Una noche otoñal lluviosa. Papa Joubert estaba sentado leyendo el periódico. Escuchó un fuerte golpeteo en la puerta de su jardín. Se quitó de un puntapié las zapatillas, se puso los zuecos que tenía para el barro, arrastró los pies por el jardín empapado y abrió la puerta que daba a la oscura calle. Dos altas figuras con rifles y petates aparecieron frente a él. Al instante siguiente ya los estaba abrazando, gritando a su mujer:
—Nom de diable, Maman, c’est David, David et Claude, tous les deux!
De pie bajo la luz de las velas aparecieron dos soldados con un aspecto lamentable, rebozados en barro, sus cascos metálicos brillando como boles de cobre, sus ropas dejando charcos de agua sobre las losas del suelo de la cocina. Madame Joubert les besó en sus húmedas mejillas y Monsieur, ahora que podía verlos, los abrazó de nuevo. ¿De dónde venían y cómo les había ido allí arriba con aquellos? Muy bien, como se podía ver. ¿Qué es lo que querían primero? ¿La cena quizá? Su habitación estaba siempre lista para ellos y las ropas que habían dejado estaban en el arcón grande.
David les explicó que sus camisas no habían estado secas ni una vez en cuatro días y que lo que más deseaban era estar secos y limpios. A la vieja Martha, ya en la cama, la hicieron ir a calentar agua. Monsieur Joubert subió la gran bañera arriba. Mañana para hablar, dijo; esta noche, para descansar. Los chicos le siguieron y comenzaron a quitarse sus húmedos uniformes para dejarlos en dos pilas empapadas sobre el suelo. Había un solo baño para los dos y lanzaron una moneda para decidir quién entraba primero en el agua templada. Monsieur Joubert, al ver el tobillo hinchado de Claude envuelto en vendas adhesivas, comenzó a reírse.
—¡Oh, veo que los Boches te hicieron bailar allí arriba!
Cuando estuvieron vestidos con sus pijamas limpios del arcón, Papa Joubert bajó sus camisas y calcetines para que Martha los lavara. Regresó con la gran fuente de carne sobre la que había una tortilla hecha con doce huevos rellena de beicon y patatas fritas. Madame Joubert subió la cafetera de tres pisos hasta la puerta y les gritó:
—Bon appetit!
El anfitrión sirvió el café y cortó la barra con su navaja. Se sentó para verlos comer. ¿Cómo habían encontrado las cosas entonces allí arriba? ¿Los Boches tan educados y agradables como siempre? Finalmente, cuando no quedaba ni una migaja, les sirvió a cada uno un vaso de brandy, «pour cider la digestion» y les deseó buenas noches. Se llevó la vela con él.
La felicidad absoluta, reflexionaba Claude, mientras el frío de las sábanas se hacía más cálido alrededor de su cuerpo y aspiraba el viejo olor a lavanda de la almohada. ¡Sentir la calidez, estar tan seco, tan limpio, tan querido…! El viaje, visto desde aquí, parecía hermoso. Tan pronto como salieron de la región de los torturados árboles, vieron que la tierra en Francia se volvía dorada. A lo largo de los valles de los ríos, los álamos y chopos habían cambiado de verde a amarillo, coloreados uniformemente, como la llama de unas velas entre la neblina y la lluvia. A través de los campos, a lo largo del horizonte, corrían como antorchas pasadas de una mano a otra y todos los sauces junto a los pequeños riachuelos se habían vuelto plateados. Los viñedos estaban aún verdes, densamente manchados del color rojo sangre de sus ramas enroscadas. Todo regresaba a su mente en imágenes junto a su almohada en la oscuridad: esta hermosa tierra, esta hermosa gente, esta hermosa tortilla, los chopos dorados, los viñedos verde azulados, las húmedas hojas escarlata de las vides, las gotas de lluvia cayendo sobre el patio, la perfumada oscuridad… el sueño, más fuerte que todo lo demás.