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William Anti-Aut estaba enterado del Proyecto Mercurio, pero sólo del mismo modo como tenía noticia de la ya manida Sonda Estelar que había iniciado su recorrido mucho antes de que él naciera y continuaría avanzando después de su muerte; y del mismo modo como tenía noticia de la colonia de Marte y de los continuos intentos de establecer colonias similares en los asteroides.

Eran cosas situadas en la distante periferia de su mente y sin verdadera importancia. Que él recordase, ningún aspecto del esfuerzo espacial había logrado adentrarse más, aproximándose al centro de sus intereses, hasta el día en que el periódico trajo las fotografías de algunos de los hombres que trabajaban en el Proyecto Mercurio.

Lo primero que llamó la atención de William fue el hecho de que uno de ellos apareciera identificado como Anthony Smith. Recordaba el extraño nombre que había escogido su hermano, y recordaba el Anthony. Seguro que no podían existir dos Anthony Smith.

Luego había mirado la fotografía en sí y encontró una cara inconfundible. Se miró en el espejo en un repentino impulso espontáneo de comprobar su sospecha. Esa cara no podía pertenecer a otro.

El hecho le divirtió, aunque también le inquietó un poco, pues no ignoraba el bochorno potencial que encerraba. Hermanos de sangre, para decirlo en los habituales términos despectivos. Pero ¿cómo remediarlo? ¿Cómo rectificar la circunstancia de que ni su padre ni su madre tenían imaginación?

Debió guardarse el impreso en el bolsillo, sin pensar, cuando se disponía a salir camino del trabajo, pues lo encontró allí a la hora del almuerzo. Volvió a mirarlo. Anthony tenía el aire avispado. La reproducción era bastante fidedigna y los impresos eran de una calidad increíblemente buena en aquellos tiempos.

Su compañero de mesa, Marco Cómo-se-llamara-esa-semana, preguntó con curiosidad:

—¿Qué miras, William?

Impulsivamente, William le alargó el impreso y dijo:

—Ése es mi hermano. —Fue como agarrarse a un clavo ardiendo.

Marco lo examinó, frunciendo el entrecejo, y dijo:

—¿Cuál? ¿El hombre que está a tu lado?

—No, el hombre que es yo. Quiero decir el hombre que se me parece. Ése es mi hermano.

Esta vez siguió una larga pausa. Marco le devolvió el impreso y dijo con una cautelosa falta de entonación en la voz:

—¿Hermano de los mismos padres?

—Sí.

—De padre y también de madre.

—Sí.

—¡Es absurdo!

—Supongo que sí —suspiró William—. Bueno, según dice aquí, está trabajando en telemetría, allí en Texas, y yo estoy trabajando en autística aquí. ¿Qué importancia puede tener entonces?

William no se acordó más del asunto y más tarde, ese mismo día, tiró el periódico. No quería que su presente compañera de cama pudiera verlo. La chica tenía un basto sentido del humor que cada vez fastidiaba más a William. Le alegraba bastante que ella no tuviera ganas de tener un niño. Él, por su parte, ya había tenido uno algunos años atrás. Esa morena bajita, Laura o Linda, uno de esos dos nombres, había colaborado.

El asunto de Randall se planteó bastante después de eso, al menos un año más tarde. Y si William no había vuelto a pensar en su hermano —y no lo había hecho— con anterioridad, desde luego no tuvo tiempo de preocuparse de ello después.

Randall tenía dieciséis años cuando William tuvo noticia de él por primera vez. Llevaba una vida cada vez más cerrada en sí mismo y la guardería de Kentucky donde se había criado había decidido anularlo y naturalmente a nadie se le ocurrió comunicarlo al Instituto para las Ciencias del Hombre de Nueva York (conocido habitualmente con el nombre de Instituto Homológico).

William recibió su expediente junto con los de varios otros y no encontró nada que le llamara particularmente la atención en la descripción de Randall. Sin embargo, le tocaba efectuar uno de sus tediosos recorridos por las guarderías empleando medios de transporte de masas y había un candidato probable en West Virginia. Allí fue —y quedó decepcionado hasta el punto de jurarse por quincuagésima vez que en adelante haría esas visitas por imagen televisada—, y luego, puesto que ya había llegado hasta allí, pensó que nada perdería probando en la guardería de Kentucky antes de regresar a casa.

No esperaba conseguir nada.

Sin embargo, menos de diez minutos después de empezar a examinar la pauta genética de Randall ya estaba llamando al Instituto para solicitar un cálculo de la computadora. Luego se reclinó en el asiento y sintió que le cubría un ligero sudor al pensar que sólo un impulso de último momento le había llevado hasta allí, y que sin ese impulso Randall habría sido anulado calladamente en el plazo de una semana o tal vez menos. Para expresarlo con todo detalle, una droga habría ido penetrando sin dolor a través de la piel, en el torrente sanguíneo, y el chico se habría sumido en un tranquilo sueño que se intensificaría gradualmente hasta la muerte. La droga tenía un nombre oficial de veintitrés sílabas, pero William la llamaba «nirvanamina», como todo el mundo.

—¿Cuál es su nombre completo, guardiana? —preguntó William.

—Randall Nowan, profesor —dijo la matrona de la guardería.

—¡Nadie![2] —explotó William. La guardiana se lo deletreó.

—Lo escogió el año pasado.

—¿Y a usted no le llamó la atención? ¡Es lo mismo que Nadie! ¿No se le ocurrió remitirnos el expediente de este joven el año pasado?

—No creí que… —comenzó a decir la guardiana, muy nerviosa.

William la hizo callar con un gesto. ¿De qué servía? ¿Cómo podía saberlo ella? Nada en la pauta genética podría haber servido de aviso según los habituales criterios de los manuales. Se trataba de una sutil combinación descubierta por William y su equipo tras veinte años de experimentar con niños autistas, y jamás había visto realmente esa combinación en una persona viva.

¡Y faltaba tan poco para la anulación!

Marco, que era el hombre duro del grupo, se quejaba de que las guarderías se mostraban demasiado deseosas de abortar antes del plazo y de anular una vez cumplido éste. Afirmaba que debía permitirse el desarrollo de todas las pautas genéticas para así poder efectuar una investigación inicial y que no debería ejecutarse ninguna anulación sin consultar antes a un homólogo.

—No hay suficientes homólogos —dijo calmadamente William.

—Al menos podríamos hacer examinar todas las pautas genéticas por la computadora —dijo Marco.

—¿A fin de reservarnos todo lo que podamos conseguir para nuestros propios fines?

—Para fines homológicos, aquí o en otro lugar. Tenemos que estudiar las pautas genéticas en acción para poder llegar a comprender adecuadamente nuestro propio fundamento, y las pautas anormales y monstruosas son las que nos proporcionan más información. Nuestros experimentos sobre el autismo nos han enseñado más homología que la suma de todos los conocimientos acumulados hasta la fecha en que iniciamos nuestros trabajos.

William, quien todavía prefería el ritmo de la frase «la fisiología genética del hombre» en vez de «homología», hizo un gesto negativo con la cabeza.

—De todos modos, tenemos que obrar con cautela. ¿Qué utilidad podemos alegar en favor de nuestros experimentos? Vivimos apenas tolerados por la sociedad, y esa tolerancia se nos concede a regañadientes. Estamos jugando con vidas.

—Vidas inútiles, que deberían anularse.

—Una anulación rápida y placentera es una cosa, y otra cosa son nuestros experimentos, normalmente prolongados y a veces inevitablemente desagradables.

—A veces les ayudamos.

—Y a veces no les ayudamos.

En verdad era una discusión inútil, pues no había forma de llegar a un acuerdo. En resumen, todo giraba en torno al hecho de que había demasiado pocas anomalías interesantes al alcance de los homólogos y que no había manera de presionar para que la humanidad estimulase una mayor producción. Había una docena de cuestiones que siempre se verían afectadas por el trauma de la Catástrofe, y ésa era una de ellas.

Los orígenes del frenético impulso que se había dado a la exploración espacial podían buscarse (y algunos sociólogos así lo hacían) en el descubrimiento, gracias a la Catástrofe, de la fragilidad de la trama de la vida tejida sobre el planeta.

En fin, qué remedio…

Nunca se había visto nada parecido a Randall Nowan. No desde la perspectiva de William. El lento progreso del autismo característico de esa pauta genérica tan absolutamente rara significaba que se poseía más información sobre Randall que sobre cualquier paciente equivalente anterior a él. Incluso lograron captar en el laboratorio unos últimos débiles destellos de su manera de pensar antes de que se cerrara por completo y se retrajera finalmente tras los muros de su piel, indiferente, inalcanzable.

Luego iniciaron el lento proceso a través del cual Randall, sometido a estímulos artificiales por períodos cada vez más largos de tiempo, fue revelando los mecanismos internos de su cerebro y con ello les ofreció pistas para comprender el mecanismo interno de todos los cerebros, tanto de los llamados normales como de los semejantes al suyo.

Los datos que iban reuniendo eran tan abundantes que William comenzó a pensar que su sueño de lograr una recuperación del autismo era más que un simple sueño. Sentía una cálida satisfacción por el hecho de haber escogido el nombre de Anti-Aut.

Y cuando estaba prácticamente en la cumbre de la euforia nacida de sus trabajos con Randall recibió la llamada de Dallas y comenzaron las fuertes presiones —tenían que escoger justo ese momento— para que abandonara su trabajo y se ocupase de un nuevo problema.

Rememorando más tarde lo ocurrido, jamás logró saber con exactitud qué le había impulsado a acceder finalmente a hacer una visita a Dallas. Al final, desde luego, comprendió cuánta suerte había tenido. Pero ¿qué le había impulsado a obrar así? ¿Tendría tal vez, ya desde el principio, una vaga idea inconsciente de cómo podría acabar todo? Sin duda eso era imposible.

¿Sería el recuerdo inconsciente de ese periódico, de esa fotografía de su hermano? Imposible, sin duda.

Pero se dejó persuadir para hacer esa visita y no se acordó de la fotografía hasta que la unidad energética de micro-pilas modificó el timbre de su suave zumbido y entró en acción la unidad de gravitación para el descenso final —o al menos la fotografía no accedió hasta entonces a la parte consciente de su memoria.

Anthony trabajaba en Dallas y —William entonces lo recordó— en el Proyecto Mercurio. El pie de la foto hablaba de eso. Tragó saliva y la suave sacudida le indicó que había llegado al fin del viaje. La situación prometía ser incómoda.