Evidencia

Francis Quinn era un político de nueva escuela. Ésa, por supuesto, es una expresión carente de significado, como son todas las expresiones de este tipo. La mayoría de las «nuevas escuelas» de que disponemos se hallan duplicadas en la vida social de la antigua Grecia, y quizá, si supiéramos algo más al respecto, en la vida social de la antigua Sumeria y también en las moradas lacustres de la Suiza prehistórica.

Pero, para salimos de lo que promete ser un insípido y complicado principio, será mejor afirmar rápidamente que Quinn nunca aspiró a ningún cargo, ni persiguió votos, ni lanzó discursos ni llenó urnas. Del mismo modo que Napoleón no apretó un gatillo en Austerlitz.

Y puesto que la política crea extraños compañeros de cama, Alfred Lanning se sentó al otro lado del escritorio con sus densas cejas blancas muy ceñudas encima de sus ojos cuya agudeza había afilado su impaciencia crónica. No se sentía complacido.

El hecho, de ser conocido por Quinn, no le hubiera irritado en lo más mínimo. Su voz era amistosa, quizá de un modo profesional.

—Supongo que conoce usted a Stephen Byerley, doctor Lanning.

—He oído hablar de él. Como mucha otra gente.

—Sí, yo también. Tal vez piense usted votarle en las próximas elecciones.

—No sabría decirle. —Había un inconfundible rastro de acidez en su voz—. No he seguido la política últimamente, de modo que no sé si se presenta para algún cargo.

—Puede que sea nuestro próximo alcalde. Por supuesto, ahora tan sólo es un abogado, pero con el tiempo…

—Sí —interrumpió Lanning—, ya he oído esa frase antes. Pero me pregunto si no será mejor que nos dediquemos a nuestros asuntos.

—Estamos dedicándonos a nuestros asuntos, doctor Lanning. —El tono de Quinn era muy amable—. Es de mi mayor interés mantener al señor Byerley como fiscal del distrito como máximo, y es de su mayor interés el ayudarme a conseguirlo.

—¿De mi mayor interés? ¡Oh, vamos! —Lanning frunció las cejas.

—Bien, digamos entonces del mayor interés para la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. He venido a usted como director honorario de investigación, porque sé que su relación con ellos es la de, digamos, «consejero principal». Es usted escuchado con respeto, y sin embargo su relación con ellos ya no es tan estrecha como para que no pueda disponer de una considerable libertad de acción; incluso aunque la acción sea en cierto modo poco ortodoxa.

El doctor Lanning guardó silencio durante un momento, rumiando sus pensamientos. Más suavemente, dijo:

—No le sigo en absoluto, señor Quinn.

—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es muy sencillo. ¿Le importa? —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor de delicada simplicidad, y su rostro de altos pómulos adoptó una expresión de suave regocijo—. Hemos hablado del señor Byerley…, un personaje extraño y colorista. Hace tres años era un completo desconocido. Ahora es muy conocido. Es un hombre de fuerza y habilidad, y por supuesto el más capaz e inteligente fiscal que nunca haya conocido. Desgraciadamente, no es amigo mío…

—Comprendo —dijo Lanning mecánicamente, contemplando sus uñas.

—Tuve ocasión —prosiguió Quinn en un tono neutro— de investigar al señor Byerley el año pasado…, de una forma muy exhaustiva. Siempre resulta útil, ¿sabe?, someter la vida pasada de los políticos reformistas a una indagación inquisitiva. Si supiera usted la de veces que esto ha ayudado… —Hizo una pausa para sonreír seriamente a la resplandeciente punta de su cigarrillo—. Pero el pasado del señor Byerley es completamente anodino. Una vida tranquila en una pequeña ciudad, una educación universitaria, una esposa que murió joven, un accidente de coche con una lenta recuperación, la escuela de leyes, la llegada a la metrópoli, su cargo de fiscal.

Francis Quinn agitó lentamente la cabeza, luego añadió:

—Pero su vida actual. Ah, eso sí es notable. ¡Nuestro fiscal del distrito no come nunca!

Lanning alzó bruscamente la cabeza, los ojos sorprendentemente agudos.

—¿Perdón?

—Nuestro fiscal del distrito no come nunca. —Efectuó la repetición marcando bien las sílabas—. Espere, modificaré ligeramente esto. Nunca ha sido visto comienzo o bebiendo. ¡Nunca! ¿Comprende el significado de la palabra? ¡No raras veces, sino nunca!

—Lo encuentro increíble. ¿Puede confiar usted en sus investigadores?

—Puedo confiar en mis investigadores, y no lo encuentro increíble en absoluto. Es más, nuestro fiscal del distrito nunca ha sido visto bebiendo…, tanto en sentido acuoso como alcohólico…, ni durmiendo. Hay otros factores, pero creo que con esto ya es suficiente.

Lanning se reclinó en su silla, y entre ellos se produjo el absorto silencio de desafío y respuesta, y luego el viejo roboticista agitó la cabeza.

—No. Sólo existe una cosa que esté intentando usted implicar, si emparejo sus afirmaciones con el hecho de que usted me las presenta, y eso es imposible.

—Pero el hombre es completamente inhumano, doctor Lanning.

—Si me dijera usted que tenemos a Satán enmascarado, habría una remota posibilidad de que le creyera.

—Le digo que es un robot, doctor Lanning.

—Le digo que es la afirmación más imposible que haya oído en mi vida, señor Quinn.

De nuevo el combativo silencio.

—De todos modos —y Quinn aplastó la colilla de su cigarrillo con un elaborado cuidado—, tendrá que investigar usted esta imposibilidad con todos los recursos de la compañía.

—Le aseguro que no puedo hacerme cargo de algo así, señor Quinn. No estará sugiriendo usted seriamente que la compañía tome parte en la política local.

—No tiene otra elección. Supongamos que hago públicas mis averiguaciones sin pruebas. La evidencia es lo suficientemente circunstancial.

—Si le conviene hacerlo.

—No, no me conviene. Serían mucho más preferibles las pruebas. Y no le conviene a usted, puesto que la publicidad sería muy dañina para su compañía. Está usted perfectamente informado, supongo, de las estrictas leyes contra el uso de robots en los mundos habitados.

—¡Por supuesto! —exclamó con una cierta brusquedad.

—Usted sabe que la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos es la única constructora de robots positrónicos en el sistema solar, y si Byerley es un robot, es un robot positrónico. Es también consciente de que todos los robots positrónicos son alquilados, y no vendidos; que la compañía sigue siendo la dueña de cada robot, y que por lo tanto es responsable de todas sus acciones.

—Resulta muy fácil, señor Quinn, probar que la compañía nunca ha manufacturado un robot de características humanoides.

—Pero ¿puede hacerse? Estoy discutiendo meramente posibilidades.

—Sí. Puede hacerse.

—Secretamente, imagino también. Sin quedar registrado en sus libros.

—No el cerebro positrónico, señor. Hay implicados en él demasiados factores, y están los estrictos controles gubernamentales.

—Sí, pero los robots se gastan, se rompen, se descomponen…, y son desmantelados.

—Y los cerebros positrónicos vueltos a utilizar o destruidos.

—¿Realmente? —Francis Quinn se permitió un rastro de sarcasmo—. ¿Y si uno resultara, accidentalmente, por supuesto, no destruido…, y resultara que existía una estructura humanoide aguardando a un cerebro? —¡Imposible!

—Eso tendrá que probárselo usted al gobierno y al público, así que, ¿por qué no me lo prueba a mí ahora?

—Pero ¿cuál podría ser nuestro propósito en ello? —preguntó exasperado Lanning—. ¿Cuál sería nuestra motivación? Concédanos al menos un mínimo de buen sentido.

—Mi querido señor, se lo suplico. La compañía se sentiría tremendamente agradecida de que varias regiones permitieran la utilización de robots positrónicos humanoides en mundos habitados. Los beneficios serían enormes. Pero los prejuicios del público hacia tal práctica son demasiado grandes. Supongamos que los acostumbran ustedes primero a tales robots… Veamos, tenemos a un hábil abogado, un buen alcalde…, y resulta que es un robot. ¿No compraría usted nuestros mayordomos robots?

—Absolutamente fantástico. Un humorismo que roza casi lo ridículo.

—Lo imagino. ¿Por qué no lo prueba? ¿O sigue prefiriendo intentar probarlo en público?

La luz estaba disminuyendo en la oficina, pero aún no era lo suficientemente oscuro como para que no se apreciara el enrojecimiento de frustración en el rostro de Alfred Lanning. Lentamente, el dedo del roboticista pulsó un botón, y los iluminadores de la pared cobraron una suave vida.

—Bien —gruñó—, veámoslo.

El rostro de Stephen Byerley no es fácil de describir. Tenía cuarenta años según su certificado de nacimiento y cuarenta según su apariencia…, pero era una apariencia saludable y bien alimentada; una apariencia que hacía pensar automáticamente en lo imprecisa que puede llegar a ser la expresión de «aparenta su edad».

Eso era particularmente serio cuando se reía, y ahora estaba riéndose. Su risa brotaba fuerte y continua, se detenía unos instantes, luego empezaba de nuevo…

Y el rostro de Alfred Lanning se contrajo en un rígidamente amargo monumento a la desaprobación. Hizo un gesto medio esbozado a la mujer que se sentaba a su lado, pero sus delgados labios sin sangre simplemente se fruncieron un poco.

Byerley consiguió recuperarse casi hasta la normalidad.

—Realmente, doctor Lanning…, realmente… Yo…, yo… ¿un robot?

Lanning mordió sus palabras a medida que iba pronunciándolas.

—No es una afirmación mía, señor. Me sentiría completamente satisfecho sabiendo que es usted un miembro de la humanidad. Puesto que nuestra compañía nunca lo ha fabricado a usted, estoy completamente seguro de que lo es…, en un sentido legal, al menos. Pero puesto que nos ha llegado de una manera seria la presunción de que es usted un robot, y esa presunción nos ha llegado por parte de un hombre de una cierta categoría…

—No mencione su nombre, si eso ha de hacer saltar una esquirla del bloque de granito de su ética, pero déjeme suponer que se trata de Frank Quinn, sólo como un complemento más a la conversación, y prosigamos.

Lanning dejó escapar un seco y cortante bufido ante la interrupción, e hizo una seca pausa antes de añadir fríamente:

—… por un hombre de una cierta categoría, sobre cuya identidad no estoy interesado en jugar juegos adivinatorios, me veo obligado a pedirle su colaboración para demostrar lo contrario. El mero hecho de que esa presunción pueda ser emitida y hecha pública por los medios de que ese hombre dispone sería un mal golpe para la compañía a la que represento…, aunque la acusación nunca fuera probada. ¿Me comprende?

—Oh, sí, su posición me resulta bastante clara. La acusación en sí es ridícula. La posición en que se encuentra usted no. Le pido perdón, si mi risa le ha ofendido. Fue de lo primero de lo que me reí, no de lo segundo. ¿Cómo puedo ayudarle?

—Es muy sencillo. Lo único que tiene que hacer es sentarse ante un plato de comida en un restaurante en presencia de testigos, dejar que le sean tomadas algunas fotos, y comer.

Lanning se echó hacia atrás en su silla, habiendo pasado lo peor de la entrevista. La mujer a su lado observó a Byerley con una expresión aparentemente absorta, pero no contribuyó en nada.

Stephen Byerley cruzó los ojos con los de ella por un instante, se sintió atraído por ellos, luego se volvió de nuevo hacia el roboticista. Por unos instantes sus dedos juguetearon con el pisapapeles de bronce que era el único adorno sobre su escritorio.

—Me temo no poder complacerles —dijo con suavidad.

Alzó una mano.

—No, espere, doctor Lanning. Comprendo el hecho de que todo este asunto resulta desagradable para usted, que se ha visto obligado a ello en contra de su voluntad, que tiene la sensación de que está representando un papel indigno e incluso ridículo. Sin embargo, el asunto me afecta aún más íntimamente a mí, de modo que sea tolerante.

»En primer lugar, ¿qué le hace pensar que Quinn…, ese hombre de una cierta categoría, ya sabe…, no le está engañando a fin de obligarle a hacer precisamente lo que está usted haciendo?

—Porque me parece muy improbable que una persona de una reputación así la ponga en peligro de una manera tan ridícula, a menos que esté convencido de que lo que dice es cierto.

Había poco humor en los ojos de Byerley.

—Usted no conoce a Quinn. Puede convertir en terreno seguro el reborde de una montaña donde ni siquiera se sostendría una cabra montes. Supongo que le mostró los detalles de la investigación que afirma ha hecho sobre mí.

—Los suficientes como para convencerme de que traería demasiados problemas al hacer que nuestra compañía tuviera que desmentirlos cuando usted puede hacerlo mucho más fácilmente.

—Entonces, usted le cree cuando dice que yo nunca como. Usted es un científico, doctor Lanning. Piense en la lógica que eso requiere. Nunca he sido observado comer, luego nunca como, lo cual era lo que queríamos demostrar. ¡Oh, vamos!

—Está utilizando usted tácticas de abogado en un tribunal para confundir una situación que realmente es muy sencilla.

—Al contrario, estoy intentando clarificar algo que entre usted y Quinn están haciendo muy complicado. Veamos, no duermo mucho, lo cual es cierto, y por supuesto nunca duermo en público. Nunca me ha gustado comer con gente…, una idiosincrasia que es poco habitual y probablemente refleja un carácter neurótico, pero que no hace daño a nadie. Mire, doctor Lanning, déjeme presentarle un caso supuesto. Supongamos que tenemos a un político que está interesado en derrotar a un candidato reformista a cualquier precio, y mientras está investigando su vida privada descubre algunas rarezas como las que acabo de mencionar.

»Suponga además que a fin de hundir más efectivamente al candidato, acude a su compañía considerándola como el agente ideal. Cabe esperar que diga: “Fulano es un robot porque casi nunca come con gente, y nunca lo he visto dormirse en medio de un caso; y una vez atisbé a través de su ventana en medio de la noche y lo vi allí, en pie y leyendo un libro; y miré en su nevera y no tenía comida en ella”.

»Si le dijera eso, usted llamaría a los loqueros para que se lo llevaran. Pero en vez de ello le dice: “Nunca duerme; nunca come”, y la impresión de esa afirmación lo ciega a usted hasta ante el hecho de que tales afirmaciones son imposibles de probar. Usted cae en sus manos y le sigue el juego.

—Independientemente, señor —empezó Lanning, con una amenazadora obstinación—, de que considere usted serio o no este asunto, lo único que requiere es que efectúe usted la comida que he mencionado para terminar con todo el asunto.

De nuevo Byerley se volvió hacia la mujer, que seguía contemplándole inexpresivamente.

—Perdón. ¿He captado correctamente su nombre, doctora Susan Calvin?

—Sí, señor Byerley.

—Es usted la psicóloga de la U. S. Robots, ¿no?

—Robopsicóloga, por favor.

—Oh, ¿son mentalmente tan distintos los robots de los hombres?

—Están a mundos de distancia. —Se concedió una helada sonrisa—. Los robots son esencialmente decentes.

El humor se asomó a las comisuras de la boca del abogado.

—Bien, ese ha sido un duro golpe. Pero lo que deseaba decir era esto. Puesto que es usted una psic…, una robopsicóloga, y una mujer, apostaría a que usted ha hecho algo en lo que el doctor Lanning ni siquiera ha pensado.

—¿Y qué es ello?

—Ha traído usted algo comestible en su bolso.

Algo indefinido cruzó por la adiestrada indiferencia de los ojos de Susan Calvin.

—Me sorprende usted, señor Byerley —dijo.

Y abriendo su bolso, sacó una manzana. Lentamente, se la tendió. El doctor Lanning, tras la sorpresa inicial, siguió el lento movimiento de una a otra mano con ojos muy alertas.

Lentamente, Stephen Byerley dio un mordisco, masticó, y lentamente tragó.

—¿Ve, doctor Lanning?

El doctor Lanning sonrió con un tangible alivio, haciendo que incluso sus cejas parecieran benevolentes. Un alivio que sobrevivió por un frágil segundo.

Susan Calvin dijo:

—Por supuesto, sentía curiosidad por ver si iba usted a comérsela, pero en el presente caso eso no prueba nada.

Byerley sonrió.

—¿No lo hace?

—Por supuesto que no. Es obvio, doctor Lanning, que si este hombre fuera un robot humanoide, sería una perfecta imitación. Es casi demasiado humano como para ser creíble. Después de todo, hemos estado viendo y observando seres humanos durante todas nuestras vidas; sería imposible engañarnos con algo que simplemente fuera parecido. Tendría que ser perfecto. Observe la textura de la piel, la calidad de los iris, la formación ósea de la mano. Si es un robot, me gustaría que la U. S. Robots lo hubiera hecho, porque es un buen trabajo. ¿Supone pues que cualquiera capaz de prestar atención a tales detalles olvidaría la inclusión de unos cuantos artilugios para cuidar de cosas tales como comer, dormir, eliminar los desechos? Quizá tan sólo para usos de emergencia; como, por ejemplo, para prevenir una situación como la que se ha planteado ahora aquí. De modo que una comida no probará realmente nada.

—Espere —gruñó Lanning—. No soy enteramente el estúpido en que ustedes dos quieren convertirme. No estoy interesado en el problema de la humanidad o inhumanidad del señor Byerley. Estoy interesado en sacar a la compañía de un lío. Una comida en público terminará con el asunto y lo dejará liquidado no importa lo que Quinn haga. Podemos dejar los detalles más sutiles a los abogados y a los robopsicólogos.

—Pero doctor Lanning —dijo Byerley—, olvida usted la política de la situación. Me siento tan ansioso por ser elegido como Quinn por detenerme. Incidentalmente, ¿ha observado usted que ha utilizado su nombre? Ha sido un inocente truco mío; sabía que usted acabaría pronunciándolo antes de que termináramos esta entrevista.

Lanning enrojeció.

—¿Qué tienen que ver las elecciones con esto?

—La publicidad funciona en los dos sentidos, señor. Si Quinn desea llamarme robot, y tiene el valor de hacerlo, yo tengo el valor de jugar el juego a su manera.

—¿Quiere decir que usted…? —Lanning estaba francamente asombrado.

—Exactamente. Quiero decir que voy a dejar que siga adelante, elija su cuerda, pruebe su resistencia, corte la longitud necesaria, haga el nudo, meta su cabeza en él, y sonría. Yo puedo encargarme de lo poco que queda por hacer.

—Se muestra usted muy confiado en sí mismo.

Susan Calvin se puso en pie.

—Vámonos, Alfred, no vamos a hacerle cambiar de opinión.

—¿Lo ve? —Byerley sonrió suavemente—. También es usted una homopsicóloga.

Pero quizá no toda la confianza que el doctor Lanning había observado estaba presente aquella tarde, cuando el coche de Byerley aparcó en la cinta automática que conducía al garaje subterráneo, y el propio Byerley cruzó el sendero hasta la parte delantera de su casa.

La figura en la silla de ruedas alzó la vista cuando entró, y sonrió. El rostro de Byerley se iluminó con afecto. Se dirigió hacia allí.

La voz del inválido era un susurro ronco y raspante que brotaba de una boca retorcida para siempre hacia un lado, en mitad de un rostro cuya mitad era tejido cicatricial.

—Llegas tarde, Steve.

—Lo sé, John, lo sé. Pero hoy me he tenido que enfrentar con un peculiar e interesante problema.

—¿De veras? —Ni el retorcido rostro ni la destrozada voz podían mostrar expresión, pero había ansiedad en sus claros ojos—. ¿Nada que puedas manejar?

—No estoy exactamente seguro. Puede que necesite tu ayuda. Tú eres el genio de la familia. ¿Quieres que te lleve al jardín? Hace una tarde maravillosa.

Dos fuertes brazos alzaron a John de la silla de ruedas. Suavemente, casi acariciándole, los brazos de Byerley pasaron en torno a sus hombros y por debajo de las inútiles piernas del inválido. Lenta y cuidadosamente, cruzó las distintas habitaciones, descendió la suave rampa que había sido construida pensando en una silla de ruedas, y salió por la puerta trasera al cercado jardín detrás de la casa.

—¿Por qué no me dejas utilizar la silla de ruedas, Steve? Esto es ridículo.

—Porque prefiero cargarte yo. ¿Tienes alguna objeción que hacer? Sabes que estás tan contento de salir de ese buggy motorizado por un rato como yo de verte fuera de él. ¿Cómo te sientes hoy?

Depositó a John con infinito cuidado sobre la fresca hierba.

—¿Cómo debería sentirme? Cuéntame acerca de tu problema.

—La campaña de Quinn va a estar basada en el hecho de que afirma que soy un robot.

John abrió enormemente los ojos.

—¿Cómo lo sabes? Es imposible. No lo creo.

—Oh, vamos, te digo que es así. Ha conseguido que uno de los principales científicos de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos venga a verme para discutir conmigo.

Lentamente, las manos de John retorcieron la hierba.

—Entiendo. Entiendo.

—Pero podemos dejar que elija él el terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame, y dime si podemos hacerlo…

La escena, tal como se desarrolló en la oficina de Alfred Lanning aquella noche, fue un conjunto de miradas. Francis Quinn miró meditativamente a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba salvajemente clavada en Susan Calvin, la cual a su vez miraba impasiblemente a Quinn.

Francis Quinn rompió todo aquello con un forzado intento de parecer alegre.

—Todo un bluff. Va inventando sobre la marcha.

—¿Va usted a jugar a eso, señor Quinn? —preguntó la doctora Calvin, indiferentemente.

—Bueno, es el juego de ustedes realmente.

—Mire —Lanning cubrió su definido pesimismo con una bravata—, nosotros hemos hecho lo que usted nos pidió. Hemos visto al hombre comer, somos testigos de ello. Es ridículo suponer que es un robot.

—¿Usted piensa así? —lanzó Quinn a Calvin—. Lanning dijo que era usted una experta.

—Mire, Susan… —dijo Lanning, casi amenazadoramente.

—¿Por qué no la deja hablar a ella? —interrumpió secamente Quinn—. Lleva sentada aquí media hora imitando a un poste.

Lanning se sentía definitivamente acosado. De lo que experimentaba en aquel momento a la paranoia incipiente había tan sólo un paso.

—Muy bien —dijo—. Diga lo que tenga que decir, Susan. No la interrumpiremos.

Susan Calvin lo miró sin el menor rubor, luego clavó sus fríos ojos en el señor Quinn.

—Sólo hay dos formas de probar definitivamente que Byerley es un robot, señor. Hasta ahora usted está presentando solamente evidencias circunstanciales, con las cuales puede acusar, pero no probar…, y creo que el señor Byerley es lo suficientemente listo como para contrarrestar ese tipo de material. Usted probablemente piensa lo mismo, o de otro modo no hubiera venido aquí.

»Los dos métodos de probar algo son el físico y el psicológico. Físicamente, puede usted disecarlo o utilizar los rayos X. Cómo hacer eso es su problema. Psicológicamente, su comportamiento puede ser estudiado, porque si es un robot positrónico, debe de conformarse a las tres leyes de la robótica. Un cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las leyes, señor Quinn?

Se las recitó lentamente, claramente, citando palabra por palabra el famoso texto en negritas que figuraba en la primera página del Manual de robótica.

—He oído hablar de ellas —dijo Quinn negligentemente.

—Entonces el asunto es fácil de seguir —respondió secamente la psicóloga—. Si el señor Byerley quebranta alguna de esas tres leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento funciona solamente en una dirección. Si no quebranta ninguna de las reglas, no prueba nada ni en uno ni en otro sentido.

—¿Por qué no, doctora? —Quinn alzó educadamente las cejas.

—Porque, si se detiene usted a pensar en ello, las tres leyes de la robótica son los principios guía esenciales de un buen número de los sistemas éticos del mundo. Por supuesto, se supone que todo ser humano posee el instinto de la auto conservación. Eso se corresponde a la Tercera Ley en un robot. Igualmente, cualquier ser humano «bueno», con una conciencia social y un sentido de la responsabilidad, se supone que se someterá a la autoridad constituida; escuchará a su doctor, a su médico, a su gobierno, a su psiquiatra, a sus semejantes; obedecerá las leyes, seguirá las reglas, se adaptará a las costumbres…, incluso cuando interfieran con su comodidad o su seguridad. Eso se corresponde a la Segunda Ley para un robot. Igualmente, todo ser humano «bueno» se supone que amará a los demás como a sí mismo, protegerá a sus semejantes, arriesgará su vida por salvar otra. Esa es la Primera Ley para un robot. Para decirlo en pocas palabras…, si Byerley sigue todas las leyes de la robótica, puede ser un robot, y puede ser simplemente un hombre excepcionalmente bueno.

—Pero —murmuró Quinn—, me está usted diciendo que no puede probar que sea un robot.

—Puedo ser capaz de probar que no es un robot.

—Esa no es la prueba que quiero.

—Tendrá usted la prueba tal como exista. Usted es el único responsable de sus propios deseos.

En aquel momento la mente de Lanning saltó de pronto sobre el asomo de una idea.

—¿No se le ha ocurrido a nadie que la de fiscal del distrito es una ocupación más bien extraña para un robot? —gruñó en voz alta—. La persecución de seres humanos…, sentenciarlos a muerte…, causarles un daño infinito…

Quinn se mostró repentinamente ansioso.

—No, no sacará usted nada por ese camino. Ser fiscal del distrito no lo convierte en humano. ¿No conoce acaso su historial? ¿No sabe que se jacta de que nunca ha perseguido a un inocente, que hay montones de gente que no ha sido enjuiciada porque la evidencia contra ellos no le satisfacía, aunque hubiera podido convencer a un jurado de su culpabilidad y hacer que dictaran sentencia de atomización? Pues así es.

Las flacas mejillas de Lanning temblaron.

—No, Quinn, no. No hay nada en las leyes de la robótica que dé una concesión a la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar jamás si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien decide. No puede dañar a un ser humano…, variedad canalla, variedad ángel.

Susan Calvin sonó cansada.

—Alfred —dijo—, no diga estupideces. ¿Qué ocurriría si un robot se encontrara con un loco a punto de pegar fuego a una casa llena de gente? Detendría al loco, ¿no?

—Por supuesto.

—Y si la única forma de detenerlo fuera matándolo…

Un débil sonido brotó de la garganta de Lanning. Nada más.

—La respuesta a eso, Alfred, es que haría todo lo posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot debería ser sometido a psicoterapia porque era fácil que se volviera loco ante el conflicto que se le había presentado…, el quebrantar la Primera Ley para adherirse a la Primera Ley a un nivel superior. Pero un hombre habría muerto, y un robot lo habría matado.

—Bien, ¿está Byerley loco? —preguntó Lanning, con todo el sarcasmo que pudo conseguir.

—No, pero no ha matado a nadie con sus propias manos. Ha expuesto hechos que pueden representar que un ser humano en particular es peligroso para la gran masa de otros seres humanos que llamamos sociedad. Protege al mayor número, y así se adhiere a la Primera Ley en su máximo potencial. Hasta ahí es hasta donde llega. Es el juez quien luego condena al criminal a muerte o a prisión, una vez el jurado decide sobre su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Y el señor Byerley no ha hecho más que determinar la verdad y ayudar a la sociedad.

»De hecho, señor Quinn, he examinado la carrera del señor Byerley desde el momento mismo en que usted atrajo nuestra atención sobre este asunto. Observé que nunca ha solicitado la pena de muerte en sus conclusiones al jurado. Observé también que ha hablado a menudo en favor de la abolición de la pena capital y que ha contribuido generosamente al sostenimiento de instituciones investigadoras dedicadas a la neurofisiología criminal. Aparentemente, cree más bien en la cura que en el castigo del crimen. Encontré todo eso muy significativo.

—¿De veras? —Quinn sonrió—. ¿Significativo de un cierto olor a roboticidad, quizá?

—Quizá. ¿Por qué negarlo? Acciones como ésas pueden proceder solamente de un robot, o de un ser humano muy honorable y decente. Pero entiéndalo, no puede usted diferenciar entre un robot y el mejor de los seres humanos.

Quinn se reclinó en su silla. Su voz tembló de impaciencia.

—Doctor Lanning, es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplique perfectamente la apariencia de un ser humano, ¿verdad?

Lanning meditó unos momentos.

—Es algo que se ha hecho experimentalmente en la U. S. Robots —dijo, reluctante—, sin la adición de un cerebro positrónico, por supuesto. Utilizando óvulos humanos y control hormonal, es posible hacer crecer carne humana y piel sobre un esqueleto de plástico de silicona porosa capaz de desafiar cualquier examen externo. Los ojos, el pelo, la piel serían realmente humanos, no humanoides. Y si usted inserta en él un cerebro positrónico, así como todos los demás dispositivos que desee, en su interior, tendrá un robot humanoide.

—¿Cuánto tiempo se tardaría en hacer uno? —preguntó secamente Quinn.

Lanning volvió a pensárselo.

—Si tuviera usted todo el equipo…, el cerebro, el esqueleto, los óvulos, las hormonas adecuadas y las radiaciones…, digamos unos dos meses.

El político se levantó envaradamente de su silla.

—Entonces veremos cuál es el aspecto del interior del señor Byerley. Eso va a crear una cierta publicidad para la U. S. Robots…, pero ya les di su oportunidad.

Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin, cuando estuvieron solos.

—¿Por qué insiste usted…?

Y, sintiéndolo realmente, ella respondió, rápida y cortante:

—¿Qué es lo que quiere…, la verdad o mi dimisión? No mentiré por usted. La U. S. Robots puede cuidar de sí misma. No se vuelva un cobarde.

—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y empiezan a caer ruedas y engranajes? —preguntó Lanning—. ¿Qué ocurrirá entonces?

—No abrirá a Byerley —dijo Calvin desdeñosamente—. Byerley es, como mínimo, tan listo como Quinn.

La noticia estalló en la ciudad una semana antes de la nominación de Byerley. Pero «estalló» no es la palabra adecuada. Llegó a la ciudad infiltrándose, arrastrándose. Primero sonaron algunas risas, y la gente no le dio mucha importancia al asunto. Pero a medida que Quinn iba apretando lentamente las clavijas, de una forma muy medida, las risas fueron haciéndose forzadas, y se introdujo un elemento de hueca inseguridad, y la gente empezó a preguntarse.

La convención en sí adoptó el aire de un intranquilo semental. No se había planeado ninguna candidatura alternativa. Hacía tan sólo una semana, nadie pensaba que pudiera haber otra persona capaz de ser nominada excepto Byerley. Ni siquiera ahora había un sustituto. Tenían que nominarlo a él, pero la confusión en torno al asunto era completa.

La cosa no hubiera sido tan mala si el individuo medio no se hallara desconcertado entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional insensatez, si era falsa.

Al día siguiente de que Byerley fuera nominado automáticamente, mecánicamente…, un periódico publicó al fin el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «experta en robopsicología y positrónica de fama mundial».

Lo que produjo aquella entrevista puede ser descrito popular y sucintamente como infernal.

Era lo que estaban esperando los fundamentalistas. No eran un partido político; no pretendían ser una religión formal. Esencialmente eran aquellos que no se habían adaptado a lo que en una ocasión había sido llamado la era atómica, en los días en los que el átomo era una novedad. En realidad, eran los defensores de la vida sencilla, que aspiraban a vivir una vida sencilla que aquellos que la habían vivido en su tiempo no la habían considerado probablemente tan sencilla, pese a ser ellos también practicantes convencidos de la misma.

Los fundamentalistas no necesitaban nuevas razones para detestar a los robots y a los fabricantes de robots; pero una nueva razón como la acusación de Quinn y el análisis de Calvin era suficiente como para hacer que el aborrecimiento se hiciera audible.

Las enormes plantas de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos eran una colmena de guardias armados. Se estaban preparando para la guerra.

En la ciudad, la casa de Stephen Byerley hormigueaba de policías.

La campaña política, por supuesto, perdió toda otra óptica, y pareció una campaña únicamente en el sentido de que era algo que llenaba el lapso de tiempo entre la nominación y la elección.

Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajera. Siguió tranquilamente imperturbable ante los uniformes que formaban una especie de telón de fondo. Fuera de la casa, más allá de la hilera de hoscos guardias, periodistas y fotógrafos aguardaban de acuerdo con sus tradiciones de casta. Una animosa cadena de televisión tenía incluso un scanner enfocado en la vacía entrada de la casa sin pretensiones del fiscal, mientras un locutor sintéticamente excitado llenaba aquel vacío con hinchados comentarios.

El agitado hombrecillo avanzó. Tendió una hoja de papel llena de complicados formulismos.

—Esto, señor Byerley, es una orden del tribunal autorizándome a registrar esta propiedad en busca de la presencia de ilegales…, esto… hombres mecánicos o robots de cualquier clase.

Byerley se levantó a medias, y tomó el papel. Lo miró con indiferencia, y sonrió mientras lo devolvía.

—Todo en orden. Adelante. Haga su trabajo. Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de llaves, que apareció reluctantemente desde la habitación contigua—, por favor vaya con ellos, y ayúdeles en lo que pueda.

El hombrecillo, cuyo nombre era Harroway, dudó, enrojeció apreciablemente, fracasó estrepitosamente en sostener la mirada de los ojos de Byerley, y murmuró a los dos policías que le acompañaban:

—Vamos.

Volvió al cabo de diez minutos.

—¿Ha terminado? —preguntó Byerley, en el tono de una persona que no está particularmente interesada ni en la pregunta ni en la respuesta.

Harroway carraspeó, hizo una arrancada en falso en tono de falsete, y empezó de nuevo, irritado:

—Mire, señor Byerley, nuestras instrucciones especiales son de registrar la casa muy a fondo.

—¿Y no lo han hecho?

—Se nos dijo exactamente qué era lo que teníamos que buscar.

—¿Sí?

—En pocas palabras, señor Byerley, y para no andarnos con circunloquios, se nos ha dicho que lo registráramos a usted.

—¿A mí? —preguntó el fiscal con una sonrisa que cada vez era más amplia—. ¿Y cómo pretenden hacerlo?

—Hemos traído con nosotros una unidad de radiaciones Penet…

—¿Entonces su idea es someterme a una sesión de rayos X? ¿Tienen autorización para ello?

—Vio usted mi orden.

—¿Puedo verla de nuevo?

Harroway, con su frente brillando con algo más que entusiasmo, le entregó la orden por segunda vez.

Con voz llana, Byerley dijo:

—Leo aquí como descripción de lo que hay que registrar, cito: «La casa perteneciente a Stephen Alien Byerley, situada en el 355 de Willow Grove, Evanstron, junto con cualquier garaje, almacén u otras estructuras o edificios a él pertenecientes, junto con todos los terrenos a él pertenecientes…», y así. Completamente en orden. Pero, mi buen amigo, aquí no dice nada acerca de registrar mi interior. Yo no formo parte de mi propiedad. Puede registrar usted mis ropas si cree que llevo un robot escondido en el bolsillo.

Harroway tenía muy claro en su mente a quién debía aquel trabajo. Y no tenía la menor intención de echarse atrás ante aquella oportunidad de conseguir un puesto superior con una paga mucho más alta.

—Mire —dijo, con el débil eco de una bravata—, tengo autorización para registrar todos los muebles de su casa, y cualquier otra cosa que encuentre en ella. Usted está en ella, ¿no?

—Una notable observación. Estoy en ella. Pero no pertenezco a ella. No soy una pieza de mobiliario. Como ciudadano adultamente responsable, tengo el certificado psiquiátrico que lo prueba, poseo ciertos derechos bajo las leyes regionales. Registrarme a mí representa violar mi derecho a la intimidad. Este documento no es suficiente.

—Seguro, pero si usted es un robot, no tiene ningún derecho a la intimidad.

—Cierto…, pero este documento sigue sin ser suficiente. Me reconoce implícitamente como un ser humano.

—¿Dónde? —Harroway lo miró fijamente.

—Donde dice: «La casa perteneciente a», y lo que sigue. Un robot no puede tener propiedades. Y puede decirle usted a su empleador, señor Harroway, que si intenta extender un documento similar en el cual no se me reconozca implícitamente como un ser humano, se verá enfrentado inmediatamente a un requerimiento judicial y una demanda civil, que le obligarán a probar que soy un robot mediante elementos de convicción que posea actualmente, o en caso contrario a pagarme una indemnización astronómica por intentar privarme ilegalmente de mis derechos bajo la ley regional. Le dirá usted todo eso, ¿quiere?

Harroway se dirigió hacia la puerta. Se volvió.

—Es usted un abogado marrullero. —Llevaba la mano en el bolsillo. Por un momento permaneció de pie allí. Luego se alejó, sonrió al scanner de la televisión, que seguía enfocado en la entrada, saludó con la mano a los periodistas y gritó—: Tendremos algo para vosotros mañana, chicos. Y no estoy bromeando.

En su coche, se reclinó en el asiento, extrajo el pequeño mecanismo de su bolsillo, y lo inspeccionó cuidadosamente. Era la primera vez que tomaba una fotografía por reflexión de rayos X. Esperaba haberlo hecho correctamente.

Quinn y Byerley nunca se habían encontrado solos frente a frente. Pero el visiofono era algo muy parecido a ello. De hecho, aceptada literalmente, quizá la frase fuera acertada, pese a que para cada uno de ellos el otro no fuera más que la luz emitida por un conjunto de fotocélulas.

Fue Quinn quien inició la llamada. Fue Quinn quien habló primero, y sin ninguna ceremonia particular.

—Tal vez le interese saber, Byerley, que tengo intención de hacer público el hecho de que lleva usted un escudo protector contra las radiaciones Penet.

—¿De veras? En ese caso, permítame decirle que muy probablemente acaba usted de hacerlo público ya. Tengo la noción de que nuestros emprendedores representantes de la prensa tienen interceptadas mis distintas líneas de comunicación desde hace un cierto tiempo. Sé que tienen las líneas de mi oficina llenas de agujeros; es por eso precisamente por lo que he permanecido la mayor parte del tiempo en mi casa durante las últimas semanas.

Byerley se mostraba amistoso, casi charlatán.

Quinn apretó fuertemente los labios.

—Esta llamada está protegida… absolutamente. La estoy haciendo corriendo un cierto riesgo personal.

—Debería haberlo imaginado. Nadie sabe que es usted quien está detrás de esta campaña. Al menos, nadie lo sabe oficialmente. Aunque nadie no lo sepa extraoficialmente. No me preocupa. ¿Así que llevo un escudo protector? Supongo que lo descubrió cuando su cachorro del otro día con su máquina fotográfica a radiaciones Penet sólo obtuvo una película velada por sobre exposición.

—¿Se da cuenta, Byerley, de que resultará obvio para todo el mundo que usted no se atreve a enfrentarse a un análisis por rayos X?

—¿Y de que usted, o sus hombres, provocaron una invasión ilegal de mi derecho a la intimidad?

—Y un infierno van a preocuparse por ello.

—Pueden hacerlo. Es algo más bien simbólico de nuestras dos campañas, ¿no cree? A usted le preocupan muy poco los derechos de los ciudadanos individuales. A mí me preocupan mucho. No me someteré a ningún análisis por rayos X, puesto que deseo mantener por principio la inviolabilidad de mis derechos. Del mismo modo que mantendré los derechos de los demás, cuando sea elegido.

—Sin duda su oratoria será fenomenal cuando diga todo eso, pero nadie le va a creer. Suena un poco demasiado ampuloso como para ser cierto. Otra cosa —un repentino y crispado cambio—: El personal de su casa no estaba completo la otra noche.

—¿En qué sentido?

—Según el informe —hojeó algunos papeles ante él, que apenas eran visibles por la visio-pantalla—, faltaba una persona…, un inválido.

—Como dice usted muy bien —dijo Byerley, atonalmente—, un inválido. Mi viejo maestro, que vive conmigo y que ahora está en el campo…, donde lleva dos meses. Un «imprescindible descanso» es la palabra habitual aplicada a este caso. ¿Tiene su permiso?

—¿Su maestro? ¿Algo parecido a un científico?

—Un abogado en sus tiempos…, antes de quedar inválido. Posee un título gubernamental en investigación biofísica, con un laboratorio propio, y hay una descripción completa del trabajo que está haciendo, debidamente documentado. Se halla a su disposición si le interesa. Es un trabajo sin importancia, pero completamente inofensivo, y un pasatiempo apasionante para un… para un pobre inválido. Entiéndalo, intento ayudar tanto como me es posible.

—Entiendo. ¿Y qué es lo que sabe ese… maestro… acerca de la fabricación de robots?

—No puedo juzgar la amplitud de sus conocimientos en un campo con el que no estoy familiarizado.

—¿No habrá tenido su amigo acceso a cerebros positrónicos? —Pregúnteselo a sus amigos de la U. S. Robots. Ellos tienen que saberlo.

—Se lo diré francamente, Byerley. Su inválido maestro es el auténtico Stephen Byerley. Usted es el robot que él creó. Podemos probarlo. Fue él quien sufrió el accidente de automóvil, no usted. Habrá formas de comprobar los archivos.

—¿De veras? Hágalo, entonces. Le deseo toda la suerte del mundo.

—Y podemos registrar el «lugar en el campo» de su maestro, y ver lo que podemos encontrar allí.

—Bueno, no lo creo, Quinn. —Byerley sonrió ampliamente—. Por desgracia para usted, mi maestro es un hombre enfermo. Su lugar en el campo es un lugar de descanso. Su derecho a la intimidad como ciudadano adultamente responsable es naturalmente más fuerte aún de lo normal, dadas las circunstancias. No conseguirá usted obtener una orden para entrar en su propiedad sin presentar una causa justa. De todos modos, le garantizo que yo voy a ser el último en impedir que lo intente.

Hubo una pausa de moderada longitud, y luego Quinn se inclinó hacia delante, de tal modo que la imagen de su rostro se expandió y las finas arrugas de su frente se hicieron visibles.

—Byerley, ¿por qué sigue usted adelante? No puede resultar elegido.

—¿No puedo?

—¿Cree usted que puede? ¿Supone que el hecho de que no haga ningún intento por demostrar la falsedad de la acusación de ser un robot, cuando podría hacerlo fácilmente, sólo con quebrantar una de las tres leyes, consigue algo excepto convencer a la gente de que es usted un robot?

—Hasta el momento, todo lo que veo es que de ser un vagamente conocido pero aún oscuro abogado metropolitano, me he convertido ahora en una figura mundial. Es usted un buen publicista.

—Pero usted es un robot.

—Eso es lo que dicen, pero nadie lo ha probado.

—Ha quedado suficientemente probado para el electorado.

—Entonces relájese…, ha vencido usted.

—Adiós —dijo Quinn, con su primer toque de perversidad, y la pantalla del visiofono se apagó.

—Adiós —dijo imperturbable Byerley a la vacía pantalla.

Byerley trajo a su «maestro» de vuelta la semana antes de las elecciones. El aero-coche descendió rápidamente en una parte inconcreta de la ciudad.

—Te quedarás aquí hasta después de las elecciones —le dijo Byerley—. Será mejor que te mantengas apartado de la circulación por si las cosas van mal.

La ronca voz que brotó dolorosamente de la retorcida boca de John parecía tener acentos preocupados.

—¿Hay peligro de violencia?

—Los fundamentalistas amenazan con ello, así que supongo que lo hay, en un sentido teórico. Pero realmente no lo espero. Los Fundy no tienen auténtico poder. Son simplemente el eterno factor irritante que puede llegar a provocar un tumulto al cabo de un cierto tiempo. ¿No te importa quedarte aquí? Por favor. No seré yo mismo si tengo que preocuparme por ti.

—Oh, me quedaré. ¿Sigues pensando que todo va a ir bien?

—Estoy seguro de ello. ¿Nadie te molestó allí arriba?

—Nadie. Estoy seguro.

—¿Y por tu parte todo fue bien?

—Perfectamente. No habrá ningún problema en ese sentido.

—Entonces cuídate, y mira la televisión mañana, John.

Byerley le dio un fuerte apretón a la retorcida mano que se apoyaba en la suya.

La frente de Lenton era un ceñudo bosquejo de arrugas en suspenso. Desempeñaba el poco envidiable trabajo de director de la campaña de Byerley en una campaña que no era una campaña, para una persona que se negaba a revelar su estrategia y se negaba a aceptar la estrategia de su director de campaña.

—¡No puedes hacerlo! —era su frase favorita. Había llegado a convertirse en su última frase—. ¡Te lo digo, Steve, no puedes hacerlo!

Se detuvo delante del fiscal, que pasaba el rato hojeando las páginas mecanografiadas de su discurso.

—Deja eso, Steve. Mira, esa multitud ha estado organizada por los Fundy. No van a escucharte. Lo más probable es que seas lapidado. ¿Por qué tienes que hacer un discurso delante de un público? ¿Qué hay de malo en una grabación, una simple grabación visual?

—Tú quieres que gane las elecciones, ¿verdad? —preguntó suavemente Byerley.

—¡Ganar las elecciones! No las vas a ganar, Steve. Todo lo que estoy haciendo es intentar salvar tu vida.

—Oh, no corro ningún peligro.

—No corres ningún peligro. No corres ningún peligro. —Lenton emitió un extraño sonido raspante en su garganta—. ¿Quieres decir que vas a salir realmente a ese balcón frente a cincuenta mil locos idiotas con la intención de meter un poco de buen sentido en sus cabezotas…, desde un balcón, como un dictador medieval?

Byerley consultó su reloj.

—Dentro de cinco minutos…, tan pronto como las líneas de televisión estén libres.

La observación que profirió Lenton como respuesta es absolutamente irreproducible. La multitud llenaba una amplia zona despejada de la ciudad. Árboles y casas parecían brotar de los cimientos mismos de la masa humana. Y a través de las ultra ondas, el resto del mundo observaba. Eran unas elecciones puramente locales, pero de todos modos la audiencia era mundial. Byerley pensó en aquello, y sonrió.

Pero no había nada de qué sonreír en la propia multitud. Había banderas y pancartas, relativas a todos los aspectos posibles de su supuesta roboticidad. La actitud hostil iba ascendiendo lenta y tangiblemente en la atmósfera.

Desde un principio el discurso fue un fracaso. Competía con los rudimentarios gritos de la multitud y las rítmicas consignas de los Fundy que formaban islas de multitud dentro de la multitud. Byerley habló lentamente, fríamente…

En el interior, Lenton se tiraba del pelo y gruñía…, y aguardaba la aparición de la sangre.

Hubo una agitación en las primeras filas. Un ciudadano de rostro anguloso y protuberantes ojos, con ropas demasiado cortas para la longitud de sus miembros, estaba abriéndose paso por entre los demás. Un policía fue tras él, abriéndose paso lentamente, como pudo. Byerley le hizo un gesto de que lo dejara, furioso.

El delgado hombre estaba ahora directamente debajo del balcón. Sus palabras ascendieron por encima del rugir general.

Byerley se inclinó hacia delante.

—¿Qué es lo que dices? Si tienes alguna pregunta legítima que hacer, la contestaré. —Se volvió hacia uno de los guardias que permanecían a su lado—. Háganlo subir aquí.

Hubo una repentina tensión en la multitud. Gritos de «Silencio» brotaron desde varios lados, y se convirtieron en un griterío generalizado, luego fueron descendiendo poco a poco. El delgado hombre, jadeante y enrojecido, se enfrentó a Byerley.

—¿Tienes alguna pregunta que hacer? —dijo Byerley.

El delgado hombre se lo quedó mirando, y dijo con voz ronca:

—¡Pégame!

Con una brusca energía, adelantó la barbilla, aguardando el golpe.

—¡Vamos, pégame! Dices que no eres un robot. Pruébalo. No puedes golpear a un ser humano, monstruo.

Hubo un repentino, absoluto, mortal silencio. La voz de Byerley lo puntuó.

—No tengo ninguna razón para pegarte.

El delgado hombre se echó a reír estentóreamente.

—No puedes pegarme. No vas a pegarme. No eres humano. Eres un monstruo, un producto fabricado por el hombre.

Y Stephen Byerley, apretando fuertemente los labios, delante de miles de personas que lo contemplaban directamente y millones que lo observaban a través de las pantallas, lanzó hacia delante su puño con un fuerte impulso y alcanzó sonoramente al hombre en la mandíbula. El hombre que lo había desafiado retrocedió y se derrumbó bruscamente, sin ninguna otra expresión en su rostro más que una absoluta, absoluta sorpresa.

—Lo siento —dijo Byerley—. Llévenselo y vean que sea bien atendido. Quiero hablar con él cuando haya terminado.

Y cuando la doctora Calvin, desde su espacio reservado, volvió a su automóvil y se dispuso a marcharse, solamente un periodista se había recuperado lo suficiente de la impresión como para correr tras ella, y gritarle una pregunta que nadie oyó.

Susan Calvin respondió por encima de su hombro:

—Es humano.

Aquello era suficiente. El periodista echó a correr en su propia dirección.

El resto del discurso pudo describirse como «pronunciado, pero no oído».

La doctora Calvin y Stephen Byerley se encontraron de nuevo… una semana después de que prestara juramento en la toma de posesión de su cargo de alcalde. Era tarde…, pasada la medianoche.

—No parece usted cansado —dijo la doctora Calvin.

El recién elegido alcalde sonrió.

—Puedo resistir bastante sin dormir. No se lo diga a Quinn.

—No lo haré. Pero, ya que usted lo ha mencionado, debo reconocer que la historia de Quinn era interesante. Es una pena haberla desperdiciado. Supongo que sabe usted cuál era su teoría.

—Parte de ella.

—Era altamente dramática. Stephen Byerley era un joven abogado, un magnífico orador, un gran idealista…, y con un cierto interés hacia la biofísica. ¿Está usted interesado en la robótica, señor Byerley?

—Sólo en sus aspectos legales.

—Aquel Stephen Byerley sí lo estaba. Pero se produjo un accidente. La esposa de Byerley murió; él mismo sufrió algo peor que la muerte. Perdió sus piernas; perdió su rostro; perdió su voz. Parte de su mente resultó… alterada. No quiso someterse a la cirugía plástica. Se retiró del mundo, renunciando a su carrera legal… Sólo le quedaron su inteligencia, y sus manos. De alguna forma logró obtener algunos cerebros positrónicos, incluso uno realmente complejo, uno que poseía la gran capacidad de formar juicios sobre problemas éticos…, lo cual es la función robótica más alta desarrollada hasta el presente.

»Hizo crecer un cuerpo en torno a él. Lo adiestró para que fuera todo lo que él hubiera debido ser y ya no era. Lo envió al mundo como Stephen Byerley, mientras él se quedaba detrás como el viejo e inválido maestro que nadie veía nunca…

—Desgraciadamente —dijo el recién elegido alcalde—, yo arruiné toda esa historia golpeando a un hombre. Los periódicos dijeron que su veredicto oficial en aquella ocasión fue que yo era humano.

—¿Cómo ocurrió todo aquello? ¿No le importaría decírmelo? No pudo tratarse de algo accidental.

—No lo fue enteramente. Quinn hizo la mayor parte del trabajo. Mis hombres empezaron a difundir lentamente el hecho de que yo nunca había golpeado a un hombre; que era incapaz de golpear a un hombre; que si no lo hacía bajo una abierta provocación, aquello sería una prueba segura de que era un robot. De modo que arreglé las cosas para pronunciar un discurso cualquiera en público, con todo tipo de publicidad por todas partes, y casi inevitablemente, un estúpido picó el anzuelo. En esencia, fue lo que yo llamaría un truco de leguleyo. Uno en el cual la atmósfera artificial que ha sido creada hace todo el trabajo. Por supuesto, los efectos emocionales hicieron que mi elección resultara inevitable, como yo pretendía.

La robopsicóloga asintió.

—Veo que se inmiscuye usted en mi campo…, como todo político que se precie, supongo. Pero lamento enormemente que las cosas terminaran como han terminado. ¿Sabe?, me gustan los robots. Me gustan considerablemente más que los seres humanos. Si pudiera ser creado un robot capaz de convertirse en un ejecutivo civil, creo que lo haría insuperablemente bien. Gracias a las leyes de la robótica, sería incapaz de hacer daño a ningún ser humano, incapaz de ninguna tiranía, de corrupción, de estupidez, de prejuicios. Y después de haber servido durante un decente período de tiempo, podría retirarse, aunque fuera inmortal, porque le resultaría imposible hacer daño a los seres humanos haciéndoles saber que habían sido gobernados por un robot. Sería ideal.

—Excepto que un robot podría fallar, debido a las insuficiencias inherentes de su cerebro. El cerebro positrónico nunca ha igualado las complejidades del cerebro humano.

—Tendría consejeros. Ni siquiera un cerebro humano es capaz de gobernar sin ayuda.

Byerley observó a Susan Calvin con un grave interés.

—¿Por qué sonríe usted, doctora Calvin?

—Sonrío porque el señor Quinn no pensó en todo.

—¿Quiere decir que hay algo más en esa historia suya?

—Sólo un poco. Durante los tres meses anteriores a la elección, ese Stephen Byerley del que hablaba el señor Quinn, ese hombre inválido, permaneció aislado en el campo por alguna misteriosa razón. Regresó a tiempo para ese famoso discurso suyo. Y, después de todo, lo que el viejo inválido hizo una vez, podía “volver a hacerlo una segunda vez”, particularmente teniendo en cuenta que el segundo trabajo sería mucho más sencillo en comparación con el primero.

—No comprendo en absoluto.

La doctora Calvin se levantó y alisó su vestido. Obviamente se preparaba para marcharse.

—Quiero decir que hay una circunstancia en la cual un robot puede golpear a un ser humano sin infringir la Primera Ley. Solamente una circunstancia.

—¿Y cuál es?

La doctora Calvin estaba en la puerta. Dijo suavemente:

—Cuando el ser humano que debe ser golpeado es simplemente otro robot.

Sonrió ampliamente, y su delgado rostro resplandeció.

—Adiós, señor Byerley. Espero votar por usted dentro de cinco años… para el cargo de coordinador.

Stephen Byerley dejó escapar una risita.

—Debo responderle que esa es una idea un tanto improbable.

La puerta se cerró tras la mujer.