4 de octubre de 1999

Hoy han llamado muchos clientes extranjeros que no hablaban ni una palabra de castellano. Y han empezado los problemas con Dolores. Como soy la única que habla varios idiomas, Dolores me viene a despertar en plena noche para pedirme que atienda las llamadas. Me parece muy fuerte por su parte, pero accedo a ello porque las chicas y yo sabemos que Manolo lo va a descubrir tarde o temprano. Es la excusa perfecta para deshacernos de ella. El teléfono está pinchado y, algún día, Manolo o Cristina escucharán mi voz. Dolores ha asegurado que habla perfectamente inglés y francés, por lo que ha quedado claro ahora que les ha tomado el pelo. De hecho, a la mañana siguiente, Manolo aparece en la casa para hablar con Dolores, mejor dicho, para echarle la bronca. Le dice que se lo monte como quiera, pero ella es la encargada y debe atender a los clientes, no nosotras.

Oliendo que, tarde o temprano, va a perder su empleo, Dolores se pone a coquetear con los clientes durante todo el día, después de mantener esta conversación conmigo.

—Dime, ¿cuánto puedes ganar a la semana?

—Depende, Dolores. No todas las semanas son iguales, ¿sabes?

—Bueno, ya, pero, más o menos…

—Entre seiscientas mil y setecientas mil pesetas.

He exagerado un poco las cantidades, a propósito.

—¿Qué? ¡Qué barbaridad! ¡Y pensar que a mí me pagan doscientas mil pesetas al mes! ¡Es escandaloso!

—Sí. Pero yo me abro de piernas, y tú no. Es la justa proporción, ¿no crees?

Se queda pensando. Creo que ya está maquinando la posibilidad de quedarse con unos clientes y hacer el máximo de dinero antes de que la echen. Las chicas tenían razón.