Capítulo II

UN PISO EN LA CALLE CARTAGENA

Hacia principios o mediados del 69 llegaría a Madrid la primera expedición enviada por la OMLE a España. La integraban tres militantes: Manolo, llamado luego El francés, de origen gallego, aunque sin la menor relación con quienes años más tarde, en Vigo, compondrían el primer contingente obrero de cierto peso en el grupo; María o Bárbara, compañera del anterior, una rubilla bretona, de expresión ingenua y voluntariosa; y Rizos, madrileño, también formado políticamente en la emigración.

Los tres eran jóvenes, en torno a los veinte o veintidós años, y cabe suponer que acometerían llenos de ilusión y coraje su misión secreta. Traían consigo folletos propagandísticos de la Revolución Cultural, un marco para reproducir carteles, conocimientos sobre cócteles molotof, y libros de Lenin, Mao, el dirigente albanés Hoxha, el vietnamita Le Duan, y varios más, por entonces ilegales en España. Como el registro en la frontera no acostumbraba a ser minucioso, lo pasaron fácilmente.

Les acompañaba asimismo su experiencia de lucha política en Francia —no les iba a resultar útil aquí— así como la aureola de haber combatido en el «mayo del 68», y de dominar las tesis de la controversia chino-soviética, la cual sonaba todavía a asunto complejo y un tanto misterioso para el grueso de la izquierda española.

La fortuna les fue huraña. Largos meses anduvieron de acá para allá, viviendo con estrecheces, de trabajos eventuales, anudando contactos con la castigada oposición en busca de un campo abonado para la simiente revolucionaria. Se toparían con el estudiante ávido de novedades foráneas, y tan admirado de su voluntad y sacrificio al echarse al monte, por así decir, casi en solitario, como reacio a imitarles; con el obrero que les acogía cordialmente, pero no acababa de entender la razón de tanta riña entre partidos si todos se llamaban comunistas y decían perseguir los mismos fines; con el profesional dicharachero, que afirmaba sufrir lo indecible bajo la dictadura, y mal dispuesto, no obstante, a aliviar con la acción su ostentosa pesadumbre; o con el sindicalista de gesto serio y reflexivo, decepcionado de Comisiones Obreras, pero a quien no convencía, así de pronto, la nueva línea.

Difícilmente habrían previsto los tres omlianos hallar un terreno tan árido. Pues el mayor enemigo interno de la clase obrera, el revisionismo, representado en España por el PCE, acababa de encajar una significativa derrota, beneficiosa para los revolucionarios.

Todo marxista-leninista tenía clara noción de que el revisionismo coartaba y paralizaba desde dentro al movimiento obrero. Lenin lo había teorizado contundentemente: los revisionistas son los lacayos del capital, los agentes burgueses dentro de las filas proletarias: un enemigo más artero y dañino en cierto modo que la misma burguesía, pues encubría sus propósitos con demagogia social. Debía ser, pues, atacado sin misericordia, sacando a la luz el verdadero sentido de su labor, a fin de que los obreros no le siguiesen. Y ese enemigo, tras cinco años de triunfal carrera, estaba en bancarrota.

En efecto, en los años anteriores había crecido un potente movimiento de masas, encauzado en buena medida por Comisiones Obreras. La dirección de este sindicato, o sea, el PCE, defendía la táctica de «conquistar la legalidad», «parcelas de libertad» e «ir con nombres y apellidos por delante». Esa política —denunciaban los izquierdistas— era conciliadora hacia el franquismo, y suicida, pues equivalía a poner en manos de la represión a los obreros combativos que se dejasen deslumbrar.

Y sucedió algo así. Entre 1963 y 1967 las CCOO gozaron de notable tolerancia oficial. En el propio sindicato del régimen se organizaban comisiones con la presencia de jerarcas falangistas. Locales de Falange, y más a menudo de la Iglesia, se empleaban para reuniones y preparativos.

En las elecciones sindicales del 66, el régimen abrió la mano, permitiendo a miembros de Comisiones y del PCE, no desconocidos para la policía, ensayar el «copo al sindicato vertical», ganando numerosos puestos de enlaces y jurados. Se creía haber hecho una trascendental conquista, y los revisionistas afirmaban que el franquismo se había visto obligado a ceder ante el empuje de los trabajadores. Pero el bello paisaje se nubló pronto, y entre los años 67 y 68, las Comisiones, al radicalizar su postura, fueron en gran parte desmanteladas, sin que la encomiada presión de masas hiciera mucho por impedirlo. Tampoco surtieron efecto los alegatos formales de letrados que afirmaban no constituir CCOO asociación ilícita.

En el 69, para contrarrestar la acción de ETA y del movimiento estudiantil, y para asestar el golpe de gracia a CCOO, el gobierno declaró el estado de excepción en el país entero. CCOO se sumergió en una profunda crisis, de la cual sólo se recuperaría en los dos postreros años de vida de Franco.

Así pues, pensaban los m-l (marxistas-leninistas), el carrillismo estaba desenmascarado. Los obreros habían comprobado el valor de su demagogia. En las siguientes elecciones sindicales, y desdeñando apremiantes llamadas del PCE, una alta proporción de trabajadores se abstuvo de votar. El momento de la llegada a España de los omlianos, aún con el estado de excepción encima, no podía presentarse más favorable a los pro chinos: no en vano se titulaban éstos partidos de combate, no legalistas.

Pero la OMLE, como los demás radicales, erraban al pensar que, semidesbancada la influencia del PCE, el movimiento obrero se volcaría hacia la revolución violenta, tras una dirección «auténticamente revolucionaria». El método legalista del PCE pudo haber sido un fallo (o una maniobra liquidadora premeditada, como remachaban diversos maoístas), pero ni CCOO había influido sobre el grueso del proletariado ni la mayoría de sus afiliados y simpatizantes había actuado más que por motivos sindicales, no políticos. Y aunque las huelgas durante el franquismo se politizaban al estar prohibidas, lo hacían limitadamente. Las opciones políticas, revolucionarias o no, operaban más en la intención de los dirigentes que en la de los dirigidos, y si a veces cuajaban al calor de la lucha, otras veces la sospecha de fines políticos paralizaba las movilizaciones.

Por tanto, los maoístas tasaban mal la situación, y no extrañará su fracaso en colmar el vacío dejado por el retroceso del PCE. Claro que también pesaba en sus limitaciones la juventud e inexperiencia: precisarían varios años para templarse y adquirir maña. Entonces darían su talla real.

La gente, pues, no se apresuró a formar bajo la bandera del marxismo-leninismo. Aun así se realizaban progresos estimulantes. El PCE(m-l) atrajo a círculos de jóvenes en diversos barrios madrileños, y comenzó su expansión por Valencia y otros puntos. Asociaciones obreras inspiradas por la Iglesia se radicalizaron y adoptaron las doctrinas procedentes de Pekín, dando lugar, por ejemplo, a la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores). Dentro de ETA, sectores más ligados —al menos por la voluntad— a las fábricas, se alejaban de los presupuestos nacionalistas en el mismo sentido que ORT: la escisión ETA-Berri desembocó en el Movimiento Comunista de España. El PCE(i) («i» de «internacional», aunque sólo era español), nacido de una escisión del PSUC, también extendía sus células desde Cataluña a Madrid, a Vizcaya, a Sevilla. Otro tanto hacía el colectivo «Bandera Roja», salido igualmente del PSUC. En la universidad brotaban como margaritas en primavera pequeños círculos radicalizados. Se creería asistir, efectivamente, a la primavera de un poderoso movimiento.

Pero los obstáculos a salvar por los omlianos eran grandes. A su inadecuado enjuiciamiento de los hechos se unían los riesgos típicos de la clandestinidad. Habituados a las facilidades del exterior, no se adaptaban con fluidez. Traían un folleto sobre normas de seguridad que, como es costumbre, contenía muchas reglas novelescas y prolijas en exceso, con frecuencia innecesarias. Su estricto cumplimiento se volvía imposible, o absorbería demasiados esfuerzos. Peor aún, fomentaba la enfermedad llamada «clandestinitis», que aumentaba el peligro en lugar de evitarlo, y frenaba la acción.

La labor política se hacía «de hormiga», poquito a poco, muy personal, buscando algún nuevo contacto, insistiéndole, adoctrinándolo, para encontrarse, luego de una fatigosa dedicación, sin nada en las manos la mayoría de las veces. Sondearían prudentemente a compañeros de trabajo, probarían el ámbito de los «progres», de los enterados, les propondrían discutir tal o cual tema, artículos de la revista Bandera Roja, que llegaba irregularmente con algún camarada enviado ex profeso desde París. Cuando por fin se celebró el IX Congreso del PC de China, recibirían aquí el célebre informe de Lin Piao, y Manolo «el francés» lo expondría como «el documento político más importante de los últimos 30 años»: no serían sus alabanzas bien comprendidas por sus oyentes, incapaces de captar el sentido de las declaraciones grandilocuentes y abstractas del informe, desprovistas de datos contrastables. La dureza y lentitud del trabajo desalentaban a Manolo, de espíritu poco tenaz. Tendía él más y más hacia el PCE(m-l), partido que daba la impresión de irse afianzando.

Pasaban los meses y el núcleo primitivo continuaba sin crecer. Pero sus sudores tampoco eran baldíos, pues iba fraguando un círculo de simpatizantes. Se adentraron en asociaciones vecinales susceptibles de politizarse. Manolo conoció una de ellas en el Pozo del Tío Raimundo, barrio obrero de las afueras de Madrid, renombrado por su pobreza y porque en él agitaban muchos partidos, y donde vivía el célebre jesuita padre Llanos, promotor de una cooperativa en la cual bullían diversas y a menudo opuestas corrientes izquierdistas. Integraban la asociación unos muchachos que también se movían alrededor de la cooperativa. Manolo adquirió prestigio entre ellos, como persona muy enterada políticamente. Pero el prestigio no fructificaba en adherentes, y la asociación seguía sin norte político, aunque abierto al influjo omliano.

Terminó por sonreírles la suerte en Quintana, barrio de clases medias, bastante agradable, edificado con algún desahogo y espacio verde. En la zona funcionaba el colegio «Obispo Perelló», regentado por clérigos, uno de los cuales organizó actividades para concienciar, como se decía, a los alumnos, en torno a cuestiones sociales. Las charlas y actos culturales dieron pie a que el trío omliano interviniese directa o indirectamente y estableciese contactos. Pronto se rodeó de varios estudiantes atraídos por el maoísmo. Los religiosos perdieron control sobre su propia iniciativa, y la OMLE acertó a sacar tajada.

El primer círculo de simpatizantes activos de la OMLE debió de constituirse, pues, en Quintana, a finales del 69 o principios del 70. Esa hornada produjo activistas que corriendo los años serían miembros destacados del Grapo y del PCE(r), en particular Cerdán Calixto y Bueno de Pablos, relacionados con el secuestro de Oriol. Posteriormente se les unirían más jóvenes del mismo barrio. Abundaban en éste los estudiantes, lo cual facilitaba la transmisión de ideas y el reclutamiento de afiliados a casi todas las tendencias en boga. La policía le llamaba «el barrio chino» por esa razón. Curiosamente, la proliferación de izquierdistas movió a la OMLE a cortar su propia actividad en Quintana, donde veía reflejados los vicios de la pequeña y media burguesía, así como el cotilleo incesante y peligroso entre adeptos a distintas siglas. Y, sin embargo, como por generación espontánea, continuaron afluyendo militantes a lo largo de los años. En ningún otro lugar fue la cosecha tan espléndida y duradera para los reconstructores del partido.

Base de operaciones de la OMLE en Madrid fue el piso en que terminaron recalando Manolo y María, en la calle Cartagena, cerca de la autopista de Barajas: una vivienda pequeña, que daba a un patio interior de una vasta casa de vecinos. Tenía dos habitaciones pequeñas, una cocina más pequeña, un cuarto de baño todavía más pequeño, capaz para una persona a un tiempo, y una salita más extensa, semillena por una mesa grandota y maciza. Las puertas, con buen acuerdo, eran correderas. A la casa se accedía no sólo por la puerta, sino también, con un poco de agilidad, por una ventana, como comprobé un día que olvidé la llave dentro. Por suerte no menudeaban los robos en los pisos.

Pues también yo me metí en aquél, por pura casualidad. Dado que Manolo y María ocupaban una habitación, buscaron a alguien de confianza para la otra, y así menguar gastos. Un conocido común, hoy en Australia[5], nos presentó, y fui el tercer inquilino, hacia enero del 70.

Por aquel entonces yo militaba en el PCE. La convivencia no trajo roces sectarios, pues los omlianos me incluían en la «base honrada» del revisionismo, a la cual intentaba atraer. Sosteníamos discusiones, y en ellas salían a relucir tanto los mayores conocimientos teóricos de la pareja como su enturbiada percepción del ambiente popular, y sus insuficiencias en la labor «de masas». Aplicaban rígidamente unos pocos supuestos a todas las facetas de la vida, y sus conclusiones no convencían. Además, muchas de sus ideas sobre España no pasaban de prejuicios adquiridos en Francia. Una vez contaba Manolo cómo había ayudado a un anciano analfabeto a orientarse en el metro, concluyendo: «porque en este país casi ningún trabajador sabe leer y escribir. ¡Claro, al fascismo no le interesa!». Paradójicamente María, la francesa, captaba de ordinario con más realismo la vida de aquí. Y es que usaba mejor el sentido común. Rizos intervenía raramente, por respeto a Manolo, por timidez o por creerse menos capacitado.

El piso servía de centro de reunión para planificar la labor de los simpatizantes del Perelló. En ocasiones se juntaban en él, al anochecer. Cuando me acostaba oía inevitablemente sus proyectos, riéndome para mis adentros de sus pretensiones de clandestinidad a ultranza, comparada por ellos, muy a su favor, con la liviandad liberal achacada al PCE. Permitían empero que un elemento ajeno a su grupo estuviera al corriente de sus tareas, cosa injustificable. Los maoístas se decían convencidos de que la represión trataba con suavidad al carrillismo, y negaban que sobre el PCE se hubieran abatido duros golpes. Yo sabía de los riesgos de la militancia en el PCE, y comprendía que si el embrión de la OMLE no era al punto aniquilado se debía sobre todo a su insignificancia y aislamiento.

Al margen de los primeros colaboradores de la OMLE, visitaban la casa otras personas relacionadas con la izquierda. Recuerdo en especial a una pareja de trotskistas. Él había luchado en el mayo francés. En uno de los choques callejeros con la policía recibió un proyectil en un ojo, el cual medio le salió de la órbita. Sus compañeros lo trasladaron velozmente a un hospital improvisado, atendido por estudiantes de medicina. Trataron allí de recomponerle el órgano, pero no lo consiguieron. Tuvieron que arrancárselo por completo, sin anestesia. El herido, con temple en verdad heroico, cantaba entretanto la Internacional. Así me fue relatado, no por él.

Las dos parejas sostenían una vieja amistad, y ello salvaba el antagonismo político. De los trotskistas, la mujer parecía alejada de la lucha, y a su compañero se le notaba desplazado y sin entusiasmo. Los grupos trotskistas, si bien en menor medida que los anarquistas, carecían de organizaciones firmes, padeciendo bruscos altibajos organizativos y morales. Contrastaban con la tenacidad a toda prueba de los maoístas, herederos de una tradición más recia.

También pasaba por allí Fermín Cabal, supongo que el mismo que años después ganaría notoriedad como autor de teatro, y que por entonces debía rondar el PCE(m-l). Manolo le admiraba mucho, poniéndolo como un «pico de oro», y en casa de su familia trabajaba de asistenta María, la cual daba por la tarde clases de francés, para ayudarse a ir tirando.

Llegó un día de Francia un cuarto miembro de la OMLE, a quien llamaban Pedro, y después Raúl. Éste hablaba y obraba con mayor energía que el resto. Tendría por encima de 30 años, y se había formado en las juventudes del PCE. Años atrás, harto de las que juzgaba mediocres y conciliadoras actividades de dicho partido, resolvió emigrar a un país hispanoamericano donde estuviera en marcha un movimiento guerrillero. Pero hizo escala en París y allí se ancló, forzado por la necesidad de ganarse la vida y fascinado por el hervor de las ideas izquierdistas.

Fue Raúl, probablemente, quien más tesón puso en sacar adelante la OMLE contra viento y marea. Los avances de la federación en el interior de España no debieron de satisfacerle por completo, y acabó por venirse a reforzar el núcleo. En Madrid encontró empleo como electricista. Una vez asentado, aguijoneó a sus camaradas, afectados por un natural cansancio.

En aquel duro año echó la OMLE sus primeras raíces. Desde mediados del 70, y bajo la dirección de Raúl, el crecimiento se aceleró.

Hacia abril me fui del piso de la calle Cartagena, por razones personales y porque me parecía demasiado expuesto, debido a la cantidad de gente que lo frecuentaba. Los omlianos tampoco durarían mucho allí: poco antes habíamos tenido una fiesta de cumpleaños o cosa por el estilo, aguada por la detención de un pariente cercano de no sé quién. El nerviosismo resultante se diluyó en una batalla en la que nos lanzábamos unos a otros champán barato, vino, y al final aceite, que estropeó la ropa a un contendiente y manchó las paredes. A los pocos días les visitó la casera, quien, al observar en los muros las indelebles manchas aceitosas, dio a sus inquilinos un corto plazo para desalojar.