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Anthony esperaba en la zona de recepción para dar la bienvenida al experto recién llegado. No estaba solo, naturalmente. Formaba parte de una considerable delegación —cuyo número de integrantes era un indicio más bien sombrío de la desesperación a que se habían visto reducidos— y ocupaba uno de los lugares menos importantes. Su presencia se debía sólo a que la sugerencia inicial había salido de él.

Esa idea le provocaba una ligera pero continua sensación de malestar. Se había introducido en el escalafón. Había recibido considerables muestras de aprobación por ello, pero siempre todos habían insistido imperceptiblemente en que la sugerencia era suya; y si resultaba un fracaso, todos se retirarían de la línea de fuego y le dejarían en el punto cero.

Más tarde, hubo momentos en que meditó sobre la posibilidad de que el vago recuerdo de un hermano dedicado a la homología le hubiera sugerido esa idea. Era una posibilidad, pero no tenía que haber sido forzosamente así. La sugerencia era tan sensatamente inevitable, en realidad, que sin duda se le habría ocurrido la misma idea aunque su hermano hubiera sido algo tan inocuo como un escritor de ficción, o aunque no hubiera tenido ningún hermano propio.

El problema eran los planetas interiores…

Se había colonizado la Luna y Marte. Se había logrado llegar a los asteroides más grandes y a los satélites de Júpiter, y estaba en proyecto un viaje pilotado a Titano, el gran satélite de Saturno, a través de una rotación acelerada en torno a Júpiter. Sin embargo, en un momento en que incluso se hacían planes para mandar a un grupo de hombres en un viaje de siete años, ida y vuelta, hasta los confines exteriores del sistema solar, aún no existía la menor posibilidad de que algún hombre pudiera acercarse a los planetas interiores, por temor al Sol.

Venus mismo era el menos atractivo de los dos mundos situados dentro de la órbita de la Tierra. Mercurio, en cambio…

Anthony aún no se había incorporado al equipo cuando Dmitri Large[3] (en realidad era bastante bajo) había pronunciado esa disertación que impresionó al Congreso Mundial en la medida suficiente para hacerle conceder los fondos que harían posible el Proyecto Mercurio.

Anthony había escuchado las cintas, y había oído la exposición de Dmitri. Existía una firme tradición que afirmaba que ésta había sido extemporánea, y tal vez lo fuera, pero estaba perfectamente construida y contenía, en esencia, todas y cada una de las líneas de actuación seguidas por el Proyecto Mercurio a partir de entonces.

Y lo más importante fue que demostró que sería un error esperar a que la tecnología hubiera avanzado hasta el punto, de hacer factible una expedición pilotada a través de los rigores de la radiación solar. Mercurio representaba un medio ambiente único, capaz de enseñarles muchas cosas, y desde la superficie de Mercurio podrían efectuarse observaciones continuadas del Sol, imposibles de lograr de ninguna otra manera.

Siempre y cuando fuera posible colocar un sustituto del hombre —un robot, en suma— en el planeta.

Podía construirse un robot con las características físicas requeridas. Los aterrizajes blandos no ofrecían dificultad. Sin embargo, una vez hubiera aterrizado el robot, ¿qué harían con él?

El robot podía hacer observaciones y dirigir sus acciones en base a observaciones, pero el Proyecto exigía que sus acciones fuesen intrincadas y sutiles, al menos en potencia, y no sabían en absoluto qué observaciones podría hacer.

Para prever todas las posibilidades razonables y dar cabida a toda la complejidad deseada, el robot tendría que contener una computadora (en Dallas algunos lo llamaban «cerebro», pero Anthony detestaba ese hábito verbal, tal vez, se diría más tarde, porque el cerebro era el campo de estudio de su hermano) lo suficientemente compleja y versátil para poder ser incluida en la misma categoría que un cerebro de mamífero.

Sin embargo, era imposible construir nada por el estilo que fuera al mismo tiempo lo suficientemente portátil para trasladarlo a Mercurio y depositarlo allí, o —si se lograba trasladarlo y depositarlo— que tuviera la movilidad suficiente para ser de alguna utilidad al tipo de robot que tenían pensado. Tal vez algún día eso sería posible gracias a los circuitos positrónicos con los que estaban experimentando los roboticistas, pero ese día no había llegado aún.

La alternativa era que el robot remitiese a la Tierra cada una de sus observaciones en el momento mismo de realizarlas, y entonces una computadora situada en la Tierra podría dirigir cada una de sus acciones sobre la base de esas observaciones. En resumidas cuentas, el cuerpo del robot estaría allí y su cerebro aquí.

Una vez tomada esta decisión, los técnicos clave pasaron a ser los telemetristas y en ese momento se incorporó Anthony al Proyecto. Pasó a formar parte del grupo de personas ocupadas en diseñar métodos para recibir y devolver impulsos a distancias de entre 50 y 140 millones de millas, en dirección a un disco solar, y a veces por encima de él, capaz de interferirse de la manera más feroz con esos impulsos.

Se entregó a su trabajo con pasión y (como finalmente pensaría) con habilidad y resultados satisfactorios. Él, más que ningún otro, había sido el autor del diseño de las tres estaciones conmutadoras colocadas en órbita permanente en torno a Mercurio, los Orbitadores de Mercurio. Cada uno de ellos era capaz de enviar y recibir impulsos de Mercurio a la Tierra y de la Tierra a Mercurio. Cada uno era capaz de resistir las radiaciones solares de forma más o menos permanente y, más aún, cada uno era capaz de filtrar las interferencias solares.

Tres equivalentes de los Orbitadores fueron colocados a una distancia de poco más de un millón de millas de la Tierra, con una órbita que alcanzaba al norte y al sur del plano de la eclíptica, de modo que podían recibir los impulsos de Mercurio y retransmitirlos a la Tierra —o viceversa— incluso cuando Mercurio estaba detrás del Sol y no era accesible a la recepción directa desde ninguna estación de la superficie terrestre.

Con lo cual sólo faltaba el robot en sí; un maravilloso ejemplar logrado con la combinación de las artes de los roboticistas y los telémetras. El más complejo de diez modelos sucesivos, con un volumen ligeramente superior al doble de un hombre y cinco veces su masa, era capaz de sentir y hacer bastante más que un hombre, a condición de que pudiera ser dirigido.

Pero pronto descubrieron cuan compleja tendría que ser la computadora capaz de dirigir al robot, pues era preciso modificar cada elemento de respuesta a fin de dar cabida a las variaciones en las posibles percepciones. Y a medida que cada elemento de respuesta confirmaba la certeza de una mayor complejidad de la posible variación en las percepciones, se hacía necesario reforzar y fortalecer los primeros elementos. Era una cadena interminable, como un juego de ajedrez, y los telemetristas comenzaron a utilizar una computadora para programar la computadora que diseñaba el programa de la computadora que programaba a la computadora que controlaría el robot.

Todo ello suponía una enorme confusión.

El robot estaba en una base en los espacios desiertos de Arizona y, por su parte, funcionaba bien. Pero la computadora de Dallas no lograba manejarlo de manera satisfactoria; ni siquiera bajo las condiciones perfectamente conocidas de la Tierra. ¿Cómo podría hacerlo entonces…?

Anthony recordaba la fecha en que había hecho la sugerencia. Había sido el siete de abril de 553. La recordaba, entre otras cosas, porque recordaba haber pensado ese día que el siete de abril había sido una festividad importante en la región de Dallas en tiempos de los precatastrofales, hacía de eso medio milenio, bueno, 553 años atrás, para ser exactos.

Fue durante la cena, una buena cena, por cierto. La ecología de la región estaba cuidadosamente controlada y el personal del Proyecto tenía preferencia especial a la hora de recolectar los alimentos disponibles, de modo que los menús eran desusadamente variados, y Anthony había decidido probar el pato asado.

El pato asado estaba muy bueno y le hizo algo más locuaz de lo habitual. De hecho, todos estaban de un humor bastante parlanchín y Ricardo dijo:

—Jamás lo conseguiremos. Hablemos francamente. Jamás lo conseguiremos.

Imposible decir cuántos habrían pensado lo mismo tantísimas veces antes, pero era norma aceptada que nadie lo declaraba abiertamente. Un franco pesimismo podría ser el último golpe que faltaba para que cesaran las subvenciones (cada año había sido más difícil obtenerlas y la cosa ya duraba cinco años) y si había alguna posibilidad, la habrían perdido.

Anthony, de costumbre poco dado a un optimismo extraordinario, pero transformado por el pato, dijo:

—¿Por qué no hemos de conseguirlo? Dame tus razones y te las refutaré.

Era un desafío directo, y los ojos negros de Ricardo se empequeñecieron al instante.

—¿Quieres que te diga por qué?

—Naturalmente.

Ricardo movió su silla y se quedó mirando a Anthony frente a frente.

—Vamos, no es ningún misterio —dijo—. Dmitri Large nunca lo dirá públicamente en un informe, pero tú y yo sabemos que para llevar adelante el Proyecto Mercurio como corresponde, necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano, esté situada en Mercurio o aquí, y somos incapaces de construirla. Luego, ¿qué podemos hacer excepto darle largas al Congreso Mundial y recibir dinero para financiar trabajos ficticios y algún que otro asuntillo sin importancia?

Anthony esbozó una sonrisa condescendiente y dijo:

—Eso es fácil de refutar. Tú mismo nos has dado la respuesta.

(¿Estaba de broma? ¿Había sido la cálida sensación del pato en el estómago? ¿Un deseo de embromar a Ricardo?… ¿O sería la influencia de algún recuerdo inconsciente de su hermano? Más tarde no habría podido asegurarlo de ningún modo.)

—¿Qué respuesta? —Ricardo se había levantado. Era bastante alto y desusadamente delgado y siempre llevaba descosido el dobladillo de su bata blanca. Cruzó los brazos e hizo aparentemente todos los esfuerzos para alzarse como un metro desplegado por encima de Anthony, que continuaba sentado—. ¿Qué respuesta?

—Has dicho que necesitaríamos una computadora con la complejidad de un cerebro humano. Muy bien, de acuerdo, la construiremos.

—El caso, idiota, es que no podemos…

—Nosotros no podemos. Pero existen otros.

—¿Qué otros?

—La gente que trabaja con cerebros, naturalmente. Nosotros sólo entendemos de mecánica del estado sólido. No tenemos idea del tipo de complejidades que alberga el cerebro humano, ni de dónde radican estas complejidades, ni de su alcance. ¿Por qué no contratamos a un homólogo y que él se encargue de diseñar una computadora?

Y, dicho esto, Anthony se sirvió una gran porción de relleno y lo paladeó complacido. Después de tanto tiempo, todavía recordaba el sabor de ese relleno, aunque no podía recordar detalladamente lo que había sucedido a continuación.

Le pareció que nadie se lo había tomado en serio. Se oyeron risas y la reacción general fue pensar que Anthony había logrado salir de un atolladero con un astuto sofisma, de modo que las risas iban dirigidas contra Ricardo. (Naturalmente, después todos aseguraron que se habían tomado la sugerencia muy en serio.)

Ricardo reaccionó indignado, apuntó a Anthony con el dedo y dijo:

—Escribe eso. Te desafío a que hagas esa sugerencia por escrito.

(Al menos así lo recordaba Anthony. Posteriormente, Ricardo declaró que su comentario había sido: «¡Buena idea! ¿Por qué no la presentas formalmente, Anthony?»)

Las cosas como fueran, Anthony la presentó por escrito.

A Dmitri Large le gustó la idea. En una charla privada, palmeó a Anthony en la espalda y declaró que él también había estado especulando en esa dirección, pero no se ofreció a figurar oficialmente como promotor de la propuesta. «Por si la cosa fracasaba», pensó Anthony.

Dmitri Large se encargó de buscar al homólogo adecuado. A Anthony no se le ocurrió interesarse por ese asunto. No sabía nada de homología y no conocía a ningún homólogo —a excepción, naturalmente, de su hermano, y no había pensado en él. Al menos no conscientemente.

De modo que allí estaba Anthony, en la zona de recepción, relegado a un papel de comparsa, cuando se abrió la puerta del vehículo aéreo y comenzaron a bajar varios hombres y en el curso de los apretones de manos que todos comenzaron a intercambiar, de pronto se encontró mirando su propia cara.

Se le encendieron las mejillas y deseó con todas sus fuerzas poder encontrarse a mil kilómetros de allí.