Robertson se quedó allí sentado a solas. Sus pensamientos no tenían un rumbo fijo y habían degenerado en reminiscencias. Cuatro generaciones de Robertson habían estado al frente de la empresa. Ninguno de ellos era roboticista. Norteamericana de Robots era lo que era gracias a hombres como Lanning y Bogert, y, sobre todo, Susan Calvin, pero, desde luego, los cuatro Robertson habían creado el clima que les había permitido realizar su trabajo.
Sin Norteamericana de Robots, el siglo XXI se habría precipitado en un creciente desastre. Si ello no ocurrió fue gracias a las «Máquinas» que durante una generación condujeron a la humanidad a través de los rápidos y bajíos de la historia. Y en pago por todo eso, ahora le concedían dos años. ¿Cómo superar en dos años los infranqueables prejuicios de la humanidad?
Harriman había hablado esperanzadamente de algunas nuevas ideas pero no había querido darle detalles. Más valía así, pues Robertson no habría entendido nada.
Pero ¿qué podía conseguir Harriman de todos modos? Lo que todos habían conseguido frente a la intensa antipatía del hombre por las imitaciones. Nada…
Robertson se sumió en un duermevela sin recibir ninguna inspiración.