Una semana después, el robot comenzó a andar en Arizona, a mil millas de distancia. Caminaba muy rígido, a veces se caía, de vez en cuando su tobillo chocaba contra un obstáculo, y otras veces giraba sobre un pie y echaba a andar en una nueva dirección inesperada.
—Es un bebé que aprende a andar —dijo William. Dmitri venía de vez en cuando para enterarse de los progresos logrados.
—Es extraordinario —solía decir.
Anthony no era de la misma opinión. Pasaron semanas, luego meses. El robot había empezado a hacer progresivamente más y más cosas, a medida que aumentaba la complejidad de la programación de la Computadora Mercurio. (William tenía tendencia a hablar de la Computadora Mercurio como si ésta fuera un cerebro, pero Anthony no se lo toleraba.)
Y todo lo que el robot iba haciendo no resultaba demasiado satisfactorio.
—Los resultados no son demasiado satisfactorios, William —dijo al fin Anthony. No había dormido en toda la noche.
—Es curioso —dijo fríamente William—, yo iba a decirte que creo que ya casi lo hemos logrado.
Anthony conservó la compostura con dificultad. La tensión de tener que trabajar con William y de presenciar las torpes evoluciones del robot era más de lo que podía soportar.
—Voy a pedir la baja, William. Todo este trabajo. Lo siento… No es por ti.
—Pero sí que lo es, Anthony.
—No es sólo por ti, William. Hemos fracasado. Jamás lo conseguiremos. Ya has visto con qué torpeza se mueve el robot, a pesar de estar en la Tierra, sólo a mil millas de aquí, y de que la señal sólo tarda una minúscula fracción de segundo en ir y volver. En Mercurio, le llegará con minutos de retraso, minutos que deberá tener en cuenta la Computadora Mercurio. Es una locura creer que funcionará.
—No abandones, Anthony —dijo William—. No puedes pedir la baja ahora. Te sugiero que enviemos el robot a Mercurio. Estoy convencido de que ya está en condiciones de hacer el viaje.
Anthony soltó una carcajada ruidosa e insultante.
—Estás loco, William.
—No lo estoy. Tú pareces creer que todo será más difícil en Mercurio, pero no será así. Es más difícil en la Tierra. Este robot ha sido diseñado para una gravedad que es un tercio de la gravedad normal de la Tierra y está trabajando en Arizona en plena gravedad. Está diseñado para soportar temperaturas de cuatrocientos grados centígrados y se encuentra a treinta grados centígrados. Ha sido pensado para que funcione en el vacío y está trabajando sumergido en una sopa atmosférica.
—El robot puede soportar la diferencia.
—La estructura metálica puede, supongo, pero ¿y la Computadora que tenemos aquí? No trabaja bien con un robot que no está en el medio para el que ha sido diseñado… Mira, Anthony, si quieres una computadora con la complejidad de un cerebro, debes aceptar que tenga ciertas peculiaridades… Te propongo una cosa, hagamos un trato. Si tú presionas conmigo, para conseguir que envíen el robot a Mercurio, ello requerirá un plazo de seis meses, y yo me tomaré un permiso sabático durante ese período. Te librarás de mí.
—¿Y quién se ocupará de la Computadora Mercurio?
—Ahora ya conoces su funcionamiento, y mis dos hombres estarán aquí para ayudarte.
Anthony movió negativamente la cabeza con gesto desafiante.
—No puedo hacerme responsable de la computadora y no quiero cargar con la responsabilidad de sugerir que se envíe el robot a Mercurio. No resultará.
—Estoy seguro de que todo saldrá bien.
—No puedes estar seguro. Y el responsable soy yo. Yo cargaré con las culpas. A ti te es indiferente que fracasemos.
Anthony recordaría más tarde ese momento como el más crucial. William podría haberle dejado pasar ese comentario. Anthony habría abandonado. Y todo se habría perdido.
Pero William dijo:
—¿Que me es indiferente? Mira, papá tenía ese capricho por mamá. De acuerdo. Yo también lo siento. Lo siento tanto como el que más, pero ya está hecho, y ello ha tenido un curioso resultado. Cuando hablo de papá, me estoy refiriendo también a tu padre, y muchos pares de personas que pueden decir otro tanto: dos hermanos, dos hermanas, un hermano y una hermana. Y cuando hablo de mamá, me estoy refiriendo a tu madre, y también hay montones de parejas que pueden decir lo mismo. Pero no conozco a ningún otro par de personas, ni he oído hablar de otra pareja, que comparta a los dos, al padre y la madre.
—Ya lo sé —dijo Anthony con expresión ceñuda.
—Sí, pero míralo desde mi punto de vista —se apresuró a decir William—. Yo soy homólogo. Trabajo con pautas genéticas. ¿Has pensado alguna vez en nuestras pautas genéticas? Ambos tenemos progenitores comunes, lo cual significa que nuestras pautas genéticas se asemejan más que cualquier otro par de este planeta. Nuestras mismas caras lo demuestran.
—También lo sé.
—De modo que si este proyecto tuviera éxito, y tú te hicieras famoso gracias a él, ello significaría que tu pauta genética habría resultado sumamente útil para la humanidad, y otro tanto podría decirse también en muy gran medida de mi pauta genética… ¿No lo comprendes, Anthony? Tengo los mismos padres que tú, tu misma cara, tu misma pauta genética, y por tanto también compartiré tu gloria o tu fracaso. Serán míos tanto como tuyos, y si yo recibo cualquier crédito o cualquier acusación, serán casi tan tuyos como míos, también. Tu éxito tiene que interesarme. Tengo un motivo para que así sea que no puede tener ninguna otra persona en la Tierra —un motivo totalmente egoísta, tan egoísta que no deberías dudar de su existencia. Estoy contigo, Anthony, ¡porque tú casi eres yo!
Se quedaron mirando un largo rato, y por primera vez Anthony fue capaz de hacerlo sin prestar atención a la cara que compartía.
—Bueno —dijo William—, vamos a pedirles que envíen ese robot a Mercurio.
Y Anthony cedió. Y cuando Dmitri hubo aceptado la petición —al fin y al cabo, la estaba esperando—, Anthony pasó buena tarde del día sumido en profunda reflexión.
Después fue en busca de William y le dijo:
—¡Escúchame!
Siguió una larga pausa que William no rompió.
Anthony volvió a repetir:
—¡Escúchame!
William esperó pacientemente.
—En realidad —dijo Anthony—, no tienes por qué marcharte. Estoy seguro de que no te gustará dejar la Computadora Mercurio en manos de ninguna otra persona.
—¿Quieres decir que te marcharás tú? —preguntó William.
—No, yo también me quedaré.
—No tendremos que vernos demasiado.
Para Anthony, todo este diálogo había sido como tener que hablar con un par de manos apretadas sobre su garganta. La presión pareció aumentar, pero consiguió pronunciar la declaración más dura de todas.
—No es preciso que nos evitemos. No tenemos por qué hacerlo.
William sonrió, bastante indeciso. Anthony no sonrió en absoluto; se marchó a toda prisa.