Capítulo 18

Quizá mi infancia no fue fácil.

Quizá mi juventud fue cruel,

pero al echar la vista atrás puedo ver

momentos de verdad que guardé

y estás aquí, dándome tanto amor

no sé muy bien por qué.

Sonrisas y lágrimas, de ROBERT WISE

Viernes por la mañana, en casa de Sergio

Silvia es una persona más bien lenta. Camina despacio, se piensa mucho las cosas, le cuesta ceder a los impulsos, y a veces necesita más tiempo del estrictamente necesario para tomar una decisión o llegar a alguna conclusión. Hace más de una semana que se celebró la RPU en la que decidieron poner a prueba a Sergio. Se supone que ella volvió con él para poder tenderle la trampa, pero Silvia está tan feliz, tan bien y tan enamorada que no ha querido hacer nada durante estos días. Las Princess intentaron convencerla la semana pasada, pero se negó. «Confío en él y confío en el amor», se dice a sí misma todas las mañanas cuando se mira al espejo antes de salir de casa. Entonces recuerda las palabras de su madre. Pero hoy ha sucedido algo que ha hecho que su pequeño ritual matutino se modifique un poco.

Ordenando sus libretas de la uni y preparando los apuntes, se ha encontrado con un papel que escribió el día en que conoció a María y a Laura en el bar de la facultad.

¡Estoy fatal! Mi novio me ha dejado por razones que desconozco. Vivía con él, compartíamos una vida, y de pronto descubro que está coqueteando con una por Internet.

Silvia se sorprende por el hecho de leer sus penas. Es como si fuera otra persona que siente lástima por otra más joven. La Silvia del pasado. Lo más extraño es que sólo ha pasado una semana.

«Cómo te puede cambiar tanto la vida en tan sólo una semana —piensa—. Estaba totalmente hundida. ¿Cómo pude llegar a estar tan triste?»

Silvia piensa en ello, se planta delante del espejo y esta vez dice otra cosa: «En esta vida hay que ser valiente. Tengo que hacer la maldita prueba. No me puedo permitir el lujo de hundirme otra vez. ¡Silvia, tú puedes!».

Cierra la puerta del lavabo respirando hondo, se pone la chaqueta y sale a la calle dispuesta a ir a El Mundo de los Sueños. Como es una acción impulsiva nada propia de ella, no piensa ni en llamar a las Princess.

«Entramos en el chat, vemos que Sergio pasa de Valeria y fin de la historia», se dice.

En el mismo instante, en el centro de la ciudad

Estela camina hacia la pelu con una bandeja y cuatro cafés con leche para llevar. Aparte de lavar cabezas y hacer pedicuras, una buena ayudante tiene que llevar todos los desayunos que las clientas quieran y necesiten. El bar más próximo está a dos manzanas, y el arte de llevar la bandeja como si fuera una camarera profesional no es su fuerte. Camina a paso lento para mantener el equilibrio. Entonces oye cómo le vibra el móvil en el bolsillo. Podría esperar a llegar a la pelu, pero la paciencia no es su fuerte. Sostiene la bandeja con una mano, e intenta coger el móvil con la otra. Tiene que hacer acrobacias propias de una acróbata de circo, pero más o menos lo consigue. Es un mensaje de Leo. En apenas unos segundos le da un vuelco el corazón, no repara en el semáforo y un coche rojo pega un frenazo increíble. No la atropella de milagro. La bandeja salta por los aires. Estela cae delante del coche sin apenas sufrir daños, pero toda manchada de café. Está un poco aturdida, y en un santiamén todo se llena de curiosos que creen que se ha producido una desgracia.

—Nena, ¡¿se puede saber qué haces?! —grita un señor mayor, que sale del coche asustado.

—Lo siento, lo siento —contesta Estela mientras intenta recoger los cafés. Es un gesto absurdo, ya que están todos desparramados y la bandeja se ha roto.

—¡Sal de allí, que te va a atropellar! —grita otra señora.

—¡No! Es mejor que no se mueva —dice otro, que ya está llamando a urgencias con el móvil.

Estela gatea hasta el semáforo para huir de la multitud que pretende ayudarla. El bullicio de los coches en hora punta la ensordece. Tumbada en el suelo, abre el móvil y vuelve a mirar en la bandeja de entrada de los mensajes. Le importan un rábano todas las personas que están merodeando a su alrededor, el coche que casi la atropella y los cafés de las clientas. Sólo quiere leer el maldito mensaje.

«Leo nunca manda mensajes porque sí… Seguro que es importante», piensa antes de leer:

Nos tenemos que ver. Has pasado el casting, y es más importante de lo que imaginaba. Se trata de un papel fijo en un culebrón.

Estela se queda un rato tirada en el suelo sin saber qué hacer ni qué decir. Tiene el pelo todo alborotado, y a las abuelas esperando en la pelu. Un señor que pasa por delante de ella le tira una moneda en uno de los vasos de café que todavía no están chafados. Sólo entonces reacciona. Se levanta, dispuesta por fin a hacer algo que le apetece desde hace tiempo y que tiene muy bien ensayado. Pero antes coge el piercing que guarda en el bolsillo y se lo pone en la ceja, como hacen los payasos cuando se ponen sus narices rojas antes de actuar, o los delincuentes cuando cogen sus pistolas antes de atracar un banco. Estela está preparada para su gran actuación.

En El Mundo de los Sueños

Silvia entra muy sonriente en la tienda. No pretende dar pena, ni parecer débil. Sólo quiere solucionar el asunto cuanto antes. Todavía le da cierto apuro hablar a solas con Valeria. Esta está al teléfono y le hace una seña para que espere. Los clientes forman una larga cola, y parece que no es buen momento.

—No pasa nada. Esperaré —le susurra Silvia para tranquilizarla. Aprovecha para cotillear un poco. Resulta que hay vida más allá de los aceites de vainilla y las cremas de masaje con aroma a chocolate. A Silvia le encantaría ser ultramoderna y atrevida delante de Valeria, pero la verdad es que no le pega nada.

Al cabo de unos minutos, Valeria sale del mostrador estresada, le da dos besos y le pregunta:

—¿Qué tal, guapa? No has escogido el mejor día para venir. Los viernes esto se pone a tope y, desde que colaboro en el programa de Ana, más todavía.

—¡Ya lo veo!

—No me digas que por fin has venido a comprar algo.

Silvia se pone colorada y titubea al responder:

—No… Yo… No sé.

—No sabes ¿qué?

—Tengo miedo. Lo pasé muy mal después de lo que sucedió. Sé que no me puso los cuernos de verdad, pero la ansiedad que sufrí durante aquellos días y cuando quedamos para arreglarlo no se la deseo ni a mi peor enemigo. ¡Es terrible! ¿Cómo se puede sufrir tanto cuando estás enamorada?

—Así es el amor, amiga —responde Valeria, llena de convicción.

—Pero se supone que el amor tiene que hacernos felices, ¿no?

—El amor puede ser muy complicado a veces. Todo eso del romanticismo, los poemas y el «seremos felices para siempre»… A veces creo que es una falacia. Estar enamorado es como estar enfermo. Dejas de ser tú, tragas con todo lo que te pongan por delante y acabas con un «mono» peor que el del tabaco. Estás muy a gusto con la persona a la que quieres, pero si te separan de ella sientes tal ansiedad que crees que te vas a morir —suspira Valeria. Salta a la vista que, aunque todavía es muy joven, ha pasado por muchas experiencias negativas y ha sufrido mucho—. Y lo peor es que crees que no podrás volver a enamorarte de nadie.

—¡Sí! —exclama Silvia, como si hubiera visto la luz—. Eso es lo que me pasa con Sergio. Me considero incapaz de enamorarme de otro, y noto que estoy muy pero que muy enganchada. Me aterra la idea de que él no esté tan enganchado como yo, y eso me haga perder el tiempo.

—No estoy nada de acuerdo con lo que acabas de decir.

—¿Con qué parte? —pregunta Silvia, intrigada.

—No se pierde el tiempo cuando se está enamorada. Tu tiempo es tuyo, y haces con él lo que quieres. No lo pierdes: ¡lo vives!

Silvia alucina con lo contradictoria que es Valeria. Por una parte cree que el amor es una enfermedad, pero por otra no le parece que estar enferma por culpa de alguien sea perder el tiempo. No quiere entrar en un bucle sin fin. Así pues, decide cambiar de tema e ir directa al grano.

—¿Podemos hacer la prueba de amor de Sergio? —suelta, a bocajarro.

—¿Qué te ha hecho decidirte? —pregunta Valeria, asombrada por el cambio de actitud de Silvia.

—El valor.

—¿El valor?

—Sí. Provengo de una familia de cobardes. Todos somos buenas personas, pero carecemos de valor. Y no lo digo sólo porque a todos nos dé miedo volar, sino porque seguimos a rajatabla una frase que mi abuelo no dejaba de repetir siempre que había que tomar una decisión importante.

—¿Cómo era la frase?

—«Hija, mejor que digan: “De aquí huyó un cobarde” que “Aquí murió un valiente”». Y con esta frase tonta como santo y seña, mi familia y yo hemos ido tirando como a cámara lenta. Siempre sufriendo y pensando que nos podía pasar algo malo. El mundo está lleno de peligros —suspira Silvia.

—Vivir es peligroso. Si te encierras en tu casa, no te pasará nada malo… pero ¡tampoco te pasará nada bueno!

—Ya lo sé, y por eso hoy he decidido ser valiente. Quiero descubrir si Sergio me quiere de verdad. O sea, que ya estás abriendo el ordenador y empezando a chatear.

—Voy —obedece Valeria—. A estas horas tal vez no lo encontremos.

—Ahora tiene un descanso en la escuela de dibujo —dice Silvia mientras mira la hora en el móvil—. Le gusta ir a la sala de profesores y leer el periódico en su tablet mientras se toma un café con leche. Si entras en Facebook, seguro que te lo encuentras conectado.

Valeria le hace caso. Se conecta a Facebook y busca a Sergio.

—Sergio, Sergio, Sergio… No lo encuentro. ¡Qué raro!

—Mira bien. Tiene que estar. —Silvia acerca la cabeza por encima del mostrador.

—No, no está porque… ¡NO! —exclama Valeria

—¿Qué pasa? —pregunta Silvia, alterada.

—¡No me lo puedo creer!

—¡¿Qué?! —grita Silvia, temiéndose lo peor.

—¡¿Me ha borrado de Facebook?! —se pregunta Valeria, como si eso fuera poco menos que imposible.

—¡Bufff! Era eso. ¡Menos mal! —suspira Silvia, aliviada.

—Tranquila, le puedo mandar un mensaje, que tengo su móvil… ¡Qué tonta! No me acordaba.

Valeria se toca la frente mientras busca a Sergio en su móvil.

—¿Crees que es necesario? Quiero decir… Ya te ha borrado.

—Pues claro: si no hay mensaje, no hay prueba. —Valeria no se da por vencida—. Mira: está conectado.

Valeria le muestra el móvil a Silvia para que esta vea cómo le escribe el mensaje:

Vale

En línea

¿Estás? ¿Me has borrado de Facebook?

Tras una larga espera, Sergio contesta con un mensaje breve y conciso:

Sergio

En línea

Sí. Lo siento. Tengo novia. No podemos quedar más.

Silvia se pone a saltar de alegría por la tienda y a correr como si fuera un futbolista que acaba de marcar un gol. Valeria se alegra, pero algo dentro de ella le dice que la prueba de amor no ha terminado todavía. Le ha cogido cariño a Silvia. Después de la RPU y de la manera tan bonita en que la han acogido se cree con la obligación moral de ayudar a la Princess.

Aunque no lo dice en voz alta, lo cierto es que le encantaría ser una de ellas. Piensa que si ayuda a Silvia tal vez se gane un billete para el mundo de las Princesas.

Minutos antes, en la peluquería

Estela entra disparada y, antes de que pueda decir nada, las abuelas ya la están criticando por las pintas que lleva. Tiene los pelos alborotados, se ha puesto su piercing en la ceja y lleva la ropa hecha un asco.

—Nena, ¿qué te ha pasado? ¿Adónde vas con esas pintas? —pregunta una de las viejecitas.

—¿Y el café? —inquiere otra.

—¿Y este piercing? —la ataca la jefa con un tono nada amable—. ¿Cuántas veces tendré que decirte que esta es una peluquería de barrio y no quiero que lleves ni piercings, ni tatuajes, ni nada de eso?

Estela se sube a la mesita de la entrada, mira a su alrededor y grita:

—¡Lo siento, pero hoy no hay café. Me han cogido para una serie! ¡En la tele! —grita brincando emocionada. Acto seguido, se dirige a la zona de los secadores donde las abuelas esperan turno—. Saben lo que significa esto, ¿no? Pues que a partir de ahora sólo me verán la cara en la pantalla de la caja tonta.

—Pero Estela, no nos puedes dejar… —dice la jefa, claramente afectada por la actitud de la chica. Esta parece como poseída. Las abuelas aplauden alborotadas por la noticia.

—¡Lo siento! He aprendido muchas cosas contigo y con las abuelas voladoras, pero ahora tengo que seguir mi camino.

—¿Abuelas voladoras? —pregunta una de las señoras, con la cabeza envuelta de papel de plata.

—Sí, señora Carmen, así las llaman las chicas de las otras peluquerías —responde mientras ríe—. Dicen que en esta peluquería de barrio —hace una pausa dramática mientras coge una silla de ruedas en la que se sienta una abuelita, y le da la vuelta para que se pueda mirar en el espejo— peinan a las abuelas con tanta laca y les cardan tanto el pelo que parecen marcianos a punto de salir volando.

—¡Ya basta, Estela! —grita la jefa, aturdida y un poco avergonzada. Es verdad que abusa del cardado y de la laca, pero eso de las abuelas voladoras no le ha hecho ninguna gracia.

Las abuelas no pueden evitar romper a reír. Les ha gustado su mote, y el numerito que ha montado Estela les ha alegrado la mañana. Como la jefa ve que no va a conseguir que Estela se quede, cambia el tono furioso por otro más maternal y le dice:

—¡Ay, Estela! Y yo que pensaba que conseguiría convertirte en mi mejor ayudante y algún día, quizá, enseñarte a peinar y a cortar el pelo…

—Pero tienes que entenderme…

—Y lo hago —la corta—. La culpa es mía. Tendría que haber visto que esto es demasiado poco para ti. Tienes mucha energía, Estela, y espero y deseo que todo te vaya genial en la vida. Como dicen en una de mis películas favoritas…

—¿Qué dicen, qué dicen? —pregunta la chica.

—¿Cómo puedes apagar el fuego de un volcán?

—¿Cómo?

—No se puede, Estela. A ti no hay quien te apague. —La chica abraza a su jefa. Lo hace con tanta fuerza que algunas de las abuelas no pueden evitar soltar alguna lagrimilla.

—Maldito tinte de las narices —dice una, disimulando—. Me pican lo ojos.

—La echaré de menos, señora Eulalia —le dice Estela mientras la mira de reojo.

—Y nosotras a ti —contesta otra—. ¿Cuándo te podremos ver por la tele? ¿Y cómo se llama la serie?

Estela se detiene. Acaba de darse cuenta de que no dispone de ninguna información. Debería marcharse al estudio de Leo para saberlo.

—Pues… No sé… Me acaban de mandar un mensaje ahora…

—Vete —le dice la jefa, autoritaria.

—¿Ahora? —pregunta Estela.

—Vete. Mañana vienes con calma y arreglamos tu salida. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Queremos saberlo todo, con pelos y señales.

—Eso está hecho —responde la chica, emocionada.