudas.
En la rama universitaria del partido, la discusión se volvía a veces intensa. Hacía poco habían sido expulsados varios elementos de renombre en la facultad de Económicas y en Filosofía, creo. Se nos hizo llegar un minucioso informe sobre el proceso del conflicto. A mí me extrañaba: «si estos tíos ya habían demostrado ser unos cuentistas, ¿por qué se tuvo tanta paciencia y se les dejó armar este pifostio?». Unos días después encontré a Enrique Curiel, hoy notoriedad del PCE, y que descollaba en la Facultad de Políticas. Se le veía compungido, y me dio una versión diferente de la oficial: «se ha faltado a la verdad objetiva en varios puntos», aseguraba.
En Madrid, yo asistía a las reuniones de la dirección de la Junta de Estudiantes, dominada por el PCE y sucesora opaca del finado Sindicato Democrático, que en la segunda mitad de los sesenta había dado mucho juego. El permanente triunfalismo allí reinante me fastidiaba.
Estando en Galicia, como insistía en actuar con más contundencia, un dirigente local, Carlos Barros, me dijo que debía tirar unos cócteles molotof contra la sede de IBM, en el marco de una campaña antiimperialista promovida por la Reunión Internacional de Partidos Comunistas. «¿Cómo voy a tirar cócteles ahí, si todas las tardes entro a trabajar en el Faro de Vigo (donde hacía prácticas por entonces), justo enfrente de la IBM?». «Bah, es fácil hacer críticas de boquilla al partido, pero luego…».
Barros, dirigente que ahora debe serlo más, era hábil y emprendedor. Un día le pregunté:
—¿Cómo se explica la muralla de Berlín?
—No sé, nunca me he preocupado de eso. Yo creo que no tiene interés. Habrán levantado el muro por las provocaciones del imperialismo, lógicamente.
Preocuparme de nimiedades antiteóricas como la del muro berlinés habla poco en mi favor, y a cualquier intelectual próximo a los PC le dará risa. Pero no dejaba de inquietarme. No obstante, razonaba, ¿qué es eso comparado con la guerra de Vietnam? Pronto hallé en Ramos Oliveira una explicación redomadamente hipócrita, en la que glosaba la bella rentabilidad económica del muro para Alemania Oriental. Quien desea creer, como a mí me ocurría, da la bienvenida a razones como aquélla, y aun a otras menos refinadas.
Por lo demás, nos repetíamos, aquí construiremos el socialismo mucho mejor que en la URSS, no digamos ya que en Alemania. La ventaja: aprenderíamos de sus errores. ¿Cómo nos las arreglaríamos para superarlos? Ese punto no entraba a debate. Pero teníamos la íntima convicción de que alcanzaríamos un excelente socialismo; si bien de momento tareas más perentorias nos absorbían.
En las discusiones de célula pude constatar mi ignorancia garrafal en cuestiones básicas. Soltaba bastantes tonterías. Me puse a estudiar con detenimiento la línea carrillista. Leí sus clásicos Nuevos enfoques a problemas de hoy y ¿Después de Franco qué? junto con La revolución proletaria y el renegado Kautski, de Lenin… Hubiera jurado que cada argumento leninista contra Kautski era aplicable a Carrillo. La política del PCE, meditaba, pinta con colores brillantes, pero falsos, a la reacción, desvirtúa la verdadera naturaleza de los monopolios. ¿Para qué? Para justificar una línea política reformista y conciliadora. Más tarde, fuera del PCE, creí probada la tesis cuando los archiburgueses que formaban más o menos en el Pacto para la Libertad[7] lo dejaron en la estacada: lejos de verse arrastrados por la acción de masas, exhibían con descaro su decepción por los débiles rendimientos de ella; habían calculado aprovechar para sus fines nuestro sacrificio, con el beneplácito de los jefes carrillistas. Como ya señalé, el PCE y CCOO tenían desde el 69 poco que ofrecer en el libertador compromiso, y por ello les dieron de lado los oligarcas.
Un mediodía, a principios de verano del 70, coincidí casualmente con Manolo en los comedores de la Complutense, que aún llamábamos «del SEU», el sindicato falangista derrotado y disuelto años antes. Al ser muy baratos, iba aquél a comer allí en ocasiones. Su traza, algo indolente, reflejaba desánimo. Por lo visto, la salud de su grupo dejaba que desear. Se alegró el hombre cuando le comuniqué que había salido del PCE: «Menos mal, las cosas terminan evolucionando, lentamente». La OMLE iba a montar una serie de charlas acerca del revisionismo y cuestiones políticas de actualidad. Me apunté a ellas.
Ese verano yo trabajaba en el diario Pueblo, haciendo prácticas. El curso en la Escuela Oficial de Periodismo había sido agitado, y quizá a consecuencia de ello (Emilio Romero era director de dicha escuela, además de serlo de Pueblo) me colocaron al lado y bajo la dirección de un policía «social»[8], de aspecto culto. Yo jugaba un poco a hacer el bocazas, y no puedo quejarme de ninguna persecución, por lo que tal vez la coincidencia en el puesto de trabajo fuese fortuita[9]. A las reuniones de la OMLE íbamos cinco o seis personas, al atardecer, una vez por semana. Asistían Rizos, Cerdán, Bueno de Pablos y varios más del círculo del colegio Perelló. Dirigía las charlas Raúl, en ocasiones Rizos.
Faltos de local, las reuniones solían hacerse al aire libre. Por ironía nos citábamos en la calle Caudillo de España, donde termina Quintana y empieza el barrio obrero de Pueblonuevo. Vivía en la mencionada calle un prominente miembro de la oposición, según señalaba un libro de entrevistas que escribió Sergio Villar para hacer la rosca, por cuenta del PCE, a figuras con eventual porvenir, a quienes se pretendía atraer al dichoso Pacto.
Quedábamos frente a una pared en la que alguien había pintado la consigna «Boicot». La pintada era antigua. De allí marchábamos a cualquier sitio adecuado, como las obras de la avenida de la Paz[10], y nos sentábamos en la penumbra, al bochorno del anochecer veraniego, ni escondidos ni muy visibles. Se hablaba en voz baja. Cuando oíamos acercarse un transeúnte, alguno elevaba la voz y hacía una observación sobre un partido de fútbol, una excursión a la sierra, una chica imaginaria. Venían las risas, motivadas por lo forzado de las ocurrencias, y el extraño pasaba. ¿Cómo podría olfatear actividades conspirativas, fantasear que allí se incubaba la reconstrucción del partido comunista y tantas cosas? Sólo percibía el bulto de una pandilla de jóvenes que reían y parloteaban de lo que todo el mundo.
Debió de ser por esas fechas cuando la OMLE recibió un vigoroso impulso, de trascendencia para su futuro: a través de la organización parisina se entabló trato con unos jornaleros andaluces que acudían a Francia a la recogida de la remolacha. El contacto, por no sé qué caminos, había derivado hacia una compañía de teatro aficionado que funcionaba en Cádiz. La compañía se llamaba «Quimera», y la dirigía Sánchez Casas, quien con el paso de los años sería un dirigente del Grapo[11].
«Quimera» hacía teatro político, y adaptaba las obras radicalizando al máximo su mensaje. Cogía, por ejemplo, «Guillermo Tell tiene los ojos tristes», de Alfonso Sastre, y eliminaba de ella los párrafos que introducían una vacilación en el héroe, una ambigüedad o falta de fe en los frutos de la lucha. Convertía así las obras en llamadas a la rebeldía, acentuando hasta el límite los caracteres y el juego buenos-malos. Llegaron incluso a representar en un seminario, si bien no les dejaron repetir.
No sé si fue de esa pequeña compañía de donde salió el grupo de Cádiz, o a la inversa. Sea como fuere, la segunda raíz de la OMLE en España se afianzó enseguida. Las tesis insurreccionales, el lenguaje virulento, la denuncia del pacifismo y de la traición del PCE cuadraban muy bien con el temperamento de Sánchez Casas y de otros como Delgado de Codes. Éste, que se adhirió rápidamente a la organización, encontraría la muerte nueve años después, a manos de la policía, en la plazuela de Lavapiés, del viejo Madrid. Igualmente estaban los hermanos Fournier, de familia de militares. Con uno de ellos habría un sórdido asunto, que en su momento contaré.
Su radicalismo llevaba al círculo gaditano a concebir métodos pueriles y truculentos para cerciorarse de la fidelidad de los prosélitos. Le comunicaban al candidato que debía matar a una persona determinada, por orden de la organización. La idea se le ocurrió también al grupo que surgiría en Galicia, y se ve que nace espontáneamente. En la película «La batalla de Argel» se narra un episodio similar.
Por mi parte resolví al cabo de varias reuniones entrar en la OMLE. Tenía ésta muchos cabos políticos sueltos, pero también firme determinación de tirar adelante, por lo que su indefinición en ciertos temas concretos resultaba una virtud: nos libraba del acartonamiento de quienes se figuraban tener todo resuelto. Ya se pulirían, mediante el trabajo práctico y el estudio, las facetas de una buena política. Esperaba que mis dudas se disipasen en la acción.
Una vez afiliado, se me encargó organizar a unos estudiantes. Poco después, sin dejar dicha labor, me subieron al comité nacional, debido a la escasez de gente y a la experiencia en la labor de masas que me atribuían, pues en la Escuela de Periodismo había introducido al PCE y organizado una huelga, creo que la primera en dicho centro. En Madrid funcionaba el citado comité para el interior de España y de hecho dirigía la actividad real de la OMLE entera, por cuanto las federaciones de Francia dependían crecientemente de la actividad de aquí.
Me afané con ardor en levantar una organización universitaria, a la que se dio el nombre circunstancial de CLE (Comités de Lucha Estudiantil). Partían de un puñado de jóvenes, incluyendo a los del colegio Perelló, los cuales pasarían a la Universidad en otoño.
Para el 18 de julio pensamos en montar diversas acciones en debida conmemoración del levantamiento fascista. Manolo consiguió reunir a unos cuantos simpatizantes en el Pozo del Tío Raimundo, y con ellos hicimos una excursión al campo, junto al Jarama. Planeamos, además de las pintadas y panfletadas habituales, sabotear unas instalaciones eléctricas del barrio, proyecto que no cuajó.
En julio o agosto tuvieron lugar los graves sucesos de Granada, al enfrentarse obreros de la construcción con la policía. En el curso de la manifestación, la policía mató a tres trabajadores. El acontecimiento sacudió al país. Por segunda vez desde la guerra ocurría el hecho. El año anterior habían sido muertas una o dos personas, según versiones, en Erandio, durante unas manifestaciones contra la insoportable contaminación de aquella barriada bilbaína.
En el Pozo se convocó una reunión de representantes de distintas fuerzas de la oposición en barrios, abarcando a Comisiones y a izquierdistas. Pero el diálogo no dio mucho de sí:
—Esto ha sido una especie de patinazo del régimen. A él no le conviene que corra la sangre, pues eso despierta la conciencia popular. Hay que aprovechar la indignación de la gente y movilizar…
—No estoy de acuerdo, no es un patinazo. Ha sido una cosa muy coherente con el carácter del régimen. El régimen está contra los obreros, y que pasen estas cosas es de lo más natural.
—Cualquiera diría que todos los días se están cargando gente en manifestaciones.
—Porque no hay manifestaciones, porque hay terror…
—A ver si nos centramos en lo que vamos a hacer.
No hubo centramiento. Uno habló de manifestarse, pero resultó que «faltaban condiciones». Se mencionó secuestrar un avión. Alguna acción… al final, nada[12].
La OMLE tiró octavillas por su cuenta, y sacó unos carteles en los que sobre la figura de un obrero muerto se alzaban los rostros, sañudamente caricaturizados, de un banquero, un obispo y un militar. La colocación de esos carteles en el barrio no transcurrió sin incidentes: un falangista disparó con una escopeta de caza contra el grupillo que los pegaba, aunque no hizo puntería en nadie.
También por aquel tiempo visitó España Rogers, Secretario de Estado norteamericano, si mal no recuerdo, y con tal motivo se prepararon movilizaciones en apoyo de Vietnam. El PCE llamó a protestar frente a la embajada norteamericana, y en pleno centro de un formidable despliegue policial, varios centenares de jóvenes lograron irrumpir en la calzada y cortar el tráfico por unos minutos. Varios de la OMLE estábamos allí.
La Federación de Comunistas, grupo izquierdista muy activo y relativamente numeroso en Madrid, invitó a otras organizaciones, entre ellas la nuestra, a un «comando». Los comandos eran manifestaciones poco nutridas (de unas decenas a unos cientos de personas), convocadas de boca en boca, y que «saltaban» repentinamente en un punto prefijado, andaban por la calzada, gritando consignas, dos o trescientos metros, y se dispersaban antes de que llegara la policía.
La acción se realizó en el barrio de Usera. Fue cortado el tráfico, quemada una bandera yanqui y rota la cristalera de algún banco. Teníamos un grueso paquete de octavillas, y por fallos de coordinación nos vimos con él a cuestas, camino del comando. ¿Qué hacer? Raúl ordenó lanzarlas en el salto. Decisión peliaguda, porque transgredía las tácitas normas de hospitalidad entre izquierdistas. En efecto, se consideraba intolerable acudir a una acción ajena con panfletos propios, pues ello daba a entender que la misma había sido organizada por los firmantes de las hojas. Una semana más tarde, Federación de Comunistas sacó un detallado estudio (presumían de científicos) de la acción, y en él, sin dignarse mencionar nuestras siglas, nos ponían a caer de un burro por nuestra «absurda y provocativa conducta».
Las relaciones entre partidos no acostumbraban a pecar de calurosas. Cada cual defendía su «terreno» con uñas y dientes, aunque un observador externo tendría dolores de cabeza para diferenciar las respectivas políticas. Expondré otro caso. Una mañana nos reunimos Raúl y yo con dos militantes del PCE(m-l), uno de ellos Blanco Chivite, que en el 75 estaría a punto de figurar en el número de los últimos ejecutados por Franco. Éste y yo habíamos sido buenos amigos, pero por aquel entonces las divergencias políticas enfriaban la amistad, dejándola en «espinosa simpatía», como él ha escrito en su diario de prisión. La conversación entre los cuatro se descaminó a una disputa un tanto irracional. Raúl, conocedor de cómo desbarraba la propaganda del PCE(m-l) en el extranjero, citaba sus lemas más escandalosos, sin que sus contertulios admitieran, claro está, las conclusiones sacadas por él. Desde luego, cada cual salió con la impresión de que sus oponentes, o no vivían en este mundo, o se inclinaban hacia el oportunismo. La OMLE y el PCE(m-l) sostuvieron contactos posteriores, jamás caldeados por la cordialidad, aunque sí por otros factores.
No nos dejábamos apabullar por nadie. En activismo superábamos, proporcionalmente, a cualquier colectivo de izquierdas. Enseguida hicimos comandos por cuenta propia, y procurábamos infundirles más violencia. Nos servían también para reclutar seguidores.
En cierta ocasión, los obreros que construían la facultad de Biológicas en la Universidad Complutense se declararon en huelga, siendo despedidos en bloque. Como represalia, la OMLE de Madrid en pleno más simpatizantes, se acercó a los depósitos de maquinaria de la empresa constructora, Huarte, arrojando contra ellos cócteles molotof.
Adquirimos un primer aparato de propaganda: una multicopista manual traída por un afín francés, aprovechando un viaje de turismo. Afirmó que el chisme databa de la guerra francesa de Indochina. Vetusto sí se notaba. Funcionaba caprichosamente, trayéndonos de cabeza. Por mucho que lo montábamos, y desmontábamos, lo limpiábamos por todas partes, lo injuriábamos y maldecíamos, no obteníamos de él un comportamiento estable. Con todo, tiramos octavilla tras octavilla, a cual más incendiaria: una tradición que quedó para siempre en la OMLE. Pocos grupos habrán tirado más hojas.
En medio de esta agitación frenética transcurrió el verano del 70. La tensión nerviosa se hacía muy aguda, porque nos veíamos forzados a transgredir con frecuencia las reglas de la clandestinidad, aunque nos amparábamos en el enorme hormiguero de las barriadas madrileñas. Debíamos arriesgarnos en una carrera contrarreloj para atraer suficientes afiliados y crear una estructura sólida. Nuestra mejor baza frente a la represión seguía siendo la novedad de las siglas, y el hecho de que ningún militante estuviera fichado por la policía.
Entre las charlas, comandos, planfletadas y acciones varias, se ampliaba continuamente nuestro círculo de influencia. Al cabo era más el ruido que las nueces, pero los avances se palpaban. Llegado el otoño podíamos dar por concluida una etapa.