XVI

El batallón tuvo un descanso de veinticuatro horas en la trinchera Rupprecht y después continuaron durante cuatro días y cuatro noches, asaltando trincheras, capturando patrullas, durmiendo solo unas pocas horas, echados a los lados de la carretera mientras les preparaban la comida. Acosaban al enemigo después de que se retirara y se quedaron casi agotados. Lo que sí agotaron fueron sus provisiones. Durante la cuarta noche, cuando se encontraron con una granja que había sido un cuartel general alemán, los suministros con los que tenían que haberse encontrado allí no habían llegado y se fueron a la cama sin cenar.

La casa de esta granja, que por alguna razón los prisioneros llamaban la granja Frau Hulda, era un nido de cables telefónicos: cientos de ellos recorrían las paredes, en todas direcciones. El coronel cortó todos los que pudo encontrar y luego puso un guardia para vigilar al viejo campesino que había sido dejado al cargo de la casa, con la sospecha de que le estaba pagando el enemigo.

Al final el coronel Scott se metió en la cama del cuartel general, grande y llena de bultos, la primera que veía desde que había dejado Arras. No había dormido más de dos horas cuando un mensajero llegó con órdenes del coronel del regimiento. Claude estaba en una cama del desván entre Gerhardt y Bruger. Sintió que alguien le zarandeaba, pero resuelto a no ser molestado continuó durmiendo plácidamente. Entonces alguien le tiró del pelo, tan fuerte que se incorporó. El capitán Maxey estaba de pie sobre la cama.

—Vengan conmigo, muchachos, órdenes de los cuarteles generales del regimiento. El batallón tiene que dividirse aquí. Nuestra compañía tiene que continuar cuatro kilómetros esta noche y tomar la ciudad de Beaufort.

Claude se levantó.

—Los hombres están completamente agotados, capitán Maxey, y no cenaron.

—Sobre eso no se puede hacer nada. Dígales que tenemos que estar en Beaufort para el desayuno.

Claude y Gerhardt salieron hacia el granero y levantaron a Hicks y a su amigo, Dell Able. Los hombres estaban dormidos sobre la paja seca, por primera vez en diez días. Estaban exhaustos, perdidos en el tiempo y el espacio. Muchos de ellos ya estaban a cuatro mil millas de distancia, esparcidos entre pequeños pueblos y granjas en la pradera. Ofrecían un aspecto miserable mientras el grupo se iba reuniendo, dando tumbos en la oscuridad.

Después de que el coronel hubiese repasado el mapa con el capitán Maxey, salió y vio a la compañía reunida. No iba a ir con ellos, les dijo, pero esperaba que dieran lo mejor de sí mismos. Una vez en Beaufort, tendrían una semana de descanso, dormirían bajo una colcha y vivirían entre la gente durante un tiempo.

Los hombres se pusieron en camino, algunos con los ojos cerrados, tratando de creer que aún estaban dormidos, tratando de volver a tener sus agradables sueños de nuevo mientras marchaban. No se despertaron del todo hasta que la avanzada dio el alto a una patrulla de Hunos y les envió hasta el coronel bajo la vigilancia de un soldado. Cuando habían avanzado dos kilómetros, se encontraron con que el puente había sido volado. Claude y Hicks fueron en una dirección a buscar un vado; Bruger y Dell Able en la otra, y el resto de los hombres se tumbaron a los lados de la carretera y se durmieron profundamente. Justo al amanecer llegaron a las afueras de un pueblo, silencioso y en calma.

El capitán Maxey no tenía información sobre cuántos alemanes podrían quedar en el pueblo. Lo habían ocupado desde el principio de la guerra y lo habían usado como un campamento de descanso. No había habido ningún enfrentamiento allí.

En la primera casa de la carretera, el capitán se detuvo y aporreó la puerta. Sin respuesta.

—Somos americanos y debemos ver a la gente de la casa. Si no abren, tendremos que echar la puerta abajo.

Una voz de mujer gritó:

—No hay nadie aquí. Váyase, por favor, y llévese a sus hombres. Estoy enferma.

El capitán llamó a Gerhardt, que empezó a darle explicaciones y a tranquilizarla a través de la puerta. Se abrió ligeramente y una anciana con un camisón se asomó a mirar y un anciano rondaba por detrás de ella. Ella miró asombrada a los oficiales, sin comprender. Eran los primeros soldados aliados que había visto jamás. Había oído a los alemanes hablar de americanos, pero pensó que era una de sus mentiras, según dijo. Una vez convencida, dejó que los oficiales entraran y contestó a sus preguntas.

No, no quedaban Boches en su casa. Habían recibido órdenes de marcharse dos días antes y habían volado el puente. Se estaban concentrando en algún lugar del este. No sabía cuántos quedaban aún en el pueblo, ni dónde estaban, pero le podía decir al capitán dónde habían estado. Sacó triunfante un mapa del pueblo, que según dijo, con una sonrisa cargada de significado, había perdido un oficial alemán, donde estaban marcados los alojamientos.

Con esto para guiarlos, el capitán Maxey y sus hombres continuaron subiendo la calle. Cogieron a ocho prisioneros en un sótano y a diecisiete en otro. Cuando los habitantes del pueblo vieron a los prisioneros amontonados en la plaza, salieron de sus casas y empezaron a dar información. Esta limpieza, comentó Bert Fuller, era como coger peces en el río Platte cuando las aguas estaban bajas, ¡simplemente sacándolos con un cubo! No había ninguna diversión en ello.

A las nueve en punto, los oficiales estaban reunidos en la plaza delante de la iglesia, comprobando en el mapa las casas que habían sido registradas. Los hombres estaban bebiendo café y comiendo pan recién hecho en la panadería. La plaza estaba llena de gente que había salido a verlo con sus propios ojos. Algunos creían que la liberación había llegado y otros sacudían la cabeza y se contenían, con la sospecha de que fuera otro truco. Una multitud de niños estaba corriendo por todos lados, haciéndose amigos de los soldados. Una niña de rizos rubios y un limpio vestido blanco se había acercado a Hicks y estaba comiendo chocolate del bolsillo de él. Gerhardt estaba negociando con el panadero otra hornada de pan. El sol brillaba, para variar, todo tenía un aspecto alegre. Este pueblo parecía estar abarrotado de chicas, algunas de ellas muy hermosas y todas muy simpáticas. Los hombres, que tenían un aspecto tan demacrado y triste cuando les había sorprendido el amanecer a la entrada del pueblo, ahora empezaron a cuadrar los hombros y sacar pecho. Estaban sucios y cubiertos de barro, pero como Claude le comentó al capitán, realmente tenían el aspecto de hombres aseados.

De repente, un disparo resonó entre la charla y una anciana con una gorra blanca chilló y cayó sobre el pavimento, rodaba sobre sí misma soltando golpes de forma indecorosa con ambas manos y pies. Un segundo estadillo: la niña que estaba de pie junto a Hicks, comiendo chocolate, sacó las manos, corrió unos pasos y cayó, la sangre y el cerebro rezumando de su pelo dorado. La gente empezó a chillar y a correr. Los americanos miraban en un sentido y otro, preparados para ponerse a cubierto, pero sin saber dónde. Otro tiro y el capitán Maxey cayó sobre una rodilla, se puso rojo de ira y se levantó de un salto solo para volver a caer, blanco ceniciento, con la pernera del pantalón tiñéndose de rojo.

—¡Allí esta, a la izquierda! —gritó Hicks señalando. Lo veían ahora. De una casa cerrada, a cierta distancia, bajando una calle que salía de la plaza, estaba saliendo humo. Flotaba delante de una de las ventanas del piso de arriba. El ordenanza del capitán tiró de él hasta una vinatería. Claude y Gerhardt, seguidos por sus hombres, corrieron calle abajo y derribaron la puerta para entrar. Los dos oficiales fueron recorriendo las habitaciones del primer piso mientras Hicks y su amigo fueron directos a una escalera tras una puerta en la parte de atrás de la casa. Al llegar al pie de la escalera, fueron recibidos por una lluvia de disparos de rifle y dos de los hombres fueron abatidos. Cuatro alemanes estaban posicionados en lo alto de la escalera.

Los americanos no lograron saber si fueron sus balas o sus bayonetas las que llegaron antes hasta los Hunos, no fueron conscientes de haber estado subiendo hasta que estuvieron allí. Cuando Claude y David llegaron al descansillo, la brigada estaba limpiando sus bayonetas y cuatro cuerpos grises estaban apilados en una esquina.

Bert Fuller y Dell Able bajaron corriendo el estrecho vestíbulo y abrieron de golpe la puerta de la habitación en el piso que daba a la calle. Dos disparos y Dell Able regresó con la mandíbula destrozada y la sangre saliendo a chorros del lado izquierdo de su cuello. Gerhardt lo cogió y trató de cerrarle la arteria con los dedos.

—¿Cuántos hay ahí dentro, Bert? —gritó Claude.

—¡No lo puedo ver. Tenga cuidado, señor! ¡No podrán cruzar esa puerta más de dos al mismo tiempo!

La puerta estaba aún abierta al final del pasillo. Claude bajó los escalones hasta que pudo mirar a lo largo del suelo del corredor, hacia el salón. Las contraventanas estaban cerradas allí dentro y la luz del sol entraba a través de los listones. En medio de la sala, entre la puerta y las ventanas, había un arcón muy alto con cajones y un espejo en la parte de arriba. En el estrecho espacio entre la parte de abajo de este mueble y el suelo pudo ver un par de botas. Era posible que hubiera un solo hombre en la habitación, disparando desde este fuerte móvil, aunque podía haber más escondidos en las esquinas.

—Hay un solo tipo ahí dentro, creo. Está disparando desde detrás de una gran cómoda en medio de la habitación. Vamos, uno de vosotros, tenemos que entrar ahí y cogerlo.

Willy Katz, el austriaco de la envasadora de Omaha, dio un paso al frente y se colocó a su lado.

—A ver, Willy, entraremos los dos ahí a la vez, tú salta hacia la derecha y yo iré a la izquierda y uno de nosotros le atravesará con la bayoneta. No puede disparar en las dos direcciones a la vez. ¿Estás preparado? Bien, ¡ahora!

Claude pensó que él estaba tomando la posición más peligrosa pero el alemán probablemente razonó que el hombre importante vendría por la derecha. Cuando los dos americanos cruzaban a toda velocidad la puerta, él disparó. Claude le alcanzó en la espalda con su bayoneta, debajo del omóplato, pero Willy Katz se llevó una bala en el cerebro, a través de uno de sus azules ojos. Se desplomó y nunca más se movió. El oficial alemán disparó su revólver de nuevo mientras caía gritando en inglés, un inglés sin acento extranjero:

—¡Cerdo, vuélvete a Chicago! —entonces empezó a asfixiarse con la sangre.

El sargento Hicks entró corriendo y le disparó al hombre moribundo en la sien. Nadie lo detuvo.

El oficial era un hombre alto, cubierto de medallas y condecoraciones, debió de haber sido muy atractivo. Su ropa y sus manos estaban tan blancas como si fuese a un baile. Sobre la cómoda había una lima, crema y un pulidor con los que había mantenido las uñas tan rosadas y suaves. Tenía un anillo con un rubí, bellamente tallado, en el dedo meñique. Bert Fuller lo desenroscó hasta sacarlo y se lo ofreció a Claude. Este sacudió la cabeza. Esa frase en inglés le había desconcertado. Bert le tendió el anillo a Hicks, pero el sargento tiró su revólver y soltó:

—¿Crees que voy a tocar algo suyo? ¡Esa preciosa niña y mi amigo… está peor que muerto, Dell está… peor! —les dio la espalda a sus compañeros de forma que no pudieran verle llorar.

—¿Me lo puedo quedar yo, señor? —preguntó Bert.

Claude asintió con la cabeza. David había entrado y estaba abriendo las contraventanas. Claude estaba pensando que este oficial tenía un aspecto muy distinto al de los pobres prisioneros que habían sacado como renacuajos de los sótanos. Uno de los hombres cogió una estupenda bata de seda de encima de la cama, el otro señaló un joyero lleno de plata martillada. Gerhardt dijo que era plata rusa, este hombre debía de venir de la frontera del este. Bert Fuller y Nifty Jones estaban registrando los bolsillos del oficial. Claude los observaba y pensaba que lo estaban haciendo bien. No tocaron sus medallas, pero su pitillera de oro y el reloj de platino haciendo aún tictac en su muñeca no los iba a necesitar más. Alrededor del cuello, llevaba una delicada cadena de la que colgaba un guardapelo y dentro había un retrato, no de una hermosa mujer como el romántico Bert esperaba cuando lo abrió, sino el de un hombre joven pálido como la nieve con unos desdibujados ojos color azul nomeolvides.

Claude lo estudió mientras comentaba:

—Parece un poeta o algo. Probablemente un hermano pequeño que muriese al principio de la guerra.

Gerhardt lo cogió y lo miró con una expresión de desdén.

—Probablemente. Toma, deja que se lo quede, Bert —tocó a Claude en el hombro para llamar su atención sobre la incrustación en la empuñadura del revólver del oficial.

Claude se dio cuenta de que David lo miraba como si estuviera muy contento con él, parecía, de hecho, como si algo agradable hubiera sucedido en esa habitación, cuando, Dios lo sabía, no había sido así; una habitación en la que encontraron, al darse la vuelta, un enjambre de moscas negras que se estremecía con gula sobre las manchas que el cuerpo de Willy Katz había dejado en el suelo. Claude había notado más de una vez que cuando David tenía una idea interesante o sufría la fuerte punzada de un recuerdo, se convertía, durante un instante, en alguien bastante cruel. En ese momento tenía la sensación de que ese destello de buen ánimo de Gerhardt estaba de alguna manera conectado con él: ¿era porque había entrado con Willy? ¿Habría tenido David alguna duda de su coraje?