William levantó la vista de su libro. Hacía al menos un mes que había dejado de sentir una vaga sorpresa cada vez que entraba Anthony.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—¿Cómo saberlo? Van a efectuar el aterrizaje suave. ¿Está en marcha la Computadora Mercurio?
William sabía que Anthony conocía perfectamente la situación de la Computadora, pero dijo:
—Mañana por la mañana, Anthony.
—¿Algún problema?
—Absolutamente ninguno.
—Entonces tendremos que esperar a que haya concluido el aterrizaje.
—Sí.
—Algo saldrá mal —afirmó Anthony.
—Seguro que esto es pan comido para los especialistas en cohetes. No pasará nada.
—Tanto trabajo perdido…
—Aún no está perdido. Y no se perderá.
—Tal vez tengas razón —convino Anthony. Hundió las manos en los bolsillos y se alejó. Se detuvo junto a la puerta, justo antes de apretar el botón—: ¡Gracias!
—¿Por qué, Anthony?
—Por… tranquilizarme.
William sonrió astutamente y comprobó aliviado que no había dejado traslucir sus emociones.