Después de cuatro días de descanso en la retaguardia, el batallón fue al frente de nuevo en una nueva región, a unos diez kilómetros al este de la trinchera donde habían tomado el relevo antes. Una mañana el coronel Scott mandó llamar a Claude y a Gerhardt y desplegó los mapas sobre la mesa.
—Vamos a hacer limpieza ahí fuera, en el sector F6 esta noche para enderezar nuestra línea. Lo que nos estorba es ese pequeño pueblo en lo alto de la colina, donde las ametralladoras de los enemigos están fuertemente posicionadas. Quiero sacarlas de ahí antes de que llegue el batallón. No podemos prescindir de muchos hombres y no quiero enviar más oficiales de los que sea necesario, no servirá de nada si reducimos el batallón para la gran operación. ¿Creéis, muchachos, que os podéis hacer cargo con un centenar de hombres? La idea es que vayáis y estéis de vuelta antes de que dé comienzo nuestra artillería a las tres en punto.
A los pies de la colina donde se encontraba el pueblo había un profundo barranco y, desde este, una serpenteante corriente de agua que terminaba en la ladera. Trepando esta hondonada, los asaltantes podrían ser capaces de abalanzarse sobre el equipo de ametralladoras desde detrás y cogerlos por sorpresa. Pero primero debían atravesar campo abierto, de casi un kilómetro y medio de ancho, entre la línea americana y el barranco, sin llamar la atención. Estaba lloviendo ahora y podían contar con una noche oscura sin temor a equivocarse.
La noche llegó lo suficientemente oscura. La compañía cruzó este trecho sin provocar ningún disparo y se deslizaron dentro del barranco para esperar la hora del ataque. Un joven doctor de Pensilvania, que se unió al grupo a última hora, se había ofrecido voluntario para ir con ellos y dispuso un puesto de socorro al fondo del barranco donde dejarían las camillas. Recogerían a los heridos cuando regresaran. Todo lo que se dejara en esa zona quedaría expuesto al fuego de la artillería más tarde.
A las diez en punto, los hombres comenzaron a ascender el cauce, arrastrándose a través de charcos y pequeñas cataratas, produciendo un constante sonido de chapoteo, como los cerdos frotándose contra la pocilga. Claude, al frente de la columna, estaba justamente saliendo del barranco en la ladera sobre el pueblo cuando estalló una bengala y comenzó una lluvia de fuego procedente de los arbustos en el lado más empinado del cauce. Las ametralladoras estaban abriendo fuego sobre la línea expuesta que se arrastraba abajo. Los Hunos habían sido advertidos de que los americanos estaban atravesando la llanura y habían previsto por dónde accederían. Los hombres en el barranco estaban atrapados, no podían contraatacar de forma efectiva y las balas de las ametralladoras Maxim saltaban sobre las piedras a su alrededor como si fuera granizo. Gerhardt corrió a lo largo del borde de la línea instando a los hombres a que no se quedaran atrás ni se dieran la vuelta, sino que salieran del barranco hacia el lado en pendiente y se dispersaran.
Claude con su grupo comenzó a regresar.
—¡Meteos entre la maleza y cogedlos! Nuestros compañeros no tienen ninguna oportunidad ahí abajo. Granadas mientras tengamos, después, bayonetas. Tirad de las anillas y no esperéis demasiado.
Ya estaban corriendo, cargando contra los arbustos. Los artilleros alemanes conocían la colina como la palma de su mano y, cuando las bombas empezaron a estallar a su alrededor, escaparon por senderos y madrigueras.
—¡No les persigáis por las rocas! —continuaba gritando Claude—. ¡Seguid recto hacia delante! Despejad todo hasta el barranco.
Cuando los alemanes se pusieron a cubierto, cesaron los disparos sobre el barranco y la columna que estaba detenida subió el empinado desfiladero, como un aluvión detrás de Gerhardt.
Claude y su grupo se encontraron de nuevo a los pies de la colina, al borde del barranco desde el que se habían puesto en marcha. Los constantes disparos sobre la colina por encima de sus cabezas les decían que el resto de los hombres había conseguido llegar. La forma más rápida de volver al campo de batalla era a través del mismo cauce que habían escalado antes. Se tiraron dentro y se pusieron en marcha. Claude, en la retaguardia, sintió cómo el suelo se elevaba bajo su cuerpo y fue arrastrado junto con una montaña de tierra y piedras hacia el interior del barranco.
Nunca supo si perdió el conocimiento o no. Le parecía seguir teniendo sensaciones continuas. La primera fue la de sentir que volaba en pedazos, la de hincharse hasta un tamaño enorme bajo una presión insufrible y después reventar. A continuación sintió que se encogía y un hormigueo, como si su cuerpo helado se estuviera descongelando. Después se hinchaba de nuevo y estallaba. Esto se repetía, no sabía con qué frecuencia. Pronto se dio cuenta de que estaba aplastado bajo un gran peso de tierra, su cuerpo, no su cabeza: sintió la lluvia cayendo sobre su cara. Su mano izquierda estaba libre y todavía unida a su brazo. La movió con precaución hasta su cara: parecía estar sangrando por la nariz y los oídos. Ahora empezaba a preguntarse dónde le habían herido, se sentía como si estuviese lleno de esquirlas de los proyectiles. Todo él estaba enterrado menos su cabeza y su hombro izquierdo. Una voz estaba gritando desde algún sitio más abajo.
—¿Alguno de vosotros sigue con vida?
Claude cerró los ojos frente a la lluvia que le golpeaba la cara. La misma voz se volvió a escuchar con un tono de paciente desesperación.
—Si queda alguien vivo en este agujero que hable. Yo mismo estoy malherido.
Debía de ser el nuevo médico, ¿no estaba su puesto de socorro en algún sitio aquí abajo? Herido, dijo. Claude trató de mover sus piernas un poco. Quizá, si podía salir de debajo de la tierra, podría seguir de una pieza el tiempo suficiente como para llegar hasta el doctor. Empezó a retorcerse y empujar. La tierra húmeda le absorbía, era una tarea dolorosa. Se apoyó sobre sus codos pero seguía resbalándose hacia atrás.
—¿Soy el único que queda, entonces? —dijo la afligida voz abajo.
Por fin, Claude logró salir de esa especie de madriguera pero no fue capaz de ponerse de pie. Cada vez que lo intentaba, se desmayaba y parecía estallar de nuevo. Algo le pasaba en su tobillo derecho también, no podía apoyar su peso sobre él. Quizás había estado demasiado cerca del proyectil como para que le alcanzase, había escuchado a los muchachos contar casos así. Había explotado bajo sus pies y le había arrastrado hasta el interior del barranco, pero no había dejado ninguna metralla en su cuerpo. Si le hubiera alcanzado algo, hubiera sido tanto metal que no estaría aquí sentado especulando. Comenzó a arrastrarse hacia la pendiente a cuatro patas.
—¿Es el médico? ¿Dónde está?
—Aquí, en una camilla. Nos han bombardeado. ¿Quién es? Nuestros compañeros llegaron arriba, ¿no?
—Supongo que la mayoría sí llegó. ¿Qué ha pasado aquí abajo?
—Me temo que ha sido culpa mía —dijo la voz con tristeza—. Usé mi linterna y eso debió de darles la localización. Nos lanzaron tres o cuatro proyectiles justo encima. Los compañeros que habían resultado heridos en el barranco permanecían tendidos aquí abajo y yo no podía hacer nada a oscuras. Necesitaba tener alguna luz para poder hacer algo. Justo acaba de terminar de poner un entablillado cuando estalló el primer obús. Supongo que han terminado por ahora.
—¿Cuántos había?
—Catorce, creo. Algunos de ellos no estaban malheridos. Estarían todos vivos si yo no hubiera venido.
—¿Quiénes eran? Aunque no sabe nuestros nombres todavía, ¿verdad? ¿No vio al teniente Gerhardt entre ellos?
—Creo que no.
—¿Ni tampoco el sargento Hicks, el tipo gordo?
—Creo que no.
—¿Dónde está herido?
—En el abdomen. No puedo decirle más sin luz. He perdido mi linterna. Nunca se me ocurrió pensar que podría causar problemas; es una que uso en casa, cuando los bebés están enfermos —murmuró el doctor.
Claude trató de encender una cerilla sin éxito.
—Espere un momento, ¿dónde está su casco? —se quitó su sombrero metálico, lo colocó sobre el doctor y se las arregló para encender una cerilla debajo de él. El hombre herido había aflojado ya sus pantalones y ahora se subía la camisa ensangrentada. La ingle y la parte izquierda del abdomen estaban desgarradas. La herida y la camilla sobre la que estaba tumbado mostraban una masa de sangre oscura y coagulada que parecía el enorme hígado de una vaca.
—Supongo que ahora me toca a mí —murmuró el doctor mientras se apagaba la cerilla.
Claude encendió otra.
—¡Ah, de ninguna manera! Nuestros compañeros estarán de vuelta enseguida y podremos hacer algo por usted.
—No servirá de nada, teniente. ¿Cree que podría quitarle el abrigo a alguno de estos pobres compañeros? Siento un frío terrible en mis intestinos. Tenía una botella de brandy francés, pero supongo que estará enterrada.
Claude se quitó su propio abrigo, cuyo interior estaba templado, y empezó a palpar el barro en busca del brandy. Se preguntaba por qué este pobre hombre no estaba gritando de dolor. Los disparos en la colina habían cesado, a excepción de algún chasquido ocasional de alguna Maxim, en algún lugar en las rocas. Su reloj marcaba las doce y diez; ¿podría haber salido algo mal allá arriba?
De repente, se oyeron voces por arriba, un estrépito de botas sobre el esquisto. Él empezó a gritarles.
—¡Ya vamos, ya vamos! —conocía la voz. Gerhardt y sus fusileros bajaban corriendo hacia el barranco con un grupo de prisioneros. Claude les gritó que tuviesen cuidado.
—¡No encendáis ninguna luz! ¡Han estado bombardeando aquí abajo!
—¿Estás bien, Wheeler? ¿Dónde están los heridos?
—No hay nadie herido, salvo el doctor y yo. Sácanos de aquí rápido. Yo estoy bien pero no puedo caminar.
Colocaron a Claude en una camilla y lo sacaron de allí primero. Cuatro grandes alemanes lo llevaban y Hicks y Dell Able les empujaban para que fueran corriendo. Cuatro de sus hombres levantaron al doctor y Gerhardt caminaba a su lado. A pesar de que tuvieron cuidado, el movimiento hizo que la sangre comenzara a brotar de nuevo y deshizo los coágulos que se habían formado sobre sus heridas. Empezó a vomitar sangre y a ahogarse. Los hombres pusieron la camilla en el suelo. Gerhardt levantó la cabeza del doctor.
—Se acabó —dijo en ese momento—, mejor trate de darse toda la prisa que pueda.
Cogieron la carga de nuevo.
—Los que le están llevando ahora no le estarán zarandeando —dijo Oscar, el piadoso sueco.
La Compañía B perdió a diecinueve hombres en el asalto. Dos días después la compañía se retiró con un permiso de diez días. El esguince hacía que el tobillo de Claude fuera el doble de su tamaño natural, pero para evitar que le enviaran al hospital, tuvo que caminar hasta la estación terminal. El sargento Hicks le había conseguido un zapato gigantesco que encontró enganchado en la red de alambre de espino. Claude y Gerhardt se iban a ir juntos de permiso.