Capítulo I

RETRATO DE UN RECIÉN NACIDO

En junio de 1975 la Organización de Marxistas Leninistas Españoles (OMLE) celebró un congreso, y en él decidió cambiar sus siglas por las de PCE(r) (Partido Comunista de España, reconstituido). Al terminar las sesiones, un dirigente, Ares por nombre de guerra, expuso: «Por si para algunos camaradas no está claro, es importante señalar que la OMLE nace fuera de España, en la emigración. Nosotros consideramos que fue en el desarrollo de la lucha de clases en Francia, en mayo del 68, donde los españoles constatamos la falta del Partido. Nosotros éramos un pequeño grupo que nos dedicábamos a hacer trabajos de difusión de la lucha del pueblo vietnamita. Este grupo se encontró en mayo del 68 con una facción del Mundo Obrero Revolucionario, compuesto por obreros que la práctica demostró que habían degenerado, pues allí abundaban los viajes, entrenamientos… Se llega a la reunión en que se fundó la OMLE, en Bruselas, con 25 miembros. La idea central era que hacía falta el Partido en España. El caso es que la organización nace, y en una semana aquello se transforma en una pelea de lobos por los puestos. Aquello se deshace, el trabajo no se cumple y los camaradas que queremos trabajar nos quedamos descolgados. Un poco más tarde se ve la necesidad de traer camaradas a España para empezar el trabajo».

Así consta en las actas de aquel congreso, primero del PCE(r). Las actas de este partido no son exageradamente fidedignas, pues se elaboraban para instruir políticamente a los militantes, y no tanto para ofrecer un testimonio preciso de las intervenciones. No obstante, las incongruencias que un observador atento notará en el relato de Ares no son achacables al componedor de las actas, sino al mismo Ares, y derivan de la costumbre de pintar la historia con los colores que interesa en cada momento. Hábito éste muy arraigado —llega a hacerse inconsciente— en los partidos comunistas, no sé si con alguna excepción.

No debe, pues, extrañar que aquellos «obreros degenerados» vieran su honor restituido por el propio PCE(r) dos años después, cuando se les recordó cómo «los elementos sanos del grupo que apoyaba a Suré (y que)… pasaron a formar, junto con otros militantes comunistas, la OMLE»[1]. Tan inesperada mudanza de desprecio en cariño se debió a una pintoresca polémica sectaria entre el PCE(r) y el PCE(m-l) en la que ambos partidos se obsequiaban entre sí con los títulos honoríficos de «policías» y «falangistas». Los referidos obreros eran quienes habían rehusado, en el 64, crear el PCE(m-l) al lado de Elena Odena y su facción, y por ello el PCE(r) procedió ¡trece años después! a reivindicar su memoria, para usarlos como arma arrojadiza[2].

En todo caso, sanos o degenerados, los dichos trabajadores habían perdido contacto con la OMLE desde muy largo tiempo atrás, expulsados o por propia iniciativa, y probablemente les traía sin cuidado el concepto en que les tuvieran ambos partidos.

En el discurso de Ares se entrevé cómo la OMLE estuvo a punto de quedarse en una de tantas fantasmadas corrientes en la emigración política. Los seguidores del citado Suré, con sus viajes y entrenamiento que tanto escamaban a Ares, reflejaban fielmente el nefasto espíritu de exilio.

Existía en París una colonia numerosa de desterrados españoles. Muchos eran viejos, de cuando la guerra, y otros jóvenes que no podían volver a España, por hallarse perseguidos, o simplemente por encontrar más apetecible la vida parisina.

Los desterrados habían conocido tiempos casi dorados. Al concluir la II Segunda Guerra Mundial su prestigio y relaciones con las fuerzas políticas galas alcanzaron un apogeo. Habían contribuido a la liberación de Francia más de lo que la patriotería historiográfica francesa gusta reconocer, y el título de resistentes de la guerra antifranquista conservaba una intensa sugestión. Quizá las propicias condiciones contribuyesen a deteriorar un tanto su espíritu, pues, como recordaba alguno: «aquéllos eran tiempos, cuando te bastaba decir que eras español para ligarte a cualquier francesa». Así se resumía, para un número mayor del que pudiera creerse, el glorioso panorama. Pero en 1968 ya no pasaba lo mismo. Uno de los primeros dirigentes omlianos contaba con amargura experiencias frustrantes, en las que veía reflejado el racismo: «me acosté una vez con una del PCF, y va y me dice al irse: ‘merci’. Me dejó de piedra. Pues así pensaban las hijas de la gran puta».

Con el fin de ganar prestigio y apoyo, la propaganda emigrada, y también la de la izquierda francesa, recargaban al máximo las tintas sobre la represión franquista, y llegaban a dar la impresión de que toda España era un campo de concentración hitleriano. Las exageraciones no siempre redundaban en ventajas, pues más de uno se impresionaba en exceso, y luego no había quien le persuadiera a afrontar las penalidades de la clandestinidad.

El desarraigo, la desmoralización, las exaltaciones estériles, las depresiones, la picaresca, el oportunismo y la fanfarronería estaban muy extendidos. Nada tendrá de raro que algunos de estos círculos emigrados hayan sido empleados por los servicios secretos en misiones escasamente confesables. El ambiente justificaría hasta cierto punto la agria observación de Engels sobre lo fácil de convertirse en «un loco, un asno, o un pícaro común» en la emigración.

Menos dañados por el mal del destierro se veían aquellos que, trabajando como rama exterior de un partido operante en España, mantenían contacto más estrecho con la vida de aquí. Pero aun en esos medios se propendía, y pocos lograban zafarse de la ilusión, a confundir los impresionismos propagandísticos con las realidades, y a rehuir los sacrificios de la lucha contra Franco en el interior.

Sería abusivo e injusto extender tan negros colores a la emigración en pleno. Pero indudablemente había más que suficiente de las plagas descritas.

Ignoro el motivo, con certeza irrelevante, de que la reunión fundacional de la OMLE se celebrase en Bruselas. Tal vez vivieran allí varios militantes. Pero los núcleos principales, y al poco tiempo únicos, se limitaban a Francia.

La OMLE se proclamó marxista-leninista, compartiendo las tesis chinas y oponiéndose a las soviéticas, motejadas de imperialistas y burguesas. Al igual que las demás organizaciones de tendencia pro china, la OMLE pronto estableció contacto con la embajada de Pekín en París. En ella recogía propaganda, libros, folletos explicativos de la Revolución Cultural en curso y contra el «revisionismo soviético». También repartía la embajada ayuda económica. Se rumoreaba que, aprovechando la bicoca, algunos pedían una desmesurada cantidad de propaganda, supuestamente destinada a ser distribuida en España por inexistentes comités. De esta manera impresionaban a sus crédulos proveedores y les arrancaban fondos en consonancia con su fingida labor agitativa. El material obtenido lo almacenaban en un sótano. No doy fe de que el lance sea real, pues procede, como muchos que podrían relatarse, del chismorreo entre los exiliados. Sin embargo, refleja un extendido raterismo político, y los chinos realmente acabaron por perder la paciencia y cortar la ayuda, incluso en propaganda, a los marxistas-leninistas españoles, o a la mayoría de ellos.

Fácilmente se entiende que la OMLE no escaparía a un tipo u otro de maniobras. Uno de los fundadores de la organización, quien, según parece, había presenciado en China una etapa de la Revolución Cultural, actuaba como «agente de Pekín», cosa juzgada incorrecta, a pesar de (o quizá por) el inmenso respeto que se tenía hacia la República Popular China. Si la mencionada persona desempeñaba realmente funciones secretas, debió de ver un futuro muy pobre a la joven empresa, pues se desentendió de ella sin tardanza.

Por risible que suene para una potencia de 25 personas, hubo asimismo lo que Ares llama «pelea de lobos por los puestos». Tales peleas encajan en el cuadro de muchos montajes de los exiliados, como fruto espontáneo del no tener o no saber qué hacer en concreto.

De todas formas, Ares acentúa en exceso la nota sobre las discordias. Éstas no destruyeron a la OMLE, como él insinúa, pues en buena medida la fortalecieron. No es fehaciente el aserto de que «aquello se deshace, el trabajo no se cumple y los camaradas que queríamos trabajar nos quedamos descolgados». Al contrario, enseguida «se ve la necesidad de traer camaradas a España», prueba palpable de que el círculo se volvió más operativo, tras librarse de adherentes fantasiosos. Pero en 1975, cuando hablaba Ares ante el Congreso, se procuraba menospreciar el primero y crucial período de la OMLE, porque varios de los dirigentes más destacados en él habían sido entretanto purgados. De ahí que Ares encontrase fuera de lugar identificarse con ellos.

En la reunión fundacional, o en otras sucesivas, la organización fue dividida en federaciones, quedando pronto como únicas las de París y Estrasburgo. Los vínculos entre ellas eran laxos, tanto por las trabas materiales para sostener relaciones estrechas como por la vaguedad de los puntos de acuerdo político, clarificar a fondo los cuales suponía un riesgo de dar al traste con la unidad. Clarificación inconveniente y prematura, además, mientras no se echasen raíces en España.

Los fundadores resolvieron publicar una revista como órgano de expresión del grupo. Titulada Bandera Roja, y de periodicidad bimestral en principio, fue saliendo a intervalos irregulares. Para mantener la indispensable cohesión política instituyeron unas llamadas «reuniones generales» a celebrar cuando hiciera falta, y no menos, creo, de una vez al año.

La idea central de la OMLE era la de reconstruir el Partido Comunista de España. Lógicamente, descalificaba al que sigue ostentando sus siglas. A Carrillo le achacaban el abandono de la doctrina leninista, sustituida por teorías burguesas que «revisaban» y tergiversaban los «principios científicos» establecidos por Marx. El «revisionismo carrillista», satélite del revisionismo soviético, e impuesto mediante intrigas, habría minado y destruido la sustancia revolucionaria del glorioso partido dirigido durante la guerra por José Díaz.

A raíz de la ruptura entre Moscú y Pekín, proliferaron por Europa, como por gran parte del mundo, los grupos, que iban de cenáculos a pequeños partidos, defensores del «marxismo-leninismo-pensamiento-Mao-Tse-tung», como se escribía con extraña sintaxis. La proclamada fidelidad a dicha teoría les autorizaba enseguida a proclamarse «vanguardias proletarias» o «partidos revolucionarios de la clase obrera». En España y la emigración se multiplicaron las «vanguardias», pero las pretensiones dirigentes de éstas no convencían a la OMLE más que las de Carrillo.

Para entender bien el objetivo de reconstruir el partido comunista precisamos tomar en cuenta otra faceta:

Quienes tachaban a Carrillo de revisionista y traidor, entendían que un régimen tan miserable como el franquismo sólo se sostenía en España, año tras año, porque no chocaba con verdadera oposición. O más propiamente, porque la oposición del pueblo, supuestamente ferviente y espontánea, carecía de la necesaria estructura y política revolucionaria. Culpable principal del hecho: Carrillo.

Al hablar de oposición, los marxistas-leninistas desechaban sin pena a socialistas y anarquistas, quienes, a decir verdad, poca cosa digna de reseña hicieron desde el final de la guerra, aparte de infrecuentes gestos testimoniales. Tampoco se pensaba en los partidos nacionalistas, igualmente inanes salvo la muy tardía excepción de ETA, que a finales de los sesenta despuntaba con fuerza.

No, los pro chinos (que también podrían llamarse pro albaneses, pues una ruptura Pekín-Tirana resultaba entonces inconcebible) pensaban en la única oposición sostenida contra viento y marea, es decir, a la del PCE. Si el Franquismo disfrutaba largamente del poder, la causa residía en la citada destrucción del contenido «auténticamente comunista» del partido. Las restantes fuerzas antirégimen, endebles y vocingleras, apenas requerían mención.

El PCE, como aireábamos cuantos llegamos a militar en la OMLE, fue el partido que, siguiendo las enseñanzas de Stalin y José Díaz, sostuvo en lo fundamental la guerra contra el fascismo en 1936-39; el que puso en pie y dio nervio al Ejército Popular de la República y realizó, merced a su justa línea política, hazañas admirables con medios inconmensurablemente inferiores a los de anarquistas o socialistas. Éstos, si protagonizaron la política de la izquierda durante la república, quedaron muy deslucidos en la guerra. El PCE, por centrar el grueso de sus energías en los frentes de batalla, se había encontrado sin fuerzas para desbaratar la incesante traición urdida a retaguardia por muchos de quienes se decían sus aliados. Fue el partido que tras la derrota volvió a la carga, apretando los dientes, y reorganizó la resistencia sin ceder a los golpes policiales ni a las ejecuciones, participando simultáneamente y con eficacia en la resistencia contra el nazismo en muchos países más, desde Rusia al Norte de África. El que, casi en solitario, impulsó con heroísmo la guerrilla en España en los años cuarenta. El partido, en fin, combatiente, mientras los demás lloriqueaban o mendigaban por las cancillerías europeas y americanas.

De los partidos comunistas de Europa Occidental, el PCE fue el único capaz de acercarse significativamente al poder revolucionario, y de alzar frente al auge fascista una resistencia que no acertaron a ofrecer sus correligionarios italianos o alemanes ante Mussolini o Hitler. Además llevó adelante un Frente Popular bien distinto del conglomerado reformista francés del mismo nombre, el cual ni aun tuvo agallas para frenar las maniobras internacionales que acogotaban la sangrienta lucha popular en España.

Con desprecio mirábamos a los izquierdistas que negaban al excelso partido de José Díaz un mérito ganado con sangre y sudor, y se atrevían a calumniarlo exagerando arbitrariamente sus errores, mientras presentaban a trotskistas, anarquistas y asimilados, como los luchadores de pro. Por lo demás, la baja calidad combativa mostrada por trotskistas y anarquistas después del 39 daba la medida de la tenida en la guerra misma.

Que un partido tan glorioso se hubiera degradado al nivel de un montaje conciliador con el fascismo, de una agencia de la burguesía empeñada en desviar a las masas de la resuelta lucha de clases, hacía hervir la sangre a los pro chinos.

¡En fin…! El partido era la única fuerza consciente, capaz de estimular y encauzar la rebeldía del pueblo contra el abyecto régimen de Franco. Había, pues, que dedicarse con el máximo ímpetu a recoger las tradiciones rotas, los métodos, las ideas y la política del pasado, adaptándolos a las realidades presentes. El camino estaba desbrozado por la grandiosa controversia de chinos y albaneses contra el revisionismo social-imperialista del Kremlin. Con tan firme base, no se trataba de «elaborar estudios» metidos en un despacho, para alumbrar la política y el programa ya acabados, el partido ya reconstruido, como habían hecho otros marxistas-leninistas. No; se trataba de ir a las masas populares, al fuego de la lucha de clases. Allí se forjaría la teoría y la línea política para la revolución en España.

Así pensaba la OMLE. Sorteadas las trampas de la emigración, la tarea inmediata consistía en cruzar los Pirineos. Ares, defensor de esta orientación, quedaba a la altura de 1975 como el único militante que había participado en las nebulosas actividades del exilio, siete años atrás, y por ello el único autorizado para testimoniar de las mismas. Los demás habían desertado o sido expulsados con el tiempo. Ares se identificó con cada uno de los virajes, a veces muy bruscos, de la OMLEPCE(r) en su borrascosa trayectoria. Sin embargo su influencia directa sobre la marcha de la organización se hizo marginal a partir del momento en que ésta se implantó en España.

Ares se llamaba en realidad Francisco Javier Martínez Eizaguirre[3], vizcaíno, hombretón afable y abierto, de buena fe hasta la ingenuidad, entusiasta y algo aprensivo. Residió en Francia largos años, sin venir a España más que esporádicamente, y supo eludir los morbos del destierro. Admiraba con calor a quienes en el país se arriesgaban a la tortura, la cárcel o incluso la muerte. No obstante, la muerte violenta le alcanzó a él entre los primeros. Un día de junio de 1979, cuando se disponía a comer en un restaurante chino de París, dos pistoleros fueron a su encuentro y abrieron fuego a bocajarro. La prensa francesa se refirió con innecesaria agudeza a la pinta meridional de los homicidas, por lo que podemos imaginar que serían franceses en colaboración con la policía española.

Esa misma tarde caía un ex militante del PCE(r), en la misma ciudad. Yo lo había conocido cuando al poco de la primera redada en serie contra la OMLE, en Andalucía, había exigido con malos modos ser pasado a Francia. Una vez allí, reconsideró su postura y volvió a militar. Pero quizá terminó dándose cuenta de que el partido no iba a llegar lejos, o fue atraído por la vida hogareña junto a su mujer y sus dos hijos, gemelos de precaria salud. Dejó el partido. No le salvaría eso de morir joven.

Martínez Eizaguirre pertenecía al comité central y se ocupaba de las relaciones exteriores del PCE(r). Meses antes de su asesinato, la revista Blanco y Negro había publicado un disparatado informe que lo presentaba como principal cabeza del Grapo. El informe también citaba al autor de este libro y al escritor y periodista Eliseo Bayo, entre otros, como destinados a ser «ejecutados» por el Grapo «a la máxima urgencia»[4]. Semejantes «noticias» sólo podían interpretarse como una especie de pantalla para la liquidación de los implicados por la policía.

Alarmado, Martínez Eizaguirre escribió a diversas publicaciones denunciando el agorero infundio. Pero la falta de hábito de clandestinidad, o las dificultades para ocultarse, convaleciente como se hallaba de una caída al querer escapar de la policía, sellaron su suerte.