El camino hacia el bosque estaba cubierto de hojas. Claude y David estaban tumbados sobre el seco y mullido brezo entre las rocas. Gerhardt, con el Stetson sobre los ojos, estaba probablemente dormido. Estaban teniendo un clima estupendo durante sus vacaciones. El bosque se alzaba ante este claro como un anfiteatro, con terrazas doradas de castaños de Indias y hayas. Las grandes castañas caían, aterciopeladas y marrones, como si las hubieran untado en aceite, y desaparecían entre las hojas secas del suelo. Pequeños tejos negros, que no habían sido visibles con el verde del verano, destacaban entre los rizados helechos amarillos.
A través del nido grisáceo de ramitas de las hayas, brillaban los rígidos arbustos de acebo.
Era muy de los Wheeler temer a la falsa felicidad, tener la cobarde sensación de que les estuvieran engañando. Desde que había regresado, Claude se había preguntado más de una vez si había dado demasiadas cosas por hechas y se sentía aquí más en casa de lo que tenía derecho a sentir. Los americanos, según había observado, eran propensos a ponerse cómodos, a confundir las buenas maneras con la buena voluntad. No tenía derecho a dudar del afecto de los Joubert, sin embargo, pues era genuino y personal, no una superficie en calma bajo la cual pudiera ocultarse una burlona sombra de desprecio… no era, en resumen, la traicionera «educación francesa» por la que uno no debía dejarse engañar. Simplemente el haber visto el cambio de estación en el campo le daba a uno la sensación de haber estado allí durante mucho tiempo. Y, de todos modos, él no era un turista, estaba aquí por cuestiones legítimas.
El tobillo del esguince de Claude estaba todavía bastante hinchado. Madame Joubert estaba segura de que no debía moverlo en absoluto, le rogaba que se sentara en el jardín todo el día y se lo cuidara. Pero el cirujano del frente le había dicho que si dejaba de caminar tendría que ir al hospital. Así que, con la ayuda del mejor bastón de madera de acebo de su anfitrión, cojeaba hasta el bosque cada día. Esta tarde se sentía tentado de ir incluso más lejos. Madame Joubert le había hablado sobre las cuevas al otro lado del bosque, cámaras bajo tierra donde la gente de campo había ido a vivir en los momento de gran miseria, hacía tiempo, durante las guerras con los ingleses. Claude no podía recordar cuánto tiempo había pasado desde esas guerras con los ingleses, pero el tiempo suficiente como para hacer que uno se sintiese cómodo. En cuanto a él, quizá no volviese a casa jamás. Quizá, cuando este gran conflicto hubiese acabado, compraría una pequeña granja y se quedaría aquí para el resto de su vida. Era un proyecto con el que le gustaba juguetear. No había ninguna oportunidad de llevar la vida que quería en casa, donde la gente siempre estaba comprando y vendiendo, construyendo y tirando abajo. Había empezado a creer que los americanos eran un pueblo de sentimientos poco profundos. Así lo había descrito Gerhardt en una ocasión y, si era cierto, no había cura para ello. La vida era tan corta que no tendría ningún significado en absoluto a no ser que fuera continuamente reforzada con algo que perdurase, a no ser que las sombras de la existencia individual vinieran y se fueran por delante de un fondo que las mantuviese unidas.
Mientras estaba absorto en sus ensoñaciones de tener una granja en Francia, su acompañante se movió y se giró sobre su codo.
—Sabes que tenemos que reunirnos con el batallón en A… Deben de estar viviendo como reyes allí. Hicks se va a poner tan gordo que se acabará cayendo durante la marcha. El cuartel general debe de tener algo particularmente desagradable en mente: siempre ceban a la infantería justo antes de una masacre. Pero he estado pensando, tengo algunos viejos amigos en A… ¿Y si llegamos allí un día antes y conseguimos que nos inviten? Es un sitio antiguo y agradable y debo ir a verlos. El hijo fue compañero de estudios mío del Conservatoire. Lo mataron durante el segundo invierno de la guerra. Solía subir allí durante las vacaciones con él. Me gustaría volver a ver a su madre y a su hermana. ¿Tienes alguna objeción?
Claude no contestó inmediatamente. Permaneció tumbado mirando las hayas con los ojos entrecerrados, sin moverse.
—Siempre evitas ese tema conmigo, ¿verdad? —dijo en ese momento.
—¿Qué tema?
—Ah, todo lo que tenga que ver con el Conservatoire o tu profesión.
—No tengo ninguna profesión en este momento, no volveré a tocar el violín jamás.
—¿Quieres decir que no podrías recuperar el tiempo que vas a perder?
Gerhardt apoyó la espalda contra una roca y sacó su pipa.
—Eso sería difícil, pero otras cosas serán más duras. He perdido mucho más que tiempo.
—¿No podrías haber conseguido una exención de una u otra manera?
—Podría. Mis amigos quisieron hacerse cargo y hacer de mí un caso que sentara precedente. Pero no podría aguantarlo, no siento que fuera un violinista lo suficientemente bueno como para admitir que no era un hombre. A menudo deseo haber estado en París aquel verano en que estalló la guerra, entonces habría entrado en el ejército francés al primer impulso, con los otros estudiantes, y hubiera sido mejor.
David hizo una pausa y se quedó sentado dándole caladas a su pipa. Justo entonces un suave movimiento revolvió los helechos en la ladera. Una niña pequeña descalza estaba de pie allí, mirando a su alrededor. Había escuchado voces pero al principio no vio los uniformes que se mezclaban con el amarillo y marrón del bosque. Entonces vio el sol brillando sobre dos cabezas, una cuadrada y de color ámbar, la otra de color bronce rojizo, larga y estrecha. Dio por sentado que serían amigables y bajó la colina, deteniéndose de vez en cuando para coger lustrosas castañas de indias y meterlas en un saco que llevaba a cuestas. David le preguntó a gritos si los frutos eran comestibles.
—Oh, non! —exclamó ella, su cara expresando el terror más vívido—, pour les cochons!
Estos americanos novatos deben de comer casi cualquier cosa. Los chicos se rieron y le dieron algunos centavos, «pour les cochons aussi». Se movía sigilosamente por el límite del bosque, rebuscando entre las hojas sus castañas y observando a los dos soldados.
Gerhardt vació su pipa con unos golpecitos y empezó a llenarla otra vez.
—Fui a casa a ver a mi madre en mayo de 1914. No estaba aquí cuando estalló la guerra. El Conservatoire cerró de inmediato, así que acordé una gira de conciertos por Estados Unidos ese invierno y me salió muy bien. Eso fue antes de que todos esos pequeños rusos fueran al frente, cuando el terreno no estaba tan abarrotado. Tuve una segunda temporada que fue bien. Pero cada vez me ponía más nervioso, solo una parte de mí estaba allí —fumaba pensativamente, sentado con los brazos cruzados, como si estuviera repasando una sucesión de eventos o estados emocionales—. Cuando sacaron mi número, me presenté para ver qué podía hacer para librarme, eché un vistazo a los otros tipos que estaban intentando librarse también y decidí no hacerlo. Nunca me he arrepentido. No mucho después mi violín se destrozó y mi carrera pareció irse al traste con él.
Claude le preguntó qué quería decir.
—Mientras estaba en Camp Dix, tuve que tocar en uno de los espectáculos. Mi violín, un Stradivarius, estaba en una cámara de seguridad en Nueva York. No lo necesitaba para ese concierto más de lo que podría necesitarlo ahora mismo, sin embargo, fui a la ciudad y lo saqué. Me lo llevé de la estación en un coche militar y un taxista borracho chocó contra nosotros. Yo no me hice nada pero el violín, que estaba sobre mis rodillas, se rompió en mil pedazos[38]. En aquel momento no sabía lo que eso significaba, pero desde entonces, he visto tantas cosas hermosas y antiguas destrozadas… Me he convertido en un fatalista.
Claude observaba su cabeza mientras meditaba sobre el gris del pedernal.
—Debiste haberte mantenido alejado de todo eso. Cualquier hombre de armas te lo hubiera dicho.
David echó hacia atrás la cabeza contra la piedra y lanzó con indiferencia una de las castañas al aire.
—¡Ah, un violinista más o menos no importa! ¿Pero quién regresará jamás a lo que hiciese antes? Eso es lo que quiero saber.
Claude se sentía culpable, como si David hubiese adivinado qué apostasía había estado teniendo lugar en su propia cabeza durante esa tarde.
—No creerás que vamos a sacar de esta guerra aquello por lo que entramos en ella, ¿verdad? —preguntó de repente.
—En absoluto —contestó el otro con una fría indiferencia.
—¡Entonces ciertamente no veo para qué estás aquí!
—Porque en 1917 tenía veinticuatro años y era capaz de usar un arma. La propia guerra incitó a nuestra generación. No sé por qué, probablemente por los pecados de nuestros padres. Desde luego no para hacer del mundo algo más seguro para la democracia o cualquier retórica parecida. Cuando trabajaba de camillero, me tenía que decir a mí mismo una y otra vez que todo quedaría en nada pero que tenía que ser así. Algunas veces, sin embargo, pienso que algo debería… Nada que esperemos sino algo imprevisto —hizo una pausa y cerró los ojos—. ¿Recuerdas en las viejas historias de la mitología que cuando los hijos de los dioses nacían las madres siempre morían de agonía? Quizá es solo Sémele en quien estoy pensando. En todo caso, a veces me pregunto si los hombres jóvenes de nuestro tiempo tenían que morir para traer una nueva idea al mundo… algo olímpico. Me gustaría saberlo, creo que lo sabré. Desde que regresé aquí, he empezado a creer en la inmortalidad, ¿y tú?
Claude estaba confuso por esta pregunta sin pretensiones.
—Es difícil de saber, nunca he sido capaz de decidirme.
—¡Ah, no te preocupes por eso! Vendrá a ti, viene sola. No tienes que perseguirla. Yo llegué a ello casi de la misma manera que me solía pasar con todo lo relacionado con el arte: conociéndolo y viviendo de él antes de comprenderlo. Tales ideas me solían parecer infantiles —soltó Gerhardt—. ¿Y ahora ya te he contado lo que querías saber sobre mi caso? —bajó la mirada hacia Claude con un curioso brillo de diversión y afecto—. Voy a estirar las piernas. Son las cuatro en punto.
Desapareció entre los troncos de los pinos rojos, donde la luz del sol formaba un lago coloreado de rosa, como solía hacer en el verano… como haría en todos los años venideros, cuando ellos no estuvieran allí para verlo, pensaba Claude. Tiró del sombrero hasta que le cubrió los ojos y se durmió.
La niña, en el lindero del bosque de hayas, dejó su saco y bajó sigilosamente la colina. Se sentó en el brezo y encogió las piernas hasta ponerse los pies debajo, se quedó quieta durante largo rato mientras miraba con curiosidad la relajada y profunda respiración del soldado americano.
Al día siguiente era el vigésimo quinto cumpleaños de Claude y, para celebrarlo, Papa Joubert subió una botella de un viejo burdeos de su sótano, de una de las pocas docenas de las que se había provisto para las grandes ocasiones cuando era un hombre joven.
Durante esa semana de ocio en casa de Madame Joubert, Claude a menudo pensaba que ahora estaba siendo compensado por ese periodo de feliz «juventud» sobre el que su vieja amiga la señora Erlich solía hablar y que él nunca había experimentado: estaba viviendo su juventud en Francia. Sabía que no volvería a pasarle nada como esto, los campos y bosques nunca volverían a enlazarse con este hechizo neblinoso. Mientras se acercaba a la calle del pueblo en la tarde púrpura, el olor a madera quemada de las chimeneas se le subía a la cabeza como una droga, abría los poros de su piel y a veces hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas. La vida después de todo le había salido bien y todo tenía una noble relevancia. El estado de nervios en el que había vivido durante años ahora le parecía increíble, absurdo y pueril, cuando pensaba en ello. No se torturaba a sí mismo con recuerdos. Estaba empezando de nuevo.
Una noche soñó que estaba en casa, en medio de los campos arados, donde no podía ver otra cosa que no fueran los surcos marrones de tierra, extendiéndose en el horizonte de una punta a otra. Arriba y abajo se movía un chico con un arado y dos caballos. Al principio pensó que era su hermano Ralph pero, al acercarse, vio que era él mismo y le entró mucho miedo por ese joven. Pobre Claude, nunca, nunca saldrá de ahí, ¡se va a perder todo! Mientras luchaba por hablarle a Claude y advertirle, se despertó.
En los años en los que estuvo yendo a la Universidad en Lincoln, siempre estuvo en busca de alguien a quien pudiera admirar sin reservas, alguien a quien pudiera envidiar, emular, en el que querer convertirse. Ahora creía que incluso entonces debía de tener en mente la tenue imagen de un hombre como Gerhardt. Solo en tiempos de guerra sus caminos habían tenido la posibilidad de cruzarse o de que ellos tuviesen algo que hacer juntos… cualquiera de esos intereses que hace que los hombres se hagan amigos.