Harriman se quedó allí sentado a solas. Estaba rebosante de satisfacción. Seguro que todo saldría bien. El interés con que un funcionario tras otro habían acogido el programa una vez les fue expuesto era inconfundible.
¿Cómo era posible que a nadie en Norteamericana de Robots se le hubiera ocurrido nunca algo así? Ni tan sólo la gran Susan Calvin había pensado nunca en los cerebros positrónicos en términos de criaturas vivas no humanas.
Pero ahora, la humanidad daría el paso necesario de abandonar el robot humanoide, un abandono temporal, que luego permitiría su retorno en unas condiciones en que por fin se habría eliminado el temor. Y entonces, con la ayuda y colaboración de un cerebro positrónico aproximadamente equivalente al del propio hombre, y cuya existencia toda (gracias a las tres leyes) estaría dedicada al servicio del hombre, y con el apoyo de una ecología sustentada también por robots, ¡qué no podría conseguir la raza humana!
Por un breve instante recordó que George Diez había sido quien le había explicado la naturaleza y los fines de la ecología sustentada por los robots, pero de inmediato rechazó molesto esa idea. George Diez había dado la respuesta porque él, Harriman, le había ordenado que así lo hiciera y le había proporcionado los datos y el medio necesarios. George Diez no tenía más mérito del que hubiera podido tener una regla de cálculo.