XV

Cuando Claude y David se reunieron con su batallón el veinte de septiembre, el final de la guerra parecía más lejano que nunca. El ejército americano no sabía que Bulgaria había caído y su conocimiento de los asuntos de Europa era tan escaso que esto, si se hubieran enterado, habría significado muy poco para ellos. El ejército alemán todavía tenía el norte y el este de Francia y nadie podía decir cuánta vitalidad quedaba en ese cuerpo en expansión.

El batallón entró en Arras en tren. El teniente coronel Scott tenía órdenes de dirigirse a la estación terminal y después avanzar a pie hacia el Argonne.

Los coches estaban abarrotados y el viaje en tren fue largo y agotador. Se bajaron del tren por la noche, bajo la lluvia, en lo que, según dijeron los hombres, parecía ser el punto de partida. No había ningún pueblo y la estación de tren había sido bombardeada el día antes por una flota aérea que había salido para hacer explotar la munición de la artillería. Un montículo de ladrillos y hoyos llenos de agua indicaban por dónde había pasado. El coronel envió a Claude con una patrulla para buscar algún lugar donde los hombres pudiesen dormir. La patrulla dio con un campo de fardos de paja y, al final del campo, se encontraron con una granja negra.

Claude subió y golpeó la puerta. Silencio. Continuó golpeando y gritando:

—¡Los americanos están aquí!

Se abrió una contraventana. El granjero sacó la cabeza y preguntó con brusquedad qué era lo que querían:

—¿Qué, ahora?

Claude le explicó con su mejor francés que un batallón de soldados americanos acababa de llegar y que si podrían dormir en sus campos si no destruían los fardos.

—Claro —contestó el granjero y cerró la ventana.

Esa única palabra, saliendo de la oscuridad en un lugar tan poco prometedor, provocó una gran alegría entre la patrulla, y entre los hombres cuando se les repitió.

—Claro, ¿eh? —continuaban riéndose por ello mientras batían los campos y escarbaban entre la paja. Aquellos que no pudieron meterse dentro de la paja se tumbaron sobre los rastrojos embarrados. Estaban dormidos antes de que pudieran lamentarse.

El granjero salió para ofrecerles su establo a los oficiales y para rogarles que bajo ningún concepto encendiesen una luz. No les habían molestado nunca ahí con bombardeos aéreos hasta el día anterior y debió de ser porque los americanos estaban viniendo y enviando su munición.

Gerhardt, que fue llamado para que hablara con él, le contó al granjero que el coronel debía estudiar su mapa y para ello el hombre les llevó abajo, al sótano, donde dormían los niños. Antes de tumbarse en la cama de paja que su ordenanza le había hecho, el coronel seguía contando los nombres y los kilómetros con sus dedos. Para los oficiales como el coronel Scott los nombres de los lugares constituían una de las dificultades de la guerra. Su mente funcionaba despacio, pero siempre estaba centrada en su trabajo y podía estar sin dormir durante más horas seguidas que cualquiera de sus oficiales. Esa noche apenas se había tumbado cuando un centinela trajo a un mensajero con un comunicado. El coronel tuvo que ir al sótano de nuevo para leerlo. Tenía que encontrarse con el coronel Harvey en la granja Prince Joachim, tan pronto como fuera posible, al día siguiente por la mañana. El mensajero haría de guía.

El coronel se sentó con los ojos puestos en su reloj e interrogó al mensajero sobre la carretera y el tiempo que les llevaría cruzar el terreno.

—¿Cómo están los ánimos de los Fritz allí arriba, en general?

—Según lo que ocurra, señor. Algunas veces cazamos alguna patrulla nocturna de doce o quince y les enviamos a la retaguardia bajo la custodia de un solo hombre. En cambio, otras veces, un pequeño grupo de Heinies lucha como el diablo. Dicen que depende de qué parte de Alemania vengan, los bávaros y los sajones son los más valientes.

El coronel Scott esperó durante una hora y entonces fue zarandeando a sus oficiales para despertarlos.

—Sí, señor —el capitán Maxey se puso de pie de un salto como si le hubieran cogido en un acto vergonzoso. Llamó a sus sargentos y empezaron a sacudir a los hombres para que salieran de los fardos de paja y los charcos. En media hora estaban de camino.

Esta era la primera marcha del batallón por carreteras realmente malas en las que caminar era cuestión de fuerza y de mantener el equilibrio. Pronto entraron en calor, por lo menos, hizo que continuaran sudando. El peso de sus equipos se colocaba continuamente en el sitio equivocado. Sus ropas húmedas tiraban de ellos hacia atrás, sus mochilas se enroscaban y se les clavaban en los hombros. Claude y Hicks empezaban a preguntarse el uno al otro cómo debió de ser en el auténtico barro, arriba en Ypres y Passchendaele, dos años antes. Hicks había estado entrenando en Arras la semana anterior, donde muchos Tommies estaban «descansando» de la misma manera, y traía historias que contar.

El batallón llegó a la granja Joachim a las nueve en punto. El coronel Harvey no había subido todavía, pero el viejo Julio César estaba allí con sus ingenieros y tenía un desayuno caliente preparado para ellos. A las seis en punto de la tarde volvieron a coger la carretera de nuevo, marchando hasta el amanecer, con breves descansos. Durante la noche capturaron a dos patrullas de Hunos, un grupo de treinta hombres. En la parada para el desayuno, los prisioneros querían ayudar en algo, pero el cocinero dijo que estaban tan mugrientos que solo su olor haría que el estofado se estropeara. Ellos mismos salieron en grupo fuera, a una buena distancia de la fila de la comida.

Fue Gerhardt, por supuesto, el que tuvo que ir a interrogarles. Claude se sentía mal por los prisioneros, estaban tan dispuestos a contar lo que sabían y muy ansiosos por resultar simpáticos; empezaron a hablar de sus parientes en América y dijeron alegremente que ellos mismos iban a ir allí, después de la guerra —¡parecían no tener ninguna duda de que todo el mundo se alegraría de verlos!

Le rogaron a Gerhardt que se les permitiese hacer algo. ¿No podrían cargar con el equipo de los oficiales durante la marcha? No, estaban demasiado llenos de chinches, relevarían al pelotón sanitario. Oh, estarían encantados de hacerlo, Herr Offizier!

El plan era llegar hasta la trinchera de Rupprecht y tomarla antes del anochecer. Fue fácil tomarla: vacía a excepción de las alimañas y los hombres descartados: una docena heridos y enfermos, abandonados por el enemigo para deshacerse de ellos, y varios jóvenes estúpidos que deberían haber sido encerrados en alguna institución. Los Fritz habían aprendido lo que significaba que sus patrullas no regresaran. Habían evacuado dejando tras de sí a los enfermos sin esperanza y toda la mugre posible. Los refugios subterráneos estaban bastante secos pero tan llenos de bichos que los americanos prefirieron dormir en el barro, al aire libre.

Después de la cena los hombres cogieron sus mochilas y comenzaron a aligerar su peso tirando lo que no era necesario y otro tanto que sí lo era. Muchos de ellos abandonaron los nuevos abrigos que se les habían proporcionado en la estación terminal; otros les cortaban la parte de abajo y los convertían en chaquetas. El capitán Maxey estaba horrorizado ante estos estragos, pero el coronel le aconsejó que cerrara los ojos.

—Tienen ante ellos un camino difícil, déjeles que viajen más ligeros. Si prefieren enfrentarse al frío, tienen derecho a elegir.