Robertson no había estado propiamente en los terrenos de Norteamericana de Robots desde el día de la demostración. Ello se debía, en parte, a sus reuniones más o menos globales en la mansión del Ejecutivo planetario. Por suerte le había acompañado Harriman, pues de haberse visto abandonado a sus propios recursos, la mayor parte del tiempo no habría sabido qué decir.
El motivo restante por el que no aparecía en Norteamericana de Robots era que no quería ir por allí. Ahora estaba en su propia casa, con Harriman.
Harriman le inspiraba un respeto irracional. Los conocimientos de Harriman en materia de robótica jamás habían estado en entredicho, pero había salvado, de un plumazo, a Norteamericana de Robots de una extinción segura, y, por alguna razón —eso le parecía intuir a Robertson—, el hombre no parecía el mismo. Y sin embargo…
—No será usted supersticioso, ¿verdad, Harriman? —dijo Robertson.
—¿En qué sentido, señor Robertson?
—No creerá que una persona ya fallecida deja una especie de halo detrás de ella, ¿verdad?
Harriman se pasó la lengua por los labios. Por alguna razón le parecía innecesario preguntar.
—¿Se refiere a Susan Calvin, señor?
—Sí, naturalmente —dijo Robertson indeciso—. Ahora nos dedicamos a fabricar gusanos, pájaros e insectos. ¿Qué diría ella? Me siento deshonrado.
Harriman hizo un visible esfuerzo por no echarse a reír.
—Un robot es un robot, señor. Gusano u hombre, hará lo que le ordenen y trabajará para el ser humano y esto es lo que importa.
—No… —dijo Robertson irritado—. No es así. No consigo creerlo.
—Es así, señor Robertson —dijo Harriman muy en serio—. Usted y yo vamos a crear un mundo que por fin comenzará a aceptar como algo lógico algún tipo de robots positrónicos. El hombre de la calle tal vez tema a un robot con apariencia de hombre y que parece lo suficientemente inteligente como para poder sustituirle, pero no temerá nada de un robot con apariencia de pájaro que se limita a comer bichos para su beneficio. Y más adelante, una vez haya dejado de temer a algunos robots, llegará un momento en que dejará de temer a todos los robots. Estará tan acostumbrado a un robot-pájaro, a una robot-abeja y a un robot-gusano, que un robot-hombre le parecerá una mera extensión.
Robertson se quedó mirando fijamente al otro. Cruzó las manos en la espalda y comenzó a recorrer la habitación con rápidos pasos nerviosos. Dio media vuelta y se quedó mirando otra vez a Harriman.
—¿Esto es lo que se propone conseguir?
—Sí, y aunque desmontemos todos nuestros robots humanoides, podemos conservar algunos de los modelos experimentales más avanzados y continuar diseñando otros, aún más avanzados, a fin de estar preparados para el día que sin duda llegará.
—El trato es que no debemos construir más robots humanoides, Harriman.
—Y no los construiremos. Nada nos impide conservar algunos de los ya construidos a condición de que jamás salgan de la fábrica. Nada nos impide diseñar cerebros positrónicos sobre el papel, o preparar modelos de cerebros para pruebas.
—Pero ¿cómo justificaremos algo así? Seguro que lo descubrirán.
—Si lo descubren, podemos explicarles que lo hacemos a fin de desarrollar unos principios que luego nos permitan preparar microcerebros más complejos para los nuevos robots-animales que estamos fabricando. Y ni tan sólo será una mentira.
—Tengo que salir a dar un paseo —musitó Robertson—. Quiero reflexionar sobre todo esto. No, no se mueva. Quiero reflexionar por mi cuenta.