Sólo sé y comprendo una cosa, y es que te quiero, Scarlett.
Pese a ti y a mí y a ese mundo que se desmorona a nuestro alrededor, te quiero. Porque somos iguales, dos malas personas, egoístas y astutos, pero sabemos enfrentarnos con las cosas y llamarlas por sus nombres.
Lo que el viento se llevó, de VICTOR FLEMING
Días después
Tres tilas y dos manzanillas no le bastan a Estela para calmar los nervios. Hace mucho tiempo que no pisa un escenario, y está tan excitada que parece la primera vez que representa una obra en público. ¡HOY TIENE EL ESTRENO!
A las ocho de la tarde, Estela estará donde quiere estar: en un escenario.
—¡Niña, ponte las pilas! —le grita su jefa. Estela da un saltito, por el susto—. ¿Dónde estabas? —le pregunta cuando ve que sus manos espumosas están pegadas al pelo de una clienta—. ¡Frota, mi amor, frota!
Cuando Estela se percata de que estaba soñando despierta ya es demasiado tarde. Algunas clientas se están riendo de ella.
—Tranquila, niña. A mí me relaja —dice la clienta a la que Estela le está lavando el pelo—. Yo en vuestro lugar no me reiría tanto y lo probaría.
—¡La semana pasada, el maquillaje, y ahora, esto! —ironiza la jefa—. ¿Es uno de esos ejercicios teatrales tuyos, o realmente estabas en la luna de Valencia?
—Bueno… —dice Estela, que intenta ganar tiempo para buscar una buena respuesta—. Un poco de cada. —Sigue frotando el pelo—. Hoy estreno una obra de teatro, y estaba pensando en eso.
De pronto, las revistas del corazón dejan de interesarles a las clientas, que abren las orejas como elefantes. La jefa baja el volumen de la radio y Estela se siente un poco cohibida. Ha creado expectación sin querer, y no le va a quedar más remedio que contárselo a todas las clientas.
—Pues eso, que yo hago teatro y… —No puede acabar la frase, porque una clienta la interrumpe.
—Nena… ¿Eres actriz? —Estela suspira. No hay otra cosa que odie más en el mundo que cuando le llaman «nena». Pero como está trabajando, debe ser cordial.
—Sí, soy actriz y…
—¿Como Penélope Cruz? —pregunta otra clienta.
—Sí, y hoy…
—Pero ¿actriz de tele? No te he visto nunca… —dice una clienta, y busca la aprobación de las otras.
—Yo tampoco la he visto, pero tiene una retirada a… La verdad es que tu cara me suena.
Estela no sabe dónde meterse. De pronto, todas las clientas la miran fijamente. Sobre un escenario sabe sobrellevarlo a la perfección, pero esta vez y bajo estas circunstancias le da mucha vergüenza.
Apenas tarda unos minutos en corroborar que las clientas no tienen ni el menor interés por el teatro ni por ella. Más bien buscaban un tema de conversación que les diera pie para soltar sus respectivos rollos, y así tener la oportunidad de hablar otra vez de sus nietos, sus maridos y, cómo no, de su pasado.
A Estela le habría encantado animar a todo ese gallinero de mujeres con tintes, lacas y esmaltes de uñas a que acudiesen a ver su espectáculo a las ocho de la tarde. Decirles que dejasen esas revistas que sólo les hablan de gente desconocida a la que no van a conocer. Decirles que, por un momento, dejen de hablar de sus cosas para ver otras nuevas, que tal vez les cambiaran su perspectiva de la vida o su modo de ver el mundo. Pero Estela permanece impávida mientras termina de lavar el pelo y se recuerda a sí misma que no tardará en irse de allí, porque ese no es su lugar en el mundo.
Después de comer, en casa de los Castro
Rita, la mamá de Ana, retira los platos de la mesa. Su padre mira las noticias como siempre, como si estuvieran anunciando el fin del mundo. La chica ya está acostumbrada a esta situación cotidiana, aunque no le gusta en absoluto.
—Tienes cara de sueño. ¿A qué hora te has levantado hoy? —le pregunta su madre mientras pone la fruta en la mesa.
—Ya lo sabes, mamá…
—¿A qué hora llegaste anoche a casa? —le pregunta su padre, sin quitarle ojo al televisor.
—Ya lo sabes, papá…
—¿Y dónde estabas? —vuelve a preguntar el padre.
—En la radio… Ya os lo he dicho.
Ana lo ve venir. Cuando las conversaciones familiares empiezan con esa clase de preguntas suelen acabar en bronca.
—No me gusta este trabajo, Ana —replica su madre—. Deberías encontrar otra cosa por las mañanas.
—Este trabajo es como los demás. La única diferencia es que lo hago de noche —intenta explicarse Ana.
—¿Y qué haces cuando sales del trabajo? —pregunta papá.
—Vuelvo a casa.
De pronto, su padre la sorprende con un golpe firme y seco en la mesa que hace retumbar todas las copas.
—Perdona papá, te he mentido. Después de la radio, me voy a la discoteca.
Ana, harta de los ataques de su padre, le suelta lo que sabe que él quiere oír. Y, como no es verdad, le sale un comentario con tono ácido y burlón.
—¡Ana! —le grita su madre—. ¡No le hables así a tu padre!
La familia guarda un tenso silencio que sólo llena el hombre del tiempo de la tele. Ana decide levantarse de la mesa e irse a su habitación. Está algo irascible, apenas pega ojo desde que ha empezado a trabajar en la radio. Y en su casa no toleran que se levante más tarde de las once de la mañana. Se trata de ese tipo de leyes familiares inexplicables cuyo incumplimiento supone una bronca segura. Ana ha intentado respetar esta norma, que de hecho le iba muy bien, porque así podía hacer cosas por la mañana. Pero su cuerpo ha dicho basta: eso de llegar sobre las seis y media de la mañana y despertarse a las once lo puede hacer un día, o dos, como mucho.
Lleva días levantándose cuando su padre entra en casa a la hora del almuerzo. De ese modo la ve despierta y no entra en cólera. Ana lleva mucho sueño atrasado, como resultado de esta dinámica familiar, y eso está haciendo mella en su carácter. Si hubiera descansado bien, habría intentado establecer un diálogo para que la entendieran. Pero su cerebro necesita oxigeno. ¡Necesita dormir!
—¡Ana, vuelve de inmediato a la mesa! —le grita su padre.
—¡Ya no tengo quince años! —exclama Ana mientras le da un portazo a la puerta de su habitación.
—¡En esta casa hay unas normas, te guste o no te guste! —atruena el padre desde la puerta de su habitación—. ¿Me has oído?
Ana sale de su habitación con su mochila del trabajo.
—¿Qué normas, papá?
—¡En esta casa se hace lo que nosotros digamos! ¡Y si no, puerta!
Ana no le responde a su padre porque piensa que es inútil mantener un diálogo sereno en esas circunstancias. Es la primera vez que deja a su padre con la palabra en la boca, y le apena pensar que no la entiende. Es muy conservador, y no comprende que trabajar en la radio pueda ser un trabajo como cualquier otro. Él sólo se fija en que su hija llega tarde, y le molesta que Ana no siga con sus estudios. Piensa que su hija está perdiendo el tiempo y no sabe qué hacer para convencerla de que no sigue un buen camino. Pero ya es demasiado tarde para reconciliar lo irreconciliable. Ana no está bien en casa. Desde que ha vuelto de Cambridge necesita más libertad, y aún siente que está ligada a sus padres. No es lo mismo que hace unos dos años. Sus padres han sido siempre así, pero ahora es ella quien ha cambiado, y sus padres no lo aceptan.
«Necesito cambiar de aires… Creo que lo mejor será que me vaya de casa y empiece una nueva vida», se dice a sí misma mientras camina sin rumbo y mira su reloj. Son casi las cuatro de la tarde y, aunque entra más tarde a trabajar, podría adelantar tareas y aprovechar e ir a la obra de Estela.
Tres horas más tarde, en el teatro
Estela y sus tres compañeros de obra están en el escenario, estirando y haciendo juegos para modular la voz. Leo se halla con el técnico de luces y de sonido, ultimando los detalles finales. Estela lo mira desde las tablas. El amor que sintió hacia él fue tan fuerte que cada vez que lo ve le resulta inevitable no sentir un pinchazo en el corazón. Hace años, cuando su amor era inabarcable, escribió en el muro del Facebook un comentario tan simple como implacable que resumía todo lo que sentía: «LeoLeoLeo». Y ahora, sus ojos lo admiran desde la lejanía.
En ocasiones, lo que sentimos por otras personas es tan grande que cuando se acaba no queda lugar para los nuevos amores aunque sean unos verdaderos príncipes. Estela ahora está con Marcos y está realmente enamorada de él, pero no deja de notar la sombra de Leo.
El verano pasado, Estela tuvo una discusión con su chico acerca de este asunto. La Princess había etiquetado en Facebook una foto en la que salía besando a Leo en la comisura de los labios. Marcos la descubrió y se puso muy celoso. Entonces discutieron porque Estela no quiso retirar la foto con la excusa de que se trataba de una obra de teatro y hacía mucho tiempo de eso. Además, cada vez que Leo le daba al «me gusta» en algún comentario de Estela, él se subía por las paredes.
Marcos hizo un esfuerzo por comprender a su chica, y ella estuvo a su lado haciéndole entender que había sido un amor pasado. La discusión terminó cuando Marcos dejó de ser su amigo en Facebook. Así fue como ya no pudo ver más esa maldita foto.
Puede parecer una decisión drástica y nada romántica, pero para Marcos es todo lo contrario. ¿Es bueno ser amigo de Facebook de tu pareja? Esta pregunta no deja indiferente a nadie y provoca miles de respuestas de todo tipo. Hay un tipo de personas, entre las que se incluye nuestro querido Marcos, que opinan que es importante no conocer absolutamente todos los detalles de su pareja. No quiere controlar ni sentirse controlado. Facebook rompe la magia y lo sitúa en un lugar que no le gusta.
—¿Amigo de Facebook?
—No. Yo soy algo más que eso —le dijo Marcos a Estela el día en que cortaron su relación virtual—. Las fotos y los vídeos chorras, para tus amigos frikis. Yo me quedo con la Estela de carne y hueso, que mola más.
Estela no comprendió la decisión de su novio, pero la aceptó. De todos modos, la foto sigue allí para que todo el mundo la vea. «Ojos que no ven, corazón que no siente», reza el dicho, y eso es justo lo que le pasó a Estela: Leo desapareció de su vida y, de esta manera, su corazón se olvidó de él. Pero ahora que lo tiene delante, siente que se derrite otra vez, y espera que eso no se note.
—No te preocupes. Yo también estuve enamorado de él —se sincera uno de los actores.
—¿Perdona? —responde Estela.
—Pues eso. He visto cómo lo miras. —El chico le sonríe. Estela no sabe dónde meterse. ¿Cómo lo habrá descubierto?—. Pero será nuestro secreto. Mucha mierda —sentencia el actor. Estela sigue con sus estiramientos mientras se lamenta porque, a veces, es como un libro abierto.
Una semana antes
Silvia está sola en la habitación de Marcos, esperando a que este le lleve algo de comer. Han pasado juntos todo el día, y la verdad es que no le apetece estar con nadie más. Una sensación extraña la invade cuando mira por la ventana y observa su antigua habitación. Es muy probable que pronto tenga que volver a ella. Lo de la portería es una buena idea, pero no será de un día para otro. «Qué raro… Yo, viviendo con Marcos», piensa Silvia. No se puede creer lo que le está pasando y lo rápido que puede cambiarle la vida a una.
El chico entra en silencio con una bandeja llena de comida. Como se supone que es para él, lo ha puesto todo en un mismo plato, pero ha escondido otro cubierto dentro del bolsillo del pantalón. Se lo entrega a Silvia, y los dos se ponen a comer una especie de ensalada de verduras con lentejas.
—¿Qué es? —pregunta Silvia con cara de asco.
—Ni idea. Cosas de mi madre. Está rico, ¿no?
—Mmm… —dice Silvia, probándolo—. Creo que si acabamos viviendo juntos, tendré que cocinar yo —sonríe.
—Será divertido —contesta Marcos, quien, a diferencia de su amiga, come como una lima.
—¿No te parece un poco raro? —pregunta Silvia con el corazón en la mano—. Tú y yo… viviendo juntos.
—Son cosas del destino.
—Oye, pero ¿no crees que Estela querría ir a vivir contigo, si te independizas? —pregunta la chica, a quien de repente le ha preocupado el que su amiga no apruebe la posibilidad de que vaya a compartir piso con su novio.
Marcos niega con la cabeza.
—No, qué va. Hace poco le pedí que nos fuéramos a vivir juntos y me respondió que no era el momento y que no podía dejar sola a su madre.
Eso deja más tranquila a Silvia. Tiene la sensación de que Marcos y ella se entienden a las mil maravillas. Es como si entre ellos no hubiera secretos. Le encanta el mero hecho de plantearle que se vaya a vivir con él. ¡No podría tener un mejor amigo! Marcos es un chico mágico, y también muy tranquilo. Por un momento se monta una película, y se lo imagina tocando sus temas mientras ella estudia en un ambiente de calma y felicidad. Entonces vuelve a la realidad y piensa en las Princess.
—Las chicas no saben nada de esto… Ayer me enfadé con ellas porque estaban poniendo a Valeria por las nubes en WhatsApp.
—No te preocupes, Silvia. Si no quieres que le diga a nadie que estás aquí, no lo diré, ¿vale? Entiendo que necesites tu tiempo para pensar y decidir qué haces.
—Sí. Y será sólo hoy, te lo prometo. Mañana bajaré a hablar con mi madre.
Silvia respira aliviada. Cuando está con Marcos se siente como en un pequeño oasis en el que puede darse un respiro mientras se prepara para lo que tiene que llegar.
—Muy bien —contesta él.
—¿Y qué hago con las chicas?
—Queda con ellas mañana y se lo cuentas todo.
—¿Todo? —pregunta ella, que no entiende a qué se refiere exactamente su amigo con «todo».
—Sí, Silvia. La verdad: ¡que Sergio te ha dejado!
Silvia se pone muy triste. No le ha gustado el tono que ha utilizado Marcos. Él es un chico muy dulce, pero se muestra muy intransigente con este asunto.
—Perdona, Silvia, no quería hacerte daño —se disculpa Marcos cuando se da cuenta de que ha herido sus sentimientos—. Pero es que… ¡me da mucha rabia! ¡Menudo idiota!
—¡Vale! —exclama Silvia, dolida. Sabe que Sergio no se ha portado bien, pero todavía lo considera su novio, y todavía siente algo por él. Por eso le duele que su mejor amigo le diga la verdad a la cara, de una manera tan directa. Se levanta de la cama y coge su móvil. Entonces les manda un WhatsApp a las chicas en el grupo de las Princess:
¿Quedamos mañana en el Piccolino para comer y os cuento qué ha pasado?
Todas responden que sí al instante.
Marcos la mira y le da un fuerte abrazo.
—No te preocupes, todo irá bien —la tranquiliza.
Una semana más tarde, en la radio
Lidia y Ana están trabajando en sus respectivos ordenadores. Lidia también ha llegado temprano porque tiene el piso patas arriba. Cuando ha entrado, Ana ya estaba trabajando en las nuevas ideas para el programa.
—Menudo follón tengo en casa —resopla Lidia.
—¿Qué te pasa?
—He decidido compartir mi piso porque no puedo pagarlo sola, así que estoy haciendo cambios en la casa, tirando un montón de cosas… Lo sé, soy una pringada. Alquilé el piso con mi ex, y ahora que él ha desaparecido del mapa… ¡resulta demasiado caro para mí!
Aunque a juzgar por su respuesta parece que Lidia lo ha superado, también da la impresión de que está realmente agobiada por el pago del alquiler.
—Lo siento. ¿Y ya tienes inquilino?
—Estoy buscando como loca.
A Ana se le dilatan las pupilas. No puede creerse lo que le ha dicho Lidia.
—¿Crees en las sincronías?
—¿Sincro… qué?
—Las sincronías son esos deseos que tienes un día y que se cumplen el día siguiente.
—Ah… Eso. No, no creo en esa clase de cosas.
—¡Pues acabo de tener una! —exclama Ana, algo alterada—. Sólo estoy a un paso de que se cumpla.
—No te entiendo.
—¿Puedo ser tu nueva inquilina? —Ana tiene el corazón en un puño. Lidia aparta la vista del ordenador y la mira extrañada—. Estoy buscando piso y no quiero ir a cualquier lugar.
Lidia le sonríe.
—Me lo pensaré, ¿vale? No me parece mala idea.
—Gracias, Lidia —responde Ana, agradecida.
—Por cierto, ¿tienes nuevas ideas para el programa? —aprovecha Lidia.
—Estoy esbozando una que creo que es buena. He pensado que, además de mis posts radiofónicos, podría hacer un consultorio sentimental. La gente llamaría y yo daría consejos amorosos. También he pensado en que la gente podría llamar y declararse en directo o, si alguien quisiera conocer a una persona, podríamos hacer una lista de contactos. ¡Imagínate que casamos a una pareja que se ha conocido en el programa! ¡Sería genial!
Lidia se queda pensativa.
—No está mal. A ver qué opina Víctor.
—Ya… —responde Ana, y mira el reloj—. Pero ¡mira la hora que es! Debo irme. Tengo que ir a una obra de teatro que estrena una amiga. —Ana recoge su bolso—. ¿Se lo puedes comentar tú a Víctor? Es que si no, voy a llegar tarde…
—Ya le diré que hoy has venido antes. No te preocupes.
Ana apaga el ordenador, recoge sus cosas y, cuando está a punto de salir de la oficina, Lidia la interrumpe.
—Oye… Cuando quieras, vente a mirar la habitación. Es pequeña, te aviso.
Ana se vuelve con una gran sonrisa.
—¡Acabas de hacer realidad una sincronía!