Cuando los supervivientes de la Compañía B sean viejos y estén hablando de los buenos tiempos se dirán los unos a los otros: «¡Ah, esa semana que pasamos en Beaufort!». Cerrarán los ojos y verán un pequeño pueblo sobre una pequeña loma, perdido en el bosque, cubierto de robles y castaños y nogales negros… enterrado en el color del otoño, las calles inundadas de las hojas del otoño, grandes ramas entrelazadas sobre los tejados de las casas, pozos de agua fresca que sabía a musgo y raíces de árbol. Verán figuras recorrer las calles de un lado a otro, ellos mismos jóvenes y bronceados y bien proporcionados, y a compañeros, muertos hace mucho pero todavía vivos en ese lejano pueblo. ¡Cómo desearán poder recorrer aquello de nuevo; noches y días en el barro y la lluvia arrastrando sus pies doloridos hasta el interior de sus viejos alojamientos en Beaufort! Hundirse en esas amplias camas de plumas y dormir durante un día entero mientras las ancianas les lavaban y secaban sus ropas; comer estofado de conejo y pommes frites en el jardín, estofado de conejo hecho con vino tinto y castañas. ¡Ah, ya no volverán aquellos tiempos!
Tan pronto como el capitán Maxey y los heridos comenzaron su largo viaje hasta la retaguardia, llevados por los prisioneros, toda la compañía se fue a dormir durante doce horas, todos menos el sargento Hicks, que se sentó en la casa que daba a la plaza, junto al cuerpo de su amigo.
Al día siguiente los americanos volvieron a la vida como si fueran hombres nuevos, hombres que acabaran de ser creados en un mundo nuevo. Y la gente del pueblo volvió a la vida… ¡Entusiasmo, un cambio, algo que anhelar por fin! Una nueva bandera llena de estrellas, le drapeau étoilé, ondeando junto a su bandera tricolor en la plaza. Al atardecer los soldados se pusieron en formación detrás de la bandera y cantaron La bandera tachonada de estrellas, el himno nacional, con las cabezas descubiertas. Los ancianos les observaban desde el vano de las puertas. Los americanos fueron los primeros en cantar Madelon[39] en Beaufort. El hecho de que el pueblo no hubiese oído nunca esta canción, que los niños se pusieran a su alrededor suplicando que la cantaran «Chantez-vou la Madelon!» hizo que los soldados se dieran cuenta de lo tremendamente alejados y aislados del mundo que habían estado los habitantes de este pueblo. La ocupación alemana era como una sordera que nada podía atravesar salvo sus propias y arrogantes tonadas marciales.
Antes de que Claude saliera de la cama tras su primer sueño largo, un mensajero llegó de parte del coronel Scott notificándole que estaba al cargo de la compañía hasta nueva orden. Los prisioneros alemanes habían enterrado a sus propios muertos y habían cavado las tumbas para los americanos antes de que los enviaran a la retaguardia. Claude y David fueron alojados al final del pueblo, con la mujer que le había dado al capitán Maxey la primera información, cuando entraron el día anterior por la mañana. Su anfitriona les contó, durante su almuerzo, que la anciana a la que dispararon en la plaza y la niña iban a ser enterradas esa tarde. Claude decidió que el funeral de los americanos fuera al mismo tiempo. Pensó en pedirle al sacerdote que dijera una oración ante las tumbas, así que él y David salieron bajo la brillante y susurrante luz del sol de otoño a buscar la casa del cura. Estaba junto a la iglesia, con un jardín de altos muros detrás. Sobre el tirador del timbre, en la pared de fuera, había un cartón que ponía: «Tirez fort», tirar fuerte.
El propio cura salió a recibirlos, un anciano que parecía tan débil como su timbre. Estaba de pie con su sayo negro, con las manos colocadas sobre su pecho para evitar que le temblaran y, de hecho, parecía muy mayor, deshecho, sin esperanza, como si estuviera harto de este mundo y hubiera acabado toda relación con él. En ninguna parte de toda Francia había visto Claude una cara tan triste como la suya. Sí, diría una oración. Era mejor tener un entierro cristiano y estaban lejos de casa, ¡pobres muchachos! David le preguntó si el mando alemán había sido muy opresivo, pero el anciano no dio una respuesta clara y sus manos comenzaron a agitarse de forma tan incontrolada sobre su sotana que se marcharon para librarle de la vergüenza.
—Parece que se le ha ido un poco la cabeza, ¿no crees? —comentó Claude.
—Supongo que la guerra le ha agotado. ¿Cómo podrá celebrar una misa con sus manos temblando de esa manera? —mientras atravesaban los escalones de la iglesia, David tocó el brazo de Claude y señaló a la plaza—. Mira, ¡todos los soldados tienen chica ya! ¡Algunos han salido con la gorra de faena! ¡Había supuesto que todos se habían deshecho de ella!
Aquellos que no tenían gorra llevaban el casco bajo el brazo, en una actitud de exagerada galantería, hablando con las mujeres, quienes parecían tener intereses en el extranjero. Algunas de ellas les dejaban llevar sus cestas. Un soldado le estaba dando una vuelta sobre su espalda a una jovencita que estaba encantada.
Después del funeral, cada hombre de la compañía encontró alguna comprensiva mujer con la que hablar sobre sus compañeros caídos. Todas las flores del jardín y coronas de flores en Beaufort habían sido llevadas y colocadas sobre las tumbas de los americanos. Cuando el pelotón hizo los disparos de homenaje y sonó la corneta, las mujeres y sus madres comenzaron a llorar. El pobre Willy Katz, por ejemplo, nunca hubiera podido tener un funeral así en South Omaha.
A la noche siguiente los soldados empezaron a enseñar a las chicas a bailar el Pas Seul y el Fausse Trot. Habían encontrado un viejo violín en el pueblo y Oscar, el sueco, rasgaba sus cuerdas. Bailaron cada noche. Claude vio que estaban pasando muchas cosas y les sermoneó en el desfile, pero se dio cuenta de que debería regañar también a los gorriones: este era un pueblo con varios centenares de mujeres y solo las abuelas tenían maridos. Todos los hombres estaban en el ejército, no habían vuelto a casa de permiso desde que los alemanes tomaron el lugar. Las chicas habían estado encerradas durante cuatro años con jóvenes que las codiciaban incesantemente y a quienes debían burlar constantemente. La situación había sido intolerable, y prolongada. Los americanos se encontraron en la misma situación que Adán en el jardín.
—¿Sabía, señor —dijo Bert Fuller sin aliento mientras alcanzaba a Claude en la calle después del desfile—, que estas chicas encantadoras tenían que salir a los campos a trabajar, cultivando las cosas que se comían esos cerdos? Sí, señor, tenían que trabajar en los campos, con centinelas alemanes. ¡Salían por la mañana y volvían por la noche, como convictos! Seguro que está en nuestra mano hacer que se lo pasen bien ahora.
Uno no podía caminar por la noche sin encontrarse parejas rezagadas por las polvorientas calles y caminos. Los chicos habían perdido la timidez de intentar hablar francés. Afirmaban que podían arreglárselas en Francia con tres verbos y todos, felizmente, de la primera conjugación: manger, aimer, payer, comer, amar y pagar, ¡suficiente! Llamaban a Beaufort «nuestro pueblo» y a ellos los llamaban «nuestros americanos». Iban a volver después de la guerra y casarse con las chicas ¡y levantar una planta depuradora!
—¡Chez moi, señor! —le gritó Bill Gates a Claude y le saludaba con una mano ensangrentada mientras despellejaba conejos delante la puerta de su alojamiento—. ¡Las bajas de conejos están aumentando en el pueblo esta semana!
—Sabes, Wheeler —comentó David una mañana mientras se afeitaban—, creo que Maxey regresaría aquí caminando sobre una sola pierna si supiera de estas excursiones al bosque en busca de setas.
—Quizá.
—¿No piensas poner fin?
—¡Yo no! —dijo Claude agitado, llevando las comisuras de su boca hasta una sonrisa forzada—. Si las chicas, o la gente, vienen a quejarse, entonces intervendré. En otro caso, no. He reflexionado sobre ello.
—Ah, las chicas… —se rio suavemente David—. Bueno, el caso es adquirir cierto gusto por las setas. No las consiguen en su país, ¿verdad?
Cuando, después de ocho días, los americanos recibieron órdenes de marchar, la tristeza inundó cada casa. En su última noche en el pueblo, los oficiales recibieron apremiantes invitaciones para el baile en la plaza. Claude fue durante un rato y se quedó mirando. David estaba bailando todos los bailes, pero a Hicks no se le veía por ningún lado. El pobre había estado alejado de todo. Claude fue hasta la iglesia para ver si, abatido, estaba en el cementerio.
Allí, mientras lo recorría, Claude se detuvo a mirar una tumba apartada de las demás bajo una alheña, con hojas mustias y una pequeña bandera francesa encima. La anciana con la que estaban les había contado la historia de esa tumba.
La sobrina del cura estaba enterrada allí. Era la muchacha más hermosa de Beaufort, al parecer, y tuvo una historia de amor con un oficial alemán que trajo la vergüenza al pueblo. Era un joven bávaro que se alojaba con esta misma anciana que les había contado la historia. Ella decía que era un joven agradable, guapo y amable, y solía pasar levantado la mitad de la noche en el jardín con la cabeza entre las manos, enfermo de nostalgia, enfermo de amor. Siempre estaba rondando a esta Marie Louise, nunca la presionó pero siempre estaba allí, como si brotara de la tierra que ella pisaba, según les había dicho la anciana. La joven odiaba a los alemanes, como el resto, y lo despreciaba. Fue enviado al frente y luego regresó, enfermo y casi sordo, tras una de las matanzas en Verdún, y se quedó durante mucho tiempo. Esa primavera, corría el rumor de que una mujer se encontraba con él por la noche en el cementerio. Los alemanes habían tomado la zona de detrás de la iglesia para hacer su propio cementerio y lindaba con la pared del jardín del cura. Cuando la mujer salía a los campos para plantar las semillas, Marie Louise solía escabullirse del resto para ir a ver a su bávaro en el bosque. Las chicas ya lo sabían con certeza por entonces y la trataban con desdén, pero nadie era lo suficientemente valiente como para decirle nada al cura. Un día, cuando estaba con el bávaro en el bosque, levantó el revólver del oficial del suelo y se pegó un tiro. Era una francesa de corazón, según dijo su anfitriona.
—¿Y el bávaro? —le preguntó Claude a David después. La historia se había vuelto tan complicada que no pudo seguirla.
—Él la justificó y sin demora cogió la misma pistola y se metió un tiro en la sien. Su ordenanza, situado al borde de los matorrales para vigilar, oyó el primer disparo y corrió hacia ellos. Vio al oficial coger la pistola humeante y apuntar hacia sí mismo. Pero el Kommandant no podía creer que uno de sus oficiales tuviera tales sentimientos. Abrió una enquête, una investigación, arrastró a la madre de la joven y al tío hasta el tribunal y trató de probar que había una conspiración entre ellos y la joven para que sedujera y matara al oficial alemán. Obligaron al ordenanza a contar la historia completa, cuándo y cómo empezaron a verse. Aunque no fue muy delicado con los detalles que estaba divulgando, se mantuvo fiel a su declaración de haber visto al teniente Muller dispararse a sí mismo, con su propia mano, y el Kommandant no pudo probar su versión. El viejo cura no supo nada de esto hasta que lo airearon en el tribunal militar. Marie Louise había vivido en su casa desde que era una niña y era como una hija para él. Tuvo un ataque o algo parecido y ha estado así desde entonces. Los amigos de la joven la perdonaron y cuando fue enterrada en una apartada tumba, junto al seto, empezaron a llevarle flores. El Kommandant puso un affiche, un cartel, prohibiendo a todo el mundo que decorase la tumba. Aparentemente, durante la ocupación alemana, nada causó más conmoción que la pobre Marie Louise.
Habría conmovido a cualquiera, reflexionó Claude. Solo estaba su pequeña y solitaria tumba y la sombra del seto de alheña cayendo sobre ella. Allí, a los pies del jardín del cura, estaba el cementerio de los alemanes, con pesadas cruces de cemento, algunas de ellas con largas inscripciones, versos de sus poetas y pareados sacados de viejos himnos. El teniente Muller estaba probablemente en algún lugar de por allí. Era extraño cómo su historia destacaba en un mundo de sufrimiento. Ese era un tipo de desgracia en la que nunca antes le había dado por pensar, pero debió de ocurrir lo mismo una y otra vez en el territorio ocupado. Nunca olvidaría las manos del cura, sus apagados ojos llenos de sufrimiento.
Claude reconoció a David cruzando la acera enfrente de la iglesia y regresó para encontrarse con él.
—¡Hola! Te había confundido con Hicks al principio. Pensé que podría estar por aquí —David se sentó sobre los escalones y encendió un cigarrillo.
—Lo mismo pensé yo. Salí a buscarlo.
—Ah, espero que haya encontrado algún hombro sobre el que llorar. ¿Te das cuenta, Claude, de que tú y yo somos los únicos hombres de la compañía que no se han comprometido? Algunos de los hombres casados se han comprometido dos veces. Menos mal que nos tenemos que retirar, si no, tendríamos amonestaciones y un gran número de bautizos de los que hacernos cargo.
—De todas maneras —murmuró Claude—, me gustan las mujeres de este país, las que he visto hasta ahora.
Mientras se sentaron a fumar en silencio, su mente regresó a la tranquila escena que había observado desde los escalones de esa otra iglesia, en su primera noche en Francia, la muchacha bajo la luz de la luna, inclinada sobre su soldado enfermo.
Cuando caminaban de vuelta cruzando la plaza haciendo crujir las hojas, el baile estaba terminando. Oscar estaba tocando Home, Sweet Home como el último vals.
—Le dernier baiser —dijo David—, el último beso. Bueno, mañana nos habremos marchado y lo más probable es que no volvamos a pasar por aquí.