Harriman se quedó allí sentado a solas. En el interior artificialmente iluminado de su oficina, nada indicaba que afuera ya era oscuro. No tenía la menor sensación real de que habían transcurrido tres horas desde que había trasladado otra vez a George Diez a su cubículo y le había dejado allí con las primeras referencias filmadas.
Ahora estaba solo, con la única compañía del fantasma de Susan Calvin, la brillante roboticista que, prácticamente sin ayuda, había desarrollado el robot del cerebro positrónico desde el juguete gigantesco que era hasta convertirlo en el más delicado y versátil instrumento del hombre; tan delicado y versátil que el hombre no se atrevía a usarlo, lleno de envidia y temor.
Había transcurrido más de un siglo desde su muerte. El problema del complejo de Frankenstein ya existía en su tiempo, y Susan Calvin jamás había logrado resolverlo. Nunca intentó resolverlo, pues no había sido necesario. La robótica experimentó una expansión, en sus tiempos, con las exigencias de la exploración espacial.
Los mismos éxitos de los robots habían determinado que el hombre, luego, los necesitara menos, dejando a Harriman, en esa época posterior…
—Pero ella habría solicitado la ayuda de los robots. Ciertamente lo hubiera hecho…
Y Harriman se quedó allí sentado a solas toda la noche.