XVIII

—Con nosotros siempre es un banquete o la hambruna —se quejaban los hombres cuando se sentaron junto a la carretera para masticar galletas al mediodía. Habían recorrido dieciocho millas esa mañana y aún les quedaban siete más para llegar. Les habían ordenado hacer las veinticinco millas en ocho horas. Ninguno había abandonado la fila todavía, pero algunos de los chicos parecían muy debilitados. Nifty Jones dijo que ya no podía más. El sargento Hicks estaba reconviniendo a los pusilánimes, sabía que si un hombre abandonaba la fila, le seguiría una docena.

—Si yo puedo, tú puedes. Es peor para un hombre gordo como yo. No es una marcha como para montar este alboroto. A ver, en Arras hablé con un joven Tommy de uno de esos batallones de compañeros que sufrió la masacre en el Somme. Su batallón recorrió veinticinco millas en seis horas bajo el calor de julio hacia una muerte segura. Eran todo chavales recién salidos del colegio, ninguno de ellos medía más de un metro sesenta y los llamaban los Bantam, por su estatura. Tendríais que cambiaros por ellos, muchachos.

—No me cambiaría por nadie, pero no puedo ir más allá con estos —refunfuñó Jones, acariciándose los pies doloridos.

—¡Ah, vaya! Te vamos a subir al único caballo de la compañía. ¡Los oficiales pueden ir andando!

Cuando entraron en las líneas del batallón, había comida preparada para ellos pero muy pocos la quisieron. Bebieron y se tumbaron sobre los matorrales. Claude fue de inmediato al cuartel general y encontró a Barclay Owens, de los ingenieros, con el coronel, que estaba fumando y estudiando sus planos como siempre.

—Me alegro de verle, Wheeler. Sus hombres deben de estar en buena forma después de una semana de descanso. Déjeles dormir ahora. Tenemos que movernos de aquí antes de la medianoche para relevar a dos batallones de Texas en la trinchera de Moltke. Tomaron la trinchera con un gran número de bajas y están agotados. No podrían resistir un contraataque. Como es un punto importante, el enemigo tratará de recuperarlo. Quiero estar en posición antes de que salga el sol, para que no sepan que han entrado tropas nuevas. Como oficial de rango superior, está al cargo de la compañía.

—Muy bien, señor. Haré todo lo posible.

—Sé que lo hará. Dos equipos de ametralladoras van a ir con nosotros y en algún momento de mañana, un batallón de Missouri subirá como apoyo. Me hubiera gustado tenerles por aquí antes, pero recibí las órdenes para el relevo ayer mismo. Quizá tengamos que avanzar bajo el fuego de los proyectiles. El enemigo ha estado sacando armamento bastante potente, quieren aislar esa trinchera.

Claude y David se metieron bajo los matorrales medio quemados de un agujero de proyectil reciente y se quedaron dormidos. Se despertaron al anochecer por un intenso fuego de artillería procedente del norte.

A las diez en punto, el batallón, después de una comida caliente, empezó a avanzar a través de un terreno casi infranqueable. Los cañones debían de haber estado disparando hacia el mismo sitio durante bastante tiempo. La tierra había sido trabajada y allanada hasta que estuvo blanda como la masa, aunque no había caído lluvia en una semana. Barclay Owens y sus ingenieros estaban montando un camino de traviesas que pudieran atravesar los carros con alimento y municiones. Caían a su alrededor grandes proyectiles a intervalos de doce minutos. Los intervalos eran tan regulares que había muchas posibilidades de continuar sin sufrir daños. Mientras la Compañía B superaba la zona de los proyectiles, el coronel Scott les adelantó, a pie, mientras su ordenanza guiaba su caballo.

—¿Sabe algo de esa luz de allí, Wheeler? —preguntó—. Bueno, no debería estar allí. Venga conmigo a ver.

La luz era una simple cerilla en la tierra, Claude no se había fijado en ella antes. Siguió al coronel y cuando llegaron hasta el destello encontraron a tres oficiales de la Compañía A agachados en el cráter de un proyectil cubiertos por una lámina de hierro.

—Apaguen esa luz —gritó el coronel bruscamente—. ¿Cuál es el problema, capitán Brace?

Un joven se levantó rápidamente.

—Estoy esperando el agua, señor. Viene en mulas, en tanques de gasolina, y no quiero alejarme de ellos. El terreno es tan malo aquí que es posible que los conductores se pierdan.

—No espere más de veinte minutos. Debe levantarse y ocupar su posición a tiempo, eso es lo más importante, con o sin agua.

Mientras el coronel y Claude se apresuraban para regresar y adelantar a la compañía, cinco grandes proyectiles silbaron sobre sus cabezas en una rápida sucesión.

—¡Corra, señor! —gritó el ordenanza—. Se nos están echando encima, han acortado el alcance.

—La luz allí atrás fue suficiente para que se hicieran una idea de dónde estábamos —refunfuñó el coronel.

El terreno siguió sin ser bueno durante más de un kilómetro y medio y entonces la avanzada alcanzó el cuartel general, tras la octava trinchera del gran sistema de trincheras. Era una antigua casa en una granja que los alemanes habían reconstruido reforzándola con cemento, forrándola por dentro y por fuera hasta que las paredes tuvieron casi dos metros de grosor y eran casi a prueba de bomba, como un fortín. El coronel envió a su ordenanza a informarse sobre la Compañía A. Un joven teniente se acercó a la puerta de la casa.

—La Compañía A está preparada para entrar en posición, señor. Les he hecho avanzar.

—¿Dónde está el capitán Brace, teniente?

—Él y nuestros dos tenientes primeros han muerto, coronel, en el agujero. Un proyectil cayó en ese lugar apenas cinco minutos después de que ustedes hablasen con ellos.

—Eso es terrible. ¿Alguna otra baja?

—Sí, señor. Alcanzaron un carro de comida al mismo tiempo, el primero que pasaba por el nuevo camino de Julio César. El conductor murió y tuvimos que matar a los caballos. El capitán Owens casi se abrasa con el guiso.

El coronel llamó a los oficiales para que entraran uno tras otro y discutir sus posiciones con ellos.

—Wheeler —dijo cuando llegó el turno de Claude—, ¿conoce el mapa? Se ha percatado de ese afilado saliente en la curva de la trinchera frontal, en H 2, creo que lo llaman Boar’s Head. Es una especie de punta de lanza que se extiende hacia el enemigo y será un sitio peligroso de mantener. Si meto a su compañía allí, ¿cree que su batallón podrá mantenerse firme en caso de un contraataque?

Claude dijo que eso creía.

—Es el punto más peligroso de mantener de toda la línea y puede decirles a sus hombres que les estoy halagando al ponerles allí.

—De acuerdo, señor. Se lo agradecerán.

El coronel arrancó con los dientes el extremo de un puro.

—Más les vale, ¡rayos! Si permiten que los Hunos entren y nos bombardeen, conseguirán echar abajo toda la línea. Le daré dos equipos de ametralladoras de Georgia para ponerlos en ese punto al que llaman Boar’s Snout. Cuando vengan mañana los de Missouri, entrarán como su apoyo, pero hasta entonces tendrán que ocuparse del agujero ustedes solos. Tengo una extensión horrible de trinchera que proteger y no puedo dejarles más hombres.

Los hombres de Texas del batallón al que habían ido a relevar habían estado viviendo durante sesenta horas solamente de sus raciones de reserva y de lo que les pudieron quitar a los Hunos muertos. Sus provisiones habían sido bombardeadas por el camino y no había llegado nada hasta ellos. Cuando el coronel se llevó a Claude y a Gerhardt para inspeccionar el agujero que la Compañía B tenía que defender, encontraron un agujero revuelto, que parecía más bien un montón de basura que una trinchera. Los hombres que habían ocupado esa posición estaban demasiado débiles como para ponerse siquiera de pie. Todos sus oficiales habían muerto y estaba al mando un sargento. Se disculpó por las condiciones del agujero.

—Lamento dejarles el agujero en estas condiciones, señor, pero lo hemos pasado mal aquí. Nos han estado bombardeando cada noche desde que les echamos. No podía pedir a los hombres otra cosa que no fuera que aguantasen.

—Está bien. Lárguese con sus hombres, ¡rápido! Mis hombres les darán algo de comida antes de que se vayan.

Los maltrechos defensores del saliente de Boar’s Head pasaron tambaleándose a través de la oscuridad por donde estaban ellos hacia la trinchera de comunicación. Cuando el último hombre de la fila hubo salido, el coronel mandó buscar a Barclay Owens. Claude y David trataron de recorrer la zona a tientas para hacerse una idea de las condiciones en las que estaba el lugar. Lo peor que se habían encontrado hasta el momento era el olor fétido, pero era menos desagradable que las moscas: cuando sin darse cuenta tocaban un cadáver, nubes de húmedas y zumbadoras moscas volaban hacia su cara, dentro de sus ojos y su nariz. Bajo sus pies la tierra se movía como si hubiera una boa constrictor serpenteando por entre los cuerpos blandos ligeramente cubiertos. Cuando encontraron el camino para subir hasta el Boar’s Snout, se toparon con una pila de cadáveres, una docena o más, lanzados uno sobre otro como sacos de harina, apenas discernible en la oscuridad. Mientras los dos oficiales estaban allí de pie, comenzaron a oírse fuertes sonidos sordos, como un líquido saliendo a borbotones, procedente de esta pila, primero de un cuerpo, después otro y otro: gases hinchándose en las licuadas entrañas de los hombres muertos. Parecían estar quejándose los unos a los otros, glup, glup, glup.

Los chicos volvieron con el coronel, que estaba en la entrada de la trinchera de comunicación, y le dijeron que no había mucho más sobre lo que informar excepto que se necesitaba con urgencia al pelotón encargado de los entierros.

—¡Lo suponía! —el coronel sacudió la cabeza. Cuando llegó Barclay Owens, le preguntó qué se podría hacer allí antes de que amaneciese. El valiente ingeniero se abrió paso a tientas como Claude y Gerhardt habían hecho, lo escucharon toser y darles manotazos a las moscas. Pero cuando regresó parecía bastante más alegre que desanimado.

—Deme un grupo de hombres para sacar a los heridos y con gran cantidad de cal viva y cemento puedo hacer que ese agujero quede como nuevo en cuatro horas, señor —declaró.

—He traído gran cantidad de cal pero ¿de dónde va a sacar el cemento?

—Los Hunos dejaron unos cinco sacos en el sótano, bajo su cuartel general. Por supuesto, podría hacerlo mejor si tuviese unas cuantas horas más para que se secara el cemento.

—Adelante, capitán —el coronel les dijo a Claude y a David que trajeran a sus hombres hasta la trinchera de comunicación antes de que hubiese luz y les tuvieran preparados—. Dele una oportunidad al cemento de Owens, pero no deje que el enemigo les prepare ninguna sorpresa.

El bombardeo comenzó de nuevo al amanecer, fue más duro en la retaguardia y en una zona de tres millas por detrás. Evidentemente, el enemigo estaba seguro de lo que había en la trinchera de Moltke: quería cortarles el paso a los suministros y los posibles refuerzos. El batallón de Missouri no llegó ese día, pero antes del mediodía se presentó un mensajero de parte de su coronel con información de que se estaban escondiendo en el bosque. Cinco aviones alemanes habían estado sobrevolando en círculos el bosque desde el amanecer, enviando señales al cuartel general enemigo en Dauphin Ridge. Los de Missouri estaban seguros de que habían evitado ser detectados al tumbarse muy juntos bajo la maleza. Avanzarían por la noche. Sus soldados de comunicación irían detrás del mensajero y el coronel Scott se podría comunicar por teléfono con ellos en media hora.

Cuando la Compañía B entró en el Boar’s Head a la una en punto de la tarde, se podía decir sinceramente que el olor preponderante era el de la cal viva. El parapeto estaba uniformemente reconstruido, el escalón de tiro había sido restaurado en parte y en el saliente de Boar’s Snout había buenos emplazamientos para colocar las ametralladoras. Algunos recordatorios desagradables se podían encontrar todavía si uno los buscaba: en el Snout había una bota grande y gruesa enganchada rígidamente en un lado de la trinchera. El capitán Owens explicó que el suelo sonaba hueco allí y la bota probablemente llevaba hasta un refugio subterráneo donde un montón de Hunos habían sido enterrados todos juntos. Como tenía la presión del tiempo, había pensado que mejor no complicarse la vida. En una de las curvas de la zanja, justo en la parte de arriba de la pared de tierra, bajo los sacos de arena, sobresalía una mano oscura, los cinco dedos, muy separados, parecían raíces hinchadas de algún hierbajo nocivo. Hicks comentó que esto era asqueroso y durante la tarde hizo que Nifty Jones y Oscar escarbaran algo de tierra e hicieran un montículo sobre la garra. Pero hubo un bombardeo durante la noche y la tierra se desprendió.

—Mire —dijo Jones cuando despertó a su sargento—. Lo primero que he visto cuando ha salido el sol han sido los viejos dedos, agitándose con la brisa. Quiere aire, el Heinie quiere aire, no se va a quedar tapado.

Hicks se levantó y enterró la mano de nuevo él mismo, pero cuando pasó con Claude para la inspección antes del desayuno, los mismos dedos sobresalían de nuevo. La frente del sargento estaba roja e hinchada y juró que si encontraba al hombre al que le gustaba gastar bromas pesadas haría que se la comiera.

El coronel mandó llamar a Claude y a Gerhardt para que fueran a desayunar con él. Había estado hablando por teléfono con los oficiales de Missouri y habían acordado que debían permanecer donde estaban, entre la maleza, por el momento. Los continuos vuelos en círculo de los aviones sobre el bosque parecían indicar que el enemigo estaba preocupado por una fuerza real de la trinchera de Moltke. Era posible que sus exploradores aéreos hubiesen visto a los hombres de Texas regresando, de otro modo, ¿a qué estaban esperando?

Mientras el coronel y los oficiales estaban desayunando, un cabo entró con dos palomas a las que había disparado al amanecer. Una de ellas tenía un mensaje bajo el ala. El coronel desenrolló la pequeña tira de papel y se la pasó a Gerhardt.

—Sí, señor, está en alemán, pero es algún código. Es una canción infantil alemana. Esos aviones de reconocimiento deben de haber dejado exploradores en nuestra retaguardia y están enviando sus informes. Por supuesto, ellos pueden conseguir más información sobre nosotros que los pilotos. Toma, ¿quieres estos pájaros, Dick?

El chico sonrió.

—¡Puede apostar por ello, señor! A lo mejor tengo la oportunidad de freirlas más tarde.

Después del desayuno el coronel fue a inspeccionar la Compañía B en el Boar’s Head. Estaba especialmente contento con el lugar destinado a las ametralladoras en el saliente del Boar’s Snout.

—Creo que tendrán un día tranquilo —les dijo a los hombres—, pero no puedo prometerles una noche tranquila. Tienen que mantenerse firmes aquí dentro, si los Fritz se hacen con este agujero, se harán con nosotros, supongo que lo entienden.

Tuvieron, de hecho, un día tranquilo. Algunos hombres jugaron a las cartas y Oscar leyó su Biblia. La noche también empezó bien. Pero a las cuatro quince todo el mundo se levantó por una alarma de gas. Lanzaron proyectiles de gas durante media hora exacta. Después se liberó la metralla, no el largo y zumbador silbido de los solitarios proyectiles, sino el redoble de las balas, constante y ensordecedor. Un centenar de tormentas eléctricas parecían bramar a la vez, en el aire y sobre el suelo. Bolas de fuego rodaban por todos lados. El alcance era un poco más largo para el Boar’s Head, no se estaban llevando la peor parte, pero treinta metros atrás todo estaba destrozado. Claude no creía que pudiera quedar nadie vivo allí. Una sola ráfaga había matado a seis de sus hombres en la parte de atrás de la zanja donde estaban sacando tierra con las palas para mantener limpia la trinchera de comunicación. Los cuidados terraplenes del capitán Owens fueron gravemente bombardeados.

Claude y Gerhardt se estaban consultando el uno al otro cuando el humo y la oscuridad comenzaron a apoderarse del lívido color que anunciaba la llegada del amanecer. Llegó un mensajero del coronel, los de Missouri todavía no habían llegado y la comunicación telefónica con ellos se había cortado. Temía que los hubiesen perdido con el bombardeo.

—El coronel dice que tiene que enviar a dos hombres allí para traerlos, dos hombres que puedan hacerse cargo si se ven obligados a tomar una decisión.

Cuando el mensajero gritó esta orden, Gerhardt y Hicks se miraron el uno al otro rápidamente y se ofrecieron voluntarios para ir.

Claude dudó. Hicks y David no esperaron su consentimiento, bajaron corriendo la trinchera de comunicación y desaparecieron.

Claude se quedó en el humo que lentamente se estaba poniendo cada vez más gris y les vio irse con una profunda punzada de desesperación que nunca había sentido. Solo un hombre desconcertado que no fuese apto para estar al mando de otros hombres hubiese permitido que su mejor amigo y su mejor oficial asumieran tal riesgo. Estaba allí de pie a cubierto, y sus dos amigos estaban volviendo a través de esa lluvia de acero hacia la zona desde la cual el batallón perdido había informado la última vez. Si les conocía bien, sabía que no iban a perder el tiempo siguiendo el laberinto de trincheras, probablemente estarían, incluso ahora, a campo abierto, corriendo en línea recta a través de la cortina de fuego del enemigo, saltando por encima de las trincheras.

Claude se dio la vuelta y regresó a la zanja. Bueno, pasara lo que pasase, había trabajado con hombres valientes. Había merecido la pena vivir en este mundo para haber conocido a estos hombres. Los soldados, cuando estaban en una situación difícil, a menudo hacían secretas promesas a Dios, y ahora se encontró a sí mismo ofreciendo sus condiciones: si se encargaba de que David volviese, él asumiría el precio, él lo pagaría. ¿Lo había comprendido?

Pasó una hora muy lentamente. Los nervios en tensión, esperando. Desde la parte de arriba de la trinchera de comunicación llegó un tren con municiones y café para el agujero. Los hombres pensaron que el cuartel general se las había arreglado muy bien para llevarles comida caliente a través de esa cortina de fuego. Les llegó un mensaje de mano del coronel: «Estén preparados para cuando cese la descarga».

Claude cogió la nota y se la enseñó al equipo de ametralladoras en el Boar’s Snout. Al volverse, se encontró con Hicks, que llevaba solo la camisa y los pantalones y estaba tan mojado como si acabara de salir del río y salpicado de sangre. Su mano estaba envuelta en un andrajo. Acercó la boca al oído de Claude y gritó:

—Los encontramos. Se habían perdido. Están viniendo. Envíe un mensaje al coronel.

—¿Dónde está Gerhardt?

—Está viniendo, les está acompañando. ¡Dios, ha parado!

El bombardeo cesó con tal brusquedad que se quedaron pasmados. Los hombres en el agujero gritaron y se agacharon como si estuviesen cayendo desde cierta altura. El aire, que se estaba volviendo negro con el humo y sofocante con el olor de los gases y la pólvora ardiente, estaba tan quieto como la muerte. El silencio era como una pesada anestesia.

Claude volvió corriendo al Boar’s Snout para ver si los equipos de ametralladoras estaban preparados.

—¡Despierten, muchachos! ¡Ya saben por qué estamos aquí!

Bert Fuller, que estaba despierto en el puesto de observación, bajó dejándose caer en la trinchera junto a él.

—¡Ya vienen, señor!

Claude le hizo una señal a las ametralladoras. Se abrió fuego a lo largo de toda la zanja. En un momento, se levantó una brisa y las espesas nubes de humo fueron empujadas hasta la retaguardia. Se subió al escalón de tiro para mirar detenidamente. El enemigo se estaba acercando en columnas de ocho en fondo, por la izquierda del Boar’s Head, en largas filas ondeantes que se extendían hasta la trinchera principal. De repente, la avanzada se detuvo. Las filas de hombres que venían corriendo cayeron tras un pliegue del terreno cuarenta y cinco metros por delante y no reaparecieron inmediatamente. A Claude se le ocurrió que podrían estar esperando algo; tenía que ser lo suficientemente inteligente para saber el porqué, pero no lo era. El soldado de comunicaciones del coronel se le acercó.

—En el cuartel general hay un mensajero de los de Missouri. Llegarán en veinte minutos. El coronel les enviará aquí de inmediato. Hasta entonces, tendrá que arreglárselas para aguantar.

—Aguantaremos. Los Fritz se están comportando de un modo extraño. No entiendo sus tácticas…

Mientras hablaba, todo quedó explicado. El Boar’s Snout quedó destruido con una explosión que dividió la tierra y subió como un volcán de humo y llamas. Claude y el mensajero del coronel salieron volando y cayeron bocabajo. Cuando se pusieron de pie, el Boar’s Snout era un cráter humeante lleno de soldados muertos o moribundos. El equipo de ametralladoras de Georgia había desaparecido.

Era por esto por lo que la avanzada de los Hunos había estado esperando tras la cresta. La mina bajo el Boar’s Snout se había hecho, probablemente, hacía mucho tiempo, en una operación durante los meses en los que los Hunos habían tenido la trinchera de Moltke sin que les molestaran. Durante las últimas veinticuatro horas, habían estado metiendo sus explosivos pensando que la guarnición de soldados más poderosa estaría situada allí.

Ahí estaban, venían corriendo. Dependía de los rifles. Los hombres que habían sido noqueados por el impacto volvían a estar todos de pie. Miraban a su oficial inquisitivamente, como si toda la situación hubiese cambiado. Claude sintió que se estaban ablandando ante sus ojos. En un momento, los bombarderos alemanes estarían sobre sus cabezas y ellos se vendrían abajo. Corrió a lo largo de la trinchera señalando los sacos de arena mientras gritaba:

—¡Depende de vosotros, depende de vosotros!

Los fusileros se recompusieron y empezaron a disparar, pero Claude tuvo la sensación de que eran flojos e inseguros, que sus mentes estaban ya de camino a la retaguardia. Si hacían algo, debía ser rápido, y su trabajo con el arma debía ser preciso. Solo un fuego fulminante podría contener… subió al escalón de tiro y salió al parapeto. Sucedió algo inmediatamente: tenía a sus hombres controlados.

—¡Aguantad! ¡Aguantad! —les gritó el alcance a los equipos de fusileros de detrás de él y pudo ver cómo los disparos surtían efecto. A lo largo de toda la línea alemana se tambaleaban y caían. Dieron un pequeño y brusco giro hacia la izquierda y les gritó a los fusileros que hicieran lo mismo, dirigiéndolos con la voz y con las manos. No era solo que desde aquí pudiera corregir el alcance y dirigir el fuego, es que los hombres detrás de él se habían vuelto como rocas. Esa hilera de caras abajo, Hicks, Jones, Fuller, Anderson, Oscar… sus ojos no se apartaban de él jamás. Con estos hombres, él era capaz de hacer cualquier cosa.

El flanco derecho de la línea alemana salió con un giro brusco, apenas veinte metros desde el maltrecho Boar’s Snout, tratando de huir para refugiarse bajo aquella pila de escombros y cuerpos. Una rápida concentración de disparos de rifle los contuvo y la oleada volvió a salir hacia la izquierda. La presencia de Claude en el parapeto no había atraído en absoluto la atención del enemigo al principio, pero ahora las balas empezaron a sonar a su alrededor, dos repiquetearon en su casco y otra le alcanzó en el hombro. La sangre comenzó a gotear por su abrigo, pero no sentía debilidad alguna. Solo sentía una cosa: que estaba al mando de unos hombres estupendos. Cuando David llegara con los refuerzos podría encontrarlos muertos, pero los vería a todos allí. Estaban ahí para quedarse hasta que les llevaran a la tumba. Eran mortales pero invencibles.

Los veinte minutos del coronel debían de haber pasado casi, pensó. No podía apartar los ojos del frente lo suficiente como para poder mirar el reloj de su muñeca… Los hombres detrás de Claude le vieron tambalearse como si hubiese perdido el equilibrio y estuviera tratando de recuperarlo. Entonces se precipitó bocabajo fuera del parapeto. Hicks le cogió del pie y tiró de él hacia abajo. Al mismo tiempo, los de Missouri subieron corriendo y gritando por la trinchera de comunicación. Pusieron sus ametralladoras encima de los sacos de arena y entraron en acción sin ningún movimiento innecesario.

Hicks, Bert Fuller y Oscar llevaban a Claude hacia el Boar’s Snout para dejar espacio al apoyo que estaba entrando a raudales. No estaba sangrando mucho. Les sonrió como si les fuera a hablar, pero sus ojos habían perdido ligeramente el color. Bert abrió su camisa de un tirón, había tres claros agujeros de bala. Cuando volvieron a mirarle, la sonrisa había desaparecido… La esencia de lo que era Claude se había desvanecido. Hicks limpió el sudor y el humo de la cara de su oficial.

—¡Gracias a Dios que nunca se lo dije! —dijo—. ¡Gracias a Dios!

Bert y Oscar sabían qué quería decir. Gerhardt había volado por los aires a su lado cuando corrían a través de la cortina de fuego del enemigo para encontrar a los de Missouri. Estaban corriendo juntos cruzando el campo abierto sin poder ver demasiado por el humo. Tropezaron con una sección de alambrada abandonada sobre una vieja trinchera. David dio un giro hacia la derecha y le hizo señales a Hicks para que lo siguiera. No estaban ni a diez metros el uno del otro cuando impactó el proyectil. Entonces el sargento Hicks corrió solo.