Más que nunca, William deseó haberse acordado antes de su hermano. Debía de haberse acordado… Sin duda debía de haberse acordado.
Pero la solicitud le había halagado y pronto había comenzado a entusiasmarse. Tal vez intentó deliberadamente no recordarlo.
Para empezar, tuvo la satisfacción de que Dmitri Large viniera a visitarle en su propia persona. Éste se trasladó de Dallas a Nueva York en avión y eso excitó la curiosidad de William, cuyo vicio secreto era leer novelas de misterio. En esas novelas hombres y mujeres viajaban con medios de transporte de masas siempre que deseaban guardar el incógnito. A fin de cuentas, los transportes electrónicos eran del dominio público, al menos en las novelas, donde todos los rayos del tipo que fuesen estaban invariablemente intervenidos.
William lo comentó en una especie de morbosa tentativa de hacer una broma, pero Dmitri no pareció haberle oído. Tenía la mirada fija en la cara de William y sus pensamientos parecían estar en otra parte.
—Lo siento —dijo al fin—. Me recuerda a otra persona.
(Y aun así William no había caído en la cuenta. ¿Cómo era posible?, tendría ocasión de preguntarse luego.)
Dmitri Large era un hombre bajo y rechoncho que parecía perpetuamente alegre incluso cuando declaraba estar preocupado o molesto. Tenía una nariz redonda y bulbosa, los pómulos salientes y todo él era blando. Pronunció su apellido con un cierto énfasis y añadió con una rapidez que le hizo suponer a William que decía lo mismo con frecuencia:
—La talla no es lo único que puede ser grande, amigo mío[4].
William puso numerosas objeciones a lo largo de la conversación que siguió a ello. No sabía nada sobre computadoras. ¡Nada! No tenía la más ligera idea de cómo funcionaban o cómo se programaban.
—No importa, no importa —dijo Dmitri, descartando ese detalle con un expresivo gesto de la mano—. Nosotros entendemos de computadoras; nosotros estableceremos los programas. Usted sólo debe decirnos lo que debemos hacerle hacer a una computadora para que funcione como un cerebro y no como una computadora.
—No estoy seguro de saber lo suficiente sobre los mecanismos del cerebro humano para poderle decir eso, Dmitri —dijo William.
—Usted es el mejor homólogo del mundo —dijo Dmitri—. Lo he comprobado detenidamente.
Y eso puso fin a la discusión.
William le escuchaba cada vez más preocupado. Suponía que era inevitable. Bastaba que una persona estuviera lo bastante sumergida en una especialidad durante un período suficientemente prolongado de tiempo para que comenzase a suponer que los especialistas en todos los otros campos eran brujos, juzgando la amplitud de la sabiduría de aquellos por la profundidad de su propia ignorancia… Y mientras iban pasando las horas, William llegó a enterarse de muchas más cosas sobre el Proyecto Mercurio de las que en ese momento creía querer saber.
—¿Por qué usar una computadora, entonces? —dijo al fin—. ¿Por qué no se encarga uno de sus propios hombres, o un relevo de ellos, de recibir el material del robot y remitirle las instrucciones?
—Oh, oh, oh —exclamó Dmitri y casi saltó de la silla en sus ansias de explicárselo—. Verá, usted no comprende. Los hombres son demasiado lentos para poder analizar rápidamente todo el material que irá remitiendo el robot: temperaturas y presiones de los gases y flujos de rayos cósmicos e intensidades de los vientos solares y composiciones químicas y texturas del suelo y muy posiblemente al menos tres docenas más de datos, e intentar decidir luego cuál debe ser el próximo paso. Un ser humano se limitaría a dirigir el robot, y de manera poco eficaz; una computadora sería el robot.
»Y además, por otra parte —siguió diciendo—, los hombres también son demasiado rápidos. Cualquier tipo de radiaciones tardan entre diez y veintidós minutos para hacer el recorrido de ida y vuelta entre Mercurio y la Tierra, según en qué punto de su órbita se encuentre cada uno de ellos. Nada podemos hacer para remediarlo. Uno recibe una observación, da una orden, pero entre el momento de efectuar la observación y el momento de recibir la respuesta han ocurrido muchas cosas. Los hombres no pueden adaptarse a la lentitud de la velocidad de la luz, una computadora, en cambio, puede tener en cuenta este factor… Venga a ayudarnos, William.
—Ciertamente puede venir a consultarme siempre que considere que pueda serle útil en algo —respondió William en tono sombrío—. Mi canal privado de televisión está a su disposición.
—No busco un simple asesoramiento. Tiene que venir conmigo.
—¿En un medio de transporte de masas? —dijo William, horrorizado.
—Sí, naturalmente. Es imposible llevar a cabo un proyecto como éste con dos personas sentadas en los extremos opuestos de un rayo láser y con un satélite de comunicaciones en medio. A la larga, resultaría demasiado caro, demasiado incómodo, y desde luego, se pierde toda posibilidad de secreto…
Era como una novela de misterio, decidió William.
—Venga a Dallas —dijo Dmitri— y le enseñaré lo que tenemos allí. Permítame mostrarle nuestras instalaciones. Charle con algunos de nuestros especialistas en computadoras. Permítales beneficiarse de su manera de pensar.
Había llegado el momento de mostrarse firme, pensó William.
—Dmitri —dijo—, ya tengo mi propio trabajo aquí. Un trabajo importante que no deseo abandonar. Para hacer lo que usted me pide tendría que permanecer varios meses alejado de mi propio laboratorio.
—¡Meses! —dijo Dmitri, claramente sorprendido—. Mi querido William, podrían ser muy bien años. Pero no dudo que ése será su trabajo.
—No, no lo será. Sé cuál es mi trabajo, y dirigir un robot en Mercurio no forma parte de él.
—¿Por qué no? Si lo hace bien, aprenderá más sobre el cerebro por el simple hecho de intentar que una computadora funcione como si lo fuera, y luego acabará regresando aquí, mejor equipado para hacer lo que ahora considera su trabajo. ¿Y no tiene colaboradores que puedan continuar trabajando mientras usted esté fuera? ¿Y no puede mantenerse en constante contacto con ellos por rayos láser y por televisión? ¿Y no puede visitar Nueva York de vez en cuando? Por breves períodos.
William se ablandó. La idea de trabajar en el cerebro desde otra perspectiva había dado en el blanco. A partir de ese momento, se encontró buscando excusas para poder ir —al menos de visita— al menos para ver cómo era todo… Siempre podría volver.
Luego llevó a Dmitri a visitar las ruinas del viejo Nueva York, que aquél admiró con ingenuo entusiasmo (pero lo cierto era que no había espectáculo más magnífico, como muestra del inútil gigantismo de los precatastrofales, que el viejo Nueva York). William comenzó a preguntarse si el viaje tal vez no le ofrecería también la oportunidad de admirar algunos monumentos a su vez.
Incluso comenzó a pensar que ya llevaba un tiempo considerando la posibilidad de buscarse una nueva compañera de cama y que sería más cómodo buscarla en otra zona geográfica, donde no tuviera que residir de manera permanente. O sería que incluso entonces, cuando aún lo ignoraba todo, excepto los más rudimentarios datos, acerca de lo que se necesitaba, ya había percibido, como el destello de un distante relámpago, las posibilidades que se le ofrecían.
De modo que finalmente fue a Dallas, y descendió sobre el tejado, y allí, con el rostro radiante, le esperaba nuevamente Dmitri. Entonces el hombrecito concentró la mirada, dio media vuelta y dijo:
—Lo sabía… ¡Qué parecido más extraordinario!
William abrió mucho los ojos y frente a él, intentando escabullirse visiblemente, descubrió los suficientes elementos de su propia cara para tener la inmediata certeza de que el que estaba delante suyo era Anthony.
Pudo leer fácilmente en la cara de Anthony su ferviente deseo de enterrar la relación. William no hubiera tenido más que decir: «¡Realmente extraordinario!», y dejar pasar el comentario. Al fin y al cabo, las pautas genéticas de la humanidad eran lo suficientemente complejas para que pudiera darse cualquier grado razonable de parecido, aun sin existir ninguna relación de parentesco.
Pero, naturalmente, William era un homólogo y nadie puede dedicarse a explorar los secretos del cerebro humano sin adquirir una insensibilidad frente a sus peculiaridades, conque dijo:
—Sin duda éste debe de ser Anthony, mi hermano.
—¿Su hermano? —preguntó Dmitri.
—Mi padre tuvo dos varones con la misma mujer: mi madre. Eran personas excéntricas —explicó William.
Luego avanzó un paso, con la mano extendida, y Anthony no tuvo más remedio que estrechársela… El incidente fue el tema de todas las conversaciones, el único tema, durante varios días.