Gerhardt y Claude Wheeler se apearon de un taxi ante las puertas abiertas de una casa de tejado a cuatro aguas y aspecto sólido, con todas las contraventanas delanteras cerradas y las copas de muchos de los árboles asomando por encima de la pared del jardín. Cruzaron un patio adoquinado y llamaron a la puerta. Un viejo criado dejó entrar a los jóvenes y les llevó a través de un amplio recibidor hasta el salón, que daba al jardín. Madame y mademoiselle bajarían enseguida. David fue hasta uno de los amplios ventanales y miró al exterior.
—Lo han conservado, a pesar de todo. Siempre fue muy agradable estar aquí.
El jardín era espacioso, como un pequeño parque. En un lado estaba la pista de tenis; en el otro, una fuente con un estanque y nenúfares. La pared del norte estaba oculta tras unos viejos tejos; al sur, dos filas de plátanos, cortados de forma cuadrada, creaban un largo cenador. En la parte de atrás del jardín había unos estupendos y viejos tilos. Los caminos de grava se enroscaban alrededor de arriates de maravillosas flores de otoño. En la rosaleda, pequeñas rosas blancas estaban floreciendo todavía, aunque las hojas ya estaban rojas.
Dos mujeres entraron en el salón principal. La madre era bajita, rolliza y sonrosada, con rasgos muy marcados, casi masculinos, y el pelo blanco amarillento. Las lágrimas brillaron en sus ojos cuando David se inclinó para besar su mano y ella le abrazó y le dio un beso en cada mejilla.
—Et vous, vous aussi! —murmuró, tocando el abrigo de su uniforme con los dedos. Hubo tan solo un instante de debilidad. Ella se recompuso como un viejo general, pensó Claude mientras permanecía de pie observando al grupo desde la ventana, tiró de su hija hacia delante y le preguntó a David si reconocía a la niña pequeña con la que solía jugar. Mademoiselle Claire no se parecía en nada a su madre: esbelta, morena y vestida con un costume de tennis blanco y un sombrero verde manzana con lazos negros, tenía un aspecto muy moderno, informal y despreocupado. Estaba ya contándole a David que se alegraba de que hubiera llegado temprano, así podrían jugar un partido de tenis antes del té. Maman se llevaría su labor al jardín y les miraría jugar. Esta última sugerencia alivió el temor de Claude de que le dejaran solo con la anfitriona. Cuando David lo llamó y le presentó a las mujeres, Mademoiselle Claire le dio un rápido apretón de manos y dijo que le encantaría ponerle a prueba en la pista tan pronto como hubiese vencido a David. Encontrarían zapatillas de tenis en su habitación, una colección de zapatos para los pies de todas las nacionalidades: los de su hermano, algunos que su amigo ruso había olvidado cuando salió corriendo al ser movilizado y un par que un oficial inglés había dejado recientemente cuando se alojó allí. Ella y su madre esperarían en el jardín. Hizo sonar el timbre para llamar al viejo criado.
Los americanos se encontraron en una gran habitación en el piso de arriba donde dos modernas camas de hierro destacaban de forma evidente entre pesadas cómodas de caoba, escritorios y tocadores, sillones, alfombras de terciopelo y cortinas de brocado rojo pálido. David fue de inmediato al pequeño vestidor y empezó a ataviarse para la pista de tenis. Dos trajes de franela y una hilera de suaves camisas estaban colgados allí, de la pared.
—¿No te vas a cambiar? —preguntó al darse cuenta de que Claude permanecía de pie rígido junto a la ventana, mirando hacia el jardín de abajo.
—¿Por qué debería? —dijo Claude con desdén—. No juego al tenis, nunca he tenido una raqueta en la mano.
—Una pena. Solía jugar muy bien, aunque solo era una jovencita entonces —Gerhardt se fijó en sus piernas dentro de unos pantalones que eran unos cuantos centímetros cortos para él—. ¡Cómo ha cambiado todo y sin embargo cómo sigue siendo todo lo mismo! Es como cuando vuelves a un lugar en sueños.
—¡Yo diría que no te han dado demasiado tiempo para soñar! —comentó Claude.
—¡Afortunadamente!
—Explícale que no juego al tenis, ¿de acuerdo? Bajaré más tarde.
—Como quieras.
Claude se quedó junto a la ventana, observando la cabeza descubierta de Gerhardt y el sombrero verde de Mademoiselle Claire y su largo brazo bronceado que recorría a saltos la pista de tenis.
Cuando Gerhardt volvió para cambiarse antes del té, encontró a su compañero de pie delante de su bolsa, que estaba abierta, pero sin deshacer.
—¿Cuál es el problema? ¿Vuelves a sentirte neurótico?
—No exactamente —Claude se mordió el labio—. El hecho es que, Dave, no me encuentro cómodo aquí. La gente es estupenda, pero estoy fuera de lugar. Me voy a ir a buscar algún otro sitio donde quedarme y así te dejo que visites a tus amigos con tranquilidad. ¿Por qué me debería quedar? Está gente no lleva un hotel.
—Están muy cerca de hacerlo, por lo que me han estado contando. Han tenido una sucesión de escoceses e ingleses alojados aquí con ellas. Además les gustó, o al menos tienen las buenas maneras de fingir que así fue. Por supuesto, puedes hacer lo que quieras, pero herirás sus sentimientos y me dejarás en una posición incómoda con ellas. Para ser sincero, no veo cómo podrías irte sin ser claramente grosero.
Claude permaneció de pie mirando el contenido de su bolsa con actitud indecisa. Al captar un atisbo de su cara en uno de los grandes espejos, Gerhardt se dio cuenta de que parecía perplejo y abatido. Su arrebato de mal humor murió y puso con suavidad la mano sobre el hombro de su amigo.
—¡Vamos, Claude! Esto es demasiado absurdo. Ni siquiera tienes que arreglarte, gracias a tu uniforme, y no tienes que hablar, ya que se supone que no conoces el idioma. Pensé que te gustaría venir aquí, estas personas han pasado unos momentos tremendamente duros, ¿no admiras su coraje?
—¡Oh, sí, por supuesto que lo admiro! Aunque es incómodo para mí —Claude se quitó el abrigo y empezó a atusarse el pelo vigorosamente—. Supongo que siempre me han asustado más los franceses que los alemanes. Hace falta coraje para quedarse, supongo que lo entiendes: me gustaría salir corriendo.
—¿Pero, por qué? ¿Qué es lo que hace que quieras eso?
—¡Ah, no lo sé! Algo en la casa, en la atmósfera de la casa.
—¿Algo desagradable?
—No, algo agradable.
David se rio.
—¡Ah, lo superarás!
Tomaron el té en el jardín, una moda inglesa, un té inglés también, que, según les informó Mademoiselle Claire, habían dejado los oficiales ingleses.
En la cena presentaron a un tercer miembro de la familia, un niño con el pelo muy corto y grandes ojos negros. Se sentó a la izquierda de Claude, callado y tímido, con su chaqueta de terciopelo, aunque seguía la conversación con avidez, especialmente cuando se tocaba el tema de su hermano René, que había muerto en Verdún durante el segundo invierno de la guerra. La madre y la hermana hablaban de él como si estuviese vivo, sobre sus cartas y sus planes, y sus amigos en el Conservatoire y en el Ejército. Mademoiselle Claire le contó a Gerhardt las novedades sobre todas las estudiantes que había conocido en París: que esta estaba cantando para los soldados; que otra, mientras estaba cuidando a los enfermos en un hospital de París que fue bombardeado en un ataque aéreo, había sacado a veinte hombres heridos fuera del edificio en llamas, uno detrás de otro, sobre su espalda, como sacos de harina. Alice, la bailarina, había entrado en la Cruz Roja inglesa y había aprendido inglés. Odette se había casado con un neozelandés, un oficial del que se decía que era un caníbal, se sabía que su tribu se había comido a dos misioneras occitanas. Hubo muchas más cosas que Claude no pudo entender, pero comprendió lo suficiente como para ver que para estas mujeres la guerra era Francia, la guerra era la vida y todo lo que contenía. Estar vivo, ser consciente y tener las propias facultades era estar en la guerra.
Después de la cena, cuando entraron en el salón principal, Madame Fleury le preguntó a David si le gustaría volver a ver el violín de René y le hizo un gesto con la cabeza al niño. Este salió corriendo y regresó con el estuche, que colocó sobre la mesa. Lo abrió cuidadosamente y quitó el paño de terciopelo, como si esto fuera su ocupación particular, y entonces le dio el instrumento a Gerhardt.
David lo giró bajo la luz de las velas mientras le decía a Madame Fleury que hubiera reconocido en cualquier lugar el maravilloso Amati de René, de un tono casi demasiado exquisito para un auditorio, como una mujer que es demasiado hermosa para un escenario. La familia permanecía de pie a su alrededor y escuchaba sus alabanzas con satisfacción. Madame Fleury le dijo que Lucien era très sérieux con su música, que su maestro estaba encantado con él y que cuando su mano fuera un poco más grande se le permitiría tocar el violín de René. Claude observaba al niño mientras este miraba el instrumento en las manos de David, en cada uno de sus grandes ojos negros se reflejaba la llama de una vela, como si un fuego constante estuviese realmente ardiendo dentro de ellos.
—¿Qué pasa, Lucien? —le preguntó su madre.
—Si Monsieur David fuera tan amable de tocar antes de que me vaya a la cama… —murmuró de manera suplicante.
—Pero, Lucien, ahora soy un soldado. No he practicado nada en absoluto durante dos años. El Amati va a pensar que ha caído en las manos de un boche.
Lucien sonrió.
—¡Oh, no! Es demasiado inteligente como para eso. Un poco, por favor —y se sentó en un taburete delante del sofá con una confiada anticipación.
Mademoiselle Claire se fue al piano. David frunció el ceño y empezó a afinar el violín. Madame Fleury llamó al viejo criado y le dijo que encendiera los troncos que había en la chimenea. Escogió el sillón a la derecha del hogar y le hizo un gesto a Claude señalando un asiento a la izquierda. El niño se quedó en su taburete al otro extremo de la habitación. Mademoiselle Claire empezó la introducción orquestal del concerto de Saint-Saens.
—¡Oh, ese no! —David levantó la barbilla y la miró con perplejidad.
Ella no respondió, pero siguió tocando, sus hombros inclinados hacia delante. Lucien subió las rodillas hasta ponerlas debajo de la barbilla y se estremeció. Cuando llegó el momento, el violín hizo su entrada. David lo había vuelto a colocar bajo su barbilla mecánicamente y el instrumento entró en esa contenida y amarga melodía.
Tocaron durante un buen rato. Al fin, David se paró y se secó la frente.
—Me temó que no puedo hacer nada con el tercer movimiento, de verdad.
—Yo tampoco, pero es lo último que tocó René en ese violín, la noche antes de irse después de su último permiso —ella comenzó de nuevo y David la siguió.
Madame Fleury estaba sentada con los ojos medio cerrados, mirando hacia el fuego. Claude, con la boca apretada, las manos sobre las rodillas, estaba observando la espalda de su amigo. La música era una parte de sus propias emociones confusas. Estaba dividido entre la admiración generosa y la amarga, amarga envidia. ¿Cómo sería hacer algo tan bien, tener una mano capaz de la mayor delicadeza y la precisión y el poder? Si le hubieran enseñado a hacer cualquier cosa, no estaría sentado ahí esa noche, un bloque de madera entre gente viva. Sentía que debían haber hecho de él un hombre, pero nadie se había tomado la molestia. Con los labios sellados, atado de pies y manos. Si uno nace en este mundo como un osezno o un ternero, solo puede arañar o estropear las cosas, romper y destruir, eso es toda su vida.
Gerhardt envolvió el violín en su paño. El chico le dio las gracias y se lo llevó. Madame Fleury y su hija les dieron las buenas noches a sus invitados.
David dijo que estaba acalorado y sugirió salir al jardín para fumar antes de irse a la cama. Abrió uno de los grandes ventanales y salieron a la terraza. Las hojas secas crujían por los caminos; los tejos formaban una pared sólida, más negra que la oscuridad. La fuente debía de captar la luz de las estrellas: era lo único que brillaba, una pequeña y clara columna de centelleante plata. Los jóvenes paseaban en silencio hacia el final del camino.
—Supongo que volverás a tu profesión —comentó Claude con el tono poco natural con el que las personas a veces hablan de las cosas de las que no saben nada.
—No, por supuesto que no. Tenía que tocar para ellos. La música ha sido siempre como una religión en esta casa. Escucha —levantó la mano, a lo lejos las regulares explosiones de los grandes cañones sonaban en la noche tranquila—, eso es lo que importa ahora. Ha matado todo lo demás.
—No lo creo —Claude se detuvo durante un instante junto al borde de la fuente, tratando de reunir sus pensamientos—. No creo que haya matado nada. Solo ha esparcido las cosas —echó apresuradamente una mirada hacia la casa durmiente, el durmiente jardín, el claro cielo plagado de estrellas no demasiado lejos, sobre sus cabezas—. Son los hombres como tú los que se llevan la peor parte —soltó—. Pero para mí, yo nunca conocí nada por lo que mereciera la pena vivir, hasta que llegó esta guerra. Antes de eso, el mundo me parecía como una propuesta de negocio.
—Admitirás que es una forma costosa de proporcionar aventuras a los jóvenes —dijo David secamente.
—Quizás sí, es igual…
Claude siguió la discusión en su interior mucho después de que se hubiesen metido en sus lujosas camas y de que David se hubiera dormido. Ningún campo de batalla o país hecho añicos que hubiese visto era tan desagradable como sería este mundo si hombres como su hermano Bayliss lo controlaran todos juntos. Hasta que estalló la guerra, había creído que efectivamente lo harían, su adolescencia se había nublado y debilitado por culpa de esa creencia. Los prusianos lo habían creído también, aparentemente. Pero este evento había mostrado que quedaba una gran cantidad de gente que se preocupaba por algo más.
Los intervalos del distante fuego de artillería se hacían más cortos, como si los grandes cañones se estuvieran afinando, tosiendo para conseguir expulsar algo. Claude se incorporó en la cama y escuchó. El sonido de los cañones le había resultado agradable por primera vez, le había proporcionado una sensación de confianza y seguridad, esta noche sabía por qué. Lo que decían era que los hombres aún podían morir por una idea y quemarían todo lo que habían construido para conservar sus sueños. Sabía que el futuro del mundo era seguro, los cuidadosos planificadores nunca serían capaces de meterlo en una camisa de fuerza, la astucia y la prudencia evitarían que se lo quedaran para ellos. Bueno, ese niño de abajo, con la luz de las velas en los ojos, cuando echara la última lágrima, como dicen, ¡podría «continuar» para siempre! Los ideales no eran cosas arcaicas, bellas e imponentes, eran las verdaderas fuentes de poder entre los hombres. Mientras eso fuera cierto, y ahora sabía que era cierto —había venido hasta aquí para descubrirlo—, no tenía nada que discutirle al Destino. Ni tampoco envidiaba a David. Él no cambiaría su propia aventura por el destino de nadie. Al borde del sueño la resplandeciente cara del peligro parecía brillar tenuemente, como la columna de la fuente, como la luna nueva, atractiva, medio apartada.