XIX

El sol está muy bajo, un barco está subiendo lentamente el estrecho con la corriente. Las cubiertas están llenas de hombres bronceados. Se amontonan sobre la superestructura como abejas en un enjambre. Tienen una actitud relajada, de no hacer nada. Algunos parecen pensativos, algunos bastante satisfechos, algunos están melancólicos y muchos indiferentes mientras observan cómo se acerca la orilla. No son los mismos hombres que salieron de allí.

El sargento Hicks estaba de pie en la popa, fumando, reflexionando, observando el brillo del rojo atardecer sobre las aguas turbias. Ha pasado más de un año desde que zarpó hacia Francia. El mundo ha cambiado en ese tiempo y él también.

Bert Fuller se abrió paso a empujones hasta el sargento.

—El doctor dice que el coronel Maxey se está muriendo. No vivirá para salir del barco, mucho menos para salir en el desfile de mañana en Nueva York.

Hicks se encogió de hombros, como si la neumonía de Maxey no fuera asunto suyo.

—Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Hemos dejado mejores oficiales que él allí.

—No digo que no. Pero es una lástima cuando le gustaban tanto estos jaleos. Ha estado enviando cables sobre ese desfile durante semanas.

—¡Ja! —Hicks levantó las cejas y miró de reojo con desdén. Entonces, mientras miraba el agua reluciente entrecerrando los ojos, farfulló—, ¡Coronel Maxey, en cualquier caso! ¡Coronel por lo que Claude y Gerhardt hicieron, supongo! —Hicks y Fuller habían estado ayudando a mantener la noble fortaleza de Ehrenbreitstein. Han permanecido siempre juntos y suelen estar discutiendo y gruñéndose el uno al otro cuando están fuera de servicio. Aun así, permanecen juntos. Son los últimos de su grupo. Nifty Jones y Oscar, solo Dios sabe por qué, han seguido en el mar Negro.

Durante el año que estuvieron en el valle del Rin, Bert y Hicks solo se habían separado una vez y fue cuando Hicks obtuvo un permiso de dos semanas y, a costa de un perseverante y fatigoso viaje, se fue a Venecia. No tenía un pasaporte adecuado y los cónsules y oficiales a quienes había recurrido en sus dificultades le rogaron que se conformara con algo que estuviese más cerca. Pero dijo que él iba a Venecia porque siempre había oído hablar de ella. Bert Fuller se alegró de recibirlo de vuelta en Coblenza y le dio una «fiesta del vino» para celebrar su regreso. Esperan no perderse de vista el uno al otro: aunque Bert vive en el Platte y Hicks en el Big Blue, las carreteras entre ambos ríos son excelentes.

Bert es el mismo chico agradable que era cuando salió de la cocina de su madre, sus problemas más serios han sido sus frecuentes compromisos matrimoniales. Pero la cara redonda y regordeta de Hicks ha adquirido una expresión ligeramente cínica, un aspecto bastante fuera de lugar allí. Los azares de la guerra han herido sus sentimientos… no es que haya querido alguna vez algo para sí mismo. La forma en que los relucientes honores en el ejército recaen sobre las cabezas equivocadas y en que las hojas de palma y las cruces florecen en los torsos que no las merecen ha desequilibrado, como él dice, su brújula unos cuantos grados.

Lo que Hicks más había deseado en este mundo era montar un taller y una tienda de repuestos con su viejo amigo Dell Able. Beaufort acabó con todo eso. Tiene intención de fundar una especie de tienda, a modo de homenaje, con el cartel «Hicks y Able» sobre la puerta. Quiere remangarse y mirar la lógica y la belleza de los interiores de los automóviles durante el resto de su vida.

Mientras el barco entra en el North River, las sirenas y los silbatos de vapor a lo largo de todos los muelles comienzan a sonar con su agudo saludo a los soldados que regresan. Los hombres se cuadran y se sonríen de manera cómplice los unos a los otros, algunos parecen algo aburridos. Hicks enciende lentamente un cigarrillo y lo contempla con una expresión que después desconcertará a sus amigos cuando llegue a casa.

Junto a los bancos del Lovely Creek, en el lugar donde comenzó, la historia de Claude Wheeler aún continúa. Para las dos ancianas que trabajan juntas en la granja, su recuerdo siempre estará allí, más allá de todo lo demás, en el punto más alejado de la consciencia, como el sol de la tarde en el horizonte.

La señora Wheeler recibió la noticia de su muerte una tarde en la sala de estar, la misma sala de estar donde él se había despedido de ella. Estaba leyendo cuando sonó el teléfono.

—¿Es esa la granja de los Wheeler? Es la oficina de telégrafos de Frankfort. Tenemos un mensaje del Departamento de Guerra —la voz dudó un instante—, ¿no está el señor Wheeler ahí?

—No, pero me puede leer el mensaje a mí.

La señora Wheerler dijo «Gracias» y colgó el auricular. Regresó a tientas hasta su silla sin hacer ruido. Pasó una hora sola, sin nada más en la habitación salvo él, salvo él y el mapa, que era el final de su camino. En algún lugar entre esos nombres desconcertantes, había encontrado su sitio.

Las cartas de Claude continuaron llegando durante semanas después, luego llegaron las cartas de sus compañeros y de su coronel para contarle todo.

En los oscuros meses que siguieron, cuando la naturaleza humana le parecía más horrible de lo que nunca antes le había parecido, esas cartas eran el consuelo de la señora Wheeler. Cuando leía los periódicos, solía pensar en el pasaje sobre el mar Rojo de la Biblia, parecía como si un diluvio de crueldad y codicia hubiese estado retenido el tiempo suficiente para que los chicos fueran para allá y entonces hubiese barrido y engullido todo lo que quedaba en casa. Cuando ve que lo único que ha salido de todo ello es el mal, lee las cartas de Claude una y otra vez, y se tranquiliza. Para él la llamada fue clara, la causa era gloriosa. Ni una duda ensució su reluciente fe. Ella adivina muchas cosas que él no escribió. Sabe qué leer entre esos pequeños destellos de entusiasmo. Lo plena que debió haber sido su vida antes de poder permitirse ir tan lejos, ¡él, que tenía tanto miedo a que le engañasen! Murió creyendo que su país era mejor de lo que es y Francia, mejor que cualquier otro país. Y esas eran hermosas convicciones con las que morir. Quizá había estado bien tener esa visión para después no ver nada más. Ella había temido que se despertara, a veces incluso duda de si él habría sido capaz de soportar esa última y desoladora decepción. Uno por uno los héroes de esa guerra, los hombres de una deslumbrante camaradería, dejan prematuramente el mundo al que habían regresado. Aviadores cuyas hazañas eran relatos asombrosos, oficiales cuyos nombres hacían que la sangre de los jóvenes corriera más deprisa, supervivientes de peligros increíbles, uno a uno se quitan la vida silenciosamente. Algunos lo hacen en oscuros alojamientos, otros en su oficina, donde parecían llevar sus negocios como cualquier otro hombre. Algunos se tiran por la borda y desaparecen en el mar. Cuando la madre de Claude escucha estas cosas, se estremece y presiona sus manos con fuerza sobre su pecho, como si lo tuviera a él ahí. Siente como si Dios le hubiese salvado de algún sufrimiento espantoso, de algún final espantoso. Porque mientras lee, piensa que esos asesinos de sí mismos eran todos muy parecidos a él, eran los que habían albergado excesivas esperanzas, los que para hacer lo que hicieron tenían que albergar excesivas esperanzas y creer fervientemente. Y descubrieron que habían esperado y creído demasiado. Pero uno que ella conocía, que malamente podía haber soportado la desilusión… estaba a salvo, a salvo.

Mahailey, cuando estaban solas, a veces se dirigía a la señora Wheeler como «madre». «Ahora, madre, suba arriba yéchese y descanse.» La señora Wheeler sabe que en ese momento ella está pensando en Claude, está hablando por Claude. Cuando están trabajando sentadas a la mesa o inclinadas sobre el horno, algo les recuerda a él y piensan en él juntas, como una sola persona: Mahailey le dará suaves golpecitos en la espalda y dirá: «No preocuparse, madre, verá a su chico allá, más arriba». La señora Wheeler siempre siente que Dios está cerca, pero a Mahailey no le preocupa ningún conocimiento de los espacios interestelares y, para ella, Él está incluso más cerca, justo encima de sus cabezas, no mucho más arriba de los fogones de la cocina.