Capítulo 15

—Dime lo que quieres que sea, y lo seré por ti.

—Eres tonto.

—Podría serlo.

El diario de Noa, de NICK CASSAVETES

Madrugada del jueves en la radio

Durante toda la noche ha estado lloviendo a cántaros. El programa ha sido muy entrañable, y todo ha fluido desde el principio. Parece que la audiencia se está consolidando. El buen humor reina en el equipo.

Hoy no ha acudido Lidia, la productora del programa. Tal vez por eso, todos estaban más tranquilos. Ana ha hecho su trabajo y no le ha importado en absoluto. Lo ha hecho muy a gusto.

Lo curioso del caso es que, aunque viven juntas, Lidia no le ha comentado nada. Cuando Víctor se lo ha dicho, Ana se ha quedado algo sorprendida. Si su compañera de piso se encuentra mal, ¿por qué tiene que enterarse por su jefe?

Aun así, Ana ha respirado aliviada cuando ha sabido que Lidia no acudía hoy al trabajo porque, según Víctor, tenía «cosas de mujeres». Ha sentido como si hoy tuviera «vacaciones» de Lidia, aunque también tuviera que cargar con su trabajo.

Cuando se ha terminado el programa, Víctor y Ana se han quedado en el estudio a charlar un poco. En el exterior está cayendo una tormenta de esas que hacen que te mojes aunque vayas con el paraguas. Víctor ha abierto una ventana insonorizada, pone los pies en la mesa y cierra los ojos para escuchar la lluvia. Ana observa los millones de gotas brillantes que resbalan por el cristal.

—Eso es música —comenta Víctor con una voz suave.

Ana se calma. Agradece muchísimo estos pequeños momentos de relax después del programa.

—Me encanta hacer radio con este tiempo.

—Y a mí. La noche tiene algo especial, pero si llueve se convierte en algo mágico —responde Víctor con los ojos cerrados.

Ana no dice nada porque opina lo mismo que él. De hecho, está un poco cortada. Le gustaría decirle que para ella todo esto es como un sueño hecho realidad. Estar con un locutor tan locuaz como Víctor, después de hacer un programa de radio a altas horas de la madrugada, y estar escuchando la caída sencilla y desacompasada de la lluvia no tiene precio.

La chica mira a Víctor sin pudor. Este sigue con los ojos cerrados y los pies acomodados en la mesa. Conserva la expresión placentera que cautiva a Ana.

—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —suelta Víctor.

«Por favor, que me pregunte si estoy con alguien», piensa Ana, que arde en deseos de contestarle que no está con nadie, que está sola y sin compromiso.

—¿Qué te parece Lidia?

—Hummm… Bien, ¿no? —responde Ana, sin saber qué decir.

Víctor sonríe. Era la respuesta que se esperaba.

—Hace rato que hemos acabado el programa y ya no estamos trabajando. Puedes decir lo que quieras.

—No te entiendo. ¿Quieres saber lo que pienso de Lidia como persona?

—Estáis viviendo juntas, ¿no?

Ana no comprende muy bien qué quiere saber Víctor, pero está claro que está pasando algo entre Lidia y él.

Días antes, en casa de Lidia

Ana llama al interfono de casa de Lidia. Es un gesto muy simple, pero muy importante para ella. Hoy se independiza oficialmente de sus padres. Apretar el interruptor del interfono y oír el sonido ensordecedor del timbre supone para ella abrir una nueva puerta en su vida.

Sus padres estaban en total desacuerdo con su elección. Además, les ha pillado por sorpresa. A decir verdad, se han enfadado mucho con ella y todo ha ido muy rápido. Después de hablar con Lidia de la posibilidad de irse a vivir con ella, se pasó una tarde por su casa y mantuvieron una breve reunión, en el transcurso de la cual se pusieron de acuerdo en el precio del alquiler y poco más. Su padre la amenazó con frases del tipo: «Si te marchas, no vuelvas más». Y su madre la alarmó con la frase: «Cuidado con lo que haces, hija». Pero Ana tuvo coraje y no se enfrentó con ellos, porque no estaban abiertos al diálogo, ni lo van a estar. Sólo espera que se calmen con el tiempo. Al fin y al cabo, Ana es su única hija y, aunque no sea la mejor manera de manifestarlo, sólo quieren que su hija esté con ellos. Pero Ana no está dispuesta a que la traten como cuando iba al instituto, y sus padres no toleraban que saliera con nadie. Puede que sus padres no acepten el que su hija se está haciendo mayor.

Lidia vive en el cuarto primera. No hay ascensor y, aunque el piso es muy luminoso, la habitación de Ana parece una caja de zapatos. Sólo caben una cama, un pequeño armario y un escritorio minúsculo. La habitación está junto al comedor, y sólo la ilumina una pequeña ventana con vidrios opacos que da a la cocina. Sin embargo, Ana se conforma con poco, con tal de no aguantar a sus padres y de sentirse más libre.

La casa de Lidia, su nueva casa, está a unos treinta minutos de la de sus padres. Ha hecho la mudanza en un taxi donde no cabía ni un alfiler. Ha tenido la suerte de que el taxista era joven y enrollado, porque no le ha cobrado el plus por el equipaje. El chico la ha ayudado a cargar con sus tres maletas, cuatro bolsos, un cuadro enorme de la ciudad de Nueva York, un perchero, un espejo de mesa, dos bolsas de zapatos, un edredón envuelto en una bolsa de plástico gigante, más dos cojines supervoluminosos y su querido ordenador. Por último, el taxista le ha pedido su teléfono. Ana ya se temía que hubiera gato encerrado, pero ha sabido zafarse con elegancia, sonriendo y dándole las gracias por todo sin soltar prenda de su número. Al fin y al cabo, el chico parecía simpático. Después se ha ofrecido a llevar sus bultos hasta el piso, pero Ana se ha negado.

Poco después, Ana ha subido y bajado los cuatro pisos dos veces, y se da cuenta de que no debería haber rechazado la oferta del taxista. Lidia no ha querido ayudarla con las maletas con la excusa de que le dolía la espalda. A Ana ni se le ha pasado por la cabeza discutir. Le ha parecido un poco extraño que no la recibiera por lo menos en la puerta.

Después de haber dejado todas sus pertenencias en la habitación se da cuenta de que no hay cama. Estaba tan ansiosa por ser independiente a toda costa que ni se le había pasado por la cabeza preguntar si Lidia se ocuparía de eso.

—Creo que lo que necesitas no es una habitación sino un trastero —comenta Lidia al ver todas las maletas, que apenas caben en la habitación.

—Ya… —Ana se ríe avergonzada—. Tengo que organizarme.

—Pues date prisa, porque no quiero que nadie duerma en el sofá. Es de piel y se gasta. Me entiendes, ¿verdad?

Ana asiente. No ha comprado una cama en su vida, pero sabe que no es como comprarse una chaqueta y llevársela puesta.

—Lidia, creo que hoy no tendré tiempo de comprarme una cama —se sincera Ana.

—Pues tendrás que dormir en casa de tus padres. Allí tienes una, ¿no? —Lidia la deja con la palabra en la boca. Ana afrontará la primera noche de independencia durmiendo en el suelo con su edredón como colchón improvisado.

En la radio…

—Ana, ¿por qué no contestas? —pregunta Víctor.

—¡Ups! Perdona, es que estaba pensando… Me has preguntado qué opino de Lidia.

—Me refería a si lleváis bien eso de vivir juntas.

—Sí… Bueno…, ya sabes… La convivencia es difícil, pero entre chicas nos entendemos.

Ana le sonríe, como si con ello pudiera evitar esta conversación. La pregunta le ha hecho ver que en casa de Lidia no está tan bien como creía. A decir verdad, no deja de esquivarla porque siente que está invadiendo su intimidad. Para empezar, Lidia se pasa media vida en el baño y, para no generar conflictos, Ana lleva unos cuantos días duchándose en el gimnasio. También es muy quisquillosa en la cocina, y Ana prefiere cocinar cuando ella no está. Incluso cuando coinciden para desayunar, se va al bar a tomarse un té, para no tener que aguantar a Lidia viendo la tele por las mañanas. Eso ya le sacaba de quicio con sus padres, pero ahora no tiene por qué aguantarlo. Aun así, Ana tiene lo que quería: su amada independencia, pero ¿a qué precio?

La pequeña Princess tiene suerte. Víctor ha dado por bueno el comentario y vuelve a poner los pies encima de la mesa.

—Y… ¿crees que le falta algo a nuestro programa?

Este cambio de tema la descoloca un poco, aunque le gusta más que el anterior.

—Pues la verdad es que tengo una idea algo loca pero que creo que puede funcionar.

—Soy todo oídos. —Víctor vuelve a sentarse bien para escucharla.

Son casi las seis y media de la mañana, y Ana le cuenta una idea que hace días que le ronda por la cabeza. Se le ha ocurrido contar con Valeria como colaboradora del programa, leyendo el horóscopo. Si funciona, puede incluso que les eche las cartas del tarot a los oyentes.

Víctor se muestra escéptico al principio, porque no le gustan ni las pitonisas el ocultismo. Pero Ana le convence para que le haga una prueba. Víctor acepta cuando Ana le dice que Valeria no es una chica cualquiera: trabaja en una tienda superespecial y tiene el don de la palabra, o eso le ha parecido cada vez que ha ido a verla. Sólo hay un problema: Valeria no sabe nada de esto.

Por la tarde, en casa de Sergio

Silvia está delante de la vieja portería de casa de Sergio. No le ha llamado, ni le ha dicho que iba de camino; tal vez porque no lo tenía demasiado claro. Está plantada en medio de la calle, como si esperase una señal divina que le dijera que todo va a ir bien, que Sergio la recibirá con los brazos abiertos y que no le costará demasiado convencerle para que vuelva con ella. Pero nada. Ni una triste brisa. Es entonces cuando Silvia se da cuenta de que en la vida hay que actuar porque, si no lo haces, no pasa nada.

Unos minutos más tarde, Silvia llama al timbre y Sergio abre distraído, con cara de estar dormido. Enmudece al ver a su chica.

—No dices nada. ¿Por qué no dices nada? —pregunta Silvia para romper el silencio.

—No sé qué decir… Silvia… Yo…

—Yo también lo siento —dice la chica secándose las lágrimas con un pañuelo—. Mira que me prometí que no lloraría.

—He sido muy tonto…

—Estoy triste sin ti, Sergio.

Silvia acaba de formular la frase mágica, y el chico se acerca y la abraza muy fuerte. Ella se deja hacer. Al fin y al cabo, y mal que le pese, necesitaba un acercamiento de este tipo.

Entre los dos no cabe ni un alfiler. Los dos lloran juntos por unos minutos. Lo que han vivido es demasiado intenso y fuerte como para dejarlo de la noche a la mañana. Sergio parece notablemente arrepentido, y Silvia aprovecha para aclarar las cosas con una sencilla pregunta:

—¿Quieres que me quede o recojo mis cosas?

Sergio la mira con los ojos llorosos. Silvia le responde con una mirada tierna. Este es el momento decisivo de su relación. «Dime que sí», piensa la chica. Le falta el aliento.

—Sí. Quiero que te quedes. Para siempre.

El chico vuelve a arrojarse a sus brazos y la besa por todo el rostro.

A ella le da un ataque de risa; se siente feliz.

—¿Vas a confiar en mí?

Le ha llegado el turno a Sergio.

—Sí, pero te quiero sólo para mí. ¡No quiero que salgas por ahí con otras! ¡Ni que chatees con otras! ¡Ni que hagas nada con otras, aunque te parezca tonto!

Él la consuela y la abarca con el brazo.

—Todo ha sido un gran malentendido. Yo no quería, ni quiero, hacerte daño. ¡Eres mi princesa!

—Pues si quieres ser mi príncipe, tendrás que dejar de chatear con otras —dice Silvia con tono contundente.

—Si hace falta, tiraré el ordenador a la basura —añade el chico, sonriendo.

Silvia ni siquiera se ha quitado el abrigo, pero siente que por fin está en casa.

En el mismo instante, en la nueva habitación de Ana

Cada vez que oye sonar el despertador a las cuatro de la tarde y siente como si fueran las siete de la mañana, piensa que va al revés del resto del mundo, y eso le resulta atractivo. Asimismo, cuando abre los ojos y despierta en otra habitación, no hay día en que el corazón no le dé un pequeño vuelco de alegría.

Es la primera vez que siente que un espacio le pertenece sólo a ella. En Cambridge compartía la vida, el corazón y el espacio con David, y en casa de sus padres… Bueno, allí era imposible tener intimidad. Soñolienta, se enfunda una pequeña bata y se dirige al baño. Y justo cuando llega a la puerta, antes de poner la mano en el pomo, oye una voz que sale de su interior.

—¡Ocupadooooooooo!

Ana hace una mueca de disgusto. Lidia se ha vuelto a apoderar del baño.

—¿Cómo te encuentras? Víctor me dijo que te sentías mal.

—Mejor. ¡Gracias!

Ana se retira a su habitación y se tumba en la cama hasta que su compañera de piso le deje el baño libre. Pero pasan los minutos, y Ana no aguanta más. Vuelve otra vez al baño con la intención de que Lidia la deje entrar para usar el retrete. Cuando llama a la puerta, se encuentra con una reacción inesperada.

—¡Déjame en paz! ¡Ya te he dicho que está ocupado!

Ana no se lo piensa dos veces y se viste rápido. No le gustan nada esa clase de conflictos y prefiere evitarlos.

«Pero ¿qué estará haciendo?», piensa mientras se prepara un neceser. Desde que viven juntas es la cuarta vez que se levanta y tiene que lavarse la cara en el fregadero de la cocina.

Hay días en que la espera es tan larga que prefiere ir al gimnasio a ducharse. Ana es una chica muy resolutiva, pero está empezando a estar con la mosca detrás de la oreja. Ella también paga el alquiler y tiene derecho a usar el baño. Como mínimo, deberían llegar a algún tipo de acuerdo.

«Tengo que hablar con Lidia. Esto no puede ser», se dice a sí misma mientras baja la escalera.

Poco después, en El Mundo de los Sueños

Es la segunda vez que aparece el chico misterioso en lo que va de mes. Valeria está atendiendo a dos clientas que quieren comprar un cotillón para una despedida de soltera, y observa al chico de reojo.

Valeria se toma su tiempo con las clientas, que están muy indecisas, pues quieren hacerle una despedida original pero no hortera. Es lo que Valeria llama una venta larga, en la que es vital acompañar al cliente durante todo el proceso de compra. No obstante, atenderá en el acto al chico misterioso cuando este quiera pagar su libro.

Han pasado unos diez minutos. Valeria se extraña, porque el chico sigue mirando los libros pero parece indeciso. Cuando las clientas se van con sus bolsas de cotillón, el chico no tarda en aparecer en la caja.

De pronto ve que está comprando el mismo libro que la semana anterior. Se produce un silencio tenso. «¿Y para esto se lo estaba pensando tanto?» Le encantaría preguntarle por qué vuelve a cogerlo y, a continuación, mantener una pequeña conversación sobre la trama, pero no lo hace.

El chico le vuelve a pagar con un billete de veinte y Valeria le devuelve un céntimo como la vez anterior. Es como si se repitiera la misma historia, pero con la particularidad de que esta vez se miran fijamente a los ojos sin atreverse a decir nada.

Cuando el chico desaparece, Valeria suspira. Hay algo en él, algo que la atrae. ¡Y eso que no lo conoce de nada! Pero ¿cómo puede acercarse a él? De repente se da cuenta de que el libro está en el mostrador. ¡Se le ha olvidado! El corazón le va a cien mil por hora. Sabe que no estará lejos, y debe ir a por él.

Sale por la puerta como un rayo, y de manera inesperada se encuentra con Ana.

—Oye, ¿me haces un favor? ¿Puedes cuidarme la tienda un minuto?

—Eh… Sí, claro… —Ana observa a Valeria, que corre en dirección a una plazuela cercana con una bolsa de su tienda.

Valeria busca al chico por las calles, y cuando llega a la plaza… ¡Bingo! Se está sentando en la terraza de un bar.

—Perdona, pero te has olvidado esto… —Valeria le ofrece el libro.

—Lo sé… —le replica el chico, seguro de sí mismo—. Lo he comprado para ti.

—Aaah… —No se esperaba esa respuesta para nada—. No sabía…

—Me gusta regalarle libros a gente a la que no conozco. Son cosas mías, no te preocupes.

—Bien… Pues… gracias… —responde Valeria sonrojándose.

—De nada. Que tengas un buen día —dice el chico.

Valeria está completamente descolocada. Es el primer libro de Diego de Noche, el que ha leído tantas veces. ¡Su libro de cabecera! «Pero ¿por qué no le habré dicho que ya me lo he leído?», se pregunta a sí misma mientras camina hacia la tienda.

Mientras tanto, Ana está esperando a que su nueva amiga vuelva. Está un poco inquieta porque ha entrado un cliente y, si le pregunta algo, no sabrá qué responder. Pero, por suerte, Valeria entra con la mirada clavada en el libro.

—¿Estás bien?

—Sí, sí… Sólo estoy algo sorprendida. Me acaba de pasar algo un poco surrealista. Un cliente me acaba de regalar un libro que ha comprado en la tienda…

—Qué bonito, ¿no? —responde Ana.

—Ya… Cuando estaba en la tienda he sentido algo raro. Como si quisiera quedarse a solas conmigo. Después ha pagado y se ha olvidado el libro en el mostrador.

—Pero ¿no dices que te lo ha regalado?

—Espera, que ahora llego a eso. A continuación ha salido sin el libro y entonces yo he ido a buscarlo. Cuando iba a dárselo me ha dicho que me lo regalaba. Qué extraño ¿verdad?

—Sí, es muy raro —comenta Ana.

—Sí, podría escribir un libro con las cosas que me han llegado a pasar en esta tienda —dice Valeria mientras guarda el libro en un cajón y le resta importancia—. Me gusta que hayas venido a verme.

—Gracias. Es que he tenido una idea y quería comentártela.

—Tú dirás.

—Pues… ¿Te gustaría hacer una sección de horóscopo, tarot o algo así en mi programa de radio?

—Lo que te decía… Hoy los astros se han confabulado para que tenga el día surrealista.