La Base Hiper había vivido para aquel día. Ocupando toda la tribuna de la sala de observación, en un orden de precedencia estrictamente dictado por el protocolo, había un grupo de oficiales, científicos, técnicos y otros que solamente podían ser catalogados con la calificación general de «personal». De acuerdo con sus temperamentos individuales, aguardaban esperanzados, intranquilos, conteniendo el aliento, ansiosos, o temerosos de aquella culminación de sus esfuerzos.
El hueco interior del asteroide conocido como la Base Hiper se había convertido para aquel día en el centro de una esfera de férrea seguridad que se extendía a más de quince mil kilómetros a su alrededor. Ninguna nave podía entrar en aquella esfera y sobrevivir. Ningún mensaje podía abandonarla sin escrutinio previo.
A mil quinientos kilómetros de distancia, más o menos, un pequeño asteroide se movía exactamente en la órbita en la que había sido emplazado un año antes, una órbita que circundaba la Base Hiper en un círculo tan perfecto como era posible. El número de identidad del pequeño asteroide era H937, pero nadie en la Base Hiper lo llamaba de otro modo que Él. («¿Has estado en él hoy?» «El general está en él, echando humo», y finalmente el pronombre personal había alcanzado, la dignidad de la mayúscula.)
En Él, desocupado ahora que se aproximaba el segundo cero, estaba la Parsec, la única nave de su clase jamás construida en la historia del hombre. Aguardaba, sin tripulación humana, lista para su despegue hacia lo inconcebible.
Gerald Black que, como uno de los brillantes ingenieros etéricos jóvenes, ocupaba un puesto de primera fila, hizo chasquear sus amplios nudillos, se secó las sudorosas palmas en la manchada bata blanca, y dijo ácidamente:
—¿Por qué no va a molestar usted al general, o a la dama que lo acompaña?
Nigel Ronson, de la Interplanetary Press, miró brevemente a través del estrado hacia el resplandeciente general de división Richard Kallner y a la anodina mujer que estaba a su lado, apenas distinguible junto al rutilante uniforme del hombre.
—Lo haría —dijo—, pero estoy interesado en las noticias.
Ronson era bajo y regordete. Llevaba el pelo cuidadosamente peinado al cepillo, cortado a menos de un centímetro, el cuello de la camisa abierto, y las perneras de sus pantalones largas hasta los tobillos, en una fiel imitación de los periodistas que eran más populares en la televisión. Sin embargo, era un buen periodista.
Black era robusto, y su negro pelo dejaba poco espacio para su frente, pero su cerebro era tan hábil como sus gruesos dedos torpes. Dijo:
—Ellos tienen todas las noticias.
—Tonterías —replicó Ronson—. Kallner no tiene apenas cuerpo bajo todos esos entorchados. Quíteselos, y no encontrará más que un transmisor enviando órdenes a los de abajo y cargando su responsabilidad a los de arriba.
Black estuvo a punto de sonreír, pero reprimió su sonrisa.
—¿Qué hay acerca de la doctora? —preguntó.
—La doctora Susan Calvin, de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos —entonó el periodista—. La dama tiene hiperespacio en el corazón y helio liquido en los ojos. Pasaría a través del sol y saldría por el otro lado envuelta en llamas congeladas.
Black se acercó un poco más a la sonrisa.
—¿Qué le parece el director Schloss, entonces?
—Sabe demasiado —dijo Ronson sin reflexionar—. Pero con el tiempo que pierde alimentando la débil llamita de la inteligencia en sus oyentes y disminuyendo la antorcha de su propio cerebro por miedo a cegarlos permanentemente con su deslumbrante fuerza, termina siempre por no decir nada.
Esta vez Black mostró sus dientes.
—Entonces dígame por qué me ha escogido a mí.
—Muy fácil, doctor. Lo observé, e imaginé que era usted demasiado feo como para ser estúpido y demasiado listo como para perderse una posible oportunidad de hacerse un poco de buena publicidad personal.
—Recuérdeme que le dé un puñetazo algún día —dijo Black—. ¿Qué es lo que quiere saber?
El hombre de la Interplanetary Press señaló hacia el pozo y preguntó:
—¿Va a funcionar eso?
Black miró también hacia abajo, y sintió un vago estremecimiento, como si acabara de recibir una ráfaga del tenue viento nocturno marciano. El pozo era una enorme pantalla de televisión, dividida en dos. Una mitad era una vista general de Él. En la gris superficie llena de cráteres de Él se hallaba la Parsec brillando tenuemente a la débil luz del sol. La otra mitad mostraba la sala de control de la Parsec. No había vida en aquella sala de control. En el asiento del piloto había un objeto cuya vaga humanidad no ocultaba en ningún momento el hecho de que era tan sólo un robot positrónico.
—Físicamente, amigo, eso funcionará —dijo Black—. El robot lo hará hasta su objetivo y regresará. ¡Espacio!, qué éxito tuvimos con esa parte del asunto. Yo la presencié toda. Vine aquí dos semanas después de obtener mi graduación en física etérica y he estado aquí, sin tomarme vacaciones ni permisos, desde entonces. Estaba aquí cuando enviamos la primera pieza de alambre de hierro a la órbita de Júpiter y la hicimos volver a través del hiperespacio…, y conseguimos tan sólo limaduras de hierro. Estaba aquí cuando enviamos ratones blancos hasta allí y los hicimos volver y conseguimos carne picada de ratón.
»Después de eso pasamos seis meses estableciendo un hipercampo estable. Tuvimos que eliminar intervalos tan pequeños como diezmilésimas de segundo de punto a punto a fin de hacer viable el hiperviaje. Después de eso, los ratoncitos blancos empezaron a regresar intactos. Recuerdo cómo estuvimos una semana celebrándolo cuando un ratón blanco regresó vivo y vivió diez minutos antes de morir. Ahora viven durante tanto tiempo como podemos seguir cuidándolos.
—¡Espléndido! —dijo Ronson.
Black le miró de soslayo.
—Dije: físicamente, funcionará. Esos ratoncitos blancos que regresan…
—¿Sí?
—Carecen de mente. Ni siquiera una pequeña mente tipo ratón. No comen. Tienen que ser alimentados a la fuerza. No se emparejan. No corren. Se quedan sentados. Sentados. Sentados. Eso es todo. Finalmente arreglamos las cosas para enviar un chimpancé. Fue lastimoso. Era algo demasiado parecido a un ser humano como para que el contemplarlo fuera soportable. Regresó convertido en un montón de carne que podía hacer unos limitados movimientos arrastrantes. Podía mover los ojos, y a veces podía escarbar. Gemía y se sentaba sobre sus propios excrementos sin moverse en absoluto. Alguien le pegó un tiro un día, y todos nos sentimos agradecidos por ello. Le diré esto, amigo: nada que haya ido nunca al hisperespacio ha vuelto trayéndose su mente consigo.
—¿Puedo publicar eso?
—Después de este experimento, quizá. Esperan grandes cosas de él.
Black alzó ligeramente una comisura de la boca.
—¿Usted no?
—¿Con un robot en los controles? No.
Casi automáticamente, la mente de Black regresó a aquel interludio, hacía algunos años, cuando había sido inconscientemente responsable de casi la pérdida de un robot. Pensó en los robots Nestor que habían llenado la Base Hiper con su conocimiento adquirido y sus perfeccionistas imperfecciones. ¿De qué servía hablar de robots? Él no era, por naturaleza, un misionero.
Pero entonces Ronson, llenando el prolongado silencio con un poco de charla intrascendente, dijo, mientras reemplazaba el chicle de su boca con una nueva barra:
—No me diga que es usted un antirrobots. Siempre he oído decir que los científicos eran el único grupo que no es antirrobots.
La paciencia de Black se rompió. Dijo:
—Eso es cierto, y ahí está el problema. La tecnología funciona a base de robots. Cualquier trabajo tiene que tener un robot al lado, o el ingeniero a cargo se siente estafado. Desea usted un sujeta-puertas: compre un robot con unos pies pesados. Eso es cierto.
Estaba hablando con una voz baja e intensa, dirigiendo directamente las palabras al oído de Ronson.
—Eh, yo no soy un robot. No la tome conmigo. Soy un hombre. Homo sapiens. Ha estado a punto de romperme un hueso. ¿No es eso una prueba?
Pero una vez lanzado, Black necesitaba algo más que una frivolidad para detenerle.
—¿Sabe usted cuánto tiempo se ha perdido preparando todo esto? —preguntó—. Hemos construido un robot perfectamente generalizado y le hemos dado una orden. Punto. Yo oí dar esa orden. La he memorizado. Breve y concisa: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».
»De modo que, a la hora cero, el robot agarrará la palanca de control y tirará de ella firmemente hacia sí. Sus manos han sido calentadas hasta la temperatura de la sangre. Una vez la palanca de control se halla en posición, la expansión calorífica completa el contacto y se inicia el hipercampo. Si le ocurre algo a su cerebro durante el primer viaje a través del hiperespacio; no importa. Todo lo que necesita hacer es mantener la posición un microinstante, y la nave regresará y el hiperespacio se desconectará. Nada puede ir mal. Luego estudiaremos todas sus relaciones generalizadas y veremos lo que ha ido mal, si es que algo ha ido mal.
Ronson parecía desconcertado.
—Todo eso tiene sentido para mí.
—¿De veras? —preguntó Black amargamente—. ¿Y qué es lo que aprenderá usted del cerebro de un robot? El suyo es positrónico, el nuestro es celular. El suyo es metálico, el nuestro es proteínico. No son lo mismo. No hay punto de comparación. Sin embargo, estoy convencido de que sobre las bases de lo que aprendan, o crean que han aprendido del robot, enviarán a hombres al hiperespacio. ¡Pobres diablos!… Mire, no se trata de una cuestión de morir. Se trata de volver sin mente. Si hubiera visto usted al chimpancé, sabría lo que quiero decir. La muerte es algo limpio y definitivo. Lo otro…
—¿Ha hablado usted a alguien de esto? —preguntó el periodista.
—Sí —dijo Black—. Dicen lo mismo que usted. Dicen que soy un antirrobots, y eso lo arregla todo para ellos. Mire a Susan Calvin, ahí. Puede ver que ella no es antirrobots. Vino especialmente de la Tierra para observar este experimento. Si hubiera habido un hombre a los controles, ella ni siquiera se habría molestado. ¡Pero qué importa!
—Eh —dijo Ronson—, no se detenga ahora. Hay más.
—¿Más qué?
—Más problemas. Usted ha explicado lo del robot. Pero ¿por qué todas esas repentinas medidas de seguridad?
—¿Eh?
—Oh, vamos. De pronto, no puedo enviar mis transmisiones. De pronto, las naves no pueden acercarse a esta zona. ¿Qué es lo que está pasando? Esto tan sólo es otro experimento. El público sabe acerca del hiperespacio y de lo que sus chicos están intentando hacer, así que ¿por qué todo este secreto?
La resaca de la irritación estaba fluyendo todavía sobre Black, irritación contra los robots, irritación contra Susan Calvin, irritación ante el recuerdo de aquel robot perdido en el pasado. Descubrió que le quedaba todavía un poco de irritación para dirigirla contra aquel irritante periodista pequeño y sus irritantes preguntas pequeñas.
“Veamos cómo se lo toma”, se dijo a sí mismo.
—¿De veras desea saberlo? —preguntó.
—Apueste.
—De acuerdo. Nunca habíamos iniciado un hipercampo para un objeto que tuviera más de una millonésima del tamaño que éste. Eso significa que el hipercampo que pronto va a ser iniciado es algo así como un millón de millones de veces más energético que cualquier otra cosa que jamás hayamos manejado. No estamos seguros de lo que puede hacer.
—¿Qué quiere decir?
—La teoría nos dice que la nave será limpiamente depositada en las cercanías de Sirio y limpiamente devuelta aquí. Pero ¿qué cantidad de volumen de espacio alrededor de la Parsec será arrastrado con ella? Es difícil decirlo. Todavía no sabemos lo suficiente acerca del hiperespacio. El asteroide en el cual se halla posada la nave puede ir con ella y, ¿sabe?, si nuestros cálculos resultan apenas un poco equivocados, es posible que nunca sea devuelto aquí. Puede regresar, digamos, a treinta mil millones de kilómetros de distancia. Y existe una posibilidad de que sea arrastrado algo más que el simple asteroide.
—¿Cuánto más? —preguntó Ronson.
—No podemos saberlo. Hay un elemento de incertidumbre estadística. Es por eso por lo que ninguna nave debe acercarse demasiado. Es por eso por lo que mantenemos las cosas en secreto hasta que el experimento haya terminado felizmente.
Ronson tragó audiblemente saliva.
—Supongamos que alcanza la Base Hiper.
—Existe la posibilidad —dijo Black serenamente—. No muchas posibilidades, o de otro modo el director Schloss no estaría aquí, se lo aseguro. De todos modos, existe una posibilidad matemática.
El periodista miró su reloj.
—¿Cuándo ocurrirá todo eso?
—Dentro de unos cinco minutos. ¿Está usted nervioso?
—No —dijo Ronson pero se sentó muy pálido y no hizo más preguntas.
Black se inclinó sobre la barandilla de la tribuna. Los últimos minutos estaban acabándose.
¡El robot se movió!
Hubo una masa de humanidad inclinándose hacia delante ante aquella señal de movimiento, y las luces descendieron a fin de realzar la luminosidad de la escena de abajo. Pero de momento sólo había sido el primer movimiento. Las manos del robot se acercaron a la barra de contacto.
Black aguardó al segundo final, cuando el robot tirara de la palanca hacia sí. Black podía imaginar un buen número de posibilidades, y todas ellas saltaron de forma casi simultánea en su mente.
Primero se produciría el corto parpadeo que indicaría la partida a través del hiperespacio y el regreso. Pese a que el intervalo de tiempo sería notablemente corto, el regreso no se produciría exactamente en el mismo punto de la partida, y además habría como un parpadeo. Siempre lo había.
Luego, cuando la nave regresara, podría descubrirse quizá que los dispositivos que mantenían la estabilidad del campo sobre el enorme volumen de la nave habían resultado inadecuados. El robot podía ser tan sólo un amasijo de acero. La nave podía ser un amasijo de acero.
O sus cálculos podían haberse excedido algo y la nave no regresar jamás. O peor aún, la Base Hiper podía ser arrastrada junto con la nave y no regresar jamás tampoco.
O, por supuesto, todo podía ir bien. La nave podía parpadear y regresar en perfecto estado. El robot, con su mente intocada, podía alzarse de su asiento y señalar así el completo éxito del primer viaje de un objeto construido por el hombre más allá del control gravitatorio del Sol.
El último minuto iba desgranándose.
Finalmente llegó el último segundo, y el robot aferró la palanca de control y tiró firmemente de ella hacia sí…
¡Nada!
Ningún parpadeo. ¡Nada!
La Parsec nunca abandonó el espacio normal.
El general de división Kallner se quitó la gorra para secarse su brillante frente, y al hacerlo dejó al descubierto una cabeza calva que hubiera envejecido diez años su apariencia si su tensa expresión no lo hubiera hecho ya. Había pasado casi una hora desde el fracaso de la Parsec, y no se había hecho nada.
—¿Cómo ocurrió? ¿Cómo ocurrió? No lo comprendo.
El doctor Mayer Schloss, que a los cuarenta años era el «gran viejo» de la joven ciencia de las matrices de los hipercampos, dijo impotente:
—No hay nada erróneo en la teoría de base. Apostaría mi vida en ello. Tiene que haber algún fallo mecánico en algún lugar de la nave. Nada más. —Lo había dicho una docena de veces—. Creí que todo había sido comprobado —había dicho también.
—Lo ha sido, señor, lo ha sido. Sin embargo…
Y así.
Permanecían sentados mirándose mutuamente en la oficina de Kallner, que había sido despejada ahora de todo el personal y a la que no se permitía entrar a nadie. Ninguno de los dos se atrevía a mirar a la tercera persona presente.
Los delgados labios de Susan Calvin y sus pálidas mejillas no mostraban ninguna expresión. Dijo fríamente:
—Pueden consolarse con lo que les dije antes. Es dudoso que todo esto hubiera resultado algo útil.
—Ahora no es momento para viejas discusiones —gruñó Schloss.
—No estoy discutiendo nada. La Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos se limita a proporcionar robots fabricados según especificaciones concretas para cualquier utilización legal por parte de un comprador legal. Nosotros hicimos nuestra parte. Sin embargo, les informamos que no podíamos garantizarles poder extraer conclusiones referentes al cerebro humano a partir de nada que pudiera ocurrirle al cerebro positrónico. Nuestra responsabilidad termina aquí. No hay nada que discutir.
—Gran espacio —dijo el general Kallner, en un tono que hizo que la imprecación sonara débil—, no discutamos sobre eso.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —murmuró Schloss, volviendo nuevamente al tema pese a todo—. Hasta que no sepamos exactamente lo que ocurre a la mente en el hiperespacio no podemos hacer ningún progreso. La mente de un robot es al menos capaz de análisis matemático. Es un inicio, una forma de empezar. Y hasta que no lo intentemos… —Alzó la vista bruscamente—. Pero el asunto no es su robot, doctora Calvin. No estamos preocupados por él o por su cerebro positrónico. Maldita sea, mujer… —su voz alcanzó los límites del grito.
La robopsicóloga lo redujo al silencio con una voz que apenas se levantó un poco por encima de su monótono nivel.
—Nada de histerismos, por favor. A lo largo de toda mi vida he asistido a muchas crisis, y nunca he visto que ninguna se resolviera por la histeria. Deseo respuestas a algunas preguntas.
Los gruesos labios de Schloss temblaron, y sus ojos profundos hundidos parecieron retirarse aún más en sus órbitas, dejando pozos de sombras en su lugar. Dijo ásperamente:
—¿Tiene usted algunos conocimientos de ingeniería etérica?
—Esa es una pregunta irrelevante. Soy robopsicóloga jefe de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos. Hay un robot positrónico sentado a los controles de la Parsec. Como todos tales robots, es alquilado y no vendido. Tengo derecho a pedir información relativa a cualquier experimento en el cual se halle implicado tal robot.
—Hable con ella, Schloss —ladró el general Kallner—. Tiene…, tiene razón.
La doctora Calvin volvió sus pálidos ojos hacia el general, que había estado presente en la época del asunto del robot perdido, y que por lo tanto cabía esperar que no cometería el error de subestimarla. (Schloss estaba enfermo cuando ocurrió todo aquello, de modo que lo sabía todo de oídas, lo cual no es tan efectivo como la experiencia personal.)
—Gracias, general —dijo.
Schloss miró impotente de uno a la otra y murmuro:
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Obviamente, mi primera pregunta es: ¿cuál es su problema, si no se trata del robot?
—Pero si el problema es lo más obvio del mundo. La nave no se ha movido. ¿Acaso no puede verlo? ¿Está usted ciega?
—Lo veo perfectamente. Lo que no veo es su obvio pánico acerca de algún fallo mecánico. ¿Acaso su gente no espera fallos de tanto en tanto?
—Son los gastos —murmuró el general—. La nave es infernalmente cara. El Congreso Mundial… las asignaciones de fondos… —Calló.
—La nave aún sigue ahí. Una ligera revisión, una corrección, y ya está. No puede crear tantos problemas.
Schloss se había recuperado un poco. La expresión de su rostro era la de un hombre que ha atrapado su alma con ambas manos, la ha agitado violentamente, y la ha puesto en pie. Su voz adoptó incluso un tono de paciencia.
—Doctora Calvin, cuando hablo de fallo mecánico, quiero decir algo como un relé trabado por una mota de polvo, una conexión impedida por una mancha de grasa, un transistor inutilizado por una momentánea expansión de calor. Una docena de cosas así. Un centenar de cosas así. Cualquiera de ellas puede ser algo solamente temporal. Puede dejar de tener efecto en cualquier momento.
—Lo cual significa que en cualquier momento la Parsec puede cruzar el hiperespacio y volver después de todo.
—Exactamente. ¿Comprende usted ahora?
—En absoluto. ¿No es eso precisamente lo que quieren ustedes?
Schloss hizo un movimiento como si quisiera atrapar un doble puñado de pelo y tirar fuertemente de él.
—Usted no es un ingeniero etérico —dijo.
—¿Es eso lo que le ata la lengua, doctor?
—Habíamos preparado la nave —dijo Schloss desalentadamente— para efectuar un salto desde un punto definido del espacio tomando como referencia el centro de gravedad de la galaxia a otro punto. El regreso tenía que efectuarse al punto original, corregido por el movimiento del sistema solar. En la hora que ha pasado desde que la Parsec hubiera debido moverse, el sistema solar ha variado su posición. Los parámetros originales a los cuales está ajustado el hiperespacio ya no son aplicables. Las leyes normales del movimiento no se aplican al hiperespacio, e iba a tomarnos una semana de computaciones calcular un nuevo juego de parámetros.
—¿Quiere decir que si la nave se mueve ahora regresará a algún punto impredecible a miles de kilómetros de distancia?
—¿Impredecible? —Schloss sonrió huecamente—. Sí, podría llamarlo así. La Parsec puede terminar en la nebulosa de Andrómeda o en el centro del sol. En cualquier caso, las posibilidades de volver a verla alguna vez están en contra nuestra.
Susan Calvin asintió.
—Entonces la situación es que si la nave desaparece, como puede hacerlo en cualquier momento, unos cuantos miles de millones de dólares del dinero de los contribuyentes desaparecerán de forma irrecuperable y, podríamos decir, a causa de su impericia.
El general de división Kallner no hubiera saltado más perceptiblemente si le hubieran clavado profundamente una aguja en las posaderas.
La robopsicóloga continuó:
—De alguna forma, entonces, el mecanismo del hiperespacio de la nave debe ser desconectado, y lo más pronto posible. Hay que desconectar o arrancar o saltar algo —terminó diciendo, casi hablando para sí misma.
—No es tan sencillo —dijo Schloss—. No puedo explicárselo completamente, puesto que no es usted una experta en etérica. Es como intentar cortar un circuito eléctrico normal cortando unos cables de alta tensión con unas tijeras de podar. Puede ser desastroso. Será desastroso.
—¿Quiere decir usted que cualquier intento de cortar el mecanismo puede lanzar a la nave al hiperespacio?
—Cualquier intento al azar es muy probable que lo haga. Las hiperfuerzas no están limitadas por la velocidad de la luz. Es muy probable que no posean ningún limite de velocidad en absoluto. Eso hace las cosas extremadamente difíciles. La única solución razonable es descubrir la naturaleza del fallo y aprender de ella una forma segura de desconectar el campo.
—¿Y cómo se propone hacer eso, doctor Schloss?
—Me parece que lo único que podemos hacer —dijo Schloss— es enviar a uno de nuestros robots Nestor…
—¡No! No sea estúpido —interrumpió Susan Calvin.
Gélidamente, Schloss dijo:
—Los Nestor están familiarizados con los problemas de ingeniería etérica. Serán ideales…
—Completamente descartado. Usted no puede utilizar uno de nuestros robots positrónicos para una finalidad como esa sin mi permiso. No lo tiene, y no lo tendrá.
—¿Cuál es la alternativa?
—Tiene que enviar usted a uno de sus ingenieros.
Schloss agitó violentamente la cabeza.
—Imposible. El riesgo implicado es demasiado grande. Si perdemos una nave y un hombre…
—Sea como sea, no usará usted un robot Nestor —dijo el general—. Todo este problema ha de llegar a las más altas esferas.
—Yo de usted no lo haría aún —dijo ásperamente Susan Calvin—. Lo único que conseguirá será ponerse a disposición de la benevolencia del gobierno si lo hace sin ninguna sugerencia o plan de acción. No va a salir muy bien parado, estoy segura.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó el general, usando de nuevo su pañuelo.
—Envíe a un hombre. No hay otra alternativa. Schloss había palidecido más allá de un gris ceniciento.
—Es fácil de decir. Envíe a un hombre. Pero ¿a quién?
—He estado considerando ese problema. ¿No hay aquí un joven, creo que su nombre es Black, al que tuve ocasión de conocer en mi anterior visita a la Base Hiper?
—¿El doctor Gerald Black?
—Creo que sí. Por aquel entonces estaba soltero. ¿Sigue estándolo?
—Sí, creo que sí.
—Entonces sugeriría que lo trajeran aquí, dentro de quince minutos, y que mientras tanto yo tenga acceso a sus antecedentes.
Suavemente se había hecho la dueña de la situación, y ni Kallner ni Schloss hicieron ningún intento por disputarle su autoridad.
Black había visto a Susan Calvin a distancia en aquella su segunda visita a la Base Hiper. No había hecho ningún movimiento por acortar aquella distancia. Ahora que había sido llamado a su presencia, se dio cuenta de que estaba mirándola con revulsión y desagrado. Apenas se dio cuenta de la presencia del doctor Schloss y del general Kallner de pie a su lado.
Recordó la última vez que se había enfrentado a ella, siendo sometido a una fría disección en beneficio de un robot perdido.
Los fríos ojos grises de la doctora Calvin se clavaron firmemente en sus ardientes ojos marrones.
—Doctor Black —dijo—, creo que comprende usted la situación.
—Sí —dijo Black.
—Habrá que hacer algo. La nave es una inversión demasiado grande como para perderla. La mala publicidad significaría probablemente el fin del proyecto.
Black asintió.
—He estado pensando en eso.
—Espero que haya pensado usted también en que será necesario que alguien aborde la Parsec, descubra lo que ha fallado y… esto… lo desactive.
Hubo una momentánea pausa. Black dijo secamente:
—¿Qué estúpido haría algo así?
Kallner frunció el ceño y miró a Schloss, que se mordió los labios y dejó que sus ojos se perdieran en la nada.
—Por supuesto —dijo Susan Calvin—, hay la posibilidad de una activación accidental del hipercampo, en cuyo caso la nave puede ir a parar más allá de cualquier posible alcance. Por otra parte, puede regresar a algún lugar dentro de los limites del sistema solar. Si es así, no se regateará ningún dinero o esfuerzo por recuperar hombre y nave.
—¡Idiota y nave! —exclamó Black—. Es sólo una corrección.
Susan Calvin prescindió del comentario.
—Le he pedido permiso al general Kallner para depositar esa responsabilidad sobre sus hombros. Es usted quien irá.
No hubo la menor pausa entonces. Black, de la forma más clara posible, dijo:
—Señora, no me estoy presentando voluntario.
—Ni siquiera suman una docena los hombres de la Base Hiper que poseen los conocimientos suficientes como para tener una oportunidad de realizar esta operación con éxito. De aquellos que conozco, le he seleccionado a usted sobre la base de nuestro anterior conocimiento. Usted aportará a esa tarea una comprensión…
—Mire, no me estoy presentando voluntario.
—No tiene elección. ¿Se da cuenta de su responsabilidad?
—¿Mi responsabilidad? ¿Qué es lo que la hace mía?
—El hecho de que usted es el más adecuado para el trabajo.
—¿Sabe usted el riesgo?
—Creo que sí —asintió Susan Calvin.
—Yo sé que no. Usted nunca vio a ese chimpancé. Mire, cuando he dicho «idiota y nave», no estaba expresando una opinión. Estaba constatando un hecho. Arriesgaré mi vida si debo hacerlo. No alegremente quizá, pero la arriesgaré. Arriesgar el convertirme en un idiota, pasar el resto de mi vida en un embrutecimiento animal, es algo a lo que no voy a arriesgarme, eso es todo.
Susan Calvin miró pensativamente al sudoroso e irritado rostro del joven ingeniero.
—¡Envíe a uno de sus robots, a uno de sus preciosos NS-2! —gritó Black.
Los ojos de la psicóloga reflejaron una especie de frío resplandor. Dijo deliberadamente:
—Sí, el doctor Schloss ha sugerido eso. Pero los robots NS-2 son alquilados por nuestra firma, no vendidos. Cada uno de ellos vale millones de dólares, ya lo sabe. Yo represento a la compañía y he decidido que son demasiado caros como para arriesgarlos en un asunto como éste.
Black alzó las manos. Se cerraron engarfiadamente y temblaron cerca de su pecho, como si estuviera conteniéndolas a duras penas.
—¿Me está diciendo…, me está diciendo usted que quiere que vaya yo en vez de un robot porque yo resulto menos caro?
—Si quiere mirarlo desde esa óptica, sí.
—Doctora Calvin —dijo Black—, antes la veré en el infierno.
—Puede que esa afirmación sea casi literalmente cierta, doctor Black. Como le confirmará el general Kallner, se le ordena que acepte esta misión. Según tengo entendido, usted se halla aquí sometido a leyes cuasi militares, y si se niega usted a obedecer, es posible que sea sometido a consejo de guerra. Eso significaría la prisión de Mercurio, y creo que se trata de algo lo suficientemente parecido al infierno como para hacer su afirmación incómodamente cierta si es que yo llego a visitarle alguna vez, lo cual no es probable. Por otra parte, si acepta usted abordar la Parsec y realizar su trabajo, eso significará una gran promoción para su carrera.
Black la miró con llameantes y enrojecidos ojos. Susan Calvin añadió:
—Concédanle cinco minutos para pensar en todo esto, general Kallner, y preparen una nave.
Dos guardias de seguridad escoltaron a Black fuera de la habitación.
Gerald Black sentía frío. Sus miembros se movían como si no formaran parte de él. Era como si estuviera observándose a sí mismo desde algún lugar remoto y seguro, observándose a sí mismo abordar una nave y prepararse para el despegue hacia Él y la Parsec.
No podía creerlo. De pronto había inclinado la cabeza y había dicho:
—Está bien, iré.
Pero ¿por qué?
Nunca se había considerado a sí mismo como perteneciente al tipo héroe. Entonces, ¿por qué? Parcialmente, por supuesto, había la amenaza de la prisión en Mercurio. Parcialmente, había la horrible reluctancia de aparecer como un cobarde ante los ojos de aquellos que le conocían, esa profunda cobardía que está más allá de todas las bravatas del mundo.
Pero, principalmente, había algo más.
Ronson, de la Interplanetary Press, había parado un momento a Black mientras éste se encaminaba a la nave. Black contempló el enrojecido rostro de Ronson y preguntó:
—¿Qué es lo que quiere?
—¡Escuche! —balbuceó Ronson—. Cuando vuelva, quiero la exclusiva. Arreglaré las cosas para que le paguen lo que usted pida…, cualquier cosa…
Black lo apartó a un lado de un empujón, y siguió su camino.
La nave tenía dos tripulantes. Ninguno de ellos le habló. Sus miradas pasaron por encima y por debajo y por los lados de él. A Black no le importó. A medida que se acercaban a la Parsec, se mostraron tan asustados como un gatito deslizándose furtivamente hacia el primer perro que ve en su vida. Podía hacerlo sin ellos.
Sólo había un rostro que seguía viendo constantemente. La ansiosa expresión del general Kallner y la mirada de sintética determinación del rostro de Schloss se puntuaban momentáneamente tan sólo en su conciencia. Casi inmediatamente desaparecían. Era el impasible rostro de Susan Calvin el que no se apartaba de su imaginación. Su tranquila inexpresividad mientras él abordaba la nave.
Se quedó contemplando la negrura en la que había desaparecido la Base Hiper, engullida por el espacio…
¡Susan Calvin! ¡La doctora Susan Calvin! ¡La robopsicóloga Susan Calvin! ¡El robot que hablaba como una mujer!
¿Cuáles eran las tres leyes?, se preguntó. Primera Ley: protegerás al robot con toda tu mente y todo tu corazón y toda tu alma. Segunda Ley: protegerás los intereses de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos siempre que no interfieran con la Primera Ley. Tercera Ley: tomarás en consideración a los seres humanos, siempre que no interfieran ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
¿Había sido joven alguna vez?, se preguntó salvajemente. ¿Había sentido alguna vez una auténtica emoción?
¡Espacio! En aquellos momentos deseaba hacer algo…, algo que borrara aquella helada mirada en medio de aquel rostro.
¡Y lo haría!
Por las estrellas, lo haría. Si salía cuerdo de aquella aventura la aplastaría, a ella y a su compañía y a toda aquella horrible raza de robots. Ese era el pensamiento que le impulsaba, más que el miedo a la prisión o el deseo de prestigio social. Ese era el pensamiento que casi había hecho desaparecer su miedo. Casi.
Uno de los pilotos murmuró, sin mirarle:
—Puede saltar usted desde aquí. La tenemos a un kilómetro debajo de nosotros.
—¿No van a aterrizar? —preguntó amargamente Black.
—Tenemos órdenes estrictas de no hacerlo. La vibración del aterrizaje podría…
—¿Qué hay acerca de la vibración de mi aterrizaje?
—Yo sólo cumplo órdenes —dijo el piloto.
Black no respondió; se metió en su traje y aguardó a que se abriera la compuerta interna. Había una bolsa de herramientas firmemente unida al metal del traje, en su cadera derecha.
En el momento en que entraba en la escotilla, los auriculares dentro de su casco retumbaron:
—Suerte, doctor.
Necesitó un momento para darse cuenta de que las palabras procedían de los dos hombres a bordo de la nave, una pausa en su ansiedad por alejarse de aquel peligroso volumen de espacio en el cual iba a sumergirse él.
—Gracias —dijo Black torpemente, medio resentidamente.
Y luego estuvo afuera en el espacio, girando lentamente sobre sí mismo como resultado del ligeramente descentrado impulso de sus pies contra la compuerta exterior.
Pudo ver a la Parsec aguardándole, y mirando entre sus piernas en el momento preciso de empezar a girar pudo ver el prolongado silbido de los chorros laterales de la nave que lo había traído hasta allí mientras daba media vuelta para regresar.
¡Estaba solo! ¡Espacio, estaba solo!
¿Se había sentido tan solo alguna vez, algún hombre, en toda la historia?
¿Llegaría a darse cuenta de ello, si… si ocurría algo?, se preguntó enfermizamente. ¿Habría un breve momento, por pequeño que fuera, de realización? ¿Sentiría su mente huir de él y la luz de la razón y los pensamientos difuminarse y desaparecer?
¿O bien ocurriría repentinamente, como el preciso corte de un afilado cuchillo?
En cualquier caso…
El pensamiento del chimpancé, los ojos vacuos, estremeciéndose con inciertos terrores, se presentó vívido en su mente.
El asteroide estaba ahora a siete metros más abajo. Avanzaba por el espacio con un movimiento absolutamente constante. Fuera de la industria humana, ni un solo grano de arena de su superficie se había agitado a lo largo de astronómicos períodos de tiempo.
En la absoluta inmovilidad de Él, alguna pequeña partícula de arena trabó algún delicado mecanismo a bordo de la Parsec, o una mota de impureza en el refinado aceite que bañaba algún engranaje lo había encallado.
Quizá fuera necesaria tan sólo una pequeña vibración, un ligero temblor originado por la colisión de masa contra masa para liberar aquella parte móvil, reanudando la acción interrumpida, creando el hipercampo, haciéndolo florecer como una rosa abriéndose increíblemente.
Su cuerpo estaba a punto de entrar en contacto con Él, y juntó sus piernas en su ansiedad de «golpearlo delicadamente». No sentía el menor deseo de tocar el asteroide. Su piel se erizó con una intensa aversión. Fue acercándose.
Ahora… ahora…
¡Nada!
Sólo el progresivo contacto con el asteroide, los arriesgados momentos de la presión lentamente progresiva resultante de una masa de cien kilos (él más el traje) poseyendo una inercia pero ningún peso apreciable.
Black abrió lentamente los ojos y permitió que la luz de las estrellas penetrara en ellos. El sol era un mármol resplandeciente, con el brillo amortiguado por el escudo polarizante de su placa visora. Las estrellas eran correspondientemente débiles, pero su disposición era familiar. Con el sol y las constelaciones normales, todavía estaba dentro del sistema solar. Incluso podía divisar la Base Hiper, un pequeño y débil creciente.
Se envaró sorprendido ante la repentina voz que sonó en sus oídos. Era Schloss.
—Le tenemos en nuestro campo de visión, doctor Black —dijo Schloss—. ¡No está solo!
Black sintió deseos de reír ante su elaborada fraseología, pero se limitó a decir, con una voz clara y baja:
—Cállese. Si lo hace, no me distraerá.
Una pausa. La voz de Schloss, más contemporizadora:
—Si va informando usted a medida que progrese, eso aliviará la tensión.
—Recibirán toda la información que necesiten cuando regrese. No antes.
Lo dijo amargamente, y amargamente también sus dedos enfundados en metal avanzaron hacia el panel de control en su pecho y desconectaron la radio de su traje. Ahora podían seguir hablándole al vacío. Tenía sus propios planes. Si salía cuerdo de aquello, aquél iba a ser su espectáculo.
Se apoyó sobre los pies con infinitas precauciones, y se irguió sobre Él. Se tambaleó ligeramente a medida que sus involuntarios movimientos musculares, impulsando a causa de la casi total ausencia de gravedad una interminable serie de desequilibrios, lo empujaron hacia uno y otro lado. En la Base Hiper había un campo pseudogravitatorio que creaba una similitud con la Tierra. Black observó que una parte de su mente se mantenía lo suficientemente lúcida como para captar aquella diferencia y apreciarla in absentia.
El sol había desaparecido tras un risco. Las estrellas giraban visiblemente, siguiendo el ritmo del período de una hora de rotación del asteroide.
Podía ver la Parsec desde donde estaba, y avanzó lentamente hacia ella, cuidadosamente…, casi de puntillas. (Ninguna vibración. Ninguna vibración. Las palabras parecían suplicar en su mente.)
Antes de darse cuenta exactamente de la distancia que había recorrido, se hallaba ya en la nave. Estaba a los pies de la hilera de asideros que conducían a la compuerta exterior.
Hizo una pausa allí.
La nave parecía completamente normal. O al menos parecía normal excepto el círculo de aceradas protuberancias que la rodeaba aproximadamente a un tercio de su longitud, y un segundo círculo a dos tercios. En el momento preciso, esas protuberancias se convertirían en los polos energéticos del hipercampo.
Un extraño deseo de tender la mano hacia uno de ellos y sujetarlo dominó a Black. Era uno de esos impulsos irracionales, como el momentáneo pensamiento: «¿Y si diera un salto?», que surge de forma casi inevitable cuando uno mira hacia abajo desde la parte superior de un alto edificio.
Black inspiró profundamente y se sintió pegajoso por el sudor mientras tendía los dedos de ambas manos y suavemente, muy suavemente, apoyaba las dos palmas planas contra el costado de la nave.
¡Nada!
Alcanzó el asidero inferior y se izó lentamente, cuidadosamente.
Deseó poseer la experiencia en manipulación a gravedad cero de los hombres que habían construido aquel artefacto. Era necesario ejercer una fuerza considerable para vencer la inercia y detenerse de nuevo. Si no detenías tu impulso a tiempo perdías el equilibrio y te estrellabas contra el costado de la nave.
Trepó lentamente, impulsándose con la punta de los dedos, sus piernas y caderas oscilando hacia la derecha cuando su brazo izquierdo se alzaba, hacia la izquierda cuando el que lo hacía era su brazo derecho.
Una docena de asideros, y sus dedos flotaron sobre el contacto que abriría la compuerta exterior. El marcador de seguridad era una pequeña mancha verdosa.
Vaciló una vez más. Aquella iba a ser la primera vez que utilizara la energía de la nave. Su mente recorrió los diagramas del trazado eléctrico y las distribuciones de fuerzas. Si pulsaba el contacto, la energía sería bombeada de la micropila hacia el mecanismo que abriría la masiva plancha metálica que constituía la compuerta exterior.
¿Y?
¿De qué servía preocuparse? A menos que tuviera alguna idea de lo que funcionaba mal, no había forma de decir cuál sería el efecto de aquella diversión de energía. Suspiró, y pulsó el contacto.
Suavemente, sin ninguna sacudida ni sonido, un segmento de la nave se deslizó y se abrió. Black echó una última mirada a las amistosas constelaciones (no habían cambiado), y penetró en la suavemente iluminada cavidad. La compuerta exterior se cerró tras él.
Ahora, otro contacto. Había que abrir la compuerta interior. Hizo una nueva pausa para considerar la situación. La presión del aire en el interior de la nave descendería ligeramente cuando se abriera la compuerta interior, y pasarían algunos segundos antes de que los electrolizadores de la nave pudieran compensar la pérdida.
¿Y? La placa trasera Bosch, por nombrar uno de los dispositivos, era sensitiva a la presión, pero seguramente no tan sensitiva.
Suspiró de nuevo, más suavemente (la piel de su miedo estaba volviéndose callosa), y pulsó el contacto. La compuerta interior se abrió.
Penetró en la sala de pilotaje de la Parsec, y su corazón dio un extraño vuelco cuando lo primero que vio fue la visiopantalla, conectada a recepción y salpicada de estrellas. Se obligó a sí mismo a mirarla.
¡Nada!
Casiopea era visible. Las constelaciones eran normales, y él estaba dentro de la Parsec. De alguna forma, tenía la sensación de que lo peor había pasado. Habiendo ido tan lejos y siguiendo dentro del sistema solar, habiendo conservado su mente hasta allí, sintió que algo ligeramente parecido a la confianza empezaba a volver a él.
Había una calma casi sobrenatural en torno a la Parsec. Black había estado en muchas naves en su vida, y en ellas siempre había habido el sonido de la vida, aunque fuera tan sólo el rumor de unos pasos o el canturreo de un camarero en un pasillo. Allí, el propio latido de su corazón parecía como amortiguado hasta hacerse casi inaudible.
El robot en el asiento del piloto le daba la espalda. Aunque no dio ninguna indicación de ello, era indudable que había registrado su presencia allí.
Black desnudó sus dientes en una sonrisa salvaje y dijo secamente:
—¡Suelta la palanca! ¡Ponte en pie!
El sonido de su voz retumbó como un trueno en el angosto espacio. Demasiado tarde, temió que las vibraciones del aire despertadas por su voz pudieran desencadenar todo el proceso, pero las estrellas en la visiopantalla permanecieron inmutables.
El robot, por supuesto, no hizo el menor movimiento. No podía recibir sensaciones de ninguna clase. Ni siquiera podía responder a la Primera Ley. Había quedado inmovilizado en la eterna mitad de lo que debía haber sido un proceso casi instantáneo.
Recordó las órdenes que había recibido. No permitían ninguna interpretación equívoca: «Toma la palanca con una presión firme. Tira de ella firmemente hacia ti. ¡Firmemente! Mantén tu presión hasta que el tablero de control te informe que has pasado dos veces a través del hiperespacio».
Bien, aún no había pasado a través del hiperespacio ni una sola vez. Cautelosamente, avanzó hacia el robot. Permanecía sentado allí con la palanca firmemente sujeta entre sus rodillas. Eso tenía que haber llevado el mecanismo disparador hasta el punto de contacto. Luego la temperatura de sus manos mecánicas habrían acoplado ese disparador, al estilo de una termocupla, lo suficiente como para que el contacto se estableciera realmente. Black echó una mirada automática a la lectura del termómetro situado en el tablero de control. Las manos del robot estaban a 37 centígrados, tal como correspondía.
Estupendo, pensó sardónicamente. Estoy a solas con esta máquina, y no puedo hacer absolutamente nada.
Lo que le hubiera gustado hacer hubiera sido tomar una barra metálica y reducir aquel robot a virutas. Gozó con aquel pensamiento. Imaginó el horror de Susan Calvin (si es que algún horror podía asomarse en medio de todo aquel hielo, era el horror de ver a un robot destrozado). Como todos los robots positrónicos, aquél pertenecía a la U. S. Robots, había sido construido allí, había sido probado allí.
Tras extraer todo el jugo que le fue posible de aquella imaginaria venganza, se tranquilizó y miró a su alrededor en la nave.
Después de todo, lo que había conseguido hasta entonces era cero.
Lentamente, se quitó el traje. Lo colgó cuidadosamente de una percha. Con cautela, fue de compartimiento en compartimiento, estudiando los enormes circuitos del motor hiperatómico, siguiendo los cables, inspeccionando los relés de campo.
No tocó nada. Había una docena de formas de desactivar el Hipercampo, pero cada una de ellas podía ser desastrosa a menos que supiera como mínimo aproximadamente dónde estaba el error y pudiera orientarse a partir de aquel extremo.
Volvió al panel de control, y gritó exasperado a la grave impasibilidad de las amplias espaldas del robot:
—Dime, ¿quieres? ¿Qué es lo que fue mal?
Sintió la necesidad de atacar al azar la maquinaria de la nave. Hacerla pedazos y terminar con todo. Reprimió firmemente el impulso. Aunque le tomara una semana, debía deducir, de alguna manera, el punto correcto de ataque. Le debía eso a la doctora Susan Calvin y a sus planes para con ella.
Se volvió lentamente sobre sus talones y consideró la situación. Cada parte de la nave, desde el motor en sí hasta el último conmutador, había sido comprobada exhaustivamente una y otra vez en la Base Hiper. Era casi imposible creer que algo pudiera ir mal. No había nada a bordo de la nave…
Bueno, sí, había una cosa, por supuesto. ¡El robot! Había sido probado por la U. S. Robots, por unos malditos diablos que afirmaban ser competentes.
Eso era lo que decía desde siempre todo el mundo: un robot siempre hará mucho mejor cualquier trabajo.
Era la frase habitual, basada en parte en las propias campañas publicitarias de la U. S. Robots. Podían construir un robot que fuera mucho mejor que cualquier hombre para cualquier trabajo específico. No «tan bueno como un hombre», sino «mejor que un hombre».
Y mientras Gerald Black miraba al robot y pensaba en eso, sus cejas se contrajeron bajo la estrecha frente y su mirada osciló entre la sorpresa y una loca esperanza.
Se acercó y rodeó al robot. Contempló sus brazos sujetando la palanca de control en posición de disparo, sujetándola eternamente a menos que la nave diera finalmente el salto o la energía del robot se agotara.
—Apostaría —jadeó Black—. Apostaría…
Retrocedió, pensó profundamente y dijo:
—Tiene que ser eso.
Conectó la radio de la nave. Estaba sintonizada ya con la Base Hiper. Le ladró al micrófono:
—Eh, Schloss.
Schloss respondió inmediatamente.
—Gran espacio, Black…
—Déjese de tonterías —dijo Black crispadamente—. No haga frases. Sólo quiero estar seguro de que me está escuchando.
—Sí, naturalmente. Estamos todos aquí. Mire…
Pero Black desconectó el audio. Sonrió con un lado de la boca hacia la cámara de televisión de la sala de pilotaje; y eligió una porción del mecanismo del hipercampo que fuera visible desde ella. No sabía cuánta gente podía haber en la sala de recepción. Puede que solamente estuvieran Kallner, Schloss y Susan Calvin. Puede que estuviera todo el personal. En cualquier caso, iba a darles algo digno de ver.
La caja de relés número 3 era adecuada para sus propósitos, decidió. Estaba situada en un hueco de la pared, cubierta con una lisa tapa protectora sellada al frío. Black rebuscó en su bolsa de herramientas y sacó la bifurcada desoldadora de punta roma. Apartó la percha con su traje espacial colgado (tras girar éste de modo que la bolsa de herramientas quedara a su alcance), y se volvió hacia la caja de relés.
Ignorando un último estremecimiento de aprensión, Black alzó el desoldador y estableció contacto en tres puntos separados a lo largo de la soldadura en frío. El campo de fuerza de la herramienta actuó diestra y rápidamente, mientras el mango se calentaba ligeramente en su mano cuando el flujo de energía brotó y salió. El panel quedó suelto.
Miró rápidamente, casi involuntariamente, a la visiopantalla de la nave. Las estrellas eran normales. Él también se sentía normal.
Aquel era el último brote de ánimo que necesitaba. Alzó el pie y estrelló el tacón contra el delicado mecanismo que llenaba el hueco en la pared.
Hubo un estallido de cristales rotos, el metal se retorció, y se vio inundado por un breve chorro de gotitas de mercurio…
Respirando pesadamente, Black conectó de nuevo la radio.
—¿Sigue todavía ahí, Schloss?
—Sí, pero…
—Entonces permítame informarle que el hipercampo a bordo de la Parsec ha sido desactivado. Vengan a buscarme.
Gerald Black no se sentía más héroe que cuando partió hacia la Parsec, pero tampoco menos. Los hombres que lo llevaron hasta el pequeño asteroide acudieron a buscarle. Esta vez aterrizaron. Le dieron amistosas palmadas en la espalda.
La Base Hiper era una enorme masa de personal que aguardaba su llegada, y Black fue vitoreado. Saludó a la multitud y sonrió, como era la obligación de un héroe, pero no sentía ningún triunfo en su interior. Todavía no. Sólo anticipación. El triunfo vendría más tarde, cuando se encontrara con Susan Calvin.
Hizo una pausa antes de descender de la nave. La buscó, y no consiguió verla. El general Kallner estaba allí, aguardándole, recuperada toda su severidad militar y con una fingida expresión aprobadora firmemente pegada a su rostro. Mayer Schloss le sonrió nerviosamente. Ronson, de la Interplanetary Press, lo saludó frenéticamente. Susan Calvin no era visible por ningún lado.
Apartó a un lado a Kallner y Schloss cuando bajó de la nave.
—Primero quiero darme un baño y comer un poco.
No había ninguna duda, al menos por el momento, de que podría imponer su voluntad sobre el general o sobre cualquier otro.
Los guardias de seguridad abrieron camino para él. Se bañó y comió tranquilamente en la intimidad, una intimidad que él mismo había querido. Luego llamó a Ronson de la Interplanetary, y habló brevemente con él. Aguardó la llamada que inevitablemente debería venir a continuación, y al no recibirla se relajó como nunca antes lo había hecho. Todo había ido mucho mejor de lo que había esperado. El propio fallo de la nave había conspirado perfectamente con él.
Finalmente llamó a la oficina del general y exigió una conferencia. Eso era lo que había conseguido… poder exigir. El general de división Kallner dijo simplemente:
—Sí, señor.
Estaban juntos de nuevo. Gerald Black, Kallner, Schloss…, incluso Susan Calvin. Pero era Black quien dominaba ahora. La robopsicóloga, inexpresiva como siempre, se mostraba tan poco impresionada con el triunfo como hubiera podido mostrarse con el desastre, pero parecía resentirse un poco con un sutil cambio de actitud por el hecho de no ser ahora el foco de la atención.
El doctor Schloss se mordisqueó una uña y empezó a decir, cautelosamente:
—Doctor Black, nos sentimos muy agradecidos por su valor y por su éxito. —Luego, como si con ello hubiera abierto un camino, siguió—: De todos modos, destrozar la caja de relés con el tacón fue imprudente y…, bien, fue una acción que no parecía abocada al éxito.
—Fue una acción que difícilmente no hubiera tenido éxito —dijo Black—. ¿Sabe? —aquella era la bomba número uno—, en aquel momento sabía ya lo que había fallado.
Schloss se puso en pie de un salto.
—¿Realmente? ¿Está usted seguro?
—Vaya usted mismo a comprobarlo. Ahora ya no hay ningún peligro. Le diré dónde tiene que mirar.
Schloss volvió a sentarse, lentamente esta vez. El general Kallner se mostró entusiasmado.
—Bien, eso es estupendo, si es cierto.
—Es cierto —dijo Black. Sus ojos se desviaron hacia Susan Calvin, que no dijo nada.
Black estaba gozando con su sensación de poder. Dejó caer la bomba número dos.
—Era el robot, por supuesto. ¿Ha oído eso, doctora Calvin?
Susan Calvin habló por primera vez.
—Lo he oído. De hecho, lo esperaba. Era la única pieza de equipo a bordo de la nave que no había sido probada en la Base Hiper.
Por un momento Black se sintió frustrado.
—Usted no me habló de nada de eso —dijo.
—Como insinuó varias veces el doctor Schloss —dijo la doctora Calvin—, yo no soy una experta en etérica. Mi suposición, que no era más que eso, podía estar muy bien equivocada. Creí que no tenía derecho a condicionar de ninguna forma su misión.
—De acuerdo —murmuró Black—. ¿Acaso imaginó también cómo falló?
—No.
—Bien, falló porque fue construido mejor que un hombre. Ahí estuvo el fallo. ¿No es extraño que el fallo resida en la especialidad misma de la U. S. Robots? Según tengo entendido, construyen robots que son mejores que los seres humanos.
Estaba asaeteándola con sus palabras, pero ella no mordió el anzuelo. En vez de ello, se limitó a suspirar.
—Mi querido doctor Black, no soy responsable de los eslóganes de nuestro departamento de publicidad.
Black se sintió frustrado de nuevo. No era una mujer fácil de manejar.
—Su gente construyó un robot para reemplazar al hombre en los controles de la Parsec —dijo—. Tenía que tirar de la palanca de control hacia sí, colocarla en posición, y dejar que el calor de sus manos estableciera el contacto final. Bastante sencillo, ¿no cree, doctora Calvin?
—Bastante sencillo, doctor Black.
—Y si el robot no hubiera sido construido mejor que un ser humano, la cosa hubiera funcionado. Desgraciadamente, la U. S. Robots se sintió obligada a hacerlo mejor que un hombre. Al robot se le dijo que tirara de la palanca firmemente. Firmemente. La palabra fue repetida, reforzándola, enfatizándola. Así que el robot hizo lo que se le había dicho. Tiró de ella firmemente. Ese fue el fallo. Era fácilmente diez veces más fuerte que un ser humano ordinario para el cual había sido diseñada la palanca de control.
—¿Está usted insinuando…?
—Estoy diciendo que la palanca se dobló. Se torció lo suficiente como para desplazar el mecanismo disparador. Cuando el calor de la mano del robot accionó la termocupla, ésta no hizo contacto. —Sonrió—. Esto no es simplemente el fallo de un robot, doctora Calvin. Es el símbolo del fallo de la idea del robot.
—Oh, vamos, doctor Black —dijo heladamente Susan Calvin—, está ahogando usted la lógica en un mar de psicología misionera. El robot estaba equipado de fuerza bruta, pero también de la necesaria comprensión. Si los hombres que le dieron sus órdenes hubieran utilizado términos cuantitativos en vez del estúpido adverbio «firmemente», eso no hubiera ocurrido. Si hubieran dicho: «Aplica una presión de veintidós kilogramos», todo hubiera ido bien.
—Está diciendo usted —murmuró Black— que las ineptitudes de un robot deben ser suplidas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Le aseguro que la gente de la Tierra lo verá de este modo, y no se sentirá muy dispuesta a perdonar a la U. S. Robots por este fracaso.
—Un momento, Black —dijo rápidamente el general de división Kallner, cargando de nuevo su voz de autoridad—. Todo lo que ha ocurrido es obviamente información clasificada.
—De hecho —dijo Schloss repentinamente—, su teoría aún no ha sido comprobada. Enviaremos un equipo a la nave para averiguarlo. Puede que a fin de cuentas la culpa no fuera del robot.
—Ustedes se encargarán de demostrarlo, ¿verdad? Me pregunto si la gente creerá a una parte interesada. Aparte de lo cual, tengo otra cosa que decir. —Entonces lanzó la bomba número tres—. A partir de este momento, dimito de mi puesto en este proyecto. Renuncio.
—¿Por qué? —preguntó Susan Calvin.
—Porque, como usted bien ha dicho, doctora Calvin, soy un misionero —dijo Black, sonriendo—. Tengo una misión. Creo que le debo a la gente de la Tierra el decirles que la era de los robots ha alcanzado un punto en el cual la vida humana es considerada menos valiosa que la vida de un robot. Ahora resulta posible ordenarle a un hombre que corra un peligro porque un robot es algo demasiado precioso como para someterlo a él. Creo que los terrestres deben oír esto. Hay muchos hombres que tienen muchas reservas respecto a los robots. La U. S. Robots aún no ha conseguido que el uso de los robots sea permitido en el planeta Tierra. Creo que lo que tengo que decir, doctora Calvin, completará el asunto. A causa del trabajo de hoy, doctora Calvin, usted y su compañía y sus robots serán borrados de la faz del sistema solar.
Estaba poniéndola sobre aviso, lo sabía, pero no quería perderse esta escena. Había vivido para aquel instante desde que había partido hacia la Parsec, y no quería renunciar a él.
Exultó ante el momentáneo resplandor en los pálidos ojos de Susan Calvin y el ligero rubor en sus mejillas. Pensó: ¿cómo te sientes ahora, señora científica?
—No se le permitirá dimitir, Black —dijo Kallner—. Como tampoco va a permitírsele…
—¿Cómo cree que podrá detenerme, general? Soy un héroe, ¿no se han dado cuenta? Y la vieja madre Tierra aprecia mucho a sus héroes. Siempre lo ha hecho. Querrán saber más de mí, y creerán todo lo que yo les diga. Y no les gustará que nadie se interponga en mi camino, no mientras siga siendo un héroe reciente. Ya he hablado con Ronson, de la Interplanetary Press, y le he dicho que tenía algo grande que comunicar, algo que iba a hacer saltar de sus asientos a las grandes personalidades tanto del gobierno como del mundo científico, de modo que la Interplanetary se halla la primera en la cola, aguardando a oír mis noticias. De modo que, ¿qué pueden hacerme ustedes excepto pegarme un tiro? Y creo que será peor si intentan hacerlo.
La venganza de Black estaba completa. No se había guardado nada. Lo había dicho todo, hasta la última palabra. Se levantó para irse.
—Un momento, doctor Black —dijo Susan Calvin. Su suave voz estaba teñida de autoridad.
Black se volvió involuntariamente, como un escolar ante la voz de su maestra, pero contrarrestó ese gesto con un acento deliberadamente burlón cuando dijo:
—Tiene usted alguna afirmación que hacer, supongo.
—En absoluto —dijo ella modestamente—. Usted se ha explicado por mí, y lo ha hecho muy bien. Lo elegí porque sabía que usted comprendería, aunque pensé que comprendería antes. Había tenido un contacto con usted antes, sabía que no le gustaban los robots y que, en consecuencia, no se haría ilusiones respecto a ellos. Por sus antecedentes, que pedí ver antes de que le fuera confiada la misión, supe que usted había expresado su desaprobación a este experimento de enviar un robot a través del hiperespacio. Sus superiores consideraron que este era un punto en contra de usted, pero yo pensé que era a su favor.
—¿De qué está usted hablando, doctora, si me disculpa mi rudeza?
—Del hecho de que debería haber comprendido por qué un robot no podía ser enviado a esta misión. ¿Qué es lo que dijo usted mismo? Algo acerca de las ineptitudes de un robot teniendo que ser equilibradas por la ingeniosidad y la inteligencia de un hombre. Exacto, joven, exacto. Los robots no son ingeniosos. Sus mentes son finitas, y pueden ser calculadas hasta el último decimal. Ése, de hecho, es mi trabajo.
»Si a un robot se le da una orden, una orden precisa, puede seguirla. Si la orden no es precisa, no puede corregir su propio error sin otras órdenes. ¿No es eso lo que usted informó respecto al robot de la nave? ¿Cómo podemos pues enviar a un robot a descubrir un fallo en un mecanismo cuando no podemos transmitirle órdenes precisas, puesto que no sabemos nada respecto al fallo? “Encuentra lo que ha fallado” no es una orden que puedas darle a un robot: sólo a un hombre. El cerebro humano, hasta ahora al menos, está más allá de todo cálculo.
Black se sentó bruscamente y se quedó mirando desanimado a la psicóloga. Sus palabras golpearon duramente en un sustrato de comprensión que hasta entonces había estado recubierto de emociones. Se sintió incapaz de refutarla. Peor que eso, lo invadió una sensación de derrota.
—Podría haberme dicho eso antes de que me fuera —murmuró.
—Podía —admitió la doctora Calvin—, pero observé su miedo natural por su cordura. Una preocupación tan abrumadora hubiera podido ofuscar fácilmente su eficiencia como investigador, y se me ocurrió dejarle pensar que mi único motivo para enviarle era que un robot valía más. Eso, creí, lo pondría furioso, y la furia, mi querido doctor Black, es a veces una emoción muy útil. Al menos, un hombre furioso nunca se siente tan asustado como lo estaría de otro modo. Y funcionó perfectamente, creo.
Cruzó blandamente las manos sobre su regazo, y consiguió ofrecer lo más cercano a una sonrisa que había conseguido en su vida.
—Que me condene —masculló Black.
—Ahora, si quiere aceptar usted mi consejo —dijo Susan Calvin—, vuelva a su trabajo, acepte su estatus de héroe, y dígale a su amigo periodista los detalles de su gran hazaña. Dele las grandes noticias que le prometió.
Lentamente, reluctantemente, Black asintió.
Schloss pareció aliviado; Kallner mostró una sonrisa llena de dientes. Tendieron sus manos, sin haber dicho una palabra en todo el rato mientras Susan Calvin estuvo hablando, y sin decir nada ahora.
Black estrechó sus manos con una cierta reserva y dijo:
—Es su parte la que debería ser dada a conocer, doctora Calvin.
—No sea estúpido, joven —dijo Susan Calvin heladamente—. Este es mi trabajo.